Los viajes de Gulliver IV
Un viaje al paÃs de los Houyhnhnms
CapÃtulo primero
El autor parte como capitán de un navÃo. -Sus hombres se conjuran contra él y le encierran largo tiempo en su camarote. -Le desembarcan en un paÃs desconocido. Se interna en el paÃs. -Descripción de los «yahoos», extraña clase de animales. -El autor se encuentra con dos «houyhnhnms».
   Permanecà en casa, con mi mujer y mis hijos, por espacio de cinco meses, en muy feliz estado, sin duda, con sólo que yo hubiese aprendido a saber cuándo estaba bien. Dejé a mi pobre esposa embarazada y acepté un ventajoso ofrecimiento que se me hizo para ser capitán del Adventure, sólido barco mercante de trescientas cincuenta toneladas. ConocÃa bien el arte de navegar, y, hallándome cansado del cargo de médico de a bordo -que de todos modos podÃa ejercer llegada la ocasión-, tomé en mi barco a un inteligente joven de mi mismo oficio, de nombre Robert Purefoy. Nos hicimos a la vela en Portsmouth el dÃa 2 de agosto de 1710; el 14 nos encontramos en Tenerife con el capitán Pocock, de BrÃstol, que iba a la bahÃa de Campeche a cortar palo de tinte. El 16 le separó de nosotros una tempestad; a mi regreso supe que el barco se fue a pique y sólo se salvó un paje. El capitán Pocock era un hombre honrado y un buen marino, pero terco con exceso en sus opiniones, y ésta fue la causa de su fin, como ha sido la del de tantos otros. Si hubiese seguido mi consejo, a estas horas estarÃa sano y salvo con su familia, en su casa, igual como lo estoy yo.
   Murieron en mi barco varios hombres de calenturas, hasta el punto de que tuve que reclutar gente en las islas Barbada y Leeward, donde toqué por instrucción de los comerciantes que me habÃan comisionado; pero pronto tuve ocasión de arrepentirme, pues supe que la mayor parte de los reclutados habÃan sido filibusteros. Llevaba yo a bordo cincuenta manos, y mis órdenes eran comerciar con los indios en el mar del Sur y hacer los descubrimientos que pudiese. Los bribones que habÃa recogido me corrompieron a los demás hombres y todos ellos se conjuraron para apoderarse del barco y hacerme prisionero, lo que realizaron una mañana irrumpiendo en mi camarote, atándome de pies y manos y amenazándome con lanzarme al mar si se me ocurrÃa moverme. Les dije que era su prisionero y obedecerÃa. Me hicieron jurarlo y después me desataron, dejándome sujeto solamente por un pie con una cadena, cerca de mi cama, y me pusieron a la puerta un certinela con el fusil cargado y orden de matarme de un tiro si pretendÃa escapar. Me bajaron de comer y beber y se apoderaron del gobierno del barco. Su designio era hacerse piratas y saquear a los españoles, lo que no podÃan emprender hasta tener más gente. Determinaron vender primero las mercancÃas que llevaba el buque e ir luego a Madagascar para reclutar hombres, pues varios de ellos habÃan muerto durante mi prisión. Navegaron muchas semanas y traficaron con los indios; pero yo ignoraba el rumbo que seguÃan, reducido estrechamente como estaba a mi camarote, sin más esperanza que morir asesinado, conforme a las frecuentes amenazas de que era objeto.
   El dÃa 9 de mayo de 1711, un tal James Welch bajó a mi camarote y me dijo que habÃa recibido del capitán orden de desembarcarme. Discutà con él, pero en vano; ni siquiera quiso decirme quién era su nuevo capitán. Me forzó a entrar en la lancha, después de permitirme ponerme mi traje mejor, que estaba nuevo, y coger un atadijo de ropa blanca; pero no armas, salvo mi alfanje. Y fueron tan amables, que no me registraron los bolsillos, donde yo me habÃa guardado todo el dinero que tenÃa y algunas cosillas de mi uso. Remaron obra de una legua y me desembarcaron en una playa. Les supliqué que me dijesen qué paÃs era aquél; todos me juraron que lo ignoraban tanto como yo; sólo sabÃan que su capitán -como ellos decÃan- habÃa resuelto, después de vender la carga, deshacerse de mà en el primer punto donde descubriesen tierra. Se apartaron en seguida, recomendándome que me apresurase para que la marea no me alcanzara, y de este modo se despidieron de mÃ.
   En esta lamentable situación avancé y pronto pisé tierra firme; me senté en un montón de arena para descansar y pensar cuál serÃa mi mejor partido. Cuando hube descansado un poco me interné en el paÃs, resuelto a entregarme a los primeros salvajes que encontrara y comprar mi vida con algunos brazaletes, anillos de vidrio y otras chucherÃas de las que generalmente llevan los marinos en esta clase de viajes, y yo conservaba algunas conmigo. Cortaban la tierra largas filas de árboles, no plantados con regularidad, sino nacidos naturalmente; habÃa hierba en gran cantidad y varios campos de avena. Andaba yo con gran precaución, temeroso de verme sorprendido o herido de pronto por una flecha que me disparasen por detrás o por un lado. Entré en un camino muy trillado donde se veÃan numerosas pisadas humanas, algunas de vacas, y de caballos muchas más. Por fin descubrà varios animales en un campo y uno o dos de la misma especie subidos en árboles. Su facha irregular y disforme me inquietó bastante, hasta tal punto, que me tumbé detrás de una espesura para examinarlos mejor. La circunstancia de venir algunos hacia el sitio en que yo yacÃa me dio ocasión de apreciar su forma exactamente. TenÃan la cabeza y el pecho cubierto de espeso pelambre, rizado en unos y laso en otros; sus barbas eran de cabra, y largos mechones de pelo les caÃan por los lomos y les cubrÃan la parte anterior de las patas y los pies; pero el resto del cuerpo lo tenÃan desnudo y me dejaba verles la piel, de un color amarillento obscuro. No tenÃan cola y solÃan sentarse y tumbarse; con frecuencia se sostenÃan en los pies traseros. Trepaban a los árboles más altos con prontitud de ardilla, para lo cual contaban con grandes garras abiertas en las cuatro extremidades, ganchudas y de puntas afiladas. A menudo daban brincos, botes y saltos con prodigiosa agilidad. Las hembras no eran tan grandes como los machos; tenÃan en la cabeza pelo largo y laso, pero ninguno en la cara, ni más que una especie de vello en el resto del cuerpo. El pelo era en ambos sexos de varios colores: moreno, rojo, negro, amarillo. En conjunto, nunca vi en mis viajes animal tan desagradable ni que me inspirase tan honda repugnancia. AsÃ, creyendo haber visto bastante, lleno de desprecio y aversión, me levanté y seguà el camino con la esperanza de que me llevase a la cabaña de algún indio. No habÃa andado mucho cuando encontré que me cerraba el camino y venÃa directamente hacia mà uno de los animales que he descrito. El horrible monstruo, al verme, torció repetidamente todas las facciones de su cara y quedó mirándome fijamente, como a algo que no hubiese visto en su vida; y luego, acercándoseme más, levantó la pata delantera, no sé si llevado de curiosidad o de malas intenciones. Yo saqué mi alfanje y le di un buen golpe de plano, no atreviéndome a darle con el filo por si los habitantes se enconaban contra mà al saber que habÃa muerto o dejado inútil a una pieza de su ganado. Cuando la bestia sintió el golpe se hizo atrás y rugió tan fuerte, que una manada de cuarenta, lo menos, se vino en tropel sobre mà desde el campo inmediato, aullando y haciendo gestos horribles; pero yo corrà al tronco de un árbol, y guardándome con él la espalda los contuve a distancia blandiendo el alfanje
   En medio de este apuro, vi que todos echaban a correr de repente con la mayor velocidad de que eran capaces; con lo cual yo me arriesgué a separarme del árbol y seguir el camino, admirado de qué podrÃa haber sido lo que los asustase de tal modo. Pero mirando hacia mi siniestra mano vi un caballo que marchaba por el campo reposadamente, y que, visto antes-que por mà por mis perseguidores, era la causa de su huida. El caballo se estremeció un poco cuando llegó cerca de mÃ, pero se recobró pronto y me miró cara a cara con manifiestos signos de asombro; me inspeccionó las manos y los pies dando varias vueltas a mi alrededor. Quise continuar mi marcha; pero él se atravesó en mi camino, aunque con actitud muy apacible y sin intención alguna de violencia en ningún momento. Permanecimos un rato mirándonos con atención; por fin, me atrevà a alargar la mano hacia su cuello con propósito de acariciarle, empleando el sistema y el silbido de los jockeys cuando se preparan a montar un caballo que no conocen. Pero este animal pareció recibir con desdén mis atenciones; movió la cabeza y arqueó las cejas, al tiempo que levantaba suavemente la mano derecha como si quisiera desviar la mÃa. Después relinchó tres o cuatro veces, pero con cadencias tan distintas, que casi empecé a pensar que estaba hablándose a sà mismo en algún idioma propio.
   Cuando en éstas nos hallábamos él y yo, llegó otro caballo, el cual se acercó al primero con muy ceremoniosas maneras, y ambos chocaron suavemente entre sà el casco derecho delantero, al tiempo que relinchaban por turno varias veces y cambiando el tono, que casi parecÃa articulado. Se apartaron unos pasos como para conferenciar, y pasearon uno al lado del otro, yendo y viniendo al modo de personas que deliberasen sobre algún asunto de cuenta, pero volviendo la vista frecuentemente hacia mà como para vigilar que no me escapara. Yo estaba asombrado de ver semejantes acciones y conducta en bestias irracionales, y tuve para mà que si los habitantes de aquella tierra estaban dotados de un grado proporcional de entendimiento habrÃan de ser las gentes más sabias que pudieran encontrarse en el mundo. Este pensamiento me procuró tanto alivio, que resolvà seguir adelante hasta encontrar alguna casa o aldea, o tropezar a alguno de los naturales, dejando a los dos caballos que discurriesen juntos cuanto quisieran. Pero el primero, que por cierto era rucio rodado, al ver que me escapaba, me relinchó de manera tan expresiva, que me imaginé entender lo que querÃa decirme. En vista de ello me volvà y me acerqué a él para esperar sus ulteriores órdenes, ocultando mi temor cuanto me era posible, pues empezaba a darme algún cuidado cómo podrÃa terminar aquella aventura. Y el lector creerá sin trabajo que no me encontraba muy a gusto en tal situación.
   Los dos caballos se me aproximaron y me miraron la cara y las manos con gran interés. El rucio restregó mi sombrero todo alrededor con el casco derecho y lo descompuso de tal modo, que tuve que arreglarlo, para lo cual me lo quité, volviendo a ponérmelo luego. A él y a su compañero -que era bayo obscuro- pareció causarles esto gran sorpresa; el último tocó la vuelta de mi casaca, y al encontrarse con que me colgaban suelta por encima, hicieron los dos grandes extremos de asombro. Me acarició la mano derecha con señales de admirar la suavidad y el color, pero me la apretó tan fuertemente entre el casco y la cuartilla, que me arrancó un grito; desde entonces me tocaron con toda la dulzura posible. Les producÃan perplejidad enorme mis zapatos y medias, que palparon muchas veces, relinchándose uno a otro y haciendo diversos gestos no desemejantes de los que hiciera un filósofo que intentara explicarse algún fenómeno nuevo y difÃcil de entender.
   En suma: el proceder de aquellos animales era tan ordenado y racional, tan agudo y discreto, que, por último, concluà que habÃan de ser mágicos que con ciertos fines se hubieran metamorfoseado y que, encontrando a un extranjero en su camino, hubiesen querido holgarse con él, o quizá que realmente se sorprendieran a la vista de un hombre tan diferente, por su traje, su semblante y su tez, de los que era probable que hubiese en clima tan remoto. Tomando fundamento de estas razones, me aventuré a dirigirme a ellos en la manera siguiente: «Caballeros: si sois encantadores, como tengo serios motivos para suponer, entenderéis todos los idiomas; de consiguiente, me permito comunicar a vuestras señorÃas que yo soy un pobre inglés afligido, lanzado por mis desventuras a vuestra playa; y rogar que uno de los dos me deje ir en su lomo, como si fuese un caballo verdadero, hasta alguna casa o aldea donde pueda ser remediado. Y en pago de este favor yo os regalaré este cuchillo y este brazalete.» Y los saqué del bolsillo al mismo tiempo. Los dos animales guardaron silencio mientras yo hablaba, con muestra de escucharme muy atentamente; y cuando hube terminado relincharon repetidamente cada uno, dirigiéndose al otro, como si mantuviesen una seria conversación. Observé con toda claridad que su lenguaje expresaba muy bien las pasiones, y las palabras hubiesen podido reducirse sin gran trabajo a un alfabeto más fácilmente que el chino.
   Pude distinguir frecuentemente la palabra yahoo, que los dos repitieron varias veces; y aunque me fuera imposible conjeturar lo que significaba, mientras los dos caballos estaban entregados a su conversación, yo intenté ejercitar en mi lengua esa palabra; y tan pronto como callaron pronuncié yahoo descaradamente, en voz alta e imitando al mismo tiempo lo mejor que supe el relincho de un caballo. Los dos quedaron visiblemente sorprendidos, y el rucio repitió la misma palabra dos veces, como si quisiera enseñarme la pronunciación correcta; yo la imité después lo mejor que pude, y aprecié que progresaba perceptiblemente, aunque muy lejos todavÃa de todo grado de perfección. Luego el bayo me puso a prueba con una segunda palabra mucho más dura de pronunciar, pero que reducida a la ortografÃa inglesa pudiera deletrearse asÃ: houyhnhnm. No fuà con ésta tan afortunado como con la anterior; pero después de dos o tres ensayos más di con ella, y los dos caballos se mostraron muy admirados de mi capacidad.
   Luego de cambiar nuevos discursos, que yo calculé referirse a mÃ, los dos amigos se despidieron con el mismo cumplimiento de chocar los cascos, y el rucio me hizo señas de que marchase delante de él, lo que juzgué prudente hacer en tanto que encontraba un más conveniente director. Se me ocurrió aflojar el paso, y él me gritó: Hhuun, hhuun; adiviné el sentido, y dile a entender como pude que estaba cansado y no podÃa andar más de prisa, con lo cual se paró un rato para dejarme descansar.
CapÃtulo II
El autor, conducido por un houyhnhnm a su casa. -Descripción de la casa. -Recibimiento al autor. -La comida de los houyhnhnms. -El autor, apurado por falta de alimento, es socorrido al fin. -Su régimen alimenticio en este paÃs.
   Al cabo de unas tres millas de marcha llegamos a una especie de gran edificio, hecho de troncos clavados en el suelo y atravesados encima; el techo era bajo y estaba cubierto de paja. Empecé a sentir cierto alivio y saqué algunas chucherÃas de las que los viajeros suelen llevar como regalos a los salvajes de las Indias de América y de otros puntos, con la esperanza de que pudieran servir de acicate a las gentes de aquella casa para recibirme amablemente. El caballo me hizo seña de que pasara yo delante; entré en una estancia grande con piso de arcilla lustrada y un enrejado con heno y un pesebre, que se extendÃan a todo lo largo de una de las paredes. HabÃa tres jacas y dos yeguas no comiendo, mas algunas sentadas sobre los corvejones, lo que me produjo gran asombro. Pero lo que me asombró más fue ver que las otras estaban dedicadas a trabajos domésticos. Su aspecto era el de ganado corriente; sin embargo, lo que veÃa confirmó mi primer juicio de que un pueblo que llegaba a civilizar hasta tal punto brutos irracionales, por fuerza habÃa de exceder en sabidurÃa a todas las naciones del mundo. El rucio entró detrás de mà y evitó asà cualquier mal trato de que los otros hubieran podido hacerme vÃctima. Les relinchó varias veces con tono autoritario y fue respondido.
