Los viajes de Gulliver III
Un viaje a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Glubbdubdrib y el Japón.
Capítulo I
El autor sale en su tercer viaje y es cautivado por piratas. -La maldad de un holandés. -El autor llega a una isla. -Es recibido en Laputa.
No llevaba en casa arriba de diez días, cuando el capitán William Robinson, de Cornwall, comandante del Hope Well, sólido barco de trescientas toneladas, se presentó a verme. Yo había sido ya médico en otro barco que él patroneaba, y navegado a la parte, con un cuarto del negocio, durante una travesía a Levante. Me había tratado siempre más como a hermano que como a subordinado, y, enterado de mi llegada, quiso hacerme una visita, puramente de amistad por lo que pensé, ya que en ella sólo ocurrió lo que es natural después de largas ausencias. Pero repetía sus visitas, expresando su satisfacción por encontrarme con buena salud, preguntando si me había establecido ya por toda la vida y añadiendo que proyectaba una travesía a las Indias orientales para dentro de dos meses; viniendo, por último, a invitarme francamente, aunque con algunas disculpas, a que fuese yo el médico del barco. Díjome que tendría otro médico a mis órdenes, aparte de nuestros dos ayudantes; que mi salario sería doble de la paga corriente, y que, como sabía que mis conocimientos, en cuestiones de mar por lo menos, igualaban los suyos, se avendría a cualquier compromiso de seguir mi consejo en iguales términos que si compartiésemos el mando.
Me dijo tantas amables cosas, y yo le conocía como hombre tan honrado, que no pude rechazar su propuesta; tanto menos cuanto que el deseo de ver mundo seguía en mí tan vivo como siempre. La única dificultad que quedaba era convencer a mi esposa, cuyo consentimiento, sin embargo, alcancé al fin, con la perspectiva de ventajas que ella expuso a los hijos.
Emprendimos el viaje el 5 de agosto de 1706, y llegamos a Fort St. George el 11 de abril de 1707. Permanecimos allí tres semanas para descanso de la tripulación, de la cual había algunos hombres enfermos. De allá fuimos a Tonquín, donde el capitán decidió seguir algún tiempo, pues muchas de las mercancías que quería comprar no estaban listas, ni podía esperar que quedasen despachadas en varios meses. En consecuencia, para compensar en parte los gastos que había de hacer, compró una balandra y me dio autorización para traficar mientras él concertaba sus negocios en Tonquín.
No habíamos navegado arriba de tres días, cuando se desencadenó una gran tempestad, que nos arrastró cinco días al Nornordeste, y luego al Este; después de lo cual tuvimos tiempo favorable, aunque todavía con viento bastante fuerte por el Oeste. En el décimo día nos vimos perseguidos por dos barcos piratas, que no tardaron en alcanzarnos, pues la balandra iba tan cargada que navegaba muy despacio, y nosotros tampoco estábamos en condiciones de defendernos.
Fuimos abordados casi a un tiempo por los dos piratas, que entraron ferozmente a la cabeza de sus hombres; pero hallándonos postrados con las caras contra el suelo -lo que di orden de hacer-, nos maniataron con gruesas cuerdas y, después de ponernos guardia, marcharon a saquear la embarcación.
Advertí entre ellos a un holandés que parecía tener alguna autoridad, aunque no era comandante de ninguno de los dos barcos. Notó él por nuestro aspecto que éramos ingleses, y hablándonos atropelladamente en su propia lengua juró que nos atarían espalda con espalda y nos arrojarían al mar. Yo hablaba holandés bastante regularmente; le dije quién era y le rogué que, en consideración a que éramos cristianos y protestantes, de países vecinos unidos por estrecha alianza, moviese a los capitanes a que usaran de piedad con nosotros. Esto inflamó su cólera; repitió las amenazas y, volviéndose a sus compañeros, habló con gran vehemencia, en idioma japonés, según supongo, empleando frecuentemente la palabra cristianos.
El mayor de los dos barcos piratas iba mandado por un capitán japonés que hablaba el holandés algo, pero muy imperfectamente. Se me acercó, y después de varias preguntas, a las que contesté con gran humildad, dijo que no nos matarían. Hice al capitán una profunda reverencia, y luego, volviéndome hacia el holandés, dije que lamentaba encontrar más merced en un gentil que en un hermano cristiano. Pero pronto tuve motivo para arrepentirme de estas palabras, pues aquel malvado sin alma, después de pretender en vano persuadir a los capitanes de que debía arrojárseme al mar -en lo que ellos no quisieron consentir después de la promesa que se me había hecho de no matarnos-, influyó, sin embargo, lo suficiente para lograr que se me infligiese un castigo peor en todos los humanos aspectos que la muerte misma. Mis hombres fueron enviados, en número igual, a ambos barcos piratas, y mi balandra, tripulada por nuevas gentes. Por lo que a mí toca, se dispuso que sería lanzado al mar, a la ventura, en una pequeña canoa con dos canaletes y una vela y provisiones para cuatro días -éstas tuvo el capitán japonés la bondad de duplicarlas de sus propios bastimentos-, sin permitir a nadie que me buscase. Bajé a la canoa, mientras el holandés, de pie en la cubierta, me atormentaba con todas las maldiciones y palabras injuriosas que su idioma puede dar de sí.
Como una hora antes de ver a los piratas había hecho yo observaciones y hallado que estábamos a una latitud de 46º N. y una longitud de 183. Cuando estuve a alguna distancia de los piratas descubrí con mi anteojo de bolsillo varias islas al Sudeste. Largué la vela con el designio de llegar, aprovechando el viento suave que soplaba, a la más próxima de estas islas, lo que conseguí en unas tres horas. Era toda peñascosa; encontré, no obstante, muchos huevos de pájaros, y haciendo fuego prendí algunos brezos y algas secas y en ellos asé los huevos. No tomé otra cena, resuelto a ahorrar cuantas provisiones pudiese. Pasé la noche al abrigo de una roca, acostado sobre un poco de brezo, y dormí bastante bien.
Al día siguiente navegué a otra isla, y luego a una tercera y una cuarta, unas veces con la vela y otras con los remos. Pero, a fin de no molestar al lector con una relación detallada de mis desventuras, diré sólo que al quinto día llegué a la última isla que se me ofrecía a la vista, y que estaba situada al Sursudeste de la anterior. Estaba esta isla a mayor distancia de la que yo calculaba, y no llegué a ella en menos de cinco horas. La rodeé casi del todo, hasta que encontré un sitio conveniente para tomar tierra, y que era una pequeña caleta como de tres veces la anchura de mi canoa. Encontré que la isla era toda peñascosa, con sólo pequeñas manchas de césped y hierbas odoríferas. Saqué mis exiguas provisiones, y, luego de haberme reconfortado, guardé el resto en una cueva, de las que había en gran número. Cogí muchos huevos por las rocas y reuní una cierta cantidad de algas secas y hierba agostada, que me proponía prender al día siguiente para con ella asar los huevos como pudiera -pues llevaba conmigo pedernal, eslabón, mecha y espejo ustorio-. Descansé toda la noche en la cueva donde había metido las provisiones. Fueron mi lecho las mismas algas y hierbas secas que había cogido para hacer fuego. Dormí muy poco, pues la intranquilidad de mi espíritu pudo más que mi cansancio y me tuvo despierto. Consideraba cuán imposible me sería conservar la vida en sitio tan desolado y qué miserable fin había de ser el mío. Con todo, me sentía tan indiferente y desalentado, que no tenía ánimo para levantarme, y primero que reuní el suficiente para arrastrarme fuera de la cueva, el día era muy entrado ya.
Paseé un rato entre las rocas; el cielo estaba raso completamente, y el sol quemaba de tal modo, que me hizo desviar la cara de sus rayos; cuando, de repente, se hizo una obscuridad, muy distinta, según me pareció, de la que se produce por la interposición de una nube. Me volví y percibí un vasto cuerpo opaco entre el sol y yo, que se movía avanzando hacia la isla. Juzgué que estaría a unas dos millas de altura, y ocultó el sol por seis o siete minutos; pero, al modo que si me encontrase a la sombra de una montaña. no noté que el aire fuese mucho más frío ni el cielo estuviese más obscuro. Conforme se acercaba al sitio en que estaba yo, me fue pareciendo un cuerpo sólido, de fondo plano, liso y que brillaba con gran intensidad al reflejarse el mar en él. Yo me hallaba de pie en una altura separada unas doscientas yardas de la costa, y vi que este vasto cuerpo descendía casi hasta ponerse en la misma línea horizontal que yo, a menos de una milla inglesa de distancia. Saqué mi anteojo de bolsillo y pude claramente divisar multitud de gentes subiendo y bajando por los bordes, que parecían estar en declive; pero lo que hicieran aquellas gentes no podía distinguirlo.
El natural cariño a la vida despertó en mi interior algunos movimientos de alegría, y me veía pronto a acariciar la esperanza de que aquel suceso viniese de algún modo en mi ayuda para librarme del lugar desolado y la triste situación en que me hallaba. Pero, al mismo tiempo, difícilmente podrá concebir el lector mi asombro al contemplar una isla en el aire, habitada por hombres que podían -por lo que aparentaba- hacerla subir o bajar, o ponerse en movimiehto progresivo, a medida de su deseo. Pero, poco en disposición entonces de darme a filosofías sobre este fenómeno, preferí más bien observar qué ruta tomaba la isla, que parecía llevar quieta un rato. Al poco tiempo se acercó más, y pude distinguir los lados de ella circundados de varias series de galerías y escaleras, con determinados intervalos, como para bajar de unas a otras. En la galería inferior advertí que había algunas personas pescando con caña y otras mirando. Agité la gorra -el sombrero se me había roto hacía mucho tiempo- y el pañuelo hacia la isla; cuando se hubo acercado más aún, llamé y grité con toda la fuerza de mis pulmones, y entonces vi, mirando atentamente, que se reunía gentío en aquel lado que estaba enfrente de mí. Por el modo en que me señalaban y en que me indicaban unos a otros conocí que me percibían claramente, aunque no daban respuesta ninguna a mis voces. Después pude ver que cuatro o cinco hombres corrían apresuradamente escaleras arriba, a la parte superior de la isla, y desaparecían luego. Supuse inmediatamente que iban a recibir órdenes de alguna persona con autoridad para proceder en el caso.
Aumentó el número de gente, y en menos de media hora la isla se movió y elevó, de modo que la galería más baja quedaba paralela a la altura en que me encontraba yo, y a menos de cien yardas de distancia. Adopté entonces las actitudes más suplicantes y hablé con los más humildes acentos, pero no obtuve respuesta. Quienes estaban más próximos, frente por frente conmigo, parecían personas de distinción, a juzgar por sus trajes. Conferenciaban gravemente unos con otros, mirándome con frecuencia. Por fin, uno de ellos me gritó en un dialecto claro, agradable, suave, no muy diferente en sonido del italiano; de consiguiente, yo contesté en este idioma, esperando, al menos que la cadencia seria más grata a los oídos de quien se me dirigía. Aunque no nos entendimos, el significado de mis palabras podía comprenderse fácilmente, pues la gente veía el apuro en que me encontraba.
Me hicieron seña de que descendiese de la roca y avanzase a la playa, como lo hice; fue colocada a conveniente altura la isla volante, cuyo borde quedó sobre mí; soltaron desde la galería más baja una cadena con un asiento atado al extremo, en el cual me sujeté, y me subieron por medio de poleas.
Capítulo II
Descripción del genio y condición de los laputianos. Referencias de su cultura. -Del rey y de su corte. -El recibimiento del autor en ella. -Motivo de los temores e inquietudes de los habitantes. -Referencias acerca de las mujeres.
Al llegar arriba me rodeó muchedumbre de gentes; pero las que estaban más cerca parecían de más calidad. Me consideraban con todas las muestras y expresiones a que el asombro puede dar curso, y yo no debía de irles mucho en zaga, pues nunca hasta entonces había visto una raza de mortales de semejantes figuras, trajes y continentes. Tenían inclinada la cabeza, ya al lado derecho, ya al izquierdo; con un ojo miraban hacia adentro, y con el otro, directamente al cenit. Sus ropajes exteriores estaban adornados con figuras de soles, lunas y estrellas, mezcladas con otras de violines, flautas, arpas, trompetas, guitarras, claves y muchos más instrumentos de música desconocidos en Europa. Distinguí, repartidos entre la multitud, a muchos, vestidos de criados, que llevaban en la mano una vejiga hinchada y atada, como especie de un mayal, a un bastoncillo corto. Dentro de estas vejigas había unos cuantos guisantes secos o unas piedrecillas, según me dijeron más tarde. Con ellas mosqueaban de vez en cuando la boca y las orejas de quienes estaban más próximos, práctica cuyo alcance no pude por entonces comprender. A lo que parece, las gentes aquellas tienen el entendimiento de tal modo enfrascado en profundas especulaciones, que no pueden hablar ni escuchar los discursos ajenos si no se les hace volver sobre sí con algún contacto externo sobre los órganos del habla y del oído. Por esta razón, las personas que pueden costearlo tienen siempre al servicio de la familia un criado, que podríamos llamar, así como el instrumento, mosqueador -allí se llama climenole- y nunca salen de casa ni hacen visitas sin él. La ocupación de este servidor es, cuando están juntas dos o tres personas, golpear suavemente con la vejiga en la boca a aquella que debe hablar, y en la oreja derecha a aquel o aquellos a quienes el que habla se dirige. Asimismo, se dedica el mosqueador a asistir diligentemente a su señor en los paseos que da y, cuando la ocasión llega, saludarle los ojos con un suave mosqueo, pues va siempre tan abstraído en su meditación, que está en peligro manifiesto de caer en todo precipicio y embestir contra todo poste, y en las calles, de ser lanzado o lanzar a otros de un empujón al arroyo.
Era preciso dar esta explicación al lector, sin la cual se hubiese visto tan desorientado como yo, para comprender el proceder de estas gentes cuando me condujeron por las escaleras hasta la parte superior de la isla y de allí al palacio real. Mientras subíamos olvidaron numerosas veces lo que estaban haciendo, y me abandonaron a mí mismo, hasta que les despertaron la memoria los respectivos mosqueadores, pues aparentaban absoluta indiferencia a la vista de mi vestido y mi porte extranjero y ante los gritos del vulgo, cuyos pensamientos y espíritu estaban más desembarazados.
Entramos, por fin, en el palacio, y luego en la sala de audiencia, donde vi al rey sentado en su trono; a ambos lados le daban asistencia personas de principal calidad. Ante el trono había una gran mesa llena de globos, esferas e instrumentos matemáticos de todas clases, Su Majestad no hizo el menor caso de nosotros, aunque nuestra entrada no dejó de acompañarse de ruido suficiente, al que contribuyeron todas las personas pertenecientes a la corte. Pero él estaba entonces enfrascado en un problema, y hubimos de esperar lo menos una hora a que lo resolviese. A cada lado suyo había un joven paje en pie, con sendos mosqueadores en la mano, y cuando vieron que estaba ocioso, uno de ellos le golpeó suavemente en la boca, y el otro en la oreja derecha, a lo cual se estremeció como hombre a quien despertasen de pronto, y mirándome a mí y a la compañía que tenía en su presencia recordó el motivo de nuestra llegada, de que ya le habían informado antes. Habló algunas palabras, e inmediatamente un joven con un mosqueador se llegó a mi lado y me dio suavemente en la oreja derecha; pero yo di a entender con las señas más claras que pude que no necesitaba semejante instrumento, lo que, según supe después, hizo formar a Su Majestad y a toda la corte tristísima opinión de mi inteligencia. El rey, por lo que pude suponer, me hizo varias preguntas, y yo me dirigí a él en todos los idiomas que sabía. Cuando se vio que yo no podía entender ni hacerme entender, se me condujo, por orden suya, a una habitación de su palacio -sobresalía este príncipe entre todos sus predecesores por su hospitalidad a los extranjeros-, y se designaron dos criados para mi servicio. Me llevaron la comida, y cuatro personas de calidad, a quienes yo recordaba haber visto muy cerca del rey, me hicieron el honor de comer conmigo. Nos sirvieron dos entradas, de tres platos cada una. La primera fue un brazuelo de carnero cortado en triángulo equilátero, un trozo de vaca en romboide y un pudín en cicloide. La segunda, dos patos, empaquetados en forma de violín; salchichas y pudines imitando flautas y oboes, y un pecho de ternera en figura de arpa. Los criados nos cortaron el pan en conos, cilindros, paralelogramos y otras diferentes figuras matemáticas.
