Los Estados Unidos de Truman

Época: Inicios Guerra Fria
Inicio: Año 1945
Fin: Año 2000

El año 1946 se abrió bajo los mejores auspicios para los norteamericanos. Con la victoria en la segunda Guerra Mundial se abrió una nueva etapa en la Historia de los Estados Unidos.

 Esencial en este período de la vida norteamericana fue la sensación colectiva de que en este momento se podía conseguir alcanzar lo que la nación se propusiera. Un comentarista político, Luce, aseguró que se iniciaba «an American Century», un siglo americano. Así fue en el sentido de que en gran medida lo que fue sucediendo en los Estados Unidos acabó por producirse luego en otras latitudes, incluso en las más lejanas.

Los Estados Unidos concluyeron la Segunda Guerra Mundial con 405.000 muertos, muchos más que al final de la primera, pero también con un grado espectacular de prosperidad y también de unanimidad respecto a los planteamientos fundamentales. Aunque luego, muchos años después, hubo actitudes muy contrapuestas, lo cierto es que en 1945 el 75% de los norteamericanos estaba de acuerdo con el lanzamiento de la bomba atómica. En realidad nadie entre los dirigentes del país manifestó una clara voluntad de que la bomba no fuera lanzada. Pero esta unanimidad estuvo acompañada también por una indudable ingenuidad. En 1945, el 80% de los norteamericanos estaba de acuerdo con la vertebración de un nuevo sistema de relaciones internacionales basado en la ONU  y pensado para hacer posible la paz. En estos momentos, además, la popularidad de la Unión Soviética entre los norteamericanos era superior a la que obtenía Gran Bretaña. Menos de un tercio de los norteamericanos pensaba en la posibilidad de que hubiera una guerra en el próximo cuarto de siglo. Al mismo tiempo, no tantos norteamericanos fueron conscientes del decisivo papel que le correspondería jugar en adelante a los Estados Unidos. Se explica esta situación por el previo aislamiento que sólo había sido superado con la entrada en la guerra: hasta 1938 Rumania había tenido un Ejército más numeroso que los Estados Unidos. 

Además, después de concluida, había otras poderosas razones para no sentir ningún tipo de prevención ante el exterior. Con independencia de que no hubiera perspectivas en el horizonte de enfrentamiento, al final de la guerra no había países sobre la superficie del globo que tuvieran bombas atómicas ni tampoco aviones para transportarlas hasta los Estados Unidos. Pero de toda esta situación en el plazo de los tres años transcurridos hasta 1948 ya no quedaba nada. Si las perspectivas interiores  seguían siendo buenas, aunque entreveradas de una peculiar histeria anticomunista, el horizonte exterior se había entenebrecido de forma definitiva. Truman, en el momento en que le tocó dar el pésame a la viuda de Roosevelt, le preguntó qué podía hacer por ella y ésta le contestó con idéntica pregunta. El presidente fallecido había dejado como herencia a los Estados Unidos una mujer que era un político muy poco práctico y un vicepresidente que era un político muy pragmático, pero al que nadie parecía tomarle muy en serio, ni siquiera aquel que le había nombrado. Persona con capacidad ejecutiva y decisoria, accesible y popular, Harry Truman tenía un curriculum nada impresionante. Había fracasado en una empresa textil y eso le había hecho dedicarse a la política, pero parecía un profesional de la misma a muchos años luz del presidente Roosevelt, quien ni siquiera le conocía, y fue convertido en candidato porque Byrnes, su opción preferida, parecía más peligroso para que triunfara su candidatura.
Truman no estaba preparado ni remotamente para la decisiva misión que tuvo que desempeñar en materia internacional e incluso había sido marginado en tiempos anteriores de cualquier debate de la administración norteamericana en torno a política exterior. Su única declaración en esta materia, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, había consistido en decir que los Estados Unidos tenían que estar en contra de cualquiera que triunfara, fuera Alemania o Rusia. 

Patriota, concienzudo y poco brillante, Truman tuvo que enfrentarse con prudencia o con imaginación, según los casos, a algunas de las más graves decisiones de política exterior de su país en un momento decisivo.
En su última comunicación con Churchill, Roosevelt le había recomendado «minimizar» el problema con los soviéticos pero, en realidad, él mismo había empezado a ser consciente de todas las dificultades para llegar a un acuerdo duradero con Stalin. Roosevelt no era un ingenuo simplón en estas materias, tal como en ocasiones se le ha retratado. Pero lo que, sin duda, resulta cierto es que Truman en diez días cambió mucho y con brusquedad la relación norteamericana con la URSS. Asesorado por Harriman, el embajador norteamericano en Moscú, en la primera conversación que tuvo con Molotov le mostró tal dureza que el diplomático soviético aseguró que nunca había sido tratado así. Político provinciano, Truman estaba convencido de que, a base de tratar a Stalin con monosílabos, podría obtener de ellos mucho más que con condescendencia.
En realidad Stalin era bastante más prudente y proclive a la cautela respecto a la política exterior que a la interior. Según Kennan, el primer elaborador de la doctrina de la «contención», la idea de una Unión Soviética dispuesta de forma inmediata al ataque con Estados Unidos fue siempre, más que nada, el producto de la imaginación. Pero la dura reacción norteamericana, una vez llegó al poder Truman, tuvo como consecuencia multiplicar las sospechas de Stalin y su inseguridad. Para él la bomba atómica tenía un efecto principalmente psicológico y, por eso, sólo podía afectar a quien tuviera «nervios débiles». No le influyó, por tanto, de manera especial la noticia de que el adversario tenía la bomba, lo que, además, ya conocía gracias a sus espías pero, en cambio, se quejó de la brusca suspensión de los envíos de ayuda que la URSS había venido recibiendo durante toda la guerra. De este modo puede decirse que en el estallido de la guerra fría tuvo un papel decisivo la percepción que se tuvo del adversario. Como veremos más adelante, además, ésta acabó afectando de forma muy destacada a la evolución de la vida interna de los Estados Unidos. 