   Más allá de esta habitación habÃa otras tres que comprendÃan todo el largo de la casa, a las cuales se pasaba por tres puertas, dispuestas una enfrente de otra, como en un rompimiento. Atravesamos la segunda con dirección a la tercera; aquà el rucio entró delante, haciéndome con la cabeza seña de que esperara. Aguardé en la segunda estancia y dispuse mis presentes para el dueño y la dueña de la casa; consistÃan en dos cuchillos, tres brazaletes de perlas falsas, un pequeño anteojo Y un collar le cuentas. El caballo relinchó tres o cuatro veces, y yo esperaba oÃr en respuesta una voz humana; pero no advertà más que contestaciones en el mismo dialecto, diferentes sólo en ser una o dos, algo mas agudas y penetrantes. Comenzaba yo a pensar que aquella casa debÃa pertenecer a alguna persona de mucha nota en el paÃs, ya que tanta ceremonia habÃa que usar antes de que se me concediese audiencia. Pero iba más allá de mis alcances que un hombre de calidad estuviese servido solamente por caballos. Llegué a temer que se me hubiera turbado el juicio a fuerza de sufrimientos y desdichas; hice por serenarme y miré en torno mÃo por la estancia en que me habÃan dejado solo. Estaba amueblada como la primera, aunque de modo más elegante. Me froté los ojos, pero persistÃan los mismos objetos. Me pellizqué los brazos y los costados para despertarme, creyendo que todo era un sueño. Por fin deduje, sin lugar a duda, que todas aquellas apariencias no podÃan ser otra cosa que obra de magia y nigromancia. Pero no tuve tiempo de llevar más adelante mis reflexiones, porque el caballo rucio apareció en la puerta y me hizo seña de que le siguiese al tercer aposento, donde vi una muy hermosa yegua en compañÃa de un potro y de una crÃa pequeña, sentados todos sobre las ancas en esteras de paja no desmañadamente hechas y perfectamente limpias y aseadas.
   A poco de entrar yo, se levantó la yegua de su estera, acercóse a mà y, luego de haberme examinado muy cuidadosamente las manos y la cara, me dirigió una mirada de desprecio; volvióse luego al caballo y oà que entrambos repetÃan la palabra yahoo frecuentemente, palabra cuyo significado no comprendÃa yo aún, a pesar de ser la primera que habÃa aprendido a pronunciar. Pero pronto quedé mejor enterado, para eterna mortificación mÃa; pues el caballo, haciéndome signo con la cabeza y repitiendo la palabra hhuun, hhuun, como habÃa hecho en el camino, y yo comprendÃa significar que le acompañase, me sacó a una especie de patio, donde se levantaba otro edificio, a alguna distancia de la casa. En él entramos, y vi tres de aquellos detestables animales que habÃan sido mi primer encuentro después de tomar tierra, comiendo raÃces y carne de algunos animales: asno y perros, según supe después, y a las veces una vaca muerta por accidente o enfermedad. Estaban atados por el cuello a una viga con fuertes mimbres; sujetaban la comida entre las garras de las patas delanteras y la destrozaban con los dientes.
   El caballo amo mandó a una jaca alazana, que era uno de los criados, que desatase al mayor de aquellos animales y lo sacase al patio. Nos pusieron juntos a la bestia y a mÃ, y amo y criado compararon diligentemente nuestra fisonomÃa, repitiendo muchas veces, conforme lo hacÃan, la palabra yahoo. Es imposible pintar el horror y el asombro que sentà cuando aprecié en aquel animal abominable una perfecta figura humana. Cierto que el rostro era ancho y achatado, la nariz hundida, los labios gruesos y la boca grande; pero estas diferencias son comunes a todas las naciones salvajes, donde las facciones de la cara se desfiguran por dejar los naturales a sus hijos que se arrastren contra el suelo o por llevarlos a la espalda con las caras aplastadas contra los hombros de la madre. Las patas delanteras del yahoo no se diferenciaban de mis manos sino en la longitud de las uñas; la aspereza y obscuridad de las palmas y lo peludo de los dorsos. Las mismas semejanzas con las mismas diferencias habÃa entre nuestros pies, cosa que yo sabÃa perfectamente, pero no los caballos, a causa de mis zapatos y medias; las mismas entre todas las partes de nuestros cuerpos, excepto por lo que toca al pelambre y el color que ya he descrito anteriormente.
   Lo que parecÃa causar gran perplejidad a los dos caballos era ver el resto de mi cuerpo tan diferente del de un yahoo, lo que yo tenÃa que agradecer a mi vestido, aunque ellos no tuviesen del hecho la menor idea. El potro alazán me ofreció una raÃz, sujetándola, según su modo y conforme a lo descrito en el lugar oportuno, entre el casco y la cuartilla; yo la tomé en la mano, y después de olerla se la devolvà con toda la corrección que pude. Sacó de la covacha del yahoo un trozo de carne de burro, tan maloliente que me hizo apartar la cara con repugnancia; se la arrojó entonces al yahoo, que la devoró ansiosamente. Me presentó luego un manojo de heno y una cerneja llena de avena; pero yo movà la cabeza en señal de que ninguna de las dos cosas era comida propia para mÃ. Y muy de veras me asaltó el temor de morirme de hambre si no acertaba a encontrar algún ser de mi misma especie, pues por lo que hacÃa a aquellos inmundos yahoos, aunque por aquel tiempo habÃa pocos amantes de la Humanidad más ardientes que yo, confieso que no vi nunca un ser sensible tan detestable en todos los aspectos; y durante toda mi estancia en aquel paÃs, cuanto más me acercaba a ellos, más aborrecibles se me hacÃan. Deduciéndolo asà el caballo amo de mi comportamiento, envió nuevamente al yahoo a su covacha. Luego se llevó el casco delantero a la boca, lo cual me sorprendió mucho, aunque lo hizo fácilmente y con movimiento que parecÃa perfectamente natural, e hizo asimismo otras señas encaminadas a que yo dijese qué comerÃa. Pero yo no podÃa responderle de modo que me entendiera, ni aunque me hubiese entendido veÃa la posibilidad de que allá se encontrase alimento para mÃ. Cuando estábamos en éstas vi pasar cerca una vaca; apunté hacia ella y expresé el deseo de que me permitiese ir a ordeñarla. La cosa surtió su efecto, pues el caballo me llevó otra vez a la casa y mandó a una yegua criada que abriese una pieza, donde habÃa buen repuesto de leche en vasijas de barro y de madera, dispuestas muy ordenada y limpiamente. La yegua me dio un gran bol lleno, del que yo bebà con muy buena gana, y me sentà muy restaurado.
   A eso de las doce del dÃa vi venir hacia la casa una especie de vehÃculo arrastrado, como un trineo, por cuatro yahoos. Iba en él un hermoso caballo viejo, que parecÃa de calidad; se apeó apoyándose en los cuartos traseros, pues un accidente le tenÃa herida una pata delantera. VenÃa a comer con nuestro caballo, que le recibió con gran cortesÃa. Comieron en la mejor estancia y tuvieron de segundo plato avena cocida con leche, que el caballo viejo comió caliente, y los demás, en frÃo. HabÃan dispuesto los pesebres circularmente en medio de la pieza y dividÃdolos en varios compartimientos, y alrededor se habÃan sentado sobre las ancas en montones de paja. En el centro habÃa un enrejado de madera lleno de heno, con ángulos correspondientes a cada partición del pesebre; asÃ, que cada caballo o yegua comÃa de su propio heno y su propia mezcla de avena y leche, con mucha limpieza y regularidad. Las jacas y las crÃas observaban conducta muy respetuosa, y el dueño y la dueña se deshacÃan en amables extremos con su huésped. El rucio me mandó que me pusiera a su lado, y él y su amigo tuvieron larga conversación referente a mÃ, según pude conocer en que el invitado me miraba con frecuencia y en la frecuente repetición de la palabra yahoo.
   Se me ocurrió ponerme los guantes, lo que pareció sorprender grandemente al rucio amo, que mostraba con señales de asombro lo que yo me habÃa hecho en las patas delanteras; llevó a ellas el casco tres o cuatro veces, como dándome a entender que las volviese a su forma primitiva, lo que hice quitándome los guantes y guardándomelos en el bolsillo. Esto determinó nueva charla, y pude apreciar que la compañÃa estaba contenta con mi conducta, de lo que no tardé en tocar los buenos efectos. Me mandaron decir las pocas palabras que sabÃa, y mientras comÃan, el amo me enseñó los nombres de la avena, la leche, el fuego, el agua y otras cosas. Pude pronunciarlos inmediatamente detrás de él, pues desde mi juventud tengo gran facilidad para aprender idiomas.
   Cuando la comida terminó, el caballo amo me llevó aparte y con señas y palabras me dio a comprender el cuidado con que le tenÃa que yo no hubiese comido nada. Avena, en su lengua, se dice hluunh. Pronuncié esta palabra dos o tres veces; pues aunque al principio rechacé la avena, lo pensé mejor y calculé que podrÃa discurrir modo de hacer con ella una especie de pan que, sumado a la leche, bastase para conservarme la vida hasta que pudiera escapar a otro paÃs y unirme a individuos de mi especie. El caballo ordenó inmediatamente a una yegua blanca, criada de su propia familia, que me llevase una buena cantidad de avena en una especie de bandeja de madera. La calenté al fuego lo mejor que pude hasta que se desprendieron las cáscaras, que me ingenié para separar del grano; molà y majé éste entre dos piedras, y luego, echando agua, hice una especie de pasta o torta que tosté al fuego y comà caliente con leche. Al principio me pareció una comida muy insÃpida, aunque es bastante corriente en muchos puntos de Europa; pero con el tiempo fue haciéndoseme más tolerable; y como a menudo me habÃa visto reducido en mi vida a alimentarme con dificultad, no era aquélla la primera vez que experimentaba cuán poco basta para satisfacer a la naturaleza. Y no puedo por menos de advertir que mientras estuve en aquella isla no sufrà una hora de enfermedad. Es verdad que algunas veces logré atrapar un conejo con lazos hechos de cabellos de yahoo, y con frecuencia cogÃa hierbas saludables, que hervÃa, o comÃa como ensaladas, con mi pan. Y aun a las veces, como excepción, hacÃa un poco de manteca y bebÃa el suero. Al principio sufrÃa mucho por la falta de sal, pero pronto me hizo a ella la costumbre, y estoy seguro de que el uso frecuente de la sal entre nosotros es un efecto de la sensualidad, y se introdujo en un principio como excitante para beber, menos cuando es preciso para la preservación de carnes en largos viajes o en sitios apartadÃsimos de los grandes mercados. Porque yo no he observado en animal ninguno, salvo en el hombre, tal afición; y por lo que a mà se refiere, cuando salà de aquel paÃs, pasó bastante tiempo primero que pudiese sufrir el gusto de la sal en nada de lo que comÃa.
   Cuando fue anocheciendo, el caballo amo mando que se dispusiera un sitio para albergarme; estaba a sólo seis yardas de la casa y separado del establo de los yahoos. Llevé allà un poco de paja, me tapé con mis ropas y dormà profundamente. Pero al poco tiempo me acomodé mejor, como el lector verá más adelante, al tratar circunstancialmente mi modo de vivir.
CapÃtulo III
Aplicación del autor para aprender el idioma. -El houyhnhnm su amo le ayuda a enseñarle. -Cómo es el lenguaje. -Varios houyhnhnms de calidad acuden, movidos por la curiosidad, a ver al autor. -Éste hace a su amo un corto relato de su viaje.
   Mi principal tarea consistÃa en aprender el idioma, que mi amo -pues asà le llamaré de aquà en adelante- y sus hijos y todos los criados de la casa tenÃan gran interés en enseñarme, pues consideraban un prodigio que una bestia descubriese tales disposiciones de criatura racional. Yo apuntaba a las cosas y preguntaba los nombres, que escribÃa en mi libro de notas cuando estaba solo, y corregÃa mi mal acento pidiendo a los de la familia que los pronunciasen a menudo. En esta ocupación se mostraba siempre solÃcito conmigo un potro alazán perteneciente a la categorÃa de los más humildes criados.
   Pronuncian, al hablar, con la nariz y con la garganta, y su lenguaje se parece más al alto holandés o alemán que a ningún otro de los europeos que conozco, aunque es mucho más gracioso y expresivo. El emperador Carlos V hizo casi la misma observación cuando dijo que si tuviese que hablar a su caballo lo harÃa en alto holandés.
   La curiosidad y la impaciencia de mi amo eran tales, que dedicaba muchas de sus horas de ocio a instruirme. Estaba convencido, según más tarde me dijo, de que yo era un yahoo; pero mi facilidad de aprender, mi cortesÃa y mi limpieza le asombraban, como cualidades opuestas por entero a la condición de aquellos animales. Mis ropas le sumÃan en la mayor perplejidad, y muchas veces se preguntaba a sà mismo si serÃan parte de mi cuerpo; mas yo no me las quitaba nunca hasta que la familia se habÃa dormido y me las ponÃa antes de que se despertase por la mañana. Mi amo tenÃa vehementes deseos de saber de dónde procedÃa yo, cómo habÃa adquirido aquellas apariencias de razón que descubrÃa en todas mis acciones, y, en fin, de oir mi historia de mis propios labios, lo que él esperaba que podrÃa hacer pronto, gracias a mis grandes progresos en la pronunciación de sus palabras y frases. Para ayudar a mi memoria, buscaba la equivalencia de lo que aprendÃa en el alfabeto inglés y escribÃa las palabras con sus traducciones. Después de algún tiempo me atrevà a hacer esto en presencia de mi amo. Me costó gran trabajo explicarle lo que hacÃa, pues los habitantes de aquel paÃs no tienen la menor idea de libros ni literaturas.
   Al cabo de unas diez semanas podÃa entender la mayor parte de las preguntas, y en tres meses darle pasaderas respuestas. Mi amo tenÃa curiosidad extrema por saber de qué parte del paÃs habÃa llegado y cómo me habÃan enseñado a imitar a un ser racional, pues se habÃa observado que los yahoos -a quienes veÃa que me asemejaba exactamente en la cabeza, las manos y la cara, que eran lo solo visible-, que presentaban alguna apariencia de astucia y la más decidida inclinación al mal, eran los animales más difÃciles de educar. Le contesté que habÃa llegado, a través de los mares, de un sitio lejano, con muchos otros de mi misma especie, en una como gran artesa, hecha de troncos de árboles; que mis compañeros me habÃan forzado a desembarcar en aquella costa y luego abandonádome a mi suerte. No sin dificultad, y ayudándome con señas, pude lograr que me entendiese. Me contestó que por fuerza estaba equivocado, o decÃa la cosa que no era -pues en su idioma no tiene palabra para expresar la mentira o la falsedad-. SabÃa muy bien él que era imposible que hubiese un paÃs más allá del mar, asà como que un grupo de animales pudiese mover una artesa de madera sobre el mar según les viniese en gana. TenÃa la seguridad de que ningún houyhnhnm existente podrÃa hacer tal artesa ni confiar en que yahoos lo hiciesen.
   La palabra houyhnhnm, en su lengua, significa caballo, y por su etimologÃa, la perfección de la Naturaleza. Dije a mi amo que me encontraba en gran apuro para expresarme; pero adelantarÃa lo más de prisa que pudiese, y esperaba poder decirle maravillas en breve plazo. Se dignó encargar a su propia yegua, sus potros, sus crÃas y los criados de la casa que aprovecharan todas las ocasiones de enseñarme, y todos los dÃas se imponÃa él igual trabajo durante dos o tres horas. Varios caballos y yeguas de calidad del vecindario venÃan con frecuencia a nuestra casa, atraÃdos por la fama de un yahoo maravilloso que hablaba como un houyhnhnm y parecÃa descubrir en sus palabras y actos ciertos destellos de razón. Se encantaban de hablar conmigo; me hacÃan preguntas, a las que yo daba las respuestas que me era posible. Con circunstancias tan favorables, hice tales progresos, que a los cinco meses de mi llegada entendÃa todo lo que decÃan y me expresaba bastante bien.
   Los houyhnhnms que acudieron a visitar a mi amo llevados de la intención de averiguar y de hablar conmigo, apenas se determinaban a creer que yo fuese un yahoo verdadero, porque veÃan cubierto mi cuerpo de manera distinta que el de los demás de mi clase. Se asombraban de verme sin los pelos y la piel que eran naturales, salvo en la cabeza, la cara y las manos; pero un accidente ocurrido quince dÃas antes me habÃa obligado a descubrir a mi amo este secreto.
   Ya he dicho al lector que por las noches, cuando la familia se habÃa ido a la cama, era mi costumbre desnudarme y taparme con las ropas. Ocurrió que una mañana temprano mi amo envió a buscarme al potro alazán que era su ayuda de cámara; cuando entró, yo dormÃa profundamente, con las ropas caÃdas por un lado y la camisa más arriba de la cintura. Me desperté al ruido que produjo y observé que me daba el recado con alguna turbación, después de lo cual se volvió con mi amo, a quien, con gran susto, dio confusa cuenta de lo que habÃa visto. Asà lo comprendÃ, pues al acudir tan pronto como estuve vestido a ponerme al servicio de su señorÃa, me preguntó qué significaba lo que su criado acababa de decirle, y añadió que yo no era cuando dormÃa la misma cosa que parecÃa en las demás ocasiones, y que su ayuda de cámara le aseguraba que yo era en parte blanco, en parte amarillo, o al menos no tan blanco, y en parte moreno.
   Hasta entonces yo habÃa guardado el secreto de mi vestido para distinguirme todo lo posible de la maldita raza de los yahoos; pero en adelante era inútil querer hacerlo. Además, pensaba yo que mis zapatos y mis ropas, que estaban ya en mediano uso, quedarÃan pronto inservibles y tendrÃan que ser substituÃdos por algún invento a base de piel de yahoo o de otros animales, por donde el secreto vendrÃa a ser conocido. Dije a mi amo, en consecuencia, que, en el paÃs de donde yo procedÃa, los de mi especie llevaban siempre cubierto el cuerpo con el pelo de ciertos animales, preparado con arreglo a determinado arte, asà por decencia como por guardarse de las inclemencias del aire caliente o frÃo, de lo cual podrÃa convencerle inmediatamente por lo que a mà tocaba si tenÃa a bien mandármelo. Con esto, me desabotoné la casaca y me la quité. Lo mismo hice con el chaleco, y también con los zapatos, las medias y los calzones.
   Mi amo observó toda la acción con muestras de gran curiosidad y asombro. Tomó todas mis prendas, una por una, en la cuartilla, y las examinó muy diligente. Me tentó el cuerpo con gran dulzura y me miró todo alrededor varias veces, después de lo cual dijo que estaba claro que yo era un yahoo perfecto, pero que me diferenciaba mucho del resto de la especie en la suavidad y blancura de la piel, la falta de pelo en varias partes del cuerpo, la forma y cortedad de mis garras traseras y delanteras y mi empeño en andar siempre sobre las patas de atrás. No quiso ver más, y me dio licencia para volver a vestirme, pues ya estaba yo tiritando de frÃo.
   Le expresé el disgusto que me causaba oÃrle designarme tan a menudo con el nombre de yahoo, repugnante animal, por el que sentÃa el odio y el desprecio más absolutos. Le supliqué que se abstuviera de aplicarme aquella palabra y diese la misma orden a su familia y a los amigos a quienes permitÃa visitarme. Igualmente le encarecà qué guardase para sà y no comunicase a nadie más el secreto de llevar yo tapado el cuerpo con una cubierta postiza, al menos mientras me durasen las ropas que tenÃa; pues en cuanto al potro alazán, su ayuda de cámara, podÃa su señorÃa ordenarle que no descubriera lo que habÃa visto.
   Mi amo consintió en todo muy graciosamente, y asà el secreto se mantuvo hasta que comenzaron a inutilizarse mis ropas, las cuales hube de substituir con invenciones diversas de que más tarde hablaré. Mientras esto sucedÃa, mi amo me excitaba a que siguiera aprendiendo el idioma a toda prisa, pues estaba más asombrado de ver mi capacidad para el habla y el razonamiento que no la figura de mi cuerpo, estuviese cubierto o no, añadiendo que esperaba con bastante impaciencia oÃr las maravillas que le habÃa ofrecido contarle.
   En adelante duplicó el trabajo que se tomaba para instruirme; me hacÃa estar presente en todas las reuniones, y exigÃa que los reunidos me tratasen con amabilidad; pues, según les dijo privadamente, eso me pondrÃa de buen humor y me harÃa aún más divertido.
   Todos los dÃas, cuando yo le visitaba, además de las molestias que se tomaba para enseñarme, me hacÃa varias preguntas referentes a mi persona, a las cuales contestaba yo lo mejor que sabÃa, y gracias a esto tenÃa ya algunas ideas generales, aunque muy imperfectas. SerÃa cansado exponer por qué pasos llegué a mantener una conversación más regular; baste saber que la primera referencia de mà que pude dar con algún orden y extensión vino a ser como sigue:
   Dije que habÃa llegado de un muy lejano paÃs, como ya habÃa intentado decirle, con unos cincuenta de mi misma especie; que viajábamos sobre los mares en un gran cacharro hueco hecho de madera y mayor que la casa de su señorÃa; y aquà le describà el barco en los términos más precisos que pude, y le expliqué, ayudándome con el pañuelo extendido, cómo el viento le hacÃa andar. Continué que, a consecuencia de una riña que habÃamos tenido, me desembarcaron en aquella costa, por donde avancé, sin saber hacia dónde, hasta que él vino a librarme de la persecución de aquellos execrables yahoos. Me preguntó quién habÃa hecho el barco y como era posible que los houyhnhnms de mi paÃs encomendaran su manejo a animales. Mi respuesta fue que no me aventurarÃa a seguir adelante en mi relación si antes no me daba palabra de honor de que no se ofenderÃa, y en este caso le contarÃa las maravillas que tantas veces le habÃa prometido. Consintió, y yo continué, asegurándole que el barco lo habÃan hecho seres como yo, los cuales, en todos los paÃses que habÃa recorrido, eran los únicos animales racionales y dominadores, y que al llegar a la tierra en que nos hallábamos me habÃa asombrado tanto que los houyhnhnms se condujesen como seres racionales cuanto podrÃa haberles asombrado a él y a sus amigos descubrir señales de razón en una criatura que ellos tenÃan a bien llamar un yahoo; animal éste al que me reconocÃa parecido en todas mis partes, pero de cuya naturaleza degenerada y brutal no sabÃa hallar explicación. Añadà que si la buena fortuna era servida de restituirme alguna vez a mi paÃs natal, y en él relatar mis viajes, como tenÃa resuelto hacer, todo el mundo creerÃa que decÃa la cosa que no era, que me sacaba del magÃn la historia; pues, con todos los respetos para él, su familia y sus amigos, y bajo la promesa de que no se ofenderÃa, en nuestra nación difÃcilmente creerÃa nadie en la existencia de un paÃs donde el houyhnhnm fuera el ser superior y el yahoo la bestia.
CapÃtulo IV
La noción de los houyhnhnms acerca de la mentira. -El discurso del autor, desaprobado por su amo. -El autor da una más detallada cuenta de sà mismo y de los incidentes de su viaje.
   Me oyó mi amo con grandes muestras de inquietud en el semblante, pues dudar o no creer son cosas tan poco conocidas en aquel paÃs, que los habitantes no saben cómo conducirse en tales circunstancias. Y recuerdo que en frecuentes conversaciones que tuve con mi amo respecto de la naturaleza humana en otras partes del mundo, como se me ofreciese hablar de la mentira y el falso testimonio, no comprendió sino con gran dificultad lo que querÃa decirle, aunque fuera de esto mostraba grandÃsima agudeza de juicio. Me argüÃa que si el uso de la palabra tenÃa por fin hacer que nos comprendiésemos unos a otros, este fin fracasaba desde el instante en que alguno decÃa la cosa que no era; porque entonces ya no podÃa decir que nadie le comprendiese, y estaba tanto más lejos de quedar informado, cuanto que le dejaba peor que en la ignorancia, ya que le llevaba a creer que una cosa era negra cuando era blanca, o larga cuando era corta. Éstas eran todas las nociones que tenÃa acerca de la facultad de mentir, tan perfectamente bien comprendida y tan universalmente practicada entre los humanos.
   Pero dejemos esta digresión. Cuando aseguré a mi amo que los yahoos eran los únicos animales dominadores de mi paÃs -lo que declaró que iba más allá de su comprensión-, quiso saber si habÃa houyhnhnms entre nosotros y a qué se dedicaban. DÃjele que los tenÃamos en gran número y que en verano pacÃan en los campos y en invierno se los mantenÃa con heno y avena, encerrados en casas donde sirvientes yahoos se dedicaban a lustrarles la piel, peinarles las crines, limpiarles las patas, darles la comida y hacerles la cama.
   «Te comprendo perfectamente -dijo mi amo-; y de todo lo que has hablado se desprende con toda claridad que, cualquiera que sea el grado de razón que los yahoos se atribuyen, los houyhnhnms son vuestros amos. Bien quisiera yo que nuestros yahoos fuesen tan tratables.»
   Rogué a su señorÃa que se dignase excusarme de continuar, porque estaba cierto de que los informes que esperaba de mà habÃan de serle sumamente desagradables. Pero él insistió en exigirme que le enterase de todo, bueno y malo, y yo le dije que serÃa obedecido. Reconocà que nuestros houyhnhnms, que nosotros llamábamos caballos, eran los más generosos y bellos animales que tenÃamos, y que se distinguÃan por su fuerza y su ligereza; y cuando pertenecÃan a personas de calidad que los empleaban para viajar, correr en concursos o arrastrar carruajes, eran tratados con gran regalo y atención, hasta que contraÃan alguna enfermedad o se despeaban. Llegado este caso, eran vendidos y dedicados a las más ingratas faenas hasta su muerte, y después de ella se les arrancaba la piel, que era vendida para varios usos, y se dejaba el cuerpo para que lo devorasen perros y aves de rapiña. Mas los caballos de raza corriente no tenÃan tan buena fortuna, pues estaban en manos de labradores y carreteros, que les hacÃan trabajar más y les daban de comer peor. Describà lo mejor que pude cómo montamos a caballo, la forma y el uso de la brida, la silla, la espuela y el látigo, el arnés y las ruedas. Añadà que les fijábamos planchas de cierta materia dura, llamada hierro, en los extremos de las patas, para evitar que se les rompiesen los cascos contra los caminos empedrados, por donde caminábamos con frecuencia.
   Mi amo, después de algunas expresiones de gran indignación, se asombró de que nos arriesgásemos a subirnos en el lomo de un houyhnhnm, pues estaba seguro de que el más débil criado de su casa era capaz de sacudirse al yahoo más fuerte, o de aplastarle echándose al suelo y revolcándose sobre el lomo. Le contesté que nuestros caballos eran amaestrados desde que tenÃan tres o cuatro años según el uso a que se destinaba a cada cual; que si alguno resultaba extremadamente indócil, se le dedicaba al tiro; que se les pegaba duramente cuando eran jóvenes, por cualquier travesura, y que, indudablemente, eran sensibles a la recompensa y al castigo. Pero su señorÃa se sirvió considerar que tales houyhnhnms no tenÃan el menor rastro de entendimiento, ni más ni menos que los yahoos de su paÃs.
   Me costó recurrir a numerosas circunlocuciones el dar a mi amo idea exacta de lo que decÃa, pues su idioma no es abundante en variedad de palabras, porque las necesidades y pasiones de ellos son menos que las nuestras. Pero es imposible pintar su noble resentimiento por el trato salvaje que dábamos a la raza houyhnhnm. Dijo que si era posible que hubiese un paÃs donde solamente los yahoos estuvieran dotados de razón, sin duda deberÃan ser el animal dominador, porque, a la larga, siempre la razón prevalecerá sobre la fuerza bruta. Pero considerando la hechura de nuestro cuerpo, y particularmente del mÃo, pensaba que no existÃa un ser de parecida corpulencia tan mal conformado para emplear el tal raciocinio en los fines corrientes de la vida; por lo cual me preguntó si aquellos entre quienes yo vivÃa se parecÃan a mà o a los yahoos de su tierra. Le aseguré que yo estaba formado como la mayor parte de los de mi edad, pero que los jóvenes y las hembras eran mucho más tiernos y delicados, y la piel de las últimas tan blanca como la leche, por regla general. DÃjome que, sin duda, yo me diferenciaba de los otros yahoos en ser mucho más limpio y no tan extremadamente feo; pero en punto a ventajas positivas, pensaba que las diferencias iban en perjuicio mÃo. Ni las uñas de las patas delanteras ni las de las traseras me servÃan para nada. En cuanto a las patas delanteras, no podÃa darles en realidad tal nombre, ya que nunca habÃa visto que anduviese con ellas; eran demasiado blandas para apoyarse en el suelo; generalmente las llevaba descubiertas, y las cubiertas que a veces les ponÃa no eran de la misma forma ni resistencia que las que llevaba en las patas de atrás. No podÃa marchar con seguridad, pues si se me escurrÃa una de las patas traseras darÃa en tierra con mi cuerpo inevitablemente. Comenzó luego a poner faltas a otras partes de mi cuerpo: lo plano de mi cara, lo prominente de mi nariz, la colocación delantera de mis ojos, de modo que no podÃa mirar a los lados sin volver la cabeza, que no podÃa comer sin levantar hasta la boca una de las patas delanteras, remos éstos que la Naturaleza me habÃa dado, por consiguiente, respondiendo a tal necesidad. No sabÃa para qué podrÃan servirme aquellas rajas y divisiones de las patas de delante; éstas eran demasiado blandas para soportar la dureza y los filos de las piedras sin una cubierta hecha de la piel de algún otro animal; todo mi cuerpo necesitaba contra el calor y el frÃo una defensa, que tenÃa que ponerme y quitarme todos los dÃas, con el fastidio y la molestia consiguientes. Y, por último, él habÃa observado que en su paÃs todos los animales aborrecÃan naturalmente a los yahoos, que eran evitados por los más débiles, y apartados por los más fuertes; asà que, aun suponiendo que estuviésemos dotados de razón, no podÃa comprender cómo era posible curar esa natural antipatÃa que todos los seres demostraban por nosotros, ni, por lo tanto, cómo podÃamos amansarlos y servirnos de ellos. No obstante, dijo que no discutirÃa más la cuestión, porque tenÃa los mayores deseos de conocer mi historia, en qué paÃs habÃa nacido y los diversos actos y acontecimientos de mi vida hasta que habÃa llegado allÃ.
   Le aseguré que tendrÃa grandÃsimo gusto en darle en todos los puntos entera satisfacción; pero dudaba mucho de que me fuese posible explicarme en algunas materias de que su señorÃa no tenÃa seguramente la más pequeña idea, pues no veÃa yo en su paÃs con qué poder compararlas. Sin embargo, harÃa cuanto estuviese en mi mano y me esforzarÃa por expresarme con sÃmiles, y le suplicaba humildemente su ayuda para cuando me faltase la palabra propia, asistencia que se dignó prometerme.
   Le dije que habÃa nacido de padres honrados, en una isla llamada Inglaterra, muy apartada de su paÃs, a tantas jornadas como el criado más robusto de su señorÃa pudiese hacer durante el curso anual del sol. Que me hicieron cirujano, oficio que consistÃa en curar heridas y daños del cuerpo recibidos por azar o por violencia. Que mi paÃs estaba gobernado por una hembra del hombre, llamada reina. Que yo salà de él para obtener riquezas con que mantenerme y mantener a mi familia cuando regresara. Que en mi último viaje yo era capitán del barco y llevaba cincuenta yahoos a mis órdenes, muchos de los cuales murieron en el mar, por lo que tuve que substituirlos con otros recogidos en diferentes naciones. Que nuestro barco estuvo dos veces en riesgo de irse a pique: la primera, a causa de una tempestad, y la segunda, por haber embestido contra una roca. Al llegar aquà me interrumpió mi amo preguntándome cómo habÃa podido persuadir a extranjeros de otras naciones a aventurarse conmigo, después de las pérdidas que ya habÃa sufrido y los peligros en que me habÃa encontrado. Le dije que eran gentes de suerte desesperada, forzada a huir de los lugares en que habÃan nacido a causa de su pobreza o de sus crÃmenes. Unos estaban arruinados por pleitos; a otros fuéseles cuanto tenÃan tras la bebida, el lupanar y el juego; otros escapaban por traición; muchos, por asesinato, hurto, envenenamiento, robo, perjurio, falsedad, acuñación de moneda falsa, prófugos de su bandera o desertores al campo enemigo, y la mayor parte habÃan quebrantado prisión. Ninguno de los tales se atrevÃa a volver a su paÃs natal por miedo de morir ahorcado o de hambre en una cárcel; y de consiguiente, se veÃan en la necesidad de buscar medio de vida en otros sitios.
   Durante este discurso mi amo se dignó interrumpirme varias veces. HabÃa yo empleado muchas circunlocuciones para pintarle la naturaleza de los diferentes crÃmenes que habÃan forzado o, la mayor parte de los que formaban la tripulación a huir de su paÃs. Consumà en esta tarea varios dÃas de conversación, primero que pudiese comprenderme. No le cabÃa en la cabeza cuál podrÃa ser la conveniencia o la necesidad de practicar aquellos vicios, lo que yo intenté aclararle dándole alguna idea de los deseos de pobres y ricos, de los efectos terribles de la lujuria, la intemperancia, la maldad y la envidia. Tuve que definirlo y describirlo todo poniendo ejemplos y haciendo suposiciones; después de lo cual, como si su imaginación hubiera recibido el choque de algo jamás visto ni oÃdo, alzó los ojos con asombro e indignación. El poder, el gobierno, la guerra, la ley, el castigo y mil cosas más no tenÃan en aquel idioma palabra que los expresara, por lo que encontré dificultades casi insuperables para dar a mi amo idea de lo que querÃa decirle. Pero como tenÃa excelente entendimiento, desarrollado por la observación y la plática, llegó, por fin, a un conocimiento suficiente de lo que es capaz de hacer la naturaleza humana en las partes del mundo que habitamos nosotros, y me pidió que le diese cuenta en particular de esa tierra que llamamos Europa, y especialmente de mi paÃs.
CapÃtulo V
El autor, obedeciendo órdenes de su amo, informa a éste del estado de Inglaterra. -Las causas de guerra entre los prÃncipes de Europa. -El autor comienza a exponer la Constitución inglesa.
   Me permito advertir al lector que el siguiente extracto de muchas conversaciones que con mi amo sostuve contiene un sumario de los extremos de más consecuencia, sobre los cuales discurrimos en varias veces durante el transcurso de más de dos años, pues su señorÃa me iba pidiendo nuevas explicaciones conforme yo iba progresando en la lengua houyhnhnm. Le expuse lo mejor que pude el completo estado de Europa; diserté sobre comercio e industria, sobre artes y ciencias; y las respuestas que yo daba a todas sus preguntas sobre las diversas materias venÃan a ser un fondo inagotable de conversación. Pero sólo voy a trasladar la substancia de lo que tratamos respecto de mi paÃs, ordenándolo como pueda, sin atención al tiempo ni a otras circunstancias, con tal de no apartarme un punto de la verdad. Mi único temor es que no sé si podré hacer justicia a los argumentos y expresiones de mi amo, los cuales habrán de resentirse necesariamente de mi falta de capacidad, asà como de la traducción a nuestro bárbaro inglés.
   Obedeciendo los mandatos de su señorÃa, le relaté la revolución bajo el reinado del prÃncipe de Orange; la larga guerra con Francia a que dicho prÃncipe se lanzó, y que fue renovada por su sucesora, la actual reina, y en la cual, que todavÃa continuaba, aparecÃan comprometidas las más grandes potencias de la cristiandad. A instancia suya, calculé que en el curso de ella habrÃan muerto como medio millón de yahoos, y tal vez sido tomadas un ciento o más de ciudades e incendiados o hundidos barcos por cinco veces ese número.
   Me preguntó cuáles eran las causas o motivos que generalmente conducÃan a un paÃs a guerrear con otro. Le contesté que eran innumerables y que iba a mencionarle solamente algunas de las más importantes. Unas veces, la ambición de prÃncipes que nunca creen tener bastantes tierras y gentes sobre que mandar; otras, la corrupción de ministros que comprometen a su señor en una guerra para ahogar o desviar el clamor de los súbditos contra su mala administración. La diferencia de opiniones ha costado muchos miles de vidas. Por ejemplo: si la carne era pan o el pan carne; si el jugo de cierto grano era sangre o vino; si silbar era un vicio o una virtud; si era mejor besar un poste o arrojarlo al fuego; qué color era mejor para una chaqueta, si negro, blanco, rojo o gris, y si debÃa ser larga o corta, ancha o estrecha, sucia o limpia, con otras muchas cosas más. Y no ha habido guerras tan sangrientas y furiosas, ni que se prolongasen tanto tiempo, como las ocasionadas por diferencias de opinión, en particular si era sobre cosas indiferentes.
   A veces la contienda entre dos prÃncipes es para decidir cuál de ellos despojará a un tercero de sus dominios, sobre los cuales ninguno de los dos exhibe derecho ninguno. A veces un prÃncipe riñe con otro por miedo de que el otro riña con él. A veces se entra en una guerra porque el enemigo es demasiado fuerte, y a veces porque es demasiado débil. A veces nuestros vecinos carecen de las cosas que tenemos nosotros o tienen las cosas de que nosotros carecemos, y contendemos hasta que ellos se llevan las nuestras o nos dan las suyas. Es causa muy justificable para una guerra el propósito de invadir un paÃs cuyos habitantes acaban de ser diezmados por el hambre, o destruÃdos por la peste, o desunidos por las banderÃas. Es justificable mover guerra a nuestro más Ãntimo aliado cuando una de sus ciudades está enclavada en punto conveniente para nosotros, o una región o territorio suyo harÃa nuestros dominios más redondos y completos. Si un prÃncipe envÃa fuerzas a una nación donde las gentes son pobres e ignorantes, puede legÃtimamente matar a la mitad de ellas y esclavizar a las restantes para civilizarlas y redimirlas de su bárbaro sistema de vida. Es muy regia, honorable y frecuente práctica cuando un prÃncipe pide la asistencia de otro para defenderse de una invasión, que el favorecedor, cuando ha expulsado a los invasores, se apodere de los dominios por su cuenta, y mate, encarcele o destierre al prÃncipe a quien fue a remediar. Los vÃnculos de sangre o matrimoniales son una frecuente causa de guerra entre prÃncipes, y cuanto más próximo es el parentesco, más firme es la disposición para reñir. Las naciones pobres están hambrientas, y las naciones ricas son orgullosas, y el orgullo y el hambre estarán en discordia siempre. Por estas razones, el oficio de soldado se considera como el más honroso de todos; pues un soldado es un yahoo asalariado para matar a sangre frÃa, en el mayor número que le sea posible, individuos de su propia especie que no le han ofendido nunca.
   Asimismo existe en Europa una clase de miserables prÃncipes, incapaces de hacer la guerra por su cuenta, que alquilan sus tropas a naciones más ricas por un tanto al dÃa cada hombre; de esto guardan para sà los tres cuartos y sacan la parte mejor de su sustento. Tales son los prÃncipes de Alemania y otras regiones del norte de Europa.
   «Lo que me has contado -dijo mi amo- sobre la cuestión de las guerras, sin duda revela muy admirablemente los efectos de esa razón que os atribuÃs; sin embargo, es fortuna que resulte mayor la vergüenza que el peligro, ya que la Naturaleza os ha hecho incapaces de causar gran daño. Con vuestras bocas, al nivel mismo de la cara, no podéis morderos uno a otro con resultado, a menos que os dejéis; y en cuanto a las garras de las patas delanteras y traseras, son tan cortas y blandas, que uno sólo de nuestros yahoos se llevarÃa por delante a una docena de los vuestros. Por lo tanto, no puedo por menos de pensar que al referirte al número de los muertos en batalla has dicho la cosa que no es.»
   No pude contener un movimiento de cabeza y una ligera sonrisa ante su ignorancia. Y, como no me era ajeno el arte de la guerra, le hablé de cañones, culebrinas, mosquetes, carabinas, pistolas, balas, pólvoras, espadas, bayonetas, batallas, sitios, retiradas, ataques, minas, contraminas, bombardeos, combates navales, buques hundidos con un millar de hombres, veinte mil muertos de cada parte, gemidos de moribundos, miembros volando por el aire, humo, ruido, confusión, muertes por aplastamiento bajo las patas de los caballos, huidas, persecución, victoria, campos cubiertos de cadáveres que sirven de alimento a perros, lobos y aves de rapiña; pillajes, despojos, estupros, incendios y destrucciones. Y para enaltecer el valor de mis queridos compatriotas, le aseguré que yo les habÃa visto volar cien enemigos de una vez en un sitio y otros tantos en un buque, y habÃa contemplado cómo caÃan de las nubes hechos trizas los cuerpos muertos, con gran diversión de los espectadores.
   Iba a pasar a nuevos detalles, cuando mi amo me ordenó silencio. DÃjome que cualquiera que conociese el natural de los yahoos podÃa fácilmente creer posible en un animal tan vil todas las acciones a que yo me habÃa referido, si su fuerza y su astucia igualaran a su maldad. Pero advertÃa que mi discurso, al tiempo que aumentaba su aborrecimiento por la especie entera, habÃa llevado a su inteligencia una confusión que hasta allà le era desconocida totalmente. Pensaba que sus oÃdos, hechos a tan abominables palabras, pudieran, por grados, recibirlas con menos execración. Añadió que, aunque él odiaba a los yahoos de su paÃs, nunca los habÃa culpado de sus detestables cualidades de modo distinto que culpaba a una gnnayh (ave de rapiña) de su crueldad, o a una piedra afilada de cortarle el casco; pero cuando un ser que se atribuÃa razón se sentÃa capaz de tales enormidades, le asaltaba el temor de que la corrupción de esta facultad fuese peor que la brutalidad misma. Con todo, confiaba en que no era razón lo que poseÃamos, sino solamente alguna cierta cualidad apropiada para aumentar nuestros defectos naturales; de igual modo que en un rÃo de agitada corriente se refleja la imagen de un cuerpo disforme, no sólo mayor, sino también mucho más desfigurada.
   Añadió que ya habÃa oÃdo hablar demasiado de guerras tanto en aquella como en anteriores pláticas, y habÃa otro extremo que le tenÃa en la actualidad un poco perplejo. Le habÃa yo dicho que algunos hombres de nuestra tripulación habÃan salido de su paÃs a causa de haberles arruinado la ley, palabra ésta cuyo significado le habÃa explicado ya; pero no podÃa comprender cómo era posible que la ley, creada para la protección de todos los hombres, pudiera ser la ruina de ninguno. Por consiguiente, me rogaba que le enterase mejor de lo que querÃa decirle cuando le hablaba de ley y de los dispensadores de ella, con arreglo a la práctica de mi paÃs, porque él suponÃa que la Naturaleza y la razón eran guÃas suficientes para indicar a un animal razonable, como nosotros imaginábamos ser, qué debÃa hacer y qué debÃa evitar.
   Aseguré a su señorÃa que la ley no era ciencia en que yo fuese muy perito, pues no habÃa ido más allá de emplear abogados inútilmente con ocasión de algunas injusticias que se me habÃan hecho; sin embargo, le informarÃa hasta donde mis alcances llegaran.
   DÃjele que entre nosotros existÃa una sociedad de hombres educados desde su juventud en el arte de probar con palabras multiplicadas al efecto que lo blanco es negro y lo negro es blanco, según para lo que se les paga. «El resto de las gentes son esclavas de esta sociedad. Por ejemplo: si mi vecino quiere mi vaca, asalaria un abogado que pruebe que debe quitarme la vaca. Entonces yo tengo que asalariar otro para que defienda mi derecho, pues va contra todas las reglas de la ley que se permita a nadie hablar por si mismo. Ahora bien; en este caso, yo, que soy el propietario legÃtimo, tengo dos desventajas. La primera es que, como mi abogado se ha ejercitado casi desde su cuna en defender la falsedad, cuando quiere abogar por la justicia -oficio que no le es natural- lo hace siempre con gran torpeza, si no con mala fe. La segunda desventaja es que mi abogado debe proceder con gran precaución, pues de otro modo le reprenderán los jueces y le aborrecerán sus colegas, como a quien degrada el ejercicio de la ley. No tengo, pues, sino dos medios para defender mi vaca. El primero es ganarme al abogado de mi adversario con un estipendio doble, que le haga traicionar a su cliente insinuando que la justicia está de su parte. El segundo procedimiento es que mi abogado dé a mi causa tanta apariencia de injusticia como le sea posible, reconociendo que la vaca pertenece a mi adversario; y esto, si se hace diestramente, conquistará sin duda, el favor del tribunal. Ahora debe saber su señorÃa que estos jueces son las personas designadas para decidir en todos los litigios sobre propiedad, asà como para entender en todas las acusaciones contra criminales, y que se los saca de entre los abogados más hábiles cuando se han hecho viejos o perezosos; y como durante toda su vida se han inclinado en contra de la verdad y de la equidad, es para ellos tan necesario favorecer el fraude, el perjurio y la vejación, que yo he sabido de varios que prefirieron rechazar un pingüe soborno de la parte a que asistÃa la justicia a injuriar a la Facultad haciendo cosa impropia de la naturaleza de su oficio.
   »Es máxima entre estos abogados que cualquier cosa que se haya hecho ya antes puede volver a hacerse legalmente, y, por lo tanto, tienen cuidado especial en guardar memoria de todas las determinaciones anteriormente tomadas contra la justicia común y contra la razón corriente de la Humanidad. Las exhiben, bajo el nombre de precedentes, como autoridades para justificar las opiniones más inicuas, y los jueces no dejan nunca de fallar de conformidad con ellas.
   »Cuando defienden una causa evitan diligentemente todo lo que sea entrar en los fundamentos de ella; pero se detienen, alborotadores, violentos y fatigosos, sobre todas las circunstancias que no hacen al caso. En el antes mencionado, por ejemplo, no procurarán nunca averiguar qué derechos o tÃtulos tiene mi adversario sobre mi vaca; pero discutirán si dicha vaca es colorada o negra, si tiene los cuernos largos o cortos, si el campo donde la llevo a pastar es redondo o cuadrado, si se la ordeña dentro o fuera de casa, a qué enfermedades está sujeta y otros puntos análogos. Después de lo cual consultarán precedentes, aplazarán la causa una vez y otra, y a los diez, o los veinte, o los treinta años, se llegará a la conclusión.
   »Asimismo debe consignarse que esta sociedad tiene una jerigonza y jerga particular para su uso, que ninguno de los demás mortales puede entender, y en la cual están escritas todas las leyes, que los abogados se cuidan muy especialmente de multiplicar. Con lo que han conseguido confundir totalmente la esencia misma de la verdad y la mentira, la razón y la sinrazón, de tal modo que se tardará treinta años en decidir si el campo que me han dejado mis antecesores de seis generaciones me pertenece a mà o pertenece a un extraño que está a trescientas millas de distancia.
   »En los procesos de personas acusadas de crÃmenes contra el Estado, el método es mucho más corto y recomendable: el juez manda primero a sondear la disposición de quienes disfrutan el poder, y luego puede con toda comodidad ahorcar o absolver al criminal, cumpliendo rigurosamente todas las debidas formas legales.»
   Aquà mi amo interrumpió diciendo que era una lástima que seres dotados de tan prodigiosas habilidades de entendimiento como estos abogados habÃan de ser, según el retrato que yo de ellos hacÃa, no se dedicasen más bien a instruir a los demás en sabidurÃa y ciencia. En respuesta a lo cual aseguré a su señorÃa que en todas las materias ajenas a su oficio eran ordinariamente el linaje más ignorante y estúpido; los más despreciables en las conversaciones corrientes, enemigos declarados de la ciencia y el estudio e inducidos a pervertir la razón general de la Humanidad en todos los sujetos de razonamiento, igual que en los que caen dentro de su profesión.
CapÃtulo VI
Continuación del estado de Inglaterra. -Carácter de un primer ministro de Estado en las Cortes europeas.
   Mi amo seguÃa sin explicarse de ningún modo qué motivos podÃan excitar a esta raza de abogados a atormentarse, inquietarse, molestarse y constituirse en una confederación de injusticia sencillamente con el propósito de hacer mala obra a sus compañeros de especie; y tampoco entendÃa lo que yo querÃa decirle cuando le hablaba de que lo hacÃan por salario. Me vi y me deseé para explicarle el uso de la moneda, las materias de que se hace y el valor de los metales; que cuando un yahoo lograba reunir buen repuesto de esta materia preciosa podÃa comprar lo que le viniera en gana, los más lindos vestidos, las casas mejores, grandes extensiones de tierra, las viandas y bebidas más costosas, y podÃa elegir las hembras más bellas. En consecuencia, como sólo con dinero podÃan lograrse estos prodigios, nuestros yahoos creÃan no tener nunca bastante para gastar o para guardar, según que una propensión natural en ellos los inclinase al despilfarro o a la avaricia. Le expliqué que los ricos gozaban el fruto del trabajo de los pobres, y los últimos eran como mil a uno en proporción a los primeros, y que la gran mayorÃa de nuestras gentes se veÃan obligadas a vivir de manera miserable, trabajando todos los dÃas por pequeños salarios para que unos pocos viviesen en la opulencia. Me extendà en estos y otros muchos detalles encaminados al mismo fin; pero su señorÃa seguÃa sin entenderme, pues partÃa del supuesto de que todos los animales tienen derecho a los productos de la tierra, y mucho más aquellos que dominan sobre todos los otros. De consiguiente, me pidió que le diese a conocer cuáles eran aquellas costosas viandas y cómo se nos ocurrÃa desearlas a ninguno. Le enumeré cuantas se me vinieron a la memoria, con los diversos métodos para aderezarlas, cosa ésta que no podÃa hacerse sin enviar embarcaciones por mar a todas las partes de la tierra, asà como para buscar licores que beber y salsas y otros innumerables ingredientes. Le aseguré que habÃa que dar tres vueltas por lo menos a toda la redondez del mundo para que uno de nuestros yahoos hembras escogidos pudiese tomar el desayuno o tener una taza en que verterlo. DÃjome que habÃa de ser aquél un paÃs bien pobre cuando no producÃa alimento para sus habitantes; pero lo que le asombraba principalmente era que en aquellas vastas extensiones de terreno que yo pintaba faltase tan por completo el agua dulce, que la gente tuviese precisión de ir a buscar que beber más allá del mar. Le repliqué que Inglaterra -el lugar amado en que yo habÃa nacido- se calculaba que producÃa tres veces la cantidad de alimento que podrÃan consumir sus habitantes, asà como licores extraÃdos de semillas o sacados, por presión, de los frutos de ciertos árboles, que son excelentes bebidas, y que la misma proporción existe por lo que hace a las demás necesidades de la vida. Mas para alimentar la lascivia y la intemperancia de los machos y la vanidad de las hembras, enviábamos a otros paÃses la mayor parte de nuestras cosas precisas, y recibÃamos a cambio los elementos de enfermedades, extravagancias y vicios para consumirlos nosotros. De aquà se sigue necesariamente que nuestras gentes, en gran numero, se ven empujadas a buscar su medio de vida en la mendicidad, el robo, la estafa, el fraude, el perjurio, la adulación, el soborno, la falsificación, el juego, la mentira, la bajeza, la baladronada, el voto, el garrapateo, la vista gorda, el envenenamiento, la hipocresÃa, el libelo, el filosofismo y otras ocupaciones análogas; términos todos éstos que me costó grandes trabajos hacerle comprender.
   Añadà que el vino no lo importábamos de paÃses extranjeros para suplir la falta de agua y otras bebidas, sino porque era una clase de licor que nos ponÃa alegres por el sistema de hacernos perder el juicio; divertÃa los pensamientos melancólicos, engendraba en nuestro cerebro disparatadas y extravagantes ideas, realzaba nuestras esperanzas y desterraba nuestros temores; durante algún tiempo suspendÃa todas las funciones de la razón y nos privaba del uso de nuestros miembros, hasta que caÃamos en un sueño profundo. Aunque debÃa reconocerse que nos despertábamos siempre indispuestos y abatidos y que el uso de este licor nos llenaba de enfermedades que nos hacÃan la vida desagradable y corta.
   «Pero además de todo esto -agregué-, la mayorÃa de las personas se mantienen en nuestra tierra satisfaciendo las necesidades o los caprichos de los ricos y viendo los suyos satisfechos mutuamente. Por ejemplo: cuando yo estoy en mi casa y vestido como tengo que estar, llevo sobre mi cuerpo el trabajo de cien menestrales; la edificación y el moblaje de mi casa suponen el empleo de otros tantos, y cinco veces ese número el adorno de mi mujer.»
   En varias ocasiones habÃa contado a su señorÃa que muchos hombres de mi tripulación habÃan muerto de enfermedad, y asÃ, pasé a hablarle de otra clase de gente que gana su vida asistiendo a los enfermos. Pero aquà sà que tropecé con las mayores dificultades para llevarle a comprender lo que decÃa. Él podÃa concebir fácilmente que un houyhnhnm se sintiera débil y pesado unos dÃas antes de morir, o que, por un accidente, se rompiese un miembro; pero que la Naturaleza, que lo hace todo a la perfección, consintiese que en nuestros cuerpos se produjera dolor ninguno, le parecÃa de todo punto imposible, y querÃa saber la causa de mal tan inexplicable. Yo le dije que nos alimentábamos con mil cosas que operaban opuestamente; que comÃamos sin tener hambre y bebÃamos sin que nos excitara la sed; que pasábamos noches enteras bebiendo licores fuertes, sin comer un bocado, lo que nos disponÃa a la pereza, nos inflamaba el cuerpo y precipitaba o retardaba la digestión. Añadà que no acabarÃamos nunca si fuese a darle un catálogo de todas las enfermedades a que está sujeto el cuerpo humano, pues no serÃan menos de quinientas o seiscientas, repartidas por todos los miembros y articulaciones; en suma: cada parte externa o interna tenÃa sus enfermedades propias. Para remediarlas existÃa entre nosotros una clase de gentes instruidas en la profesión o en la pretensión de curar a los enfermos. Y como yo era bastante entendido en el oficio, por gratitud hacia su señorÃa iba a darle a conocer todo el misterio y el método con que procedÃamos. Pero además de las enfermedades verdaderas estamos sujetos a muchas que son nada más que imaginarias, y para las cuales los médicos han inventado curas imaginarias también. Las tales tienen sus diversos nombres, asà como las drogas apropiadas a cada cual, y con las tales hállanse siempre inficionados nuestros yahoos hembras.
   Una gran excelencia de esta casta es su habilidad para los pronósticos, en los que rara vez se equivocan. Sus predicciones en las enfermedades reales que han alcanzado cierto grado de malignidad anuncian generalmente la muerte, lo que siempre está en su mano, mientras el restablecimiento no lo está; y, por lo tanto, cuando, después de haber pronunciado su sentencia, aparece algún inesperado signo de mejorÃa, antes que ser acusados de falsos profetas, saben cómo certificar su sagacidad al mundo con una dosis oportuna. Asimismo resulta de especial utilidad para maridos y mujeres que están aburridos de su pareja, para los hijos mayores, para los grandes ministros de Estado, y a menudo para los prÃncipes.
   HabÃa yo tenido ya ocasión de discurrir con mi amo sobre la naturaleza del gobierno en general, y particularmente sobre nuestra magnÃfica Constitución, legÃtima maravilla y envidia del mundo entero. Pero como acabase de nombrar incidentalmente a un ministro de Estado, me mandó al poco tiempo que le informase de qué especie de yahoos era lo que yo designaba con tal nombre en particular.
   Le dije que un primer ministro, o ministro presidente, que era la persona que iba a pintarle, era un ser exento de alegrÃa y dolor, amor y odio, piedad y cólera, o, por lo menos, que no hace uso de otra pasión que un violento deseo de riquezas, poder y tÃtulos. Emplea sus palabras para todos los usos, menos para indicar cuál es su opinión; nunca dice la verdad sino con la intención de que se tome por una mentira, ni una mentira sino con el propósito de que se tome por una verdad. Aquellos de quienes peor habla en su ausencia son los que están en camino seguro de predicamento, y si empieza a hacer vuestra alabanza a otros o a vosotros mismos, podéis consideraros en el abandono desde aquel instante. Lo peor que de él se puede recibir es una promesa, especialmente cuando va confirmada por un juramento; después de esta prueba, todo hombre prudente se retira y renuncia a todas las esperanzas.
   Tres son los métodos por que un hombre puede elevarse a primer ministro: el primero es saber usar con prudencia de una esposa, una hija o una hermana; el segundo, traicionar y minar el terreno al predecesor, y el tercero, mostrar en asambleas públicas furioso celo contra las corrupciones de la corte. Pero un prÃncipe preferirá siempre a los que practican el último de estos métodos; porque tales celosos resultan siempre los más rendidos y subordinados a la voluntad y a las pasiones de su señor. Estos ministros, como tienen todos los empleos a su disposición, se mantienen en el Poder corrompiendo a la mayorÃa de un Senado o un gran Consejo; y, por último, por medio de un expediente llamado Acta de Indemnidad -cuya naturaleza expliqué a mi amo-, se aseguran contra cualquier ajuste de cuentas que pudiera sobrevenir y se retiran de la vida pública cargados con los despojos de la nación.
   El palacio de un primer ministro es un seminario donde otros se educan en el mismo oficio. Pajes, lacayos y porteros, por imitación de su señor, se convierten en ministros de Estado de sus jurisdicciones respectivas y cuidan de sobresalir en los tres principales componentes de insolencia, embuste y soborno. De este modo tienen cortes subalternas que les pagan personas del más alto rango, y, a veces, por la fuerza de la habilidad y de la desvergüenza, llegan, después de diversas gradaciones, a sucesores del señor.
   El primer ministro está gobernado ordinariamente por una mujerzuela degenerada o por un lacayo favorito, que son los túneles por donde se conduce toda gracia y que, a fin de cuentas, pueden ser propiamente los calificados de verdaderos gobernadores del reino.
   Conversando un dÃa, mi amo, que me habÃa oÃdo hablar de la nobleza de mi paÃs, se dignó tener conmigo una galanterÃa que yo no hubiera soñado merecer, y consistió en decirme que estaba seguro de que yo habÃa de proceder de alguna familia noble, pues aventajaba con mucho a todos los yahoos de una nación en forma, color y limpieza, aunque pareciera cederles en fuerza y agilidad, lo que debÃa achacarse a mi modo de vivir, diferente del de aquellos otros animales; y, además, no sólo estaba yo dotado del uso de la palabra, sino también con algunos rudimentos de razón; a tal grado, que pasaba por un prodigio entre todos sus conocimientos. HÃzome observar que, entre los houyhnhnms, el blanco, el alazán y el rucio obscuro no estaban tan bien formados como el bayo, el rucio rodado y el negro; ni tampoco nacÃan con iguales talentos ni capacidad de cultivarlos. De consiguiente, vivÃan siempre como criados, sin aspirar nunca a salirse de su casta, lo que se considerarÃa monstruoso y absurdo en el paÃs.
   Di a su señorÃa las gracias más rendidas por la buena opinión que se habÃa dignado formar de mÃ; pero le dije al mismo tiempo que mi extracción era modestÃsima, pues mis padres eran honradas gentes, sencillas, que gracias que hubiesen podido darme una mediana educación. Añadà que la nobleza entre nosotros era cosa por completo diferente de la que él entendÃa como tal; que nuestros jóvenes nobles se educan en la pereza y. en el lujo, y cuando casi han arruinado su fortuna se casan por el dinero con alguna mujer de principal nacimiento, desagradable y enfermiza, a quien odian y desprecian. Los frutos de tales matrimonios son, por regla general, niños escrofulosos, raquÃticos o deformados; y en virtud de esto, la familia casi nunca pasa de tres generaciones, a menos que la esposa se cuide de buscar un padre saludable entre sus vecinos o sus criados para mejorar y perpetuar la estirpe. Un cuerpo enfermo y flojo, un rostro delgado y un cutis descolorido son las señales verdaderas de sangre noble; y una apariencia sana y robusta es una desgracia enorme en una persona de calidad, porque la gente deduce en seguida que el verdadero padre debió de ser un mozo de cuadra o un cochero. Las imperfecciones de la inteligencia corren parejas con las del cuerpo, y se concretan en una composición de melancolÃa, estupidez, ignorancia, capricho, sensualidad y orgullo.
   Sin el consentimiento de esta ilustre clase no puede hacerse, rechazarse ni alterarse ninguna ley; y de estas leyes dependen los fallos sobre todas nuestras propiedades, sin apelación.
CapÃtulo VII
El gran cariño del autor hacia su paÃs natal. -Observaciones de su amo sobre la constitución y administración de Inglaterra, según los pinta el autor, en casos paralelos y comparaciones. -Observaciones de su amo sobre la naturaleza humana.
   Quizá el lector está a punto de maravillarse de cómo podÃa yo decidirme a hacer una tan franca pintura de mi propia especie entre una raza de mortales ya demasiado puesta a concebir la más baja opinión del género humano, dada la completa identidad entre sus yahoos y yo. Pero debo confesar sinceramente que las muchas virtudes de aquellos excelentes cuadrúpedos, puestas en parangón con las corrupciones humanas, de tal manera me habÃan abierto los ojos y avivado el entendimiento, que comenzaba a considerar las acciones y las pasiones del hombre con criterio muy distinto y a creer que el honor de mi raza no merece la pena de que se discurran arbitrios en su apoyo; lo que, además no me hubiera servido de nada ante personas de tan agudo entendimiento como mi amo, que a diario me llamaba la atención sobre mil faltas mÃas de que yo jamás me habÃa dado la menor cuenta, y que entre nosotros nunca se hubiesen considerado en el número de las flaquezas humanas. Asimismo habÃa aprendido en su ejemplo la enemiga más absoluta a la mentira y el disimulo; y la verdad me parecÃa tan digna de ser amada, que resolvà sacrificarlo todo a ella.
   Voy a tener con el lector la ingenuidad de confesar que aún habÃa un motivo mucho más poderoso para la franqueza que puse en mi descripción de las cosas. TodavÃa no llevaba un año en aquel paÃs, y ya habÃa concebido tal amor y veneración por los habitantes, que tomé la resolución firme de no volver jamás a sumarme a la especie humana y de pasar el resto de mi vida entre aquellos admirables houyhnhnms, en la contemplación y la práctica de todas las virtudes, donde no se me ofreciera ejemplo ni excitación para el vicio. Pero habÃa previsto la fortuna, mi constante enemiga, que no fuera para mà tan gran felicidad. Sin embargo, me sirve ahora de consuelo pensar que en lo que dije de mis compatriotas atenué sus faltas todo lo que me atrevà ante examinador tan riguroso, y di a todos los asuntos el giro más favorable que permitÃan. Porque ¿habrá en el mundo quien no se deje llevar de la parcialidad y la inclinación por el sitio de su nacimiento?
   He referido la esencia de las varias conversaciones que tuve con mi amo durante la mayor parte del tiempo que me cupo el honor de estar a su servicio; pero, en gracia a la brevedad, he omitido mucho más de lo que he consignado. Cuando ya hube contestado a todas sus preguntas y su curiosidad parecÃa totalmente satisfecha, mandó a buscarme una mañana temprano, y, mandándome sentar a cierta distancia -honor que nunca hasta allà me habÃa dispensado-, dÃjome que habÃa considerado seriamente toda mi historia, asà en el punto que se referÃa a mi persona como en el que tocaba a mi paÃs, y que nos miraba como una especie de animales a quienes habÃa correspondido, por accidente que no podÃa imaginar, una pequeña porcioncilla de razón, de la cual no usábamos sino tomándola de ayuda para agravar nuestras naturales corrupciones y adquirir otras que no nos habÃa dado la Naturaleza. Agregó que las pocas aptitudes que ésta nos habÃa otorgado las habÃamos perdido por nuestra propia culpa; habÃamos logrado muy cumplidamente aumentar nuestras necesidades primitivas y parecÃamos emplear la vida entera en vanos esfuerzos para satisfacerlas con nuestras invenciones. Por lo que a mà tocaba, era manifiesto que yo no tenÃa la fuerza ni la agilidad de un yahoo corriente; andaba débilmente sobre las patas traseras, y habÃa descubierto un arbitrio para hacer mis garras inútiles e inservibles para mi defensa, y para quitarme el pelo de la cara, que indudablemente tenÃa por fin protegerla del sol y de las inclemencias del tiempo. En suma: que no podÃa ni correr con velocidad, ni trepar a los árboles como mis hermanos -asà los llamaba él- los yahoos de su paÃs.
   Añadió que nuestra institución de gobierno y de ley obedecÃa, sencillamente, a los grandes defectos de nuestra razón y, por consiguiente, de nuestra virtud, ya que la razón por sà sola es suficiente para dirigir un ser racional. EntendÃa, sin embargo, que ésta era una caracterÃstica que no tenÃamos la pretensión de atribuirnos, como se desprendÃa incluso de la pintura que yo habÃa hecho de mi pueblo, aunque percibÃa manifiestamente que para favorecer a mis compatriotas habÃa ocultado muchos detalles y dicho muchas veces la cosa que no era.
   Tanto más se confirmaba en esta opinión cuanto que observaba que, asà como mi cuerpo se correspondÃa en todas sus partes con el de los otros yahoos, salvo aquello que iba en notoria desventaja mÃa, cual lo relativo a fuerza, rapidez, actividad, cortedad de mis garras y algún otro punto en que la Naturaleza no tenÃa parte, del mismo modo descubrÃa en la descripción que yo le habÃa hecho de nuestra vida, nuestras costumbres y nuestros actos una muy estrecha semejanza en la disposición de nuestros entendimientos. DÃjome que era sabido que los yahoos se odiaban entre sà mucho más que a especie diferente ninguna; y se daba ordinariamente como razón para esto lo abominable de su figura, que cada cual podÃa apreciar en los demás, pero no en sà mismo. Empezaba a pensar que no procedÃamos torpemente al cubrirnos el cuerpo y, con este arbitrio, ocultarnos unos a otros muchas de nuestras fealdades, que de otro modo difÃcilmente podrÃamos soportar. Pero ya reconocÃa que habÃa andado equivocado y que las disensiones que se veÃan en su paÃs entre esta clase de animales se debÃan a la misma causa que las nuestras, según yo se las habÃa referido. «Pues -dijo- si se echa entre cinco yahoos comida que bastarÃa para cincuenta, en vez de comerla pacÃficamente, se engancharán de las orejas y rodarán por los suelos, ansioso cada uno de quedarse con todo para él solo.» Por tanto, solÃa ponerse a un criado cerca cuando comÃan en el campo, y los que se tenÃan en casa estaban atados a cierta distancia unos de otros. Tanto era asÃ, que si morÃa una vaca de vieja o por accidente, y no iba en seguida un houyhnhnm a guardarla para sus propios yahoos, acudÃan todos los del vecindario en manada a apoderarse de ella y libraban batallas como las descritas por mÃ, de que resultaban con terribles heridas en los costados, abiertas con las garras, aunque rara vez llegaran a matarse, por falta de instrumentos de muerte análogos a los que habÃamos inventado nosotros. En otras ocasiones se habÃan reñido análogas batallas entre los yahoos de vecindarios distintos sin causa alguna aparente. Los de una región acechaban la oportunidad de sorprender a los de la inmediata sin que pudieran apercibirse; pero si el proyecto les fracasaba, se volvÃan a sus casas, y, a falta de enemigos, ellos mismos se empeñaban en lo que yo llamaba una guerra civil.
   Añadió que en ciertos campos de su paÃs habÃa unas piedras brillantes de varios colores que gustaban a los yahoos con pasión; y cuando piedras de éstas, en cierta cantidad, como acontecÃa a menudo, estaban adheridas a la tierra, cavaban los yahoos con las garras dÃas enteros hasta lograr sacarlas, y luego se las llevaban y las ocultaban en sus covachas, formando montón; todo ello mirando con grandes precauciones para impedir que los compañeros descubriesen el tesoro. Dijo mi amo que nunca habÃa podido comprender la razón de este apetito, contrario a las leyes naturales, ni para qué podrÃan servir a un yahoo aquellas piedras; pero ahora suponÃa que se derivaba del mismo principio de avaricia que yo habÃa atribuido a la Humanidad. Contóme que una vez, como experimento, habÃa quitado secretamente un montón de estas piedras del lugar en que lo habÃa enterrado uno de los yahoos. El sórdido animal, al echar de menos su tesoro, habÃa atraÃdo a toda la manada al lugar donde él aullaba tristemente, y después se habÃa precipitado a morder y arañar a los demás. Empezó a languidecer, y no quiso comer, dormir, ni trabajar hasta que él mandó a su criado trasladar secretamente las piedras al mismo hoyo y esconderlas como estaban antes, con lo cual el yahoo, cuando lo hubo descubierto, recobró sus energÃas y su buen humor -aunque tuvo cuidado de llevar las piedras a un mejor escondrijo-, y fue desde entonces una bestia muy dócil.
   Mi amo me aseguró, y yo pude observarlo personalmente, que en los campos donde abundaban estas piedras brillantes se reñÃan combates y frecuentÃsimas batallas, ocasionadas por incesantes incursiones de los yahoos vecinos. Dijo que era frecuente, cuando dos yahoos que habÃan encontrado una piedra de éstas en un campo reñÃan por su propiedad, que un tercero se aprovechase del momento y escapara, dejando sin ella a los dos; lo que mi amo afirmaba que era en cierto modo semejante a nuestros procesos judiciales. Yo, por favorecer nuestro buen nombre, no quise desengañarle de ello, ya que la solución que él mencionaba era notablemente más equitativa que muchas de nuestras sentencias; pues allà el demandante y el demandado no pierden más que la piedra por que pleitean, al tiempo que nuestros tribunales de justicia jamás abandonan una causa mientras les queda algo a alguno de los dos.
   Continuando su discurso, dijo mi amo que nada se le hacÃa tan repugnante en los yahoos como su inconfundible apetito de devorar todo lo que hallaban en su camino, lo mismo si eran hierbas, que raÃces, que granos, que carne de animales corrompida, que todas estas cosas revueltas; y era peculiar condición de su carácter gustar más de lo que adquirÃan por rapiña o hurto, o a una gran distancia, que de la comida que en casa se disponÃa para ellos. Si el botÃn daba de sà lo bastante, comÃan hasta casi reventar, y, para después, la Naturaleza les habÃa indicado una cierta raÃz que les producÃa una evacuación general.
   HabÃa otra clase de raÃces muy jugosas, pero algo raras y difÃciles de encontrar, por las cuales los yahoos reñÃan con gran empeño, y que chupaban con gran deleite; les producÃa los mismos efectos que el vino a nosotros. Unas veces les hacÃa acariciarse; otras, arañarse unos a otros: aullaban, gesticulaban, parloteaban, hacÃan eses y daban tumbos, y luego caÃan dormidos en el lodo.
   Yo observé, ciertamente, que los yahoos eran los únicos animales de aquel paÃs sujetos a enfermedades; las cuales, sin embargo, eran en mucho menor número que las que sufren los caballos entre nosotros, y no contraÃdas por ningún mal trato, sino por la suciedad y el ansia de aquellos sórdidos animales. Ni tampoco tienen en el idioma más que una denominación general para aquellas enfermedades, derivada del nombre de la bestia, que es hnea-yahoo, o sea el mal del yahoo.
   En cuanto a las ciencias, el gobierno, las artes, las manufacturas y cosas parecidas, confesó mi amo que encontraba poca o ninguna semejanza entre los yahoos de nuestro paÃs y los del suyo; pues, por otra parte, sólo se habÃa propuesto indicar la paridad de nuestras naturalezas. Cierto que habÃa oÃdo decir a algunos houyhnhnms curiosos que en la mayor parte de las manadas habÃa una especie de yahoo director -igual que en nuestros parques suele haber un ciervo que es como el jefe o conductor de los otros-, que siempre era más feo de cuerpo y más perverso de condición que todos los demás. Este director solÃa tener un favorito, lo más parecido a él que pudiese encontrar, y que era siempre odiado por la manada; asà que, para protegerse, se mantenÃa siempre cerca del individuo director. Por regla general, continúa en su oficio hasta que se encuentra otro peor; pero en el momento en que queda descartado, su sucesor, a la cabeza de todos los yahoos de la región, jóvenes y viejos, machos y hembras, formando un solo cuerpo, acude a atacarle. Mi amo dijo que yo podÃa juzgar mejor que él hasta qué punto esto podÃa ser comparable a nuestras cortes y nuestros favoritos. No me atrevà a replicar a esta malévola insinuación, que colocaba el entendimiento humano por bajo de la sagacidad de un simple sabueso, que tiene criterio suficiente para distinguir y obedecer el ladrido del perro más experimentado de la jaurÃa, sin equivocarse nunca. DÃjome mi amo que una de las cosas que le asombraban más en los yahoos era una extraña inclinación a la porquerÃa y a la basura, mientras en todos los demás animales parecÃa existir un amor natural a la limpieza. En cuanto a las dos primeras acusaciones, tuve a bien dejarlas pasar sin réplica, porque no tenÃa una palabra que oponer en defensa de mi especie; que, de tenerla, la hubiese opuesto dejándome llevar de mi inclinación. Pero hubiese podido fácilmente vindicar al género humano de singularidad respecto del último punto sólo con que hubiese habido un puerco en aquel paÃs -que, por mi desgracia, no lo habÃa-; animal que, si bien puede pasar por un cuadrúpedo más suculento que un yahoo, no puede aspirar en justicia, según mi humilde opinión, a que se le tenga por más limpio. Y asà hubiese tenido que reconocerlo su señorÃa mismo viendo su modo de comer y su costumbre de hozar y de dormir en el lodo.
   Asimismo mencionó mi amo otra cualidad que sus criados habÃan descubierto en muchos yahoos y que a él le parecÃa inexplicable. Dijo que a veces le entraba a un yahoo la manÃa de meterse en un rincón, tumbarse y aullar y gruñir y apartar a coces todo lo que se le acercaba, sin pedir comida ni agua, aunque era joven y estaba gordo. Los criados no podÃan imaginar qué mal le atormentaba, y el único remedio que habÃan encontrado era hacerle trabajar duramente, con lo cual se restablecÃa de manera infalible. A esto guardé silencio, llevado de mi parcialidad por mi especie; no obstante, pude descubrir en aquello las verdaderas semillas del spleen, que sólo hace presa en los holgazanes, los regalones y los ricos, cuya cura yo tomarÃa con gusto a mi cargo si se los obligase a seguir el antedicho régimen.
CapÃtulo VIII
El autor refiere algunos detalles de los yahoos. -Las grandes virtudes de los houyhnhnms. -La educación y el ejercicio en su juventud. -Su asamblea general.
   Como yo conozco la humana naturaleza mucho mejor de lo que supongo que pudiera conocerla mi amo, me era fácil aplicar las referencias que él me daba de los yahoos a mà mismo y a mis compatriotas, y pensaba que podrÃa hacer ulteriores descubrimientos por mi cuenta. A este fin, le pedÃa frecuentemente el favor de que me dejase ir con las manadas de yahoos del vecindario, a lo que amablemente siempre accedÃa, en la seguridad de que la repugnancia que yo sentÃa hacia aquellos animales no permitirÃa nunca que me corrompiesen; su señorÃa mandaba a uno de sus criados -un fuerte potro alazán, muy honrado y complaciente- que me guardase, sin cuya protección no me hubiese atrevido a tales aventuras, Porque ya he dicho al lector en qué modo fui atacado por aquellos animales odiosos a raÃz de mi llegada; y después, dos o tres veces estuve a punto de caer entre sus garras, con ocasión de andar vagando a alguna distancia sin mi alfanje. TenÃa además razones para creer que ellos sospechaban que yo era de su misma especie, lo que confirmaba a menudo subiéndome las mangas y mostrando a su vista los brazos y el pecho desnudo cuando mi protector estaba conmigo. En tales ocasiones se acercaban todo lo que se atrevÃan y remedaban mis acciones a la manera de los monos, pero siempre con signos de odio profundo, como un grajo domesticado y ataviado con gorro y calzas es perseguido siempre por los bravÃos cuando le echan entre ellos.
   Desde su infancia son los yahoos asombrosamente ágiles; sin embargo, pude coger a un muchacho pequeño de tres años e intenté aquietarle haciéndole toda clase de caricias. Pero el endemoniado comenzó a gritar, a arañar y morder con tal violencia, que me vi precisado a soltarle; y lo hice muy a tiempo, porque al ruido habÃa acudido, y ya nos rodeaba, un verdadero ejército de animales grandes, los cuales, viendo que la crÃa estaba en salvo -pues echó en seguida a correr-, y como mi potro alazán estaba al lado, no se atrevieron a arrimarse. Advertà que la carne del pequeño exhalaba un olor muy fuerte, como entre hedor de comadreja y zorro, pero mucho más desagradable.
   Por lo que pude ver, los yahoos son los más indómitos de los animales; su capacidad no pasa nunca de la precisa para arrastrar o cargar pesos. Opino, sin embargo, que este defecto nace principalmente de su condición perversa y reacia, pues son astutos, malvados, traicioneros y vengativos. Son fuertes y duros, pero de ánimo cobarde, y, por consecuencia, insolentes, abyectos y crueles. Se ha observado que los de pelo rojo son más perversos que los demás y les exceden con mucho en actividad y en fuerzas.
   Los houyhnhnms tienen los yahoos de que se están sirviendo en cabañas no distantes de la casa; pero a los demás los envÃan a ciertos campos, donde desentierran raÃces, comen diversas clases de hierbas y buscan carroña, o algunas veces cazan comadrejas y luhimuhs -una especie de rata silvestre-, que devoran con ansia. La Naturaleza les ha enseñado a cavar agujeros con las uñas en los lados de las elevaciones del terreno y allà se acuestan. Las cuevas de las hembras son más grandes, capaces para alojar dos o tres crÃas.
   Desde la infancia nadan como ranas y resisten mucho rato bajo el agua, de donde con frecuencia salen con algún pescado, que las hembras llevan a sus pequeños.
   Como vivà tres años en aquel paÃs, supongo que el lector esperará que, a ejemplo de los demás viajeros, le dé alguna noticia de las maneras y costumbres de los habitantes, los cuales era natural que constituyesen el principal objeto de mi estudio.
   Como estos nobles houyhnhnms están dotados por la Naturaleza con una disposición general para todas las virtudes, no tienen idea ni concepción de lo que es el mal en los seres racionales; asÃ, su principal máxima es cultivar la razón y dejarse gobernar enteramente por ella. Pero tampoco la razón constituye para ellos una cuestión problemática, como entre nosotros, que permite argüir acertadamente en pro y en contra de un asunto, sino que los fuerza a inmediato convencimiento, como necesariamente ha de suceder siempre que no se encuentre mezclada con la pasión y el interés u obscurecida o descolorida por ellos. Recuerdo que tropecé con gran dificultad para hacer que mi amo comprendiese el sentido de la palabra «opinión», y cómo un punto podÃa ser disputable; pues decÃa él que la razón nos lleva exclusivamente a afirmar o negar cuando estamos ciertos, y más allá de nuestro conocimiento no podemos hacer lo uno ni lo otro. De este modo, las controversias, las pendencias, las disputas y la terquedad sobre preposiciones falsas o dudosas son males desconocidos para los houyhnhnms. Igualmente, cuando le explicaba yo nuestros varios sistemas de filosofÃa natural, solÃa burlarse de que una criatura que se atribuÃa uso de razón se valuase a sà misma por el conocimiento de las suposiciones de otros pueblos a propósito de cosas en las cuales este conocimiento, caso de existir, no servirÃa para nada; por donde resultaba enteramente conforme con los juicios de Sócrates, según Platón lo refiere; comparación que hago como el más alto honor que puedo rendir a aquel prÃncipe de los filósofos; a menudo he reflexionado en la destrucción que semejante doctrina causarÃa en las bibliotecas de Europa, y cuántas de las sendas que conducen a la fama quedarÃan entonces cortadas en el mundo erudito.
   La amistad y la benevolencia son las dos principales virtudes de los houyhnhnms, y no limitada a sujetos particulares, sino generales para la raza entera. Un extraño, procedente del lugar más remoto, recibe igual trato que el más próximo vecino, y donde quiera que va considera que está en su casa. Cuidan la cortesÃa y la afabilidad hasta el más alto grado, pero ignoran por completo la ceremonia. No tienen debilidades ni absurdas ternuras con sus crÃas y potros, pues sus cuidados al educarlos proceden enteramente de los dictados de la razón, y yo he visto a mi amo tratar con el mismo cariño a la crÃa de un vecino que a la suya propia. Proceden asà porque la Naturaleza los enseña a amar a toda la especie, y solamente es la razón la que distingue a las personas cuando ostentan un grado superior de virtud.
   Al casarse tienen cuidado grandÃsimo en elegir colores que no produzcan una mezcla desagradable en la progenie. En el macho se estima principalmente la fuerza, y en la hembra la hermosura. Y no por exigencia del amor, sino para impedir que la raza degenere; pues cuando sucede que una hembra sobresale por su fuerza, se escoge un consorte con vistas a la belleza. El galanteo, el amor, los regalos, las viudedades, las dotes, no tienen lugar en su pensamiento ni términos para expresarlos en su idioma. La joven pareja se encuentra y se une, sencillamente, porque asà lo quieren sus padres y sus amigos; asà lo ven hacer todos los dÃas, y lo miran como uno de los actos necesarios en un ser racional. Pero jamás se ha tenido noticia de violación de matrimonio ni de otra ninguna falta contra la castidad. La pareja casada pasa la vida en la misma mutua amistad y benevolencia que cada uno de ellos demuestra a todos los de la misma especie que encuentra en su camino: sin celos, locas pasiones, riñas ni disgustos.
   Su método para educar a los jóvenes de ambos sexos es admirable y merece muy de veras que lo imitemos. No se les permite comer un grano de avena, excepto en determinados dÃas, hasta que tienen dieciocho años; ni leche sino muy rara vez; y en verano pacen dos horas por la mañana y otras dos por la tarde, regla que sus padres observan también. Pero a los criados no se les permite por más de la mitad de este tiempo, y una gran parte de su hierba se lleva a casa, donde la comen a las horas más convenientes, cuando más descansados están de trabajo.
   La templanza, la diligencia, el ejercicio y la limpieza son las lecciones que se prescriben por igual a los jóvenes de ambos sexos, y mi amo pensaba que era monstruoso que nosotros diésemos a las hembras educación diferente que a los machos, excepto en algunos puntos de organización doméstica. Razonaba él muy atinadamente que por este medio una mitad de nuestra especie no servÃa sino para echar hijos al mundo, y que entregar el cuidado de nuestros pequeños a esos inútiles animales era un ejemplo más de brutalidad.
   Los houyhnhnms adiestran a su juventud en la fuerza, la velocidad y la resistencia, haciéndola subir y bajar empinadas colinas, en pugna unos individuos con otros, y corren de igual modo sobre duros pedregales; y cuando están sudando mandan a los jóvenes tirarse de cabeza a un pantano o un rÃo. Cuatro veces al año la juventud de cada distrito se reúne para mostrar cada cual sus progresos en la carrera, el salto y otros ejercicios de fuerza y agilidad, y el vencedor es recompensado con un canto en su alabanza. En esta fiesta los criados llevan al campo una manada de yahoos cargados de heno, avena y leche, para que los houyhnhnms tomen un refrigerio; después de lo cual se saca inmediatamente del recinto a aquellas bestias por temor de que causen algún daño a la compañÃa.
   Cada cuatro años, en el equinoccio de primavera, hay un consejo representativo de toda la nación, que celebra sus reuniones en una llanura situada a unas veinte millas de nuestra residencia, y dura cinco o seis dÃas. Se averigua el estado y condición de los varios distritos, si tienen en abundancia o les faltan heno, avena, vacas o yahoos. Y dondequiera que se encuentra una necesidad -lo que muy rara vez acontece-, se remedia inmediatamente por unánime acuerdo y contribución. Allà se concierta la regulación de los hijos; por ejemplo: si un houyhnhnm tiene dos machos, cambia uno de ellos con otro que tiene dos hembras. Y cuando por una casualidad ha muerto alguna crÃa y no hay esperanza de que la madre quede embarazada, se acuerda qué familia del distrito deberá dar nacimiento a otra para reparar la pérdida.
CapÃtulo IX
Gran debate en la asamblea general de los houyhnhnms y cómo se decidió. -La cultura de los houyhnhnms. -Sus edificios. -Cómo hacen sus entierros. -Lo defectuoso de su idioma.
   Una de estas grandes asambleas se celebró estando yo allÃ, unos tres meses antes de mi partida, y a ella fue mi amo como representante de nuestro distrito. En este consejo se resumió el antiguo y, sin duda, el único debate que jamás se suscitó en aquel paÃs; y de él me dio mi amo cuenta detallada a su regreso.
   La cuestión debatida era si debÃa exterminarse a los yahoos de la superficie de la tierra. Uno de los partidarios de que se resolviera afirmativamente ofreció varios argumentos de gran peso y solidez. Alegaba que los yahoos no sólo eran los más sucios, dañinos y feos animales que la Naturaleza habÃa producido nunca, sino también los más indóciles, malvados y perversos; mamaban, a escondidas, de las vacas de los houyhnhnms, mataban y devoraban sus gatos, pisoteaban la avena y la hierba si no se los vigilaba continuamente y causaban mil perjuicios más. Se hizo eco de una tradición popular, según la cual no siempre habÃa habido yahoos en el paÃs, sino que en tiempos muy lejanos aparecieron dos de estos animales juntos en una montaña, no se sabÃa si producidos por la acción del calor solar sobre el cieno y el lodo corrompido, o por el légamo o la espuma del mar. Estos yahoos procrearon, y en poco tiempo creció tanto la casta, que inundaron e infestaron toda la nación. Los houyhnhnms, para librarse de esta plaga, dieron una batida general y lograron encerrar a toda la manada; y después de destruir a los viejos, cada houyhnhnm encerró dos de los jóvenes en una covacha y los domesticó hasta donde era posible hacerlo con un animal tan selvático por naturaleza. Añadió que debÃa de haber gran parte de verdad en esta tradición y que aquellos seres no podÃan ser ylhniamsly -o sea aborÃgenes de la tierra-, como lo indicaba muy bien el odio violentÃsimo que los houyhnhnms, asà como todos los demás animales, sentÃan por ellos; odio que, aun cuando merecido, por su mala condición, no habrÃa llegado nunca a tal extremo si hubieran sido aborÃgenes o, al menos, llevasen mucho tiempo de arraigo en el paÃs. Los habitantes, con la ocurrencia de servirse de los yahoos, habÃan descuidado imprudentemente el cultivo de la raza del asno, que era un bonito animal, fácil de tener, más manso y tranquilo, sin olor repugnante y suficientemente fuerte para el trabajo, aunque cediese al otro en la agilidad del cuerpo; y si su rebuzno no era un sonido agradable, era, con todo, muy preferible a los horribles aullidos de los yahoos.
   Otros varios mostraron su conformidad con estas apreciaciones, y entonces mi amo propuso a la asamblea un expediente cuya idea inicial habÃa encontrado, indudablemente, en su trato conmigo. Aprobó la tradición citada por el honorable miembro que habÃa hablado y afirmó que los dos yahoos que se tenÃan por los dos primeros aparecidos en el paÃs habÃan llegado a él por la superficie del mar, y, una vez en tierra, y abandonados por sus compañeros, se habÃan retirado a las montañas, y gradualmente, en el curso del tiempo, habÃan degenerado, hasta hacerse mucho más salvajes que los de su misma especie habitantes en el paÃs de donde aquellos dos primitivos procedÃan. Daba como razón de este aserto que a la sazón él tenÃa en su poder cierto yahoo maravilloso -se referÃa a mÃ-, del que la mayor parte habÃa oÃdo hablar y que muchos habÃan visto. Les refirió luego cómo me habÃan encontrado; que mi cuerpo estaba cubierto totalmente con una hechura artificial de las pieles y el pelo de otros animales; cómo yo hablaba un idioma propio y habÃa aprendido por completo el suyo; los relatos que yo le habÃa hecho de los acontecimientos que me habÃan llevado hasta allÃ, y que cuando me vio sin cubierta apreció que era un yahoo exactamente en todos los detalles, aunque de color blanco, menos peludo y con garras más cortas. Añadió cómo yo habÃa trabajado por persuadirle de que en mi paÃs y en otros los yahoos procedÃan como el animal racional director y tenÃan a los houyhnhnms sometidos a servidumbre, y que descubrÃa en mà todas las cualidades de un yahoo, sólo que un poco más civilizado por algún rudimento de razón. Sin embargo, era yo, según dijo, tan inferior a la raza houyhnhnm como lo eran a mi los yahoos de su tierra.
   Esto fue todo lo que mi amo creyó conveniente decirme por entonces de lo ocurrido en el gran consejo. Pero le cumplió ocultar un punto que se referÃa personalmente a mÃ, del cual habÃa de tocar pronto los desdichados efectos, como el lector encontrará en el lugar correspondiente, y del que hago derivar todas las posteriores desdichas de mi vida.
   Los houyhnhnms no tienen literatura, y toda su instrucción es, por lo tanto, puramente tradicional. Pero como se dan pocos acontecimientos de importancia en un pueblo tan bien unido, naturalmente dispuesto a la virtud, gobernado enteramente por la razón y apartado de todo comercio con las demás naciones, se conserva fácilmente la parte histórica sin cargar las memorias demasiado. Ya he consignado que no están sujetos a enfermedad ninguna, y no necesitan médicos, por consiguiente. No obstante, tienen excelentes medicamentos, compuestos de hierbas, para curar casuales contusiones y cortaduras en las cuartillas o las ranillas, producidas por piedras afiladas, asà como otros daños y golpes en las varias partes del cuerpo.
   Calculan el año por las revoluciones del sol y de la luna, pero no lo subdividen en semanas. Conocen bien los movimientos de esos dos luminares y comprenden la teorÃa de los eclipses. Esto es lo más a que alcanza su progreso en astronomÃa.
   En poesÃa hay que reconocer que aventajan a todos los demás mortales; son ciertamente inimitables la justeza de sus sÃmiles y la minuciosidad y exactitud de sus descripciones. Abundan sus versos en estas dos figuras, y por regla general consisten en algunas exaltadas nociones de amistad y benevolencia, o en alabanzas a los victoriosos en carreras y otros ejercicios corporales. Sus edificios, aunque muy rudos y sencillos, no son incómodos, sino, por lo contrario, bien imaginados para protegerse contra las injurias del frÃo y del calor. Hay allà una clase de árbol que a los cuarenta años se suelta por la raÃz y cae a la primera tempestad; son muy derechos, y aguzados como estacas con una piedra de filo -porque los houyhnhnms desconocen el uso del hierro-, los clavan verticales en la tierra, con separación de unas diez pulgadas, y luego los entretejen con paja de avena o a veces con zarzo. El techo se hace del mismo modo, e igualmente las puertas.
   Los houyhnhnms usan el hueco de sus patas delanteras, entre la cuartilla y el casco, como las manos nosotros, y con mucho mayor destreza de lo que en un principio pude suponer. He visto a una yegua blanca de la familia enhebrar con esta articulación una aguja, que yo le presté de propósito. Ordeñan las vacas, siegan la avena y hacen del mismo modo todos los trabajos en que nosotros empleamos las manos. Tienen una especie de pedernales duros, de los cuales, por el procedimiento de la frotación con otras piedras, fabrican instrumentos que hacen el oficio de cuñas, hachas y martillos. Con aperos hechos de estos pedernales cortan asimismo el heno y siegan la avena, que crecen en aquellos campos naturalmente. Los yahoos llevan los haces en carros a la casa y los criados los pisan dentro de unas ciertas chozas cubiertas, para separar el grano, que se guarda en almacenes. Hacen una especie de toscas vasijas de barro y de madera, y las primeras las cuecen al sol.
   Si aciertan a evitar los accidentes, mueren sólo de viejos, y son enterrados en los sitios más apartados y obscuros que pueden encontrarse. Los amigos y parientes no manifiestan alegrÃa ni dolor por el fallecimiento, ni el individuo agonizante deja ver en el punto de dejar el mundo la más pequeña inquietud; no más que si estuviese para regresar a su casa después de visitar a uno de sus vecinos. Recuerdo que una vez, estando citado mi amo en su propia casa con un amigo y su familia para tratar cierto asunto de importancia, llegaron el dÃa señalado la señora y sus dos hijos con gran retraso. Presentó ella dos excusas: una, por la ausencia de su marido, a quien, según dijo, le habÃa acontecido lhnuwnh aquella misma mañana. La palabra es enérgicamente expresiva en su idioma, pero difÃcilmente traducible al inglés; viene a significar retirarse a su primera madre. La excusa por no haber ido más temprano fue que su esposo habÃa muerto avanzada la mañana, y ella habÃa tenido que pasar un buen rato consultando con los criados acerca del sitio conveniente para depositar el cuerpo. Y pude observar que se condujo ella en nuestra casa tan alegremente como los demás. Murió unos tres meses después.
   Por regla general, viven setenta o setenta y cinco anos; rara vez, ochenta. Algunas semanas antes de la muerte experimentan un gradual decaimiento, pero sin dolor. Durante este plazo los visitan mucho sus amigos, pues no pueden salir con la acostumbrada facilidad y satisfacción. Sin embargo, unos diez dÃas antes de morir, cálculo en que muy raras veces se equivocan, devuelven las visitas que les han hecho los vecinos más próximos, haciéndose transportar en un adecuado carretón, tirado por yahoos, vehÃculo que usan no sólo en esta ocasión, sino también en largos viajes, cuando son viejos y cuando quedan lisiados a consecuencia de un accidente. Y cuando el houyhnhnm que va a morir devuelve esas visitas, se despide solemnemente de sus amigos como si fuese a marchar a algún punto remoto del paÃs donde hubiera decidido pasar el resto de su vida.
   No sé si merece la pena de consignar que los houyhnhnms no tienen en su idioma palabra ninguna para expresar nada que represente el mal, con excepción de las que derivan de las fealdades y malas condiciones de los yahoos. AsÃ, denotan la insensatez de un criado, la omisión de un pequeño, la piedra que les ha herido la pata, una racha de tiempo enredado o impropio de la época, añadiendo a la palabra el epÃteto de yahoo.
   Por ejemplo: Hhnm yahoo, Whnaholm yahoo, Ynlhmndwihlma yahoo, y una cosa mal discurrida, Ynholmhnmtohlmnw yahoo.
   Con mucho gusto me extenderÃa más hablando de las costumbres y las virtudes de este pueblo excelente; pero como intento publicar dentro de poco un volumen dedicado exclusivamente a esta materia, a él remito al lector. Y en tanto, procederé a referir mi lastimosa catástrofe.
CapÃtulo X
La economÃa y la vida feliz del autor entre los houyhnhnms. -Sus grandes progresos en virtud, gracias a las conversaciones con ellos. -El autor recibe de su amo la noticia de que debe abandonar el paÃs. -La pena le produce un desmayo, pero se somete. -Discurre y construye una canoa con ayuda de un compañero de servidumbre y se lanza al mar a la ventura.
   HabÃa yo ordenado mi pequeña economÃa a mi entera satisfacción. Mi amo habÃa mandado que se me hiciera un aposento al uso del paÃs a unas seis yardas de la casa. Yo revestà las paredes y el suelo con arcilla y los cubrà con una esterilla de junco de mi propia invención. Con cáñamo, que allà se crÃa silvestre, hice algo como un terliz; lo llené con plumas de varios pájaros, que habÃa cazado con lazos hechos de cabellos de yahoo y que resultaban comida excelente. Hice dos sillas con mi cuchillo, ayudado en la parte más áspera y trabajosa por el potro alazán. Cuando mis ropas se vieron reducidas a jirones, me hice otras con pieles de conejo y de un lindo animal del mismo tamaño llamado nnuhnoh, que tiene la piel cubierta de una especie de fino plumón. Con estas últimas me hice también unas medias bastante buenas. Eché piso a mis zapatos con madera cortada de un árbol uniéndola al cuero de la parte superior, y cuando se rompió el cuero lo substituà con pieles de yahoo, secas al sol. Frecuentemente encontraba en los huecos de los árboles miel, que mezclaba con agua o comÃa con el pan. Nadie habÃa podido confirmar mejor la verdad de aquellas dos máximas que enseñan que la Naturaleza se satisface con muy poco y que la necesidad es madre de la invención. Gozaba perfecta salud del cuerpo y tranquilidad de espÃritu; no experimentaba la traición o la inconstancia de amigo ninguno, ni los agravios de un enemigo disimulado o descubierto. No tenÃa ocasión de sobornar ni adular para conseguir el favor de personaje ninguno ni de su valido. No necesitaba defensa contra el fraude ni la opresión; no habÃa allà médico que destruyese mi cuerpo, ni abogado que arruinase mi fortuna, ni espÃa que acechase mis palabras y mis actos o forjara cargos contra mà por un salario; no habÃa allà escarnecedores, censuradores, murmuradores, rateros, salteadores, escaladores, procuradores, bufones, tahures, polÃticos, ingenieros, melancólicos, habladores importunos, discutidores, asesinos, ladrones, ni virtuosi, ni adalides, ni secuaces de partido, ni facciones, ni incitadores al vicio con la seducción o con el ejemplo, ni calabozos, hachas, horcas, columnas de azotar ni picotas, ni tenderos, tramposos, ni maquinaria, ni orgullo, ni vanidad, ni afectación, ni petimetres, espadachines, borrachos, ni rameras trotacalles, ni mal gálico, ni esposas caras y despepitadas, ni estúpidos pedantes orgullosos, ni compañeros importunos, cansados, quimeristas, turbulentos, alborotadores, ignorantes, vanagloriosos, juradores, ni pÃcaros elevados del polvo en pago de sus vicios, ni nobleza arrojada a él en pago de sus virtudes, ni lores, violinistas, jueces, ni maestros de baile.
   Disfruté la merced de ser recibido por varios houyhnhnms que acudÃan a visitar a mi amo o a comer con él, y su señorÃa me permitÃa graciosamente estar en la habitación y escuchar las conversaciones. Tanto él como sus amigos descendÃan a hacerme preguntas y oÃr mis respuestas. Y algunas veces también tuve el honor de acompañar a mi amo en las visitas que hacÃa a los otros. Yo no me permitÃa hablar nunca si no era para responder a una pregunta, y aun entonces lo hacÃa con interior descontento, porque suponÃa para mà una pérdida de tiempo en mi adelanto, pues me complacÃa infinitamente asistiendo como humilde oyente a estas conversaciones, en que no se decÃa nada que no fuese útil en el menor número posible de muy expresivas palabras; en que -como ya he dicho- se guardaba la más extremada cortesÃa, sin el menor grado de ceremonia; en que nadie hablaba sin propio gusto ni sin dárselo a sus compañeros; en que no habÃa interrupciones, cansancio, pasión, ni criterios diferentes. Tienen allà la idea de que, cuando se reúne gente, una corta pausa es de mucho provecho a la conversación, y yo descubrà ser cierto, pues durante estas pequeñas intermisiones nacÃan en sus cerebros nuevas ideas que animaban mucho el discurso. Los asuntos de sus pláticas son ordinariamente la amistad y la benevolencia o el orden y la economÃa; a veces, las operaciones visibles de la Naturaleza, o las antiguas tradiciones, los linderos y lÃmites de la virtud, las reglas infalibles de la razón o los acuerdos que deban tomarse en la próxima gran asamblea; y muy a menudo, las diversas excelencias de la poesÃa. Puedo añadir, sin vanidad, que mi presencia les proporcionaba frecuentemente asunto para sus conversaciones, pues daba ocasión a que mi amo hiciese conocer a sus amigos mi historia y la de mi paÃs, sobre las cuales se complacÃan en discurrir de modo no muy favorable para la especie humana; y por esta razón no he de repetir lo que decÃan. Sólo me permitiré consignar que su señorÃa, con gran admiración por mi parte, parecÃa comprender la naturaleza de los yahoos mucho mejor que yo mismo. Pasaba revista a todos nuestros vicios y extravagancias, y descubrÃa muchos que yo no le habÃa mencionado nunca sólo con suponer qué cualidades serÃa capaz de desarrollar un yahoo de su paÃs con una pequeña dosis de razón, y deducÃa, con grandes probabilidades de acierto, cuán vil y miserable criatura tendrÃa que ser.
   Confieso francamente que todo el escaso saber de algún valor que poseo lo adquirà en las lecciones que me dio mi amo y oyendo sus discursos y los de sus amigos, de haber escuchado los cuales estoy más orgulloso que estarÃa de dictarlos a la más sabia asamblea de Europa. Admirábanme la fuerza, la hermosura y la velocidad de los habitantes, y tal constelación de virtudes en seres tan amables producÃa en mà la más alta veneración. Indudablemente, al principio no sentÃa yo el natural temeroso respeto que tienen por ellos los yahoos y los demás animales; pero fue ganándome poco a poco, mucho más de prisa de lo que imaginaba, mezclado con respetuoso amor y gratitud por su condescendencia en distinguirme del resto de mi especie.
   Cuando pensaba en mi familia, mis amigos y mis compatriotas, o en la especie humana en general, los consideraba tales como realmente eran: yahoos, por su forma y condición; quiza un poco más civilizados y dotados con el uso de la palabra, pero incapaces de emplear su razón más que para agrandar y multiplicar aquellos vicios de que sus hermanos en aquel paÃs sólo tenÃan la parte que la Naturaleza les habÃa asignado. Cuando me acontecÃa ver la imagen de mi cuerpo en un lago o una fuente, apartaba la cara con horror y aborrecimiento de mà mismo, y mejor sufrÃa la vista de un yahoo común que la de mi misma persona. Conversando con los houyhnhnms y mirándolos con deleite, llegué a imitar su porte y sus movimientos, lo que actualmente es en mà una costumbre; y mis amigos me dicen frecuentemente, con descortés intención, que troto como un caballo, lo que yo tomo, sin embargo, como un delicadÃsimo cumplido, Y tampoco negaré que cuando hablo suelo dar en la voz y la manera de los houyhnhnms, y verme con este motivo ridiculizado, sin la menor mortificación por mi parte.
   En medio de mi felicidad, y cuando ya me consideraba absolutamente establecido para toda mi vida, mi amo envió a buscarme una mañana algo más temprano de lo que tenÃa por costumbre. Le noté en la cara que estaba algo indeciso y sin saber cómo empezar lo que tenÃa que hablarme. Después de un breve silencio dÃjome que no sabÃa cómo tomarÃa lo que iba a notificarme, y era que en la última asamblea general, al discutirse la cuestión de los yahoos, los representantes habÃan tomado a ofensa que él tuviese un yahoo -por mÃ- en su familia más como un houyhnhnm que como una bestia; que se sabÃa que él conversaba frecuentemente conmigo, como si recibiera con mi compañÃa alguna ventaja o satisfacción, y que tal práctica no era conforme con la razón ni la naturaleza, ni cosa que se hubiese oÃdo hasta entonces en el paÃs. En consecuencia, la asamblea le habÃa exhortado para que me emplease como el resto de mi especie o me mandase volverme a nado al lugar de donde hubiese ido. El primero de estos expedientes fue rechazado abiertamente por todos los houyhnhnms que me habÃan visto alguna vez en su casa o en la de ellos, pues alegaban que, teniendo yo algunos rudimentos de razón junto con la perversidad de aquellos animales, era de temer que yo pudiese seducirlos para que se internasen en los bosques y se huyeran a las montañas del paÃs y acudiesen de noche a destruir el ganado de los houyhnhnms, siendo, como eran por naturaleza, rapaces y contrarios al trabajo.
   Agregó mi amo que diariamente le estrechaban los houyhnhnms del vecindario para que ejecutase el mandato de la asamblea, lo que no podrÃa diferir por mucho más tiempo. Sospechaba que me serÃa imposible nadar hasta otro paÃs, y, de consiguiente, querÃa que yo discurriera una especie de vehÃculo semejante a los que yo le habÃa pintado, para que me condujese sobre el mar, trabajo para el cual podÃa contar con la ayuda de sus criados y los de sus vecinos. Terminó diciéndome que por su parte hubiera tenido gusto en conservarme a su servicio durante toda mi vida, porque habÃa podido apreciar que me habÃa curado de algunas malas costumbres y disposiciones, en mi afán de imitar a los houyhnhnms en cuanto le era posible a mi inferior naturaleza.
   Debo informar al lector de que en aquel paÃs un decreto de la asamblea general se designa con la palabra hnhloayn, que puede traducirse aproximadamente por exhortación, pues no se concibe que una criatura racional pueda ser obligada, sino sólo aconsejada o exhortada, porque nadie puede desobedecer la razón sin renunciar al derecho de ser considerado una criatura racional.
   Este discurso me arrojó en la pena y la desesperación más extremadas; y no pudiendo soportar las angustias que me oprimÃan, caà desvanecido a los pies de mi amo. Cuando volvà en mà dÃjome que creÃa que me habÃa muerto, pues aquel pueblo no está sujeto a estas imbecilidades de naturaleza. Contesté con voz apagada que la muerte hubiera sido una felicidad demasiado grande; que, aunque no condenaba la exhortación de la asamblea ni las urgencias de sus amigos, pensaba yo, en mi débil y depravado entendimiento, que hubiera podido compadecerse con la razón un rigor menos extremado. Que yo no era capaz de nadar una legua, y que, probablemente, la tierra más próxima a la suya distarÃa arriba de un centenar; que faltaban por completo en aquel paÃs muchos de los materiales precisos para hacer una pequeña embarcación en que marchar, lo que intentarÃa, sin embargo, por obediencia y gratitud a su señorÃa, aunque juzgaba la cosa imposible, y, de consiguiente, me consideraba ya como destinado a la perdición. Añadà que la segura perspectiva de una muerte cruel era el menor de mis males; pues suponiendo que escapase con vida por alguna extraña aventura, ¿cómo podÃa pensar con tranquilidad en acabar mis dÃas entre yahoos y caer nuevamente en mis antiguas corrupciones por falta de ejemplos que me condujesen y guiasen por la senda de la virtud? Pero sabÃa yo demasiado bien que las sólidas razones en que se fundaba toda decisión de los sabios houyhnhnms no podÃan ser debilitadas por los argumentos de un miserable yahoo como yo; y, por lo tanto, después de darle las gracias más rendidas por el ofrecimiento de sus criados para ayudarme a hacer la embarcación, y rogarle un plazo razonable para trabajo tan difÃcil, le dije que procurarÃa salvar un ser miserable como yo era, con la esperanza de si alguna vez volvÃa a Inglaterra ser útil a mi especie cantando las alabanzas de los gloriosos houyhnhnms y ofreciendo sus virtudes a la imitación de la Humanidad.
   Mi amo me dio en pocas palabras una amable respuesta; me otorgó un plazo de dos meses para terminar el bote, y ordenó al potro alazán, mi compañero de servidumbre -a esta distancia puedo atreverme a llamarle asÃ-, que siguiese mis instrucciones, pues dije a mi amo que su ayuda serÃa suficiente y, además, sabÃa que me tenÃa cariño.
   Mi primer paso fue ir en su compañÃa a la parte de la costa donde mi tripulación rebelde me habÃa obligado a desembarcar. Me subà a una altura y, mirando hacia el mar en todas direcciones, me pareció ver una pequeña isla al Nordeste; saqué mi anteojo y pude claramente distinguirla a distancia como de cinco leguas, según mi cálculo. Pero al potro alazán le parecÃa sólo una nube azul; pues, como no tenÃa idea de que hubiese paÃs ninguno fuera del suyo, no estaba tan diestro en distinguir objetos remotos en el mar como yo, tan familiarizado con este elemento.
   Una vez descubierta la isla, no pensé más, sino que resolvà que ella fuese, de ser posible, el primer punto de mi destierro, abandonándome luego a la fortuna.
   Volvà a casa, y, previa consulta con el potro alazán, fuimos a un monte bajo situado a alguna distancia, donde yo, con mi cuchillo, y él, con su pedernal afilado, sujeto con gran arte, según el uso del paÃs, a un mango de madera, cortamos numerosas varas de roble, del grueso aproximado de un bastón, y algunas ramas mayores. Pero no he de molestar al lector con la descripción detallada de mi obra. Bástele saber que en seis semanas, con la ayuda del potro alazán, que construyó las partes que requerÃan más trabajo, terminé una especie de canoa india, aunque mucho mayor, cubierta con pieles de yahoo, bien cosidas unas o otras con hilos de cáñamo que yo mismo hice. Me fabriqué la vela también con pieles del mismo animal, empleando las de ejemplares muy jóvenes en cuanto me fue posible, porque las de los viejos eran demasiado inflexibles y gruesas. Asimismo me proveà de cuatro remos. Hice acopio de carnes cocidas, de conejo y de ave, y me