Mientras comíamos me tomé la libertad de preguntar los nombres de varias cosas en su idioma, y aquellos nobles caballeros, con la ayuda de sus mosqueadores, se complacieron en darme respuesta, con la esperanza de llenarme de admiración con sus habilidades, si alguna vez llegaba a conversar con ellos. Pronto pude pedir pan, de beber y todo lo demás que necesitaba.
Después de la comida mis acompañantes se retiraron, y me fue enviada una persona, por orden del rey, servida por su mosqueador. Llevaba consigo pluma, tinta y papel y tres o cuatro libros, y por señas me hizo comprender que le enviaban para enseñarme el idioma. Nos sentamos juntos durante cuatro horas, y en este espacio escribí gran número de palabras en columnas, con las traducciones enfrente, y logré también aprender varias frases cortas. Mi preceptor mandaba a uno de mis criados traer algún objeto, volverse, hacer una inclinación, sentarse, levantarse, andar y cosas parecidas; y yo escribía la frase luego. Me mostró también en uno de sus libros las figuras del Sol, la Luna y las estrellas, el zodíaco, los trópicos y los círculos polares, juntos con las denominaciones de muchas figuras de planos y sólidos. Me dio los nombres y las descripciones de todos los instrumentos musicales y los términos generales del arte de tocar cada uno de ellos. Cuando se fue dispuse todas las palabras, con sus significados, en orden alfabético. Y así, en pocos días, con ayuda de mi fidelísima memoria, adquirí algunos conocimientos serios del lenguaje.
La palabra que yo traduzco por la isla volante o flotante es en el idioma original laputa, de la cual no he podido saber nunca la verdadera etimología. Lap, en el lenguaje antiguo fuera de uso, significa alto, y untuh, piloto; de donde dicen que, por corrupción, se deriva laputa, de lapuntuh. Pero yo no estoy conforme con esta derivación, que se me antoja un poco forzada.Me arriesgué a ofrecer a los eruditos de allá la suposición propia de que laputa era quasi lapouted: de lap, que significa realmente el jugueteo de los rayos del sol en el mar, y outed, ala. Lo cual, sin embargo, no quiero imponer, sino, simplemente, someterlo al juicioso lector.
Aquellos a quienes el rey me había confiado, viendo lo mal vestido que me encontraba, encargaron a un sastre que fuese a la mañana siguiente para tomarme medida de un traje. Este operario hizo su oficio de modo muy diferente que los que se dedican al mismo tráfico en Europa. Tomó primero mi altura con un cuadrante, y luego, con compases y reglas, describió las dimensiones y contornos de todo mi cuerpo y lo trasladó todo al papel; y a los seis días me llevó el traje, muy mal hecho y completamente desatinado de forma, por haberle acontecido equivocar una cifra en el cálculo. Pero me sirvió de consuelo el observar que estos accidentes eran frecuentísimos y muy poco tenidos en cuenta.
Durante mi reclusión por falta de ropa y por culpa de una indisposición, que me retuvo algunos días más, aumenté grandemente mi diccionario; y cuando volví a la corte ya pude entender muchas de las cosas que el rey habló y darle algún género de respuestas. Su Majestad había dado orden de que la isla se moviese al Nordeste y por el Este hasta el punto vertical sobre Lagado, metrópoli de todo el reino de abajo, asentado sobre tierra firme, Estaba la metrópoli a unas noventa leguas de distancia, y nuestro viaje duró cuatro días y medio. Yo no me daba cuenta lo más mínimo del movimiento progresivo de la isla en el aire. La segunda mañana, a eso de las once, el rey mismo en persona y la nobleza, los cortesanos y los funcionarios tomaron los instrumentos musicales de antemano dispuestos y tocaron durante tres horas sin interrupción, de tal modo, que quedé atolondrado con el ruido; y no pude imaginar a qué venía aquello hasta que me informó mi preceptor. Díjome que los habitantes de aquella isla tenían los oídos adaptados a oír la música de las esferas, que sonaban siempre en épocas determinadas, y la corte estaba preparada para tomar parte en el concierto, cada cual con el instrumento en que sobresalía.
En nuestro viaje a Lagado, la capital, Su Majestad ordenó que la isla se detuviese sobre ciertos pueblos y ciudades, para recibir las peticiones de sus súbditos; y a este fin se echaron varios bramantes con pesos pequeños a la punta. En estos bramantes ensartaron las peticiones, que subieron rápidamente como los trozos de papel que ponen los escolares al extremo de las cuerdas de sus cometas. A veces recibíamos vino y víveres de abajo, que se guindaban por medio de poleas.
El conocimiento de las matemáticas que tenía yo me ayudó mucho en el aprendizaje de aquella fraseología, que depende en gran parte de esta ciencia y de la música: y en esta última tampoco era profano. Las ideas de aquel pueblo se refieren perpetuamente a líneas y figuras. Si quieren, por ejemplo, alabar la belleza de una mujer, o de un animal cualquiera, la describen con rombos, círculos, paralelogramos, elipses y otros términos geométricos, o con palabras de arte sacadas de la música, que no es necesario repetir aquí. Encontré en la cocina del rey toda clase de instrumentos matemáticos y músicos, en cuyas figuras cortan los cuartos de res que se sirven a la mesa de Su Majestad.
Sus casas están muy mal construidas, con las paredes trazadas de modo que no se puede encontrar un ángulo recto en una habitación. Débese este defecto al desprecio que tienen allí por la geometría réctica, que juzgan mecánica y vulgar; y como las instrucciones que dan son demasiado profundas para el intelecto de sus trabajadores, de ahí las equivocaciones perpetuas. Aunque son aquellas gentes bastante diestras para manejar sobre una hoja de papel, regla, lápiz y compás de división, sin embargo, en los actos corrientes y en el modo de vivir yo no he visto pueblo más tosco, poco diestro y desmañado, ni tan lerdo e indeciso en sus concepciones sobre todos los asuntos que no se refieran a matemáticas y música. Son malos razonadores y dados, con gran vehemencia a la contradicción, menos cuando aciertan a sustentar la opinión oportuna, lo que les sucede muy rara vez. La imaginación, la fantasía y la inventiva les son por completo extrañas, y no hay en su idioma palabras con qué expresar estas ideas; todo el círculo de sus pensamientos y de su raciocinio está encerrado en las dos ciencias ya mencionadas.
Muchos de ellos, y especialmente los que se dedican a la parte astronómica, tienen gran fe en la astrología judiciaria, aunque se avergüenzan de confesarlo en público. Pero lo que principalmente admiré en ellos, y me pareció por completo inexplicable, fue la decidida inclinación que les aprecié para la política, y que de continuo los tiene averiguando negocios públicos, dando juicios sobre asuntos de Estado y disputando apasionadamente sobre cada letra de un programa de partido. Cierto que yo había observado igual disposición en la mayor parte de los matemáticos que he conocido en Europa, aunque nunca pude descubrir la menor analogía entre las dos ciencias, a no ser que estas gentes imaginen que, por el hecho de tener el círculo más pequeño tantos grados como el más grande, la regulación y el gobierno del mundo no exigen más habilidades que el manejo y volteo de una esfera terrestre. Pero me inclino más bien a pensar que esta condición nace de un mal muy común en la naturaleza humana, que nos lleva a sentirnos en extremo curiosos y afectados por asuntos con que nada tenemos que ver y para entender en los cuales estamos lo menos adaptados posible por el estudio o por las naturales disposiciones.
Aquella gente vive bajo constantes inquietudes, y no goza nunca un minuto de paz su espíritu; pero sus confusiones proceden de causas que importan muy poco al resto de los mortales. Sus recelos nacen de determinados cambios que temen en los cuerpos celestes. Por ejemplo, que la Tierra, a causa de las continuas aproximaciones del Sol, debe, en el curso de los tiempos, ser absorbida o engullida. Que la faz del Sol irá gradualmente cubriéndose de una costra de sus propios efluvios y dejará de dar luz a la Tierra. Que el mundo se libró por muy poco de un choque con la cola del último cometa, que le hubiese reducido infaliblemente a cenizas, y que el próximo, que ellos han calculado para dentro de treinta y un años, nos destruirá probablemente. Porque si en su perihelio se aproxima al Sol más allá de cierto grado -lo que, por sus cálculos, tienen razones para temer-, desarrollará un grado de calor diez mil veces más intenso que el de un hierro puesto al rojo, y al apartarse del Sol llevará una cola inflamada de un millón y catorce millas de largo, y la Tierra, si la atraviesa a una distancia de cien mil millas del núcleo o cuerpo principal del cometa, deberá ser a su paso incendiada y reducida a cenizas; que el Sol, como gasta sus rayos diariamente, sin recibir ningún alimento para suplirlos, acabará por consumirse y aniquilarse totalmente; lo que vendrá acompañado de la destrucción de la Tierra y todos los planetas que reciben la luz de él.
Están continuamente tan alarmados con el temor de estas y otras parecidas catástrofes inminentes, que no pueden ni dormir tranquilos en sus lechos ni tener gusto para los placeres y diversiones comunes de la vida. Si por la mañana se encuentran a un amigo, la primera pregunta es por la salud del Sol, su aspecto al ponerse y al salir y las esperanzas que pueden tenerse en cuanto a que evite el choque con el cometa que se acerca. Abordan esta conversación con el mismo estado de ánimo que los niños muestran cuando se deleitan oyendo cuentos terribles de espíritus y duendes, que escuchan con avidez y luego no se atreven a ir a acostarse, de miedo.
Las mujeres de la isla están dotadas de gran vivacidad; desprecian a sus maridos y son extremadamente aficionadas a los extranjeros. Siempre hay de éstos numero considerable con los del continente de abajo, que esperan en la corte por asuntos de las diferentes corporaciones y ciudades y por negocios particulares. En la isla son muy desdeñados, porque carecen de los dones allí corrientes. Entre éstos buscan las damas sus galanes; pero la molestia es justamente que proceden con demasiada holgura y seguridad, porque el marido está siempre tan enfrascado en sus especulaciones, que la señora y el amante pueden entregarse a las mayores familiaridades en su misma cara, con tal de que él tenga a mano papel e instrumentos y no esté a su lado el mosqueador.
Las esposas y las hijas lamentan verse confinadas en la isla, aunque yo entiendo que es el más delicioso paraje del mundo; y por más que allí viven en el mayor lujo y magnificencia y tienen libertad para hacer lo que se les antoja, suspiran por ver el mundo y participar en las diversiones de la metrópoli, lo que no les está permitido hacer sin una especial licencia del rey. Y ésta no se alcanza fácilmente, porque la gente de calidad sabe por frecuentes experiencias cuán difícil es persuadir a sus mujeres para que vuelvan de abajo. Me contaron que una gran dama de la corte -que tenía varios hijos y estaba casada con el primer ministro, el súbdito más rico del reino, hombre muy agraciado y enamorado de ella y que vive en el más bello palacio de la isla- bajó a Lagado con el pretexto de su salud; allí estuvo escondida varios meses, hasta que el rey mandó un auto para que fuese buscada, y la encontraron en un lóbrego figón, vestida de harapos y con las ropas empeñadas para mantener a un lacayo viejo y feo que le pegaba todos los días, y en cuya compañía estaba ella muy contra su voluntad. Pues bien: aunque su marido la recibió con toda la amabilidad posible y sin hacerle el menor reproche, poco tiempo después se huyó nuevamente abajo, con todas sus joyas, en busca del mismo galán, y no ha vuelto a saberse de ella.
Quizá, para el lector, esto pase más bien por una historia europea o inglesa que no de un país tan remoto. Pero debe pararse a meditar que los caprichos de las mujeres no están limitados por frontera ni clima ninguno, y son más uniformes de lo que fácilmente pudiera imaginarse.
En cosa de un mes había hecho yo un regular progreso en el idioma y podía contestar a la mayoría de las preguntas del rey cuando tenía el honor de acompañarle. Su Majestad no mostró nunca la menor curiosidad por enterarse de las leyes, el gobierno, la historia, la religión ni las costumbres de los países en que yo había estado, sino que limitaba sus preguntas al estado de las matemáticas y recibía las noticias que yo le daba con el mayor desprecio e indiferencia, aunque su mosqueador le acariciaba frecuentemente por uno y otro lado.
Capítulo III
Un problema resuelto por la Filosofía y la Astronomía moderna. -Los grandes progresos de los laputianos en la última. El método del rey para suprimir la insurrección.
Supliqué a este príncipe que me diese licencia para ver las curiosidades de la isla, y me la concedió graciosamente, encomendando además a mi preceptor que me acompañase. Deseaba principalmente conocer a qué causa, ya de arte, ya de la Naturaleza, debía sus diversos movimientos; y de ello haré aquí un relato filosófico al lector.
La isla volante o flotante es exactamente circular; su diámetro, de 7.837 yardas, esto es, unas cuatro millas y media, y contiene, por lo tanto, diez mil acres. Su grueso es de 300 yardas. El piso o superficie inferior que se presenta a quienes la ven desde abajo es una plancha regular, lisa, de diamante, que tiene hasta unas 200 yardas de altura. Sobre ella yacen los varios minerales en el orden corriente, y encima de todos hay una capa de riquísima tierra, profunda de diez o doce pies. El declive de la superficie superior, de la circunferencia al centro, es la causa natural de que todos los rocíos y lluvias que caen sobre la isla sean conducidos formando pequeños riachuelos hacia el interior, donde vierten en cuatro grandes estanques, cada uno como de media milla en redondo y 200 yardas distante del centro. De estos estanques el Sol evapora continuamente el agua durante el día, lo que impide que rebasen. Además, como el monarca tiene en su poder elevar la isla por encima de la región de las nubes y los vapores, puede impedir la caída de rocíos y lluvias siempre que le place, pues las nubes más altas no pasan de las dos millas, punto en que todos los naturalistas convienen; al menos, nunca se conoció que sucediese de otro modo en aquel país.
En el centro de la isla hay un hueco de unas 50 yardas de diámetro, por donde los astrónomos descienden a un gran aposento, de ahí llamado Flandona Gagnole, que vale tanto como la Cueva del Astrónomo, situado a la profundidad de 100 yardas por bajo de la superficie superior del diamante. En esta cueva hay veinte lámparas ardiendo continuamente; las cuales, como el diamante refleja su luz, arrojan viva claridad a todos lados. Se atesoran allí gran variedad de sextantes, cuadrantes, telescopios, astrolabios y otros instrumentos astronómicos. Pero la mayor rareza, de la cual depende la suerte de la isla, es un imán de tamaño prodigioso, parecido en la forma a una lanzadera de tejedor. Tiene de longitud seis yardas, y por la parte más gruesa, lo menos tres yardas más en redondo. Este imán está sostenido por un fortísimo eje de diamante que pasa por su centro, sobre el cual juega, y está tan exactamente equilibrado, que la mano más débil puede volverlo. Está rodeado de un cilindro hueco de diamante de cuatro pies de concavidad y otros tantos de espesor en las paredes, y que forma una circunferencia de doce yardas de diámetro, colocada horizontalmente y apoyada en ocho pies, asimismo de diamante, de seis yardas de alto cada uno. En la parte interna de este aro, y en medio de ella, hay una muesca de doce pulgadas de profundidad, donde los extremos del eje encajan y giran cuando es preciso.
No hay fuerza que pueda sacar a esta piedra de su sitio, porque el aro y sus pies son de la misma pieza que el cuerpo de diamante que constituye el fondo de la isla.
Por medio de este imán se hace a la isla bajar y subir y andar de un lado a otro. En relación con la extensión de tierra que el monarca domina, la piedra está dotada por uno de los lados de fuerza atractiva, y de fuerza repulsiva por el otro. Poniendo el imán derecho por el extremo atrayente hacia la tierra, la isla desciende; pero cuando se dirige hacia abajo el extremo repelente, la isla sube en sentido vertical. Cuando la piedra está en posición oblicua, el movimiento de la isla es igualmente oblicuo, pues en este imán las fuerzas actúan siempre en líneas paralelas a su dirección.
Por medio de este movimiento oblicuo se dirige la isla a las diferentes partes de los dominios de Su Majestad. Para explicar esta forma de su marcha, supongamos que A B representa una línea trazada a través de los dominios de Balnibarbi; c d, el imán, con su extremo repelente d y su extremo atrayente c, y C, la isla. Dejando la piedra en la posición c d, con el extremo repelente hacia abajo, la isla se elevará oblicuamente hacia D. Si al llegar a D se vuelve la piedra sobre su eje, hasta que el extremo atrayente se dirija a E, la isla marchará oblicuamente hacia E, donde, si la piedra se hiciese girar una vez más sobre su eje, hasta colocarla en la dirección E F, con la punta repelente hacia abajo, la isla subirá oblicuamente hacia F, desde donde, dirigiendo hacia G el extremo atrayente, la isla iría a G, y de G a H, volviendo la piedra de modo que su extremo repelente apuntará hacia abajo. Así, cambiando de posición la piedra siempre que es menester, se hace a la isla subir y bajar alternativamente, y por medio de estos ascensos y descensos alternados -la oblicuidad no es considerable- se traslada de un lado a otro de los dominios.
Pero debe advertirse que esta isla no puede ir más allá de la extensión que tienen los dominios de abajo ni subir a más de cuatro millas de altura. Lo que explican los astrónomos -que han escrito extensos tratados sobre el imán- con las siguientes razones: La virtud magnética no se extiende a más de cuatro millas de distancia, y el mineral que actúa sobre la piedra desde las entrañas de la tierra y desde el mar no está difundido por todo el globo, sino limitado a los dominios del rey; y fue cosa sencilla para un príncipe, a causa de la gran ventaja de situación tan superior, reducir a la obediencia a todo el país que estuviese dentro del radio de atracción de aquel imán.
Cuando se coloca la piedra paralela a la línea del horizonte, la isla queda quieta; pues en tal caso los dos extremos del imán, a igual distancia de la tierra,con la misma fuerza, el uno tirando hacia abajo, y el otro empujando hacia arriba, de lo que no puede resultar movimiento ninguno.
Este imán está al cuidado de ciertos astrónomos, quienes, en las ocasiones, lo colocan en la posición que el rey indica. Emplean aquellas gentes la mayor parte de su vida en observar los cuerpos celestes, para lo que se sirven de anteojos que aventajan con mucho a los nuestros; pues aunque sus grandes telescopios no exceden de tres pies, aumentan mucho más que los de cien yardas que tenemos nosotros, y al mismo tiempo muestran las estrellas con mayor claridad. Esta ventaja les ha permitido extender sus descubrimientos mucho más allá que los astrónomos de Europa, pues han conseguido hacer un catálogo de diez mil estrellas fijas, mientras el más extenso de los nuestros no contiene más de la tercera parte de este número. Asimismo han descubierto dos estrellas menores o satélites que giran alrededor de Marte, de las cuales la interior dista del centro del planeta primario exactamente tres diámetros de éste, y la exterior, cinco; la primera hace una revolución en el espacio de diez horas, y la última, en veintiuna y media; así que los cuadros de sus tiempos periódicos están casi en igual proporción que los cubos de su distancia del centro de Marte, lo que evidentemente indica que están sometidas a la misma ley de gravitación que gobierna los demás cuerpos celestes.
Han observado noventa y tres cometas diferentes y calculado sus revoluciones con gran exactitud. Si esto es verdad -y ellos lo afirman con gran confianza-, sería muy de desear que se hiciesen públicas sus observaciones, con lo que la teoría de los cometas, hasta hoy muy imperfecta y defectuosa, podría elevarse a la misma perfección que las demás partes de la Astronomía.
El rey podría ser el príncipe más absoluto del Universo sólo con que pudiese obligar a un ministerio a asociársele; pero como los ministros tienen abajo, en el continente, sus haciendas y conocen que el oficio de favorito es de muy incierta conservación, no consentirían nunca en esclavizar a su país.
Si acontece que alguna ciudad se alza en rebelión o en motín, se entrega a violentos desórdenes o se niega a pagar el acostumbrado tributo, el rey tiene dos medios de reducirla a la obediencia. El primero, y más suave, consiste en suspender la isla sobre la ciudad y las tierras circundantes, con lo que quedan privadas de los beneficios del sol y de la lluvia, y afligidos, en consecuencia, los habitantes, con carestías y epidemias. Y si el crimen lo merece, al mismo tiempo se les arrojan grandes piedras, contra las que no tienen más defensa que zambullirse en cuevas y bodegas, mientras los tejados de sus casas se hunden, destrozados. Pero si aún se obstinaran y llegasen a levantarse en insurrecciones, procede el rey al último recurso; y es dejar caer la isla derechamente sobre sus cabezas, lo que ocasiona universal destrucción, lo mismo de casas que de hombres. No obstante, es éste un extremo a que el príncipe se ve arrastrado rara vez, y que no gusta de poner por obra, así como sus ministros tampoco se atreven a aconsejarle una medida que los haría odiosos al pueblo y sería gran daño para sus propias haciendas, que están abajo, ya que la isla es posesión del rey.
Pero aun existe, ciertamente, otra razón de más peso para que los reyes de aquel país hayan sido siempre contrarios a ejecutar acción tan terrible, a no ser en casos de extremada necesidad. Si la ciudad que se pretende destruir tiene en su recinto elevadas rocas, como por regla general acontece en las mayores poblaciones, que probablemente han escogido de antemano esta situación con miras a evitar semejante catástrofe, o si abunda en altos obeliscos o columnas de piedra, una caída rápida pondría en peligro el fondo o superficie inferior de la Isla, que, aun cuando consiste, como ya he dicho, en un diamante entero de doscientas yardas de espesor, podría suceder que se partiese con un choque demasiado grande o saltase al aproximarse demasiado a los hogares de las casas de abajo, como a menudo ocurre a los cortafuegos de nuestras chimeneas, sean de piedra o de hierro. El pueblo sabe todo esto muy bien, y conoce hasta dónde puede llegar en su obstinación cuando ve afectada su libertad o su fortuna. Y el rey, cuando la provocación alcanza el más alto grado y más firmemente se determina a deshacer en escombros una ciudad, ordena que la isla descienda con gran blandura, bajo pretexto de terneza para su pueblo, pero, en realidad, por miedo de que se rompa el fondo de diamante, en cuyo caso es opinión de todos los filósofos que el imán no podría seguir sosteniendo la isla y la masa entera se vendría al suelo.
Por una ley fundamental del reino está prohibido al rey y a sus dos hijos mayores salir de la isla, así como a la reina hasta que ha dado a luz.
Capítulo IV
El autor sale de Laputa, es conducido a Balnibarbi y llega a la metrópoli. -Descripción de la metrópoli y de los campos circundantes. -El autor, hospitalariamente recibido por un gran señor. -Sus conversaciones con este señor.
Aunque no puedo decir que me tratasen mal en esta isla, debo confesar que me sentía muy preterido y aun algunos puntos despreciado; pues ni el príncipe ni el pueblo parecían experimentar la menor curiosidad por rama ninguna de conocimiento, excepto las matemáticas y la música, en que yo les era muy inferior, y por esta causa muy poco digno de estima.
Por otra parte, como yo había visto todas las curiosidades de la isla, tenía ganas de salir de ella, porque estaba aburrido hasta lo indecible de aquella gente. Verdad que sobresalían en las dos ciencias que tanto apreciaban y en que yo no soy del todo lego; pero a la vez estaban de tal modo abstraídos y sumidos en sus especulaciones, que nunca me encontré con tan desagradable compañía. Yo sólo hablé con mujeres, comerciantes, mosqueadores y pajes de corte durante los dos meses de mi residencia allí; lo que sirvió para que se acabara de despreciarme. Pero aquéllas eran las únicas gentes que me daban razonables respuestas.
Estudiando empeñadamente, había llegado a adquirir buen grado de conocimiento del idioma; mas estaba aburrido de verme confinado en una isla donde tan poco favor encontraba y resuelto a abandonarla en la primera oportunidad.
Había en la corte un gran señor, estrechamente emparentado con el rey y sólo por esta causa tratado con respeto. Se le reconocía, universalmente como el señor más ignorante y estúpido entre los hombres. Había prestado a la Corona servicios eminentes y tenía grandes dotes naturales y adquiridos, realzados por la integridad y el honor, pero tan mal oído para la música, que sus detractores contaban que muchas veces se le había visto llevar el compás a contratiempo; y tampoco sus preceptores pudieron, sin extrema dificultad, enseñarle a demostrar las más sencillas proposiciones de las matemáticas. Este caballero se dignaba darme numerosas pruebas de su favor: me hizo en varias ocasiones el honor de su visita y me pidió que le informase de los asuntos de Europa, las leyes y costumbres, maneras y estudios de los varios países por que yo había viajado. Me escuchaba con gran atención y hacía muy atinadas observaciones a todo lo que yo decía. Por su rango tenía dos mosqueadores a su servicio, pero nunca los empleó sino en la corte y en las visitas de ceremonia, y siempre los mandaba retirarse cuando estábamos los dos solos.
Supliqué a esta ilustre persona que intercediese en mi favor con Su Majestad para que me permitiese partir; lo que cumplió, según se dignó decirme, con gran disgusto; pues, en verdad, me había hecho varios ofrecimientos muy ventajosos, que yo, sin embargo, rechacé, con expresiones de la más alta gratitud.
El 16 de febrero me despedí de Su Majestad y de la corte. El rey me hizo un regalo por valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector su pariente, otro tanto, con más una carta de recomendación para un amigo suyo de Lagado, la metrópoli. La isla estaba a la sazón suspendida sobre una montaña situada a unas dos millas de la ciudad, y me bajaron desde la galería inferior igual que me habían subido.
El continente, en la parte que está sujeta al monarca de la Isla Volante, se designa con el nombre genérico de Balnibarbi, y la metrópoli, como antes dije, se llama Lagado. Experimenté una pequeña satisfacción al encontrarme en tierra firme. Marché a la ciudad sin cuidado ninguno, pues me encontraba vestido como uno de los naturales y suficiente instruido para conversar con ellos. Pronto encontré la casa de aquella persona a quien iba recomendado; presenté la carta de mi amigo el grande de la isla y fui recibido con gran amabilidad. Este gran señor, cuyo nombre era Munodi, me hizo disponer una habitación en su casa misma, donde permanecí durante mi estancia y fui tratado de la más hospitalaria manera.
A la mañana siguiente de mi llegada me sacó en su coche a ver la ciudad, que viene a ser la mitad que Londres, pero de casas muy extrañamente construidas y, las más, faltas de reparación. La gente va por las calles de prisa, con expresión aturdida, los ojos fijos y generalmente vestida con andrajos. Pasamos por una o dos puertas y salimos unas tres millas al campo, donde vi muchos obreros trabajando con herramientas de varias clases, sin poder conjeturar yo a qué se dedicaban, pues no descubrí el menor rastro de grano ni de hierba, por más que la tierra parecía excelente. No pude por menos de sorprenderme ante estas extrañas apariencias de la ciudad y del campo, y me tomé la libertad de pedir a mi guía que se sirviese explicarme qué significaban tantas cabezas, manos y semblantes ocupados, lo mismo en los campos que en la ciudad, pues yo no alcanzaba a descubrir los buenos efectos que producían; antes al contrario, yo no había visto nunca suelo tan desdichadamente cultivado, casas tan mal hechas y ruinosas ni gente cuyo porte y traje expresaran tanta miseria y necesidad.
El señor Munodi era persona de alto rango, que había sido varios años gobernador de Lagado; pero por maquinaciones de ministros fue destituido como incapaz. Sin embargo, el rey le trataba con gran cariño, teniéndole por hombre de buena intención, aunque de entendimiento menos que escaso. Cuando hube hecho esta franca censura del país y de sus habitantes no me dio otra respuesta sino que yo no llevaba entre ellos el tiempo suficiente para formar un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tienen costumbres diferentes con otros tópicos en el mismo sentido. Pero cuando volvimos a su palacio me preguntó qué tal me parecía el edificio, qué absurdos apreciaba y qué tenía que decir de la vestidura y el aspecto de su servidumbre. Podía hacerlo con toda seguridad, ya que todo cuanto le rodeaba era magnífico, correcto y agradable. Respondí que la prudencia, la calidad y la fortuna de Su Excelencia le habían eximido de aquellos defectos que la insensatez y la indigencia habían causado en los demás. Díjome que si quería ir con él a su casa de campo, situada a veinte millas de distancia, y donde estaba su hacienda, habría más lugar para esta clase de conversación. Contesté a Su Excelencia que estaba por entero a sus órdenes, y, en consecuencia, partimos a la mañana siguiente.
Durante el viaje me hizo observar los diversos métodos empleados por los labradores en el cultivo de sus tierras, lo que para mí resultaba completamente inexplicable, porque, exceptuando poquísimos sitios, no podía distinguir una espiga de grano ni una brizna de hierba. Pero a las tres horas de viaje, la escena cambió totalmente; entramos en una hermosísima campiña: casas de labranza poco distanciadas entre sí y lindamente construidas; sembrados, praderas y viñedos con sus cercas en torno. No recuerdo haber visto más delicioso paraje. Su Excelencia advirtió que mi semblante se había despejado. Díjome, con un suspiro, que allí empezaba su hacienda y todo seguiría lo mismo hasta que llegáramos a su casa, y que sus conciudadanos le ridiculizaban y despreciaban por no llevar mejor sus negocios y por dar al reino tan mal ejemplo; ejemplo que, sin embargo, sólo era seguido por muy pocos, viejos, porfiados y débiles como él.
Llegamos, por fin, a la casa, que era, a la verdad, de muy noble estructura y edificada según las mejores reglas de la arquitectura antigua. Los jardines, fuentes, paseos, avenidas y arboledas estaban dispuestos con mucho conocimiento y gusto. Alabé debidamente cuanto vi, de lo que Su Excelencia no hizo el menor caso, hasta que después de cenar, y cuando no había con nosotros tercera persona, me dijo con expresión melancólica que temía tener que derribar sus casas de la ciudad y del campo para reedificarlas según la moda actual, y destruir todas sus plantaciones para hacer otras en la forma que el uso moderno exigía, y dar las mismas instrucciones a sus renteros, so pena de incurrir en censura por su orgullo, singularidad, afectación, ignorancia y capricho, y quizá de aumentar el descontento de Su Majestad. Añadió que la admiración que yo parecía sentir se acabaría, o disminuiría al menos, cuando él me hubiese informado de algunos detalles de que probablemente no habría oído hablar en la corte, porque allí la gente estaba demasiado sumida en sus especulaciones para mirar lo que pasaba aquí abajo.
Todo su discurso vino a parar en lo siguiente:
Hacía unos cuarenta años subieron a Laputa, para resolver negocios, o simplemente por diversión, ciertas personas que, después de cinco meses de permanencia, volvieron con un conocimiento muy superficial de matemáticas, pero con la cabeza llena de volátiles visiones adquiridas en aquella aérea región. Estas personas, a su regreso, empezaron a mirar con disgusto el gobierno de todas las cosas de abajo y dieron en la ocurrencia de colocar sobre nuevo pie: artes, ciencias, idiomas y oficios. A este fin se procuraron una patente real para erigir una academia de arbitristas en Lagado; y de tal modo se extendió la fantasía entre el pueblo, que no hay en el reino ciudad de alguna importancia que no cuente con una de esas academias. En estos colegios los profesores discurren nuevos métodos y reglas de agricultura y edificación y nuevos instrumentos y herramientas para todos los trabajos y manufacturas. con los que ellos responden de que un hombre podrá hacer la tarea de diez, un palacio ser construido en una semana con tan duraderos materiales que subsista eternamente sin reparación, y todo fruto de la tierra llegar a madurez en la estación que nos cumpla elegir y producir cien veces más que en el presente, con otros innumerables felices ofrecimientos. El único inconveniente consiste en que todavía no se ha llevado ninguno de estos proyectos a la perfección; y, en tanto, los campos están asolados, las casas en ruinas y las gentes sin alimentos y sin vestido. Todo esto, en lugar de desalentarlos, los lleva con cincuenta veces más violencia a persistir en sus proyectos, igualmente empujados ya por la esperanza y la desesperación. Por lo que a él hacía referencia, no siendo hombre de ánimo emprendedor, se había dado por contento con seguir los antiguos usos, vivir en las casas que sus antecesores habían edificado y proceder como siempre procedió en todos los actos de su vida, sin innovación ninguna. Algunas otras personas de calidad y principales habían hecho lo mismo; pero se las miraba con ojos de desprecio y malevolencia, como enemigos del arte, ignorantes y perjudiciales a la república, que ponen su comodidad y pereza por encima del progreso general de su país.
Agregó Su Señoría que no quería con nuevos detalles privarme del placer que seguramente tendría en ver la Gran Academia, donde había resuelto llevarme. Sólo me llamó la atención sobre un edificio ruinoso situado en la ladera de una montaña que a obra de tres millas se veía, y acerca del cual me dio la explicación siguiente: Tenía él una aceña muy buena a media milla de su casa movida por la corriente de un gran río y suficiente para su familia, así como para un gran número de sus renteros. Hacía unos siete años fue a verle una junta de aquellos arbitristas con la proposición de que destruyese su molino y levantase otro en la ladera de aquella montaña, en cuya larga cresta se abriría un largo canal para depósito de agua que se elevaría por cañerías y máquinas, a fin de mover el molino, porque el viento y el aire de las alturas agitaban el agua y la hacían más propia para la moción, y porque el agua, bajando por un declive, movería la aceña con la mitad de la corriente de un río cuyo curso estuviese más a nivel. Me dijo que no estando muy a bien con la corte, e instado por muchos de sus amigos, se allanó a la propuesta; y después de emplear cien hombres durante dos años, la obra se había frustrado y los arbitristas se habían ido, dejando toda la vergüenza sobre él, que tenía que aguantar las burlas desde entonces, a hacer con otros el mismo experimento, con iguales promesas de triunfo y con igual desengaño.
A los pocos días volvimos a la ciudad, y Su Excelencia, teniendo en cuenta la mala fama que en la Academia tenía, no quiso ir conmigo, pero me recomendó a un amigo suyo para que me acompañase en la visita. Mi buen señor se dignó presentarme como gran admirador de proyectos y persona de mucha curiosidad y fácil a la creencia, para lo que, en verdad, no le faltaba del todo razón, pues yo había sido también algo arbitrista en mis días de juventud.
Capítulo V
Se permite al autor visitar la Gran Academia de Lagado. -Extensa descripción de la Academia. -Las artes a que se dedican los profesores.
Esta Academia no está formada por un solo edificio, sino por una serie de varias casas, a ambos lados de la calle, que, habiéndose inutilizado, fueron compradas y dedicadas a este fin. Me recibió el conserje con mucha amabilidad y fuí a la Academia durante muchos días. En cada habitación había uno o más arbitristas, y creo quedarme corto calculando las habitaciones en quinientas.
El primer hombre que vi era de consumido aspecto, con manos y cara renegridas, la barba y el pelo largos, desgarrado y chamuscado por diversas partes. Traje, camisa y piel, todo era del mismo color. Llevaba ocho años estudiando un proyecto para extraer rayos de sol de los pepinos, que debían ser metidos en redomas herméticamente cerradas y selladas, para sacarlos a caldear el aire en veranos crudos e inclementes. Me dijo que no tenía duda de que en ocho años más podría surtir los jardines del gobernador de rayos de sol a precio módico; pero se lamentaba del escaso almacén que tenía y me rogó que le diese alguna cosa, en calidad de estímulo al ingenio; tanto más, cuanto que el pasado año había sido muy malo para pepinos. Le hice un pequeño presente, pues mi huésped me había proporcionado deliberadamente algún dinero, conociendo la práctica que tenían aquellos señores de pedir a todo el que iba a visitarlos.
Vi a otro que trabajaba en reducir hielo a pólvora por la calcinación, y que también me enseñó un tratado que había escrito y pensaba publicar, concerniente a la maleabilidad del fuego.
Estaba un ingeniosísimo arquitecto que había discurrido un nuevo método de edificar casas empezando por el tejado y trabajando en sentido descendente- hasta los cimientos, lo que justificó ante mí con la práctica semejante de dos tan prudentes insectos como la abeja y la araña.
Había un hombre, ciego de nacimiento, que tenía varios discípulos de su misma condición y los dedicaba a mezclar colores para pintar, y que su maestro les había enseñado a distinguir por el tacto y el olfato. Fue en verdad desgracia mía encontrarlos en aquella ocasión no muy diestros en sus lecciones, y aun al mismo profesor le acontecía equivocarse generalmente. Este artista cuenta en el más alto grado con el estímulo y la estima de toda la hermandad.
En otra habitación me complació grandemente encontrarme con un arbitrista que había descubierto un plan para arar la tierra por medio de puercos, a fin de ahorrar los gastos de aperos, ganado y labor. El método es éste: en un acre de terreno se entierra, a seis pulgadas de distancia entre sí, cierta cantidad de bellotas, dátiles, castañas y otros frutos o verduras de que tanto gustan estos animales. Luego se sueltan dentro del campo seiscientos o más de ellos, que a los pocos días habrán hozado todo el terreno en busca de comida y dejádolo dispuesto para la siembra. Cierto que la experiencia ha mostrado que la molestia y el gasto son muy grandes y la cosecha poca o nula; sin embargo, no se duda que este invento es susceptible de gran progreso.
Entré en otra habitación, en que de las paredes y del techo colgaban telarañas todo alrededor, excepto un estrecho paso para que el artista entrara y saliera. Al entrar yo me gritó que no descompusiese sus tejidos. Se lamentó de la fatal equivocación en que el mundo había estado tanto tiempo al emplear gusanos de seda, cuando tenemos tantísimos insectos domésticos que infinitamente aventajan a esos gusanos, porque saben tejer lo mismo que hilar. Díjome luego que empleando arañas, el gasto de teñir las sedas se ahorraría totalmente; de lo que me convenció por completo cuando me enseñó un enorme número de moscas de los colores más hermosos, con las que alimentaba a sus arañas, al tiempo que me aseguraba que las telas tomaban de ellas el tinte. Y como las tenía de todos los matices, confiaba en satisfacer el gusto de todo el mundo tan pronto como pudiese encontrar para las moscas un alimento, a base de ciertos aceites, gomas y otra materia aglutinante, adecuado para dar fuerza y consistencia a los hilos.
Vi un astrónomo que había echado sobre sí la tarea de colocar un reloj de sol sobre la veleta mayor de la Casa Ayuntamiento, ajustando los movimientos anuales y diurnos de la Tierra y el Sol de modo que se correspondiesen y coincidieran con los cambios accidentales del viento. Visité muchas habitaciones más; pero no he de molestar al lector con todas las rarezas que vi, en gracia a la brevedad.
Hasta entonces había visto tan sólo uno de los lados de la Academia, pues el otro estaba asignado a los propagadores del estudio especulativo, de quienes diré algo cuando haya dado a conocer a otro ilustre personaje, llamado entre ellos el artista universal. Éste nos dijo que durante treinta años había dedicado sus pensamientos al progreso de la vida humana. Tenía dos grandes aposentos llenos de maravillosas rarezas y cincuenta hombres trabajando. Unos condensaban aire para convertirlo en una substancia tangible dura, extrayendo el nitro y colando las partículas acuosas o fluidas; otros ablandaban mármol para almohadas y acericos; otros petrificaban los cascos a un caballo vivo para impedir que se despease. El mismo artista en persona hallábase ocupado a la sazón en dos grandes proyectos: el primero, sembrar en arena los hollejos del grano, donde afirmaba estar contenida la verdadera virtud seminal, como demostró con varios experimentos que yo no fuí bastante inteligente para comprender. Era el otro impedir, por medio de una cierta composición de gomas minerales y vegetales, aplicada externamente, que les creciera la lana a dos corderitos, y esperaba, en un plazo de tiempo razonable, propagar la raza de corderos desnudos por todo el reino.
Pasamos a dar una vuelta por la otra parte de la Academia, donde, como ya he dicho, se alojan los arbitristas de estudios especulativos.
El primer profesor que vi estaba en una habitación muy grande rodeado por cuarenta alumnos. Después de cambiar saludos, como observase que yo consideraba con atención un tablero que ocupaba la mayor parte del largo y del ancho de la habitación, dijo que quizá me asombrase de verle entregado a un proyecto para hacer progresar el conocimiento especulativo por medio de operaciones prácticas y mecánicas; pero pronto comprendería el mundo su utilidad, y se alababa de que pensamiento más elevado y noble jamás había nacido en cabeza humana. Todos sabemos cuán laborioso es el método corriente para llegar a poseer artes y ciencias; pues bien: gracias a su invento, la persona más ignorante, por un precio módico y con un pequeño trabajo corporal, puede escribir libros de filosofía, poesía, política, leyes, matemáticas y teología, sin que para nada necesite el auxilio del talento ni del estudio.
Me llevó luego al tablero, que rodeaban por todas partes los alumnos formando filas. Tenía veinte pies en cuadro y estaba colocado en medio de la habitación. La superficie estaba constituida por varios trozos de madera del tamaño de un dedo próximamente, aunque algo mayores unos que otros. Todos estaban ensartados juntos en alambres delgados. Estos trozos de madera estaban por todos lados cubiertos de papel pegado a ellos; y sobre estos papeles aparecían escritas todas las palabras del idioma en sus varios modos, tiempos y declinaciones, pero sin orden ninguno. Díjome el profesor que atendiese, porque iba a enseñarme el funcionamiento de su aparato. Los discípulos, a una orden suya, echaron mano a unos mangos de hierro que había alrededor del borde del tablero, en número de cuarenta, y, dándoles una vuelta rápida, toda la disposición de las palabras quedó cambiada totalmente. Mandó luego a treinta y seis de los muchachos que leyesen despacio las diversas líneas tales como habían quedado en el tablero, y cuando encontraban tres o cuatro palabras juntas que podían formar parte de una sentencia las dictaban a los cuatro restantes, que servían de escribientes. Repitióse el trabajo tres veces o cuatro, y cada una, en virtud de la disposición de la máquina, las palabras se mudaban a otro sitio al dar vuelta los cuadrados de madera.
Durante seis horas diarias se dedicaban los jóvenes estudiantes a esta tarea, y el profesor me mostró varios volúmenes en gran folio, ya reunidos en sentencias cortadas, que pensaba enlazar, para, sacándola de ellas, ofrecer al mundo una obra completa de todas las ciencias y artes, la cual podría mejorarse y facilitarse en gran modo con que el público crease un fondo para construir y utilizar quinientos de aquellos tableros en Lagado, obligando a los directores a contribuir a la obra común con sus colecciones respectivas.
Me aseguró que había dedicado a este invento toda su inteligencia desde su juventud, y que había agotado el vocabulario completo en su tablero y hecho un serio cálculo de la proporción general que en los libros existe entre el número de artículos, nombres, verbos y demás partes de la oración.
Expresé mi más humilde reconocimiento a aquella ilustre persona por haberse mostrado de tal modo comunicativa y le prometí que si alguna vez tenía la dicha de regresar a mi país le haría la justicia de proclamarle único inventor de aquel aparato maravilloso, cuya forma y combinación le rogué que delinease en un papel, Y aparecen en la figura de esta página. Le dije que, aunque en Europa los sabios tenían la costumbre de robarse los inventos unos a otros, y de este modo lograban cuando menos la ventaja de que se discutiese cuál era el verdadero autor, tomaría yo tales precauciones, que él solo disfrutase el honor íntegro, sin que viniera a mermárselo ningún rival.
Fuimos luego a la escuela de idiomas, donde tres profesores celebraban consulta sobre el modo de mejorar el de su país.
El primer proyecto consistía en hacer más corto el discurso, dejando a los polisílabos una sílaba nada más, y prescindiendo de verbos y participios; pues, en realidad, todas las cosas imaginables son nombres y nada más que nombres.
El otro proyecto era un plan para abolir por completo todas las palabras, cualesquiera que fuesen; y se defendía como una gran ventaja, tanto respecto de la salud como de la brevedad. Es evidente que cada palabra que hablamos supone, en cierto grado, una disminución de nuestros pulmones por corrosión, y, por lo tanto, contribuye a acortarnos la vida; en consecuencia, se ideó que, siendo las palabras simplemente los nombres de las cosas, sería más conveniente que cada persona llevase consigo todas aquellas cosas de que fuese necesario hablar en el asunto especial sobre que había de discurrir. Y este invento se hubiese implantado, ciertamente, con gran comodidad y ahorro de salud para los individuos, de no haber las mujeres, en consorcio con el vulgo y los ignorantes, amenazado con alzarse en rebelión si no se les dejaba en libertad de hablar con la lengua, al modo de sus antepasados; que a tales extremos llegó siempre el vulgo en su enemiga por la ciencia. Sin embargo, muchos de los más sabios y eruditos se adhirieron al nuevo método de expresarse por medio de cosas: lo que presenta como único inconveniente el de que cuando un hombre se ocupa en grandes y diversos asuntos se ve obligado, en proporción, a llevar a espaldas un gran talego de cosas, a menos que pueda pagar uno o dos robustos criados que le asistan. Yo he visto muchas veces a dos de estos sabios, casi abrumados por el peso de sus fardos, como van nuestros buhoneros, encontrarse en la calle, echar la carga a tierra, abrir los talegos y conversar durante una hora; y luego, meter los utensilios, ayudarse mutuamente a reasumir la carga y despedirse.
Mas para conversaciones cortas, un hombre puede llevar los necesarios utensilios en los bolsillos o debajo del brazo, y en su casa no puede faltarle lo que precise. Así, en la estancia donde se reúnen quienes practican este arte hay siempre a mano todas las cosas indispensables para alimentar este género artificial de conversaciones.
Otra ventaja que se buscaba con este invento era que sirviese como idioma universal para todas las naciones civilizadas, cuyos muebles y útiles son, por regla general, iguales o tan parecidos, que puede comprenderse fácilmente cuál es su destino. Y de este modo los embajadores estarían en condiciones de tratar con príncipes o ministros de Estado extranjeros para quienes su lengua fuese por completo desconocida.
Estuve en la escuela de matemáticas, donde el maestro enseñaba a los discípulos por un método que nunca hubiéramos imaginado en Europa. Se escribían la proposición y la demostración en una oblea delgada, con tinta compuesta de un colorante cefálico. El estudiante tenía que tragarse esto en ayunas y no tomar durante los tres días siguientes más que pan y agua. Cuando se digería la oblea, el colorante subía al cerebro llevando la proposición. Pero el éxito no ha respondido aún a lo que se esperaba; en parte, por algún error en la composición o en la dosis, y en parte, por la perversidad de los muchachos a quienes resultan de tal modo nauseabundas aquellas bolitas, que generalmente las disimulan en la boca y las disparan a lo alto antes de que puedan operar. Y tampoco ha podido persuadírseles hasta ahora de que practiquen la larga abstinencia que requiere la prescripción.
Capítulo VI
Siguen las referencias sobre la Academia.
En la escuela de arbitristas políticos pasé mal rato. Los profesores parecían, a mi juicio, haber perdido el suyo; era una escena que me pone triste siempre que la recuerdo. Aquellas pobres gentes presentaban planes para persuadir a los monarcas de que escogieran los favoritos en razón de su sabiduría, capacidad y virtud; enseñaran a los ministros a consultar el bien común; recompensaran el mérito, las grandes aptitudes y los servicios eminentes; instruyeran a los príncipes en el conocimiento de que su verdadero interés es aquel que se asienta sobre los mismos cimientos que el de su pueblo; escogieran para los empleos a las personas capacitadas para desempeñarlos; con otras extrañas imposibles quimeras que nunca pasaron por cabeza humana, y confirmaron mi vieja observación de que no hay cosa tan irracional y extravagante que no haya sido sostenida como verdad alguna vez por un filósofo.
Pero, no obstante, he de hacer a aquella parte de la Academia la justicia de reconocer que no todos eran tan visionarios. Había un ingeniosísimo doctor que parecía perfectamente versado en la naturaleza y el arte del gobierno. Este ilustre personaje había dedicado sus estudios con gran provecho a descubrir remedios eficaces para todas las enfermedades y corrupciones a que están sujetas las varias índoles de administración pública por los vicios y flaquezas de quienes gobiernan, así como por las licencias de quienes deben obedecer. Por ejemplo: puesto que todos los escritores y pensadores han convenido en que hay una estrecha y universal semejanza entre el cuerpo natural y el político, nada puede haber más evidente que la necesidad de preservar la salud de ambos y curar sus enfermedades con las mismas recetas. Es sabido que los senados y grandes consejos se ven con frecuencia molestados por humores redundantes, hirvientes y viciados; por numerosas enfermedades de la cabeza y más del corazón; por fuertes convulsiones y por graves contracciones de los nervios y tendones de ambas manos, pero especialmente de la derecha; por hipocondrías, flatos, vértigos y delirios; por tumores escrofulosos llenos de fétida materia purulenta; por inmundos eructos espumosos, por hambre canina, por indigestiones y por muchas otras dolencias que no hay para qué nombrar. En su consecuencia, proponía este doctor que al reunirse un senado asistieran determinados médicos a las sesiones de los tres primeros días, y al terminarse el debate diario tomaran el pulso a todos los senadores. Después de maduras consideraciones y consultas sobre la naturaleza de las diversas enfermedades debían volver al cuarto día al senado, acompañados de sus boticarios, provistos de los apropiados medicamentos, y antes de que los miembros se reuniesen, administrarles a todos lenitivos, aperitivos, abstergentes, corrosivos, restringentes, paliativos, laxantes, cefalálgicos, ictéricos, apoflemáticos y acústicos, según cada caso lo requiriera. Y teniendo en cuenta la operación que los medicamentos hicieren, repetirlos, alterarlos o admitir a los miembros en la siguiente sesión. Este proyecto no supondría gasto grande para el país, y, en mi concepto, sería de gran eficacia para despachar los asuntos en aquellos en que el senado comparte en algún modo el poder legislativo para lograr la unanimidad, acortar los debates, abrir unas pocas bocas que hoy están cerradas, cerrar muchas más que hoy están abiertas, moderar la petulancia de la juventud, corregir la terquedad de los viejos, despabilar a los tontos y sosegar a los descocados.
Además, como es general la queja de que los favoritos de príncipes padecen de muy flaca memoria, proponía el mismo doctor que aquel que estuviese al servicio de un primer ministro, después de haberle dado conocimiento de los asuntos con la mayor brevedad y las más sencillas palabras posibles, diese al tal un tirón de narices o un puntapié en el vientre, o le pisase los callos, o le tirase tres veces de las orejas, o le pasase con un alfiler los calzones y algunos puntos más, o le pellizcase en un brazo hasta acardenárselo, a fin de evitar el olvido; operación que debía repetir todos los días cuando el ministro se levantara, hasta que el asunto se hiciese o fuera totalmente rechazado.
Igualmente pretendía que a todo senador del gran consejo de un país, una vez que hubiese dado su opinión y argüído en defensa de ella, se le obligase a votar justamente en sentido contrario; pues si esto se hiciera, el resultado conduciría infaliblemente al bien público.
Presentaba un invento maravilloso para reconciliar a los partidos de un Estado cuando se mostrasen violentos. El método es éste: tomar cien adalides de cada partido; disponerlos por parejas, acoplando a los que tuviesen la cabeza de tamaño más parecido; hacer luego que dos buenos operadores asierren los occipucios de cada pareja al mismo tiempo, de modo que los cerebros queden divididos igualmente, y cambiar los occipucios de esta manera aserrados, aplicando cada uno a la cabeza del contrario. Ciertamente, se ve que la operación exige bastante exactitud; pero el profesor nos aseguró que si se realizaba con destreza, la curación sería infalible. Y lo razonaba así: los dos medios cerebros llevados a debatir la cuestión entre sí en el espacio de un cráneo llegarían pronto a una inteligencia y producirían aquella moderación y regularidad de pensamiento tan de desear en las cabezas de quienes imaginan haber venido al mundo para guardar y gobernar su movimiento. Y en cuanto a la diferencia que en cantidad o en calidad pudiera existir entre los cerebros de quienes están al frente de las facciones, nos aseguró el doctor, basado en sus conocimientos, que era una cosa insignificante de todo punto.
Oí un acalorado debate entre dos profesores que discutían los caminos y procedimientos más cómodos y eficaces para allegar recursos de dinero sin oprimir a los súbditos. Afirmaba el primero que el método más justo era establecer un impuesto sobre los vicios y la necedad, debiendo fijar, según los medios más perfectos, la cantidad por que cada uno hubiera de contribuir un jurado de sus vecinos. El segundo era de opinión abiertamente contraria, y quería imponer tributo a aquellas cualidades del cuerpo y de la inteligencia en las cuales basan principalmente los hombres su valor; la cuota sería mayor o menor, según los grados de superioridad, y su determinación quedaría por entero a la conciencia de cada uno. El impuesto más alto pesaría sobre los hombres que se ven particularmente favorecidos por el sexo contrario, y la tasa estaría de acuerdo con el número y la naturaleza de los favores que hubiesen recibido, lo que los interesados mismos serían llamados a atestiguar. El talento, el valor y la cortesía debían ser asimismo fuertemente gravados, y el cobro, igualmente fundado en la palabra que diese cada persona respecto de la cantidad que poseyera. Pero el honor, la justicia, la prudencia y el estudio no habían de ser gravados en absoluto, pues son cualidades de índole tan singular, que nadie se las reconoce a su vecino ni en sí mismo las estima.
Se proponía que las mujeres contribuyeran según su belleza y su gracia para vestir; para lo cual, como con los hombres se hacía, tendrían el privilegio de ser clasificadas según su criterio propio. Pero no se tasarían la constancia, la castidad, la bondad ni el buen sentido, porque no compensarían el gasto de la recaudación.
Para que no se apartasen los senadores del interés de la Corona se proponía que se rifaran entre ellos los empleos, después de jurar y garantizar todos que votarían con la corte, tanto si ganaban como si perdían, reservando a los que perdiesen el derecho, a su vez, de rifarse la vacante próxima. Así se mantendrían la esperanza y la expectación y nadie podría quejarse de promesas incumplidas, ya que sus desengaños serían por entero imputables a la Fortuna, cuyas espaldas son más anchas y robustas que las de un ministerio.
Otro profesor me mostró un largo escrito con instrucciones para descubrir conjuras y conspiraciones contra el Gobierno. Estaba todo él redactado con gran agudeza y contenía muchas observaciones a la par curiosas y útiles para los políticos; pero, a mi juicio no era completo. Así me permití decírselo al autor, con el ofrecimiento de proporcionarle, si lo tenía a bien, algunas adiciones. Recibió mi propuesta mucho más complacido de lo que es uso entre escritores, y especialmente entre los de la cuerda arbitrista, y manifestó que recibiría con mucho gusto los informes que quisiera darle.
Le hablé de que en el reino de Tribnia, llamado por los naturales Langden, donde pasé algún tiempo durante mis viajes, la inmensa mayoría del pueblo está constituída en cierto modo por husmeadores, testigos, espías, delatores, acusadores, cómplices que denuncian los delitos y juradores, con sus varios instrumentos subordinados; y todos ellos, atenidos a la bandera, la conducta y la paga de ministros y diputados suyos. En aquel reino son las conjuras, por regla general, obra de aquellas personas que se proponen dar realce a sus facultades de profundos políticos, prestar nuevo vigor a una administración decrépita, extinguir o distraer el general descontento, llenarse los bolsillos con secuestros y confiscaciones y elevar o hundir el concepto del crédito público, según cumpla mejor a sus intereses particulares. Se conviene y determina primero entre ellos qué persona sospechosa deberá ser acusada de conjura y en seguida se tiene cuidado especial en apoderarse de sus cartas y papeles y encadenar a los criminales. Estos papeles se entregan a una cuadrilla de artistas muy diestros en descubrir significados misteriosos en los vocablos, las sílabas y las cartas. Por ejemplo: pueden descubrir que una bandada de gansos significa un senado; un perro cojo, un invasor; la plaga, un cuerpo de ejército; un milano, un primer ministro; la gota, una alta dignidad eclesiástica; una horca, un secretario de Estado; una criba, una dama de corte; una escoba, una revolución; una ratonera, un empleo; un pozo sin fondo, un tesoro; una sentina, una corte; un gorro y unos cascabeles, un favorito; una caña rota, un tribunal de justicia; un tonel vacío, un general; una llaga supurando, la Administración.
Por si este método fracasa, tienen otros dos más eficaces, llamados por los que entre aquellas gentes se tienen como instruídos, acrósticos y anagramas. Con el primero pueden descifrar significados políticos en todas las letras iniciales: así, N significa conjura; B, regimiento de caballería; L, una flota en el mar. Con el segundo, trasponiendo las letras del alfabeto en cualquier papel sospechoso, pueden dejar al descubierto los más profundos designios de un partido disgustado. Así, por ejemplo, si yo escribo a un amigo una carta que a nuestro hermano Tom acaban de salirle almorranas, un descifrador hábil descubrirá que las mismas letras que componen esta sentencia pueden analizarse en las palabras siguientes: resistir- hay una conspiración dentro del país- el viaje (1). Y éste es el método anagramático.
El profesor me expresó su gran reconocimiento por haberle comunicado estas observaciones y me prometió hacer honorífica mención de mí en su tratado.
Y como no encontraba en esta ciudad nada que me invitase a más dilatada permanencia, empecé a pensar en volverme a mi país.
Capítulo VII
El autor sale de Lagado y llega a Maldonado. -No hay barco listo. -Hace un corto viaje a Glubbdrubdrib. -Cómo le recibió el gobernador.
El continente de que forma parte este reino se extiende, según tengo razones para creer, al Este de la región desconocida de América situada al Oeste de California y al Norte del océano Pacífico, que no se encuentra a más de ciento cincuenta millas de Lagado. Esta ciudad tiene un buen puerto y mucho comercio con la gran isla de Luggnagg, situada en el Noroeste, a unos 29 grados de latitud Norte y a 140 de longitud. Esta isla de Luggnagg está al Sudeste y a unas cien leguas de distancia del Japón. Existe una estrecha alianza entre el emperador japonés y el rey de Luggnagg, que ofrece frecuentes ocasiones de navegar de una isla a otra; en consecuencia, determiné dirigir el viaje en ese sentido para mi regreso a Europa. Alquilé un guía con dos mulas para que me enseñase el camino y trasladar mi reducido equipaje. Me despedí de mi noble protector, que tanto me había favorecido y que me hizo un generoso presente a mi partida.
No me ocurrió en el viaje aventura ni incidente digno de mención. Cuando llegué al puerto de Maldodano -que tal es su nombre- no había ningún barco destinado para Luggnagg, ni era probable que lo hubiese en algún tiempo. Pronto hice algunos conocimientos y fui hospitalariamente recibido. Un distinguido caballero me dijo que, pues los barcos destinados para Luggnagg no estarían listos antes de un mes, podría yo encontrar agradable esparcimiento en una excursion a la pequeña isla de Glubbdrubdrib, situada unas cinco leguas al Sudoeste. Se ofreció con un amigo suyo para acompañarme y asimismo para proporcionarme una pequeña embarcación adecuada a la travesía.
Glubbdrubdrib, interpretando la palabra con la mayor exactitud posible, viene a significar la isla de los hechiceros o de los mágicos. Es como una tercera parte de la isla de White y en extremo fértil; está gobernada por el jefe de una cierta tribu en que todos son mágicos. Los matrimonios se verifican solamente entre individuos de la tribu, y el más viejo es por sucesión príncipe o gobernador. Este príncipe tiene un hermoso palacio y un parque de tres mil acres aproximadamente, rodeado de un muro de piedra tallada de veinte pies de altura. En este parque hay pequeños cercados para ganados, mies y jardinería.
Sirven y dan asistencia al gobernador y a su familia criados de una especie en cierto modo extraordinaria. Su habilidad en la nigromancia concede a este gobernador el poder de resucitar a quien quiere y encargarle de su servicio por veinticuatro horas, pero no más tiempo; así como tampoco puede llamar a la misma persona otra vez antes de transcurridos tres meses, salvo en ocasiones muy excepcionales.
Cuando llegamos a la isla -lo que aconteció sobre las once de la mañana- uno de los caballeros que me acompañaban fue a ver al gobernador y le rogó que permitiese visitarle a un extranjero que iba con el propósito de tener el honor de ponerse al servicio de Su Alteza. Le fue concedido inmediatamente, y los tres pasamos por la puerta del palacio entre dos filas de guardias armados y vestidos a usanza muy antigua y con no sé qué en sus rostros, que hizo estremecer mis carnes con un horror que no puedo expresar. Atravesamos varias habitaciones entre servidores de la misma catadura, alineados a un lado y otro, como en el caso anterior, hasta que llegamos a la sala de audiencia, donde, luego de hacer tres profundas cortesías y contestar algunas preguntas generales, nos fue permitido tomar asiento en tres banquillos próximos a la grada inferior del trono de Su Alteza. Comprendía el gobernador el idioma de Balnibarbi, aunque era distinto del de su isla. Me pidió que le diese alguna cuenta de mis viajes, y para demostrarme que sería tratado sin ceremonia mandó retirarse a sus cortesanos moviendo un dedo, a lo cual, con gran asombro mío, se desvanecieron en un instante como las visiones de un sueño cuando nos despiertan de repente. Tardé en volver en mí buen rato, hasta que el gobernador me dio seguridades de que no recibiría daño ninguno; y viendo que mis compañeros, a quienes otras muchas veces había recibido del mismo modo no aparentaban el menor cuidado, empecé a cobrar valor, e hice a Su Alteza un relato somero de mis diferentes aventuras, aunque no sin algún sobresalto ni sin mirar frecuentemente detrás de mí al sitio donde antes había visto aquellos espectros domésticos. Tuve la honra de comer con el gobernador entre una nueva cuadrilla de duendes que nos traían las viandas y nos servían la mesa. Ya en aquella ocasión me sentí menos aterrorizado que por la mañana. Seguí allí hasta la caída de la tarde, pero supliqué humildemente a Su Alteza que me excusara de aceptar su invitación de alojarme en el palacio. Mis dos amigos y yo nos hospedamos en una casa particular de la ciudad próxima, que es la capital de esta pequeña isla, y a la mañana siguiente volvimos a ponernos a las órdenes del gobernador en cumplimiento de lo que se dignó mandarnos.
De este modo continuamos en la isla diez días; las más horas de ellos, con el gobernador, y por la noche en nuestro alojamiento. Pronto me familiaricé con la vista de los espíritus, hasta el punto de que a la tercera o cuarta vez ya no me causabanimpresión ninguna, o, si tenía aún algunos recelos, la curiosidad los superaba. Su Alteza el gobernador me ordenó que llamase de entre los muertos a cualesquiera personas cuyos nombres se me ocurriesen y en el número que se me antojase, desde el principio del mundo hasta el tiempo presente, y les mandase responder a las preguntas que tuviera a bien dirigirles, con la condición de que mis preguntas habían de reducirse al periodo de los tiempos en que vivieron. Y agregó que una cosa en que podía confiar era en que me dirían la verdad indudablemente, pues el mentir era un talento sin aplicación ninguna en el mundo interior.
Expresé a Su Alteza mi más humilde reconocimiento por tan gran favor. Estábamos en un aposento desde donde se descubría una bella perspectiva del parque. Y como mi primera inclinación me llevara a admirar escenas de pompa y magnificencia, pedí ver a Alejandro el Grande a la cabeza de su ejército inmediatamente después de la batalla de Arbela; lo cual, a un movimiento que hizo con un dedo el gobernador, se apareció inmediatamente en un gran campo al pie de la ventana en que estábamos nosotros. Alejandro fue llamado a la habitación; con grandes trabajos pude entender su griego, que se parecía muy poco al que yo sé. Me aseguró por su honor que no había muerto envenenado, sino de una fiebre a consecuencia de beber con exceso.
Luego vi a Aníbal pasando los Alpes, quien me dijo que no tenía una gota de vinagre en su campo. Vi a César y a Pompeyo, a la cabeza de sus tropas, dispuestos para acometerse. Vi al primero en su último gran triunfo. Pedí que se apareciese ante mí el Senado de Roma en una gran cámara, y en otra, frente por frente, una Junta representativa moderna. Se me antojó el primero una asamblea de héroes y semidioses, y la otra, una colección de buhoneros, raterillos, salteadores de caminos y rufianes.
El gobernador, a ruego mío, hizo seña para que avanzasen hacia nosotros César y Bruto. Sentí súbitamente profunda veneración a la vista de Bruto, en cuyo semblante todas las facciones revelaban la más consumada virtud, la más grande intrepidez, firmeza de entendimiento, el más verdadero amor a su país y general benevolencia para la especie humana. Observé con gran satisfacción que estas dos personas estaban en estrecha inteligencia, y César me confesó francamente que no igualaban con mucho las mayores hazañas de su vida a la gloria de habérsela quitado. Tuve el honor de conversar largamente con Bruto, y me dijo que sus antecesores, Junius, Sócrates, Epaminondas, Catón el joven, sir Thomas Moore y él estaban juntos a perpetuidad; sextunvirato al que entre todas las edades del mundo no pueden añadir un séptimo nombre.
Sería fatigosa para el lector la referencia del gran número de gentes esclarecidas que fueron llamadas para satisfacer el deseo insaciable de ver ante mí el mundo en las diversas edades de la antigüedad. Satisfice mis ojos particularmente mirando a los asesinos de tiranos y usurpadores y a los restauradores de la libertad de naciones oprimidas y agraviadas. Pero me es imposible expresar la satisfacción que en el ánimo experimenté de modo que pueda resultar conveniente recreo para el lector.
Capítulo VIII
Siguen las referencias acerca de Glubbdrubdrib. -Corrección de la historia antigua y moderna.
Deseando ver a aquellos antiguos que gozan de mayor renombre por su entendimiento y estudio, destiné un día completo a este propósito. Solicité que se apareciesen Homero y Aristóteles a la cabeza de todos sus comentadores; pero éstos eran tan numerosos, que varios cientos de ellos tuvieron que esperar en el patio y en las habitaciones exteriores del palacio. Conocí y pude distinguir a ambos héroes a primera vista, no sólo entre la multitud, sino también a uno de otro. Homero era el más alto y hermoso de los dos, caminaba muy derecho para su edad y tenía los ojos más vivos y penetrantes que he contemplado en mi vida. Aristóteles marchaba muy inclinado y apoyándose en un báculo; era de cara delgada, pelo lacio y fino y su voz hueca. Aprecié en seguida que ambos eran perfectamente extraños al resto de la compañía y nunca habían visto a aquellas personas ni oído hablar de ellas hasta aquel momento, y un espíritu cuyo nombre no diré me susurró al oído que estos comentadores se mantenían siempre en el mundo interior en los parajes más apartados de aquellos que ocupaban sus inspiradores, a causa del sentimiento de vergüenza y de culpa que les producía haber desfigurado tan horriblementepara la posteridad la significación de aquellos autores. Hice la presentación de Dídimo y Eustathio a Homero, recomendándole que los tratase mejor de lo que quizá merecían, pues él al instante descubrió que habían pretendido encajar un genio en el espíritu de un poeta. Pero Aristóteles no pudo guardar calma ante la cuenta que le di de quiénes eran Escoto y Ramus al tiempo que los presentaba, y les preguntó si todos los demás de la tribu eran tan zotes como ellos.
Pedí después al gobernador que llamase a Descartes y a Gassendi, a quienes hice que explicaran sus sistemas de Aristóteles. Este gran filósofo reconoció francamente sus errores en filosofía natural, debidos a que en muchas cosas había tenido que proceder por conjeturas, como todos los hombres, y observó que Gassendi -que había hecho la doctrina de Epicuro todo lo agradable que había podido- y los vórtices de Descartes estaban igualmente desacreditados. Predijo la misma suerte a la atracción, de que los eruditos de hoy son tan ardientes partidarios. Añadió que los nuevos sistemas naturales no son sino nuevas modas, llamadas a variar con los siglos; y aun aquellos cuya demostración se pretende asentar sobre principios matemáticos florecerán solamente un corto espacio de tiempo y caerán en la indiferencia cuando les llegue la hora.
Empleé cinco días en conversar con muchos otros sabios antiguos. Vi a la mayor parte de los primeros emperadores romanos. Conseguí del gobernador que llamase a los cocineros de Heliogábalo para que nos hicieran una comida; pero no pudieron demostrarnos toda su habilidad por falta de materiales. Un esclavo de Agesilao nos hizo un caldo espartano; pero me fue imposible llevarme a la boca la segunda cucharada.
Los dos caballeros que me habían llevado a la isla tenían que regresar en un plazo de tres días, urgentemente solicitados por sus negocios, y empleé ese tiempo en ver a algunos de los muertos modernos que más importantes papeles habían desempeñado durante los dos o tres siglos últimos en nuestro país y en otros de Europa. Admirador siempre de las viejas familias ilustres, rogué al gobernador que llamase a una docena o dos de reyes con sus antecesores, guardando el orden debido, de ocho o nueve generaciones. Pero mi desengaño fue inesperado y cruel, pues en lugar de una larga comitiva ornada de diademas reales, vi en una familia dos violinistas, tres bien parecidos palaciegos y un prelado italiano; y en otra, un barbero, un abad y dos cardenales. Siento demasiada veneración hacia las testas coronadas para detenerme más en punto tan delicado.
Pero por lo que hace a los condes, marqueses, duques, etc., no fue tan allá mi escrúpulo, y confieso que no sin placer seguí el rastro de los rasgos particulares que distinguen a ciertas alcurnias desde sus orígenes. Pude descubrir claramente de dónde le viene a tal familia una barbilla pronunciada; por qué tal otra ha abundado en pícaros durante dos generaciones y en necios durante dos más; por qué le aconteció a una tercera perder en entendimiento, y a una cuarta hacerse toda ella petardistas; de dónde lo que dice Polidoro Virgilio de cierta casa: Nec vir fortis, nec femina casta. Y, en fin, de qué modo la crueldad, la mentira y la cobardía han llegado a ser características por las que se distingue a determinadas familias tanto como por su escudo de armas. Y no me asombré, ciertamente, de todo esto cuando vi tal interrupción, de descendencias con pajes, lacayos, ayudas de cámara, cocheros, monteros, violinistas, jugadores, capitanes y rateros.
Quedé disgustado muy particularmente de la historia moderna; pues habiendo examinado con detenimiento a las personas de mayor nombre en las cortes de los príncipes durante los últimos cien años, descubrí cómo escritores prostituidos han extraviado al mundo hasta hacerle atribuir las mayores hazañas de la guerra a los cobardes, los más sabios consejos a los necios, sinceridad a los aduladores, virtud romana a los traidores a su país, piedad a los ateos, veracidad a los espías; cuántas personas inocentes y meritísimas han sido condenadas a muerte o destierro por secretas influencias de grandes ministros sobre corrompidos jueces y por la maldad de los bandos; cuántos villanos se han visto exaltados a los más altos puestos de confianza, poder, dignidad y provecho; cuán grande es la parte que en los actos y acontecimientos de cortes, consejos y senados puede imputarse a parásitos y bufones. ¡Qué bajo concepto formé de la sabiduría y la integridad humana cuando estuve realmente enterado de cuáles son los resortes y motivos de las grandes empresas y revoluciones del mundo, y cuáles los despreciables accidentes a que deben su victoria!
Allí descubrí la malicia y la ignorancia de quienes se hacen pasar por escritores de anécdotas o historia secreta y envían a docenas reyes a la tumba con una copa de veneno, repiten conversaciones celebradas por un príncipe y un ministro principal sin presencia de testigo ninguno, abren los escritorios y los pensamientos de embajadores y secretarios de Estado y tienen la desgracia continua de equivocarse. Allí descubrí las verdaderas causas de muchos grandes sucesos que han sorprendido al mundo. Un general confesó en mi presencia que alcanzó una victoria, simplemente, por la fuerza de la cobardía y del mal comportamiento; y un almirante, que por no tener la inteligencia necesaria derrotó al enemigo, a quien pretendía vender la flota. Tres reyes me aseguraron que en sus reinados respectivos jamás prefirieron a persona alguna de mérito, salvo por error o por deslealtad de algún ministro en quien confiaban, ni lo harían si vivieran otra vez; y me daban como razón poderosa la de que el trono real no podía sostenerse sin corrupción, porque ese carácter positivo, firme y tenaz que la virtud comunica a los hombres era un obstáculo perpetuo para los asuntos públicos.
Tuve la curiosidad de averiguar, con ciertas mañas, por qué métodos habían llegado muchos a procurarse altos títulos de honor y crecidísimas haciendas. Limité mis averiguaciones a una época muy moderna, sin rozar, no obstante, los tiempos presentes, porque quise estar seguro de no ofender ni aun a los extranjeros -pues supongo que no necesito decir a los lectores que en lo que vengo diciendo no trato en lo más mínimo de mirar por mi país-; fueron llamadas en gran número personas interesadas, y con un muy ligero examen descubrí tal escena de infamia, que no puedo pensar en ella sin cierto dolor. El perjurio, la opresión, la subordinación, el fraude, la alcahuetería y flaquezas análogas figuraban entre las artes más excusables de que tuvieron que hacer mención, y para ellas tuve, como era de juicio, la debida indulgencia; pero cuando confesaron algunos que debían su engrandecimiento y bienestar al vicio, otros a haber traicionado a su país o a su príncipe, quién a envenenamientos, cuántos más a haber corrompido la justicia para aniquilar al inocente, mi impresión fue tal, que espero ser perdonado si estos descubrimientos me inclinan un poco a rebajar la profunda veneración con que mi natural me lleva a tratar a las personas de alto rango, a cuya sublime dignidad debemos el mayor respeto nosotros sus inferiores. Había encontrado frecuentemente en mis lecturas mención de algunos grandes servicios hechos a los príncipes y a los estados, y quise ver a las personas que los hubiesen rendido. Preguntéles, y me dijeron que sus nombres no estaban en la memoria de nadie, si se exceptuaban unos cuantos que nos presentaba la Historia como correspondientes a los bribones y traidores más viles. Por lo que hacía a los demás llamados, yo no había oído nunca hablar de ellos; todos se presentaron con miradas de abatimiento y vestidos con los más miserables trajes. La mayor parte me dijeron que habían muerto en la pobreza y la desventura, y los demás, que en un cadalso o en una horca.
Había, entre otros, un individuo cuyo caso parecía un poco singular. A su lado tenía un joven como de dieciocho años. Me dijo que durante muchos había sido comandante de un barco, y que en la batalla de Accio tuvo la buena fortuna de romper la línea principal de batalla del enemigo, hundir a éste tres de sus barcos principales y apresar otro, lo que vino a ser la sola causa de la huída de Antonio y de la victoria que se siguió. El joven que tenía a su lado, su hijo único, encontró la muerte en la batalla. Añádió que, creyendo tener algún mérito a su favor, cuando terminó la guerra fue a Roma y solicitó de la corte de Augusto ser elevado al mando de un navío mayor cuyo comandante había sido muerto; pero sin tener para nada en cuenta sus pretensiones, se dio el mando a un joven que nunca había visto el mar, hijo de una tal Libertina, que estaba al servicio de una de las concubinas del emperador. De vuelta a su embarcación, se le acusó de abandono de su deber y se dio el barco a un paje favorito de Publícola, el vicealmirante; en vista de lo cual, él se retiró a una menguada heredad a gran distancia de Roma, donde terminó su vida. Tal curiosidad me vino por conocer la verdad de esta historia, que pedí que fuese llamado Agripa, almirante en aquella batalla. Apareció y confirmó todo el relato, pero mucho más en ventaja del capitán, cuya modestia había atenuado y ocultado gran parte de su mérito.
Me maravillé de ver a qué altura y con cuánta rapidez había llegado la corrupción de aquel imperio por la fuerza de los excesos tan tempranamente introducidos; y ello me hizo sorprender menos ante casos paralelos que se dan en otros países donde por largo tiempo han reinado vicios de toda índole y donde todo encomio, asi como todo botín, ha sido monopolizado por el comandante jefe, que quizá tenía menos derecho que nadie a uno y a otro.
Como todas las personas llamadas se aparecían exactamente como fueron en el mundo, no podía yo dejar de hacer tristes reflexiones al observar cuánto ha degenerado entre nosotros la especie humana en los últimos cien años. Llegué al extremo de pedir que se exhortase a aparecer a algunos labradores ingleses del viejo cuño, en un tiempo tan famosos por la sencillez de sus costumbres, sus alimentos y sus trajes; por la rectitud de su conducta, por su verdadero espíritu de libertad, por su valor y por su cariño a la patria. No puedo menos de conmoverme al comparar los vivos con los muertos y considerar cómo todas aquellas virtudes naturales las prostituyeron por una moneda los nietos de quienes las ostentaron, vendiendo sus votos, amañando las elecciones y, con ello, adquiriendo todos los vicios y toda la corrupción que en una corte sea dado aprender.
Capítulo IX
El autor regresa a Maldonado. -Se embarca para el reino de Luggnagg. -El autor, reducido a prisión.- La corte envía a buscarle. -Modo en que fue recibido.- La gran benevolencia del rey para sus súbditos.
Llegado el día de nuestra marcha, me despedí de Su Alteza el gobernador de Glubbdrubdrib y regresé con mis dos acompañantes a Maldonado, donde a la semana de espera hubo un barco listo para Luggnagg. Los dos caballeros y algunos más llevaron su generosidad y cortesía hasta proporcionarme algunas provisiones y despedirme a bordo. Tardamos en la travesía un mes. Nos alcanzó una violenta tempestad, y tuvimos que tomar rumbo al Oeste para encontrar el viento general, que sopla más de sesenta leguas. El 21 de abril de 1708 llegábamos a Río Clumegnig, puerto situado al sudeste de Luggnagg. Echamos el ancla a una legua de la ciudad e hicimos señas de que se acercase un práctico. En menos de media hora vinieron dos a bordo y nos llevaron por entre rocas y bajíos muy peligrosos a una concha donde podía fondear una flota a salvo y que estaba como a un largo de cable de la muralla de la ciudad.
Algunos de nuestros marineros, fuese por traición o por inadvertencia, habían enterado a los prácticos de que yo era extranjero y viajero de alguna cuenta, de lo cual informaron éstos al oficial de la aduana que me examinó muy detenidamente al saltar a tierra. Este oficial me habló en el idioma de Balnibarbi, que, por razón del mucho comercio, conoce en aquella ciudad casi todo el mundo, especialmente los marinos y los empleados de aduanas. Le di breve cuenta de algunos detalles, haciendo mi relación tan especiosa y sólida como pude; pero creí necesario ocultar mi nacionalidad, cambiándomela por la de holandés, porque tenía propósito de ir al Japón y sabía que los holandeses eran los únicos europeos a quienes se admite en aquel reino. De suerte que dije al oficial que, habiendo naufragado en la costa de Balnibarbi y estrelládose la embarcación contra una roca, me recibieron en Laputa, la isla volante -de la que él había oído hablar con frecuencia-, e intentaba a la hora presente llegar al Japón, para de allí regresar a mi país cuando se me ofreciera oportunidad. El oficial me dijo que había de quedar preso hasta que él recibiese órdenes de la corte, adonde escribiría inmediatamente, y que esperaba recibir respuesta en quince días. Me llevaron a un cómodo alojamiento y me pusieron centinela a la puerta; sin embargo, tenía el desahogo de un hermoso jardín y me trataban con bastante humanidad, aparte de correr a cargo del rey mi mantenimiento. Me visitaron varias personas, llevadas principalmente de su curiosidad, porque se cundió que llegaba de países muy remotos de que no habían oído hablar nunca.
Asalarié en calidad de intérprete a un joven que había ido en el mismo barco; era natural de Luggnagg, pero había vivido varios años en Maldonado y era consumado maestro en ambas lenguas. Con su ayuda pude mantener conversación con quienes acudían a visitarme, aunque ésta consistía sólo en sus preguntas y mis contestaciones.
En el tiempo esperado, aproximadamente, llegó el despacho de la corte. Contenía una cédula para que me llevasen con mi acompañamiento a Traldragdubb o Trildrogdrib -pues de ambas maneras se pronuncia, según creo recordar-, guardado por una partida de diez hombres de a caballo. Todo mi acompañamiento se reducía al pobre muchacho que me servía de intérprete, y a quien pude persuadir de que quedase a mi servicio; y gracias a mis humildes súplicas se nos dio a cada uno una mula para el camino. Se despachó a un mensajero media jornada delante de nosotros para que diese al rey noticia de mi próxima llegada y rogar a Su Majestad que se dignase señalar el día y la hora en que hubiera de tener la graciosa complacencia de permitirme el honor de lamer el polvo de delante de su escabel. Éste es el estilo de la corte y, según tuve ocasión de apreciar, algo más que una simple fórmula, pues al ser recibido dos días después de mi llegada se me ordenó arrastrarme sobre el vientre y lamer el suelo conforme avanzase; pero teniendo en cuenta que era extranjero, se había cuidado de limpiar el piso de tal suerte, que el polvo no resultaba muy molesto. Sin embargo, ésta era una gracia especial, sólo dispensada a personas del más alto rango cuando solicitaban audiencia. Es más: algunas veces, cuando la persona que ha de ser recibida tiene poderosos enemigos en la corte, se esparce polvo en el suelo de propósito; y yo he visto un gran señor con la boca de tal modo atracada, que cuando se hubo arrastrado hasta la distancia conveniente del trono no pudo hablar una palabra siquiera. Y lo peor es que no hay remedio, porque es delito capital en quienes son admitidos a audiencia escupir o limpiarse la boca en presencia de Su Majestad.
He aquí otra costumbre con la que no puedo mostrarme del todo conforme: cuando el rey determina dar muerte a alguno de sus nobles de suave e indulgente manera, manda que sea esparcido por el suelo cierto polvo obscuro de mortífera composición, y que infaliblemente mata a quien lo lame en el término de veinticuatro horas. Pero, haciendo justicia a la gran clemencia de este príncipe y al cuidado que tiene con la vida de sus súbditos -en lo que sería muy de desear que le imitasen los de Europa-, ha de decirse en su honor que hay dada severa orden para que después de cada ejecución de éstas se frieguen bien las partes del suelo inficionadas, y si los criados se descuidasen correrían el peligro de incurrir en el real desagrado. Yo mismo oí al rey dar instrucciones para que se azotase a uno de sus pajes porque, correspondiéndole ocuparse de la limpieza del suelo después de una ejecución, dejó de hacerlo por mala voluntad, y efecto de esta negligencia, un joven caballero en quien se fundaban grandes esperanzas, al ser recibido en audiencia fue desgraciadamente envenenado, sin que en aquella ocasión estuviese en el ánimo del rey quitarle la vida. Pero este buen príncipe era tan benévolo, que perdonó los azotes al pobre paje bajo la promesa de que no volvería a hacerlo sin órdenes especiales.
Dejando esta digresión: cuando me había arrastrado hasta cuatro yardas del trono, me enderecé dulcemente sobre las rodillas, y luego, golpeando siete veces con la frente en el suelo, pronuncié las siguientes palabras, que me habían enseñado la noche antes: Ickpling gloffthrobb squut seruri Clihiop mlashnalt zwin tnodbalkuffh slhiophad gurdlubh asht. Éste es el cumplimiento establecido por las leyes del país para todas las personas admitidas a la presencia del rey. Puede trasladarse al español de este modo: «Pueda Vuestra Celeste Majestad sobrevivir al sol once meses y medio.» A esto, el rey me dio una respuesta que no pude entender, pero a la que repliqué conforme a la instrucción recibida: Fluft drin yalerick dwuldom prastrad mirpush, que puntualmente significa: «Mi lengua está en la boca de mi amigo.» Con esta expresión di a comprender que suplicaba licencia para que mi intérprete pasara; el joven de que ya he hecho mención fue, en consecuencia, introducido, y con su intervención respondí a cuantas preguntas quiso hacerme Su Majestad en más de una hora. Yo hablaba en lengua balnibarba y mi intérprete traducía el sentido a la de Luggnagg.
Le sirvió de mucho agrado al rey mi compañía y ordenó a su bliffmarklub, o sea su gran chambelán, que se me habilitase en palacio un alojamiento para mí y mi intérprete, con una asignación diaria para la mesa y una gran bolsa de oro para mis gastos ordinarios.
Capítulo X
Elogio de los lugguaggianos. -Detalle y descripción de los struldbrugs, con numerosas pláticas entre el autor y varias personas eminentes acerca de este asunto.
Los luggnaggianos son gente amable y generosa, y aunque no dejan de participar algo del orgullo que es peculiar a todos los países orientales, se muestran corteses con los extranjeros, especialmente con aquellos a quienes favorece la corte. Hice amistad con personas del mejor tono, y, siempre acompañado de mi intérprete, tuve con ellas conversaciones no desagradables.
Un día, hallándome en muy buena compañía, me preguntó una persona de calidad si había visto a alguno de los struldbrugs, que quiere decir inmortales. Dije que no, y le supliqué que me explicase qué significaba tal nombre aplicado a una criatura mortal. Hízome saber que de vez en cuando, aunque muy raramente, acontecía nacer en una familia un niño con una mancha circular roja en la frente, encima de la ceja izquierda, lo que era infalible señal de que no moriría nunca. La mancha, por la descripción que hizo, era como el círculo de una moneda de plata de tres peniques, pero con el tiempo se agrandaba y cambiaba de color. Así, a los doce años se haría verde, y de este color continuaba hasta los veinticinco, en que se tornaba azul obscuro; a los cuarenta y cinco se volvía negra como el carbón y del tamaño de un chelín inglés, y ya no sufría nunca más alteraciones. Dijo que estos nacimientos eran tan raros, que no creía que hubiese más de mil ciento struldbrugs de ambos sexos en todo el reino, de los cuales calculaban que estarían en la metrópoli cincuenta, y que figuraba entre el resto una niña nacida hacia unos tres años. Estos productos no eran privativos de familia ninguna, sino simple efecto del azar, y los hijos de los mismos struldbrugs eran mortales, como el común de las gentes.
Reconozco francamente que al oír esta historia me asaltó satisfacción inefable; y como ocurriese que la persona que me la había referido conociera el idioma balnibarbo, que yo hablaba muy bien, no pude contenerme, y prorrumpí en expresiones un poco extravagantes quizá. Exclamaba yo en aquel rapto: «¡Nación feliz ésta, en que cada nacido tiene al menos una contingencia de ser inmortal! ¡Pueblo feliz, que disfruta tantos vivos ejemplos de viejas virtudes y tiene maestros que le instruyan en la sabiduría de pretéritas edades! ¡Pero felicísimos sobre toda comparación estos excelentes struldbrugs, que, nacidos aparte de la calamidad universal que pesa sobre la naturaleza humana, gozan de entendimientos libres y despejados, no sometidos a la carga y depresión de espíritu causada por el continuo temor de muerte!» Manifesté mi admiración de no haber visto en la corte ninguna de estas personas ilustres; la mancha negra en la frente era distinción tan notable, que no era fácil que yo hubiese dejado de advertirla, y, por otra parte, era imposible que un príncipe de tan gran juicio no se sirviese de buen número de tan sabios y capaces consejeros. Sin embargo, quizá la virtud de aquellos reverendos sabios era demasiado austera para la corrupción y las costumbres libertinas de la corte; y a menudo nos muestra la experiencia que los jóvenes son demasiado tercos y volubles para dejarse guiar por los sobrios consejos de los ancianos. De un modo u otro, estaba resuelto, tan pronto como el rey se dignase permitirme el acceso a su real persona y en la primera ocasión, a exponerle mi opinión sobre este asunto con toda franqueza y por extenso, con la ayuda de mi intérprete. Y, se dignase tomar mi consejo o no, a una cosa estaba decidido; y era que, habiéndome ofrecido frecuentemente Su Majestad establecimiento en el país, aceptaría con grandísima gratitud la oferta y pasaría allí mi vida en conversación con aquellos seres superiores de struldbrugs si se dignaban admitirme a su lado.
El caballero a quien se dirigía mi discurso, en razón a que, como ya he advertido, hablaba el idioma de Balnibarbi, me dijo, con esa especie de sonrisa que generalmente procede de piedad por la ignorancia, que tenía a grandísima ventura cualquier ocasión que me indujese a quedarme en su compañía, y me pidió licencia para explicar a la compañía lo que yo había hablado. Se la di, y hablaron buen rato en su idioma, del que yo no entendía ni sílaba, así como tampoco podía descubrir en sus rostros la impresión que mi discurso les causaba. Después de un breve silencio díjome la misma persona que sus amigos y míos -que así creyó conveniente expresarse- estaban muy satisfechos de las discretas observaciones que había hecho yo sobre la gran dicha y las grandes ventajas de la vida inmortal, y deseaban saber de manera detallada qué norma de vida me hubiese yo trazado si hubiera sido mi suerte nacer struldbrug.
Respondí que era fácil ser elocuente sobre asunto tan rico y agradable, especialmente para mí, que con frecuencia me había divertido con visiones de lo que haría si fuese rey, general o gran señor; y, por lo que hacía al caso, muchas veces había reconocido de un cabo a otro el sistema que habría de seguir para emplearme y pasar el tiempo si tuviese la seguridad de vivir eternamente.
Si hubiese sido mi suerte venir al mundo struldbrug, por lo que se me alcanza de mi propia felicidad al considerar la diferencia entre la vida y la muerte, me hubiese resuelto, en primer término y por cualesquiera métodos y artes, a procurarme riquezas. Puedo esperar razonablemente que, por medio del ahorro y de la buena administración, en doscientos años sería el hombre más acaudalado del reino. En segundo lugar, me aplicaría desde los primeros años de mi juventud al estudio de las artes y las ciencias, con lo que llegaría en cierto tiempo a aventajar a todos en erudición. Por último, registraría cuidadosamente todo acto y todo acontecimiento de consecuencia que se produjese en la vida pública, y pintaría con imparcialidad los caracteres de las dinastías de príncipes y de los grandes ministros de Estado, con observaciones propias sobre cada punto. Escribiría exactamente los varios cambios de costumbres, idiomas, modas en el vestido, en la comida y en las diversiones. Con estas adquisiciones, sería un tesoro viviente de conocimiento y sabiduría, y la nación me tendría, ciertamente, por un oráculo.
No me casaría después de los sesenta años, sino que viviría en prácticas de caridad, aunque siempre dentro de la economía. Me entretendría en formar y dirigir los entendimientos de jóvenes que prometiesen buen fruto, convenciéndoles, basado en mis propios recuerdos, experiencias y observaciones, robustecidos por ejemplos numerosos, de la utilidad de la virtud en la vida pública y privada. Pero mi preferencia y mis constantes compañeros estarían en un grupo de mis propios hermanos en inmortalidad, entre los cuales escogería una docena, desde los más ancianos hasta mis contemporáneos. Sí alguno de ellos careciese de medios de fortuna, yo le asistiría con alojamientos cómodos, instalados en torno de mis propiedades, y siempre sentaría a mi mesa a varios de ellos, mezclando sólo algunos de los de mayor mérito de entre vosotros los mortales, a quienes perdería, endurecido por lo dilatado del tiempo, con poco o ningún disgusto, para tratar después lo mismo a su posteridad; justamente como un hombre encuentra diversión en el sucederse anual de los claveles y tulipanes de su jardín, sin lamentar la pérdida de los que marchitó el año precedente.
Estos struldbrugs y yo nos comunicaríamos mutuamente nuestros recuerdos y observaciones a través del curso de los tiempos; anotaríamos las diversas gradaciones por que la corrupción se desliza en el mundo y la atajaríamos en todos sus pasos, dando a la Humanidad constante aviso e instrucción; lo que, unido a la poderosa influencia de nuestro propio ejemplo, evitaría probablemente la continua degeneración de la naturaleza humana, de que con tanta justicia se han quejado todas las edades.
Añádanse a esto los placeres de ver las varias revoluciones de estados e imperios, los cambios del mundo inferior y superior, antiguas ciudades en ruinas y pueblos obscuros convertirse en sedes de reyes; famosos ríos reducidos a someros arroyos; el océano dejar unas playas en seco e invadir otras; el descubrimiento de muchos países todavía desconocidos; infestar la barbarie las más refinadas naciones y civilizarse las más bárbaras. Vería yo entonces el descubrimiento de la longitud, del movimiento perpetuo y de la medicina universal, y muchos más grandes inventos, llegados a la más acabada perfección.
¡Qué maravillosos descubrimientos haríamos en astronomía si pudiésemos sobrevivir a nuestras predicciones y confirmarlas, observando la marcha y el regreso de los cometas, con los cambios de movimiento del sol, la luna y las estrellas!
Me extendí sobre otros muchos tópicos que fácilmente me inspiraba el deseo de vida sin fin y de felicidad terrena. Cuando hube terminado el total de mi discurso y, como la vez anterior, fue traducido al resto de la compañía, sostuvieron entre ellos, en el idioma del país, animada charla, no sin algunas risas a mi costa. Por último, el caballero que había sido mi intérprete me dijo que los demás le habían pedido que me disuadiese de algunos errores en que había caído por la debilidad común en la humana naturaleza, y que, por esto mismo, no eran del todo imputables a mí. Hablóme de que esta raza de struldbrugs era privativa de su país, pues no existían tales gentes en Balnibarbi ni en el Japón, reinos ambos en que él había tenido el honor de ser embajador de Su Majestad y donde había encontrado a los naturales muy poco dispuestos a creer en la posibilidad del hecho; y del asombro que yo mostré cuando por vez primera me habló del asunto se desprendía que para mí era cosa totalmente nueva y apenas digna de crédito. En los dos reinos antes citados, donde durante su residencia había conversado mucho, encontró que una vida larga era el deseo y el anhelo universal de la Humanidad. Quien tenía un pie en la tumba, era seguro que afianzaba el otro lo más firmemente posible; el mas viejo tenía aún esperanza de vivir un día más, y miraba la muerte como el más grave de los males, del cual la Naturaleza le impulsaba a apartarse siempre. Sólo en esta isla de Luggnagg era menos ardiente el apetito de vivir, a causa del constante ejemplo que los struldbrugs ofrecían a la vista.
El sistema de vida que yo imaginaba era, por lo que me dijo, irracional e injusto, porque suponía una perpetuidad de juventud, salud y vigor que ningún hombre podía ser tan insensato que esperase, por muy extravagantes que fuesen sus deseos. La cuestión, por tanto, no era si un hombre prefería estar siempre en lo mejor de su juventud, acompañada de salud y prosperidad, sino cómo le iría en una vida eterna con las desventajas corrientes que la edad avanzada trae consigo. Aunque pocos hombres confiesen sus deseos de ser inmortales bajo tan duras condiciones, era indudable que en los dos reinos antes mencionados de Balnibarbi y del Japón él halló que todos deseaban alejar la muerte algún tiempo más, que se llegase lo más tarde posible siempre, y por excepción oyó hablar de algún hombre que muriese voluntariamente, a no ser que a ello le impulsase un gran extremo de aflicción o de tortura. Y apelaba a mí para que dijese si no había observado la misma disposición general en los países por que había viajado y aun en mí mismo.
Después de este prefacio me dio detallada cuenta de cómo viven los struIdbrugs allí. Díjome que ordinariamente se conducían como mortales hasta que tenían unos treinta años, y luego, gradualmente, iban tornándose melancólicos y abatidos, más cada vez, hasta llegar a los ochenta. Sabía esto por propia confesión, aunque, por otra parte, como en cada época no nacían arriba de dos o tres de tal especie, era escaso número para formar con sus confesiones un juicio general. Cuando llegaban a los ochenta años, edad considerada en el país como el término de la vida, no sólo tenían todas las extravagancias y flaquezas de los otros viejos, sino muchas más, nacidas de la perspectiva horrible de no morir nunca. No sólo eran tercos, enojadizos, avaros, ásperos vanidosos y charlatanes, sino incapaces de amistad y acabados para todo natural afecto, que nunca iba má allá de sus nietos. La envidia y los deseos impotentes constituían sus pasiones predominantes. Pero los objetos que parecían excitar en envidia en primer término eran los vicios más propios de la juventud y la muerte de los viejos. Pensando en los primeros, se encontraban apartados de toda posibilidad de placer, y cuando veían un funeral se lamentaban y afligían de que los otros llegaran a un puerto de descanso al que ellos no podían tener esperanza de arribar nunca. No guardan memoria sino de aquello que aprendieron y observaron en su juventud, y para eso, muy imperfectamente; y por lo que a la verdad o a los detalles de cualquier acontecimiento se refiere, es más seguro confiar en las tradiciones comunes que en sus más firmes recuerdos. Los menos miserables parecen los que caen en la chochez y pierden enteramente la memoria; éstos encuentran más piedad y ayuda porque carecen de las malas cualidades en que abundan los otros.
Si sucede que un struldbrug se casa con una mujer de su misma condición, el matrimonio queda disuelto, por merced del reino, tan pronto como el más joven de los dos llega a los ochenta años, pues estima la ley, razonable indulgencia, no doblar la miseria de aquellos que sin culpa alguna de su parte están condenados a perpetua permanencia en el mundo con la carga de una esposa.
Tan pronto como han cumplido los ochenta años se les considera legalmente como muertos; sus haciendas pasan a los herederos, dejándoles sólo una pequeña porción para su subsistencia, y los pobres son mantenidos a cargo del común. Pasado este término quedan incapacitados para todo empleo de confianza o de utilidad; no pueden comprar tierras ni hacer contratos de arriendo, ni se les permite ser testigos en ninguna causa civil ni criminal, aunque sea para la determinación de linderos y confines.
A los noventa años se les caen los dientes y el pelo. A esta edad han perdido el paladar, y comen y beben lo que tienen sin gusto, sin apetito. Las enfermedades que padecían siguen sin aumento ni disminución. Cuando hablan olvidan las denominaciones corrientes de las cosas y los nombres de las personas, aun de aquellas que son sus más íntimos amigos y sus más cercanos parientes. Por la misma razón no pueden divertirse leyendo, ya que la memoria no puede sostener su atención del principio al fin de una sentencia, y este defecto les priva de la única diversión a que sin él podrían entregarse.
Como el idioma del país está en continua mudanza, los struldbrugs de una época no entienden a los de otra, ni tampoco pueden, pasados los doscientos años, mantener una conversación que exceda de unas cuantas palabras corrientes con sus vecinos los mortales, y así, padecen la desventaja de vivir como extranjeros en su país.
Tal fue la cuenta que me dieron acerca de los struldbrugs, por lo que puedo recordar. Después vi a cinco o seis de edades diferentes, que en varias veces me llevaron algunos de mis amigos; pero aunque les manifestaron que yo era un gran viajero y había visto todo el mundo, no tuvieron la curiosidad de hacerme la más pequeña pregunta. Sólo me rogaron que les diese «slumskudask», o sea un pequeño recuerdo, lo que constituye una manera modesta de mendigar burlando la ley, que se lo prohibe rigurosamente, puesto que son atendidos por el país, aunque con una muy pequeña asignación por cierto.
La gente de todas clases los desprecia y los odia. Su nacimiento se considera siniestro y se anota muy atentamente; así, puede saberse la edad de cada uno consultando los registros; pero éstos no se llevan hace más que mil años, o, al menos, han sido destruídos por el tiempo o por desórdenes públicos. Mas el procedimiento usual de calcular la edad que tienen es preguntarles de qué reyes o grandes personajes recuerdan, y luego consultar la historia, pues, infaliblemente, el último príncipe que tienen en la memoria no empezó a reinar después de haber cumplido ellos los ochenta años.
Constituían el espectáculo más doloroso que he contemplado en mi vida, y las mujeres, más aún que los hombres. Sobre las deformidades naturales en la vejez extrema, adquirían una cadavérica palidez, más acentuada cuantos más años tenían, de que no puede darse idea con palabras. Entre media docena distinguí en seguida cuál era la más vieja, aunque no se llevaban unas de otras arriba de un siglo o dos.
El lector podrá con facilidad creer que, a causa de lo que acababa de mirar y oír, menguó mucho mi apetito de vivir eternamente. Me avergoncé muy de veras de las agradables ilusiones que había concebido, y pensé que no había tirano capaz de inventar una muerte en que yo no me precipitase con gusto huyendo de tal vida. Supo el rey todo lo pasado entre mis amigos y yo, e hizo de mí gran donaire. Díjome que sería de desear que enviase a mi país una pareja de struldbrugs para armar a nuestras gentes contra el miedo a la muerte. Pero esto, a lo que parece, está prohibido por las leyes fundamentales del reino; de otro modo, hubiese echado sobre mí con gusto el precio y la molestia de transportarlos.
Tuve que convenir en que las leyes de aquel reino relativas a los struldbrugs estaban fundadas en las más sólidas razones, y que las mismas dictaría cualquier otro país en análogas circunstancias. De otra manera, como la avaricia es la necesaria consecuencia de la vejez, aquellos inmortales acabarían con el tiempo por ser propietarios de toda la nación y monopolizar el poder civil, lo que, por falta de disposiciones para administrar, terminaría en la ruina del común.
Capítulo XI
El autor abandona Luggnagg y embarca para el Japón. -Desde allí regresa a Amsterdam en un barco holandés, y desde Amsterdam, a Inglaterra.
Pensé que este relato sobre los struldbrugs podía ser de algún interés para el lector, porque me parece que se sale de lo acostumbrado; al menos, yo no recuerdo haber visto nada semejante en ningún libro de viajes de los que han llegado a mis manos. Y si me equivoco, sírvame de excusa que es necesario muchas veces a los viajeros que describen el mismo país coincidir en el detenimiento sobre ciertos particulares, sin por ello merecer la censura de haber tomado o copiado de los que antes escribieron.
Hay, ciertamente, constante comercio entre aquel reino y el gran imperio del Japón, y es muy probable que los autores japoneses hayan dado a conocer en algún modo a los struldbrugs; pero mi estancia en el Japón fue tan corta y yo desconocía el lenguaje tan por completo, que no estaba capacitado para hacer investigación ninguna. Confío, sin embargo, en que los holandeses, noticiosos de esto, tendrán curiosidad y méritos suficientes para suplir mis faltas.
Su Majestad, que muchas veces me había instado para que aceptase un empleo en la corte, viéndome absolutamente decidido a volverme a mi país natal, se dignó concederme licencia para partir y me honró recomendándome en una carta de su propia mano al emperador del Japón. Asimismo me hizo un presente de cuatrocientas cuarenta y cuatro monedas grandes de oro -esta nación se perece por los números que se leen igual cualquiera que sea el lado por que se comience- y un diamante rojo que vendí en Inglaterra por mil cien libras.
El 6 de mayo de 1709 me despedí solemnemente de Su Majestad y de todos mis amigos. Este príncipe me dispensó la gracia de mandar que una guardia me condujese a Glanguenstald, puerto real situado en la parte Sudoeste de la isla. A los seis días encontré navío que me llevase al Japón, y tardé en el viaje quince días. Desembarcamos en el pequeño puerto llamado Jamoschi, situado en la parte Sudeste del Japón; la ciudad cae al Oeste, donde hay un estrecho angosto que conduce por el Norte a un largo brazo de mar en cuya parte Noroeste se asienta Yedo, la metrópoli. Al desembarcar mostré a los oficiales de la aduana la carta del rey de Luggnagg para Su Majestad Imperial. Conocían perfectamente el sello, que era de grande como la palma de mi mano, y cuya impresión representaba a un rey levantando del suelo a un mendigo lisiado. Los magistrados de la ciudad, sabedores de que llevaba tal carta sobre mí, me recibieron como a un ministro público; pusieron a mi disposición carruajes y servidumbre y pagaron mis gastos hasta Yedo, donde fuí recibido en audiencia. Entregué mi carta, que fue abierta con gran ceremonia, y hablé al emperador por mediación de un intérprete, el cual me dijo, de orden de Su Majestad, que cualquier cosa que pidiese me sería concedida por amor de su real hermano de Luggnagg. Este intérprete se dedicaba a negociar con los holandeses; de mi aspecto dedujo inmediatamente que yo era europeo y repitió las órdenes de Su Majestad en bajo holandés, que hablaba a la perfección. Respondí -como de antemano había pensado- que era un comerciante holandés que había naufragado en un país muy remoto, de donde por mar y tierra había llegado a Luggnagg, y allí embarcado para el Japón, país en el que sabía que mis compatriotas realizaban frecuente comercio. Esperaba tener ocasión de regresar con algunos de ellos a Europa, y, de consiguiente, suplicaba del real favor orden para que me condujesen salvo a Nangasac. A esto agregué la petición de que, en gracia a mi protector el rey de Luggnagg, permitiese Su Majestad que se me dispensara de la ceremonia de hollar el crucifijo, impuesta a mis compatriotas, pues yo había caído en aquel reino por mis desventuras y no con intención ninguna de traficar. El emperador, cuando le hubieron traducido esta última demanda, se mostró un poco sorprendido y dijo que creía que era el primero de mis compatriotas que había tenido jamás escrúpulo en este punto; tanto que empezaba a dudar si era holandés o no y a sospechar que más bien había de ser cristiano. Sin embargo, ante las razones que le daba, y principalmente para obligar al rey de Luggnagg con una muestra excepcional de su favor, consentía en esta rareza de mi genio; pero el asunto debía llevarse con mucho tiento y sus oficiales recibirían orden de dejarme pasar como por olvido, pues me aseguró que si mis compatriotas los holandeses llegaran a descubrir el secreto, me degollarían de fijo en la travesía. Volví a darle gracias, valiéndome del intérprete, por tan excepcional favor; y como en aquel punto y hora se ponían en marcha algunas tropas para Nangasac, el comandante recibió orden de conducirme allá en salvo, con particulares instrucciones respecto del negocio del crucifijo.
El 9 de junio de 1709 llegué a Nangasac, después de muy larga y molesta travesía. Pronto caí en la compañía de unos marineros holandeses pertenecientes al Amboyna, de Amsterdam, sólido barco de cuatrocientas cincuenta toneladas. Yo había vivido mucho tiempo en Holanda, con ocasión de hallarme estudiando en Leyden y hablaba bien el holandés. Los marinos supieron pronto de dónde llegaba y mostraron curiosidad por averiguar mis viajes y mi vida. Les conté una historia tan corta y verosímil como pude, pero ocultando la mayor parte. Conocía muchas personas en Holanda y pude inventarme nombres para mis padres, de quienes dije que eran gente obscura de la provincia de Gelderland. Hubiera podido pagar al capitán -un tal Teodoro Vangrult- lo que me hubiese pedido por el viaje a Holanda; pero enterado él de que yo era cirujano, se conformó con la mitad del precio corriente a cambio de que le prestase los servicios de mi profesión. Antes de embarcar me preguntaron muchas veces algunos de los tripulantes si había cumplido la ceremonia a que ya he hecho referencia. Evadí la respuesta diciendo en términos vagos que había satisfecho al emperador y a la corte en todo lo preciso. Sin embargo, un bribonazo paje de escoba se acercó a un oficial y, apuntándome con el dedo, díjole que yo no había aún hollado el crucifijo; pero el otro, ya advertido para dejarme pasar, dio al tunante veinte latigazos en las espaldas con un bambú; después de lo cual no volvió a molestarme nadie con tales preguntas.
No me sucedió en esta travesía nada digno de mención. Navegamos con buen viento hasta el Cabo de Buena Esperanza, donde sólo nos detuvimos para hacer aguada. El 16 de abril llegamos salvos a Amsterdam, sin más pérdidas que tres hombres por enfermedad durante el viaje y otro que cayó al mar desde el palo de trinquete, no lejos de la costa de Guinea. En Amsterdam embarqué poco después para Inglaterra en un pequeño navío perteneciente a este país.
El 10 de abril de 1710 entramos en las Dunas. Desembarqué a la mañana siguiente, y de nuevo vi mi tierra natal, después de una ausencia de cinco años y seis meses justos. Marché directamente a Redriff, adonde llegué el mismo día, a las dos de la tarde, y encontré a mi mujer y familia en buena salud.