En la definición de una política respecto a la guerra fría jugó un papel decisivo sobre Truman la fuerte influencia de un «establishment» cuyas actitudes habrían de perdurar en el seno de la política norteamericana. Stimson, el general Marshall -«el americano más grande en vida», según Truman-, Forrestal o Dean Acheson, un arrogante diplomático, fueron sus figuras más destacadas y alguno de ellos, como el último, duró hasta los años setenta en su influencia sobre la política exterior norteamericana. Formaban parte de una élite cultivada que era consciente de lo mucho que había luchado Estados Unidos para obtener la victoria y que deploraban el «apaciguamiento» en el que se habían embarcado las potencias democráticas europeas hasta 1939. Para ellos existía la absoluta necesidad de que los Estados Unidos fueran creíbles; además, estaban convencidos de que disponían de todos los medios materiales, técnicos y humanos para conseguir lo que quisieran. La conciencia de la necesidad de no ceder ante los soviéticos se transmitió al presidente quien, en sus memorias, asegura sobre la actuación sovietica en Corea que «el comunismo ha actuado exactamente como Hitler y Mussolini habían actuado quince y veinte años antes». Esa actitud de los dirigentes norteamericanos se mantuvo durante décadas. Quienes ejercieron el poder cuando estalló la guerra fría no tenían nada de conservadores. Truman podía ser elemental -«su lengua iba más deprisa que su cabeza», afirmaba Acheson- pero era un demócrata progresista. A su madre le comentó que tenía un amigo que en veinte años no había tratado a un republicano. «No se ha perdido gran cosa», repuso ésta. 

Los primeros meses de 1946 supusieron un cambio en la política norteamericana sobre la URSS pero no determinaron aún un giro definitivo. El gasto militar pasó de casi ochenta y dos mil de millones de dólares a algo más de trece mil millones en 1945-7, una reducción impresionante que denota la confianza en la paz. Ya en abril de 1946 habían sido desmovilizados siete de los doce millones de hombres con los que Estados Unidos había concluido la Guerra Mundial y pronto las Fuerzas Armadas sólo contaron con un millón y medio de soldados. Es cierto que los Estados Unidos tenían en sus manos -de momento en régimen de monopolio- el arma nuclear, pero las bombas atómicas exigían setenta hombres para montarlas y los aviones erraban en ocasiones hasta kilómetros al lanzarlas. Además, ni siquiera existía un número muy elevado. 

La política contraria a la guerra fría contó en Wallace con un defensor entusiasta, aunque con el paso del tiempo acabara cambiando de postura. Hombre religioso y conocido científico en materias agrícolas, representó la actitud contraria a la ruptura con Rusia como consecuencia de una visión en parte ingenua pero también aislacionista. Pretendió, por ejemplo, que los norteamericanos no tenían nada que hacer en el Este de Europa como tampoco los rusos en Latinoamérica: eso le hizo aceptar, por ejemplo, el golpe de Estado comunista en Checoslovaquia. Truman, en realidad, no le hizo caso pero le mantuvo en su puesto ministerial como responsable de Agricultura, lo que pudo dar la sensación de que estaba en parte de acuerdo con él. Fue un acontecimiento exterior el que acabó decantando la cuestión: la guerra civil en Grecia provocó el definitivo decantamiento hacia una neta política de resistencia en todos los frentes respecto a los soviéticos. Dean Acheson formuló una tesis que luego, de un modo u otro, fue remodelándose con el transcurso del tiempo. Consistía en partir de la base de que una cesión en apariencia mínima podría tener como consecuencia una avalancha de desastres sucesivos. En su primera versión la fórmula consistió en temer que una manzana podrida pudiera poner en peligro a todas las demás. De ahí la llamada «doctrina Truman», es decir, el apoyo a los países que intentaran resistir a la penetración comunista. Pero esta doctrina tuvo como contrapartida también la ayuda material a esos países. Tal como lo explicó el general Marshall, que dio nombre al plan destinado a cumplir ese propósito, «nuestra política no está dirigida contra ningún país ni doctrina sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos». Cuando se pidió a los países europeos que presupuestaran sus necesidades, adelantaron una demanda de casi dieciocho mil millones de dólares. Quedaron reducidos, por parte de los norteamericanos, a algo más de trece mil, entregados entre 1948 y 1952. Tuvieron una importancia decisiva, como veremos, de cara a la reconstrucción de Europa. Marshall, inteligente y dotado de un espíritu práctico envidiable, había propuesto no combatir el problema en que se encontraba Europa sino resolverlo y, sin duda, lo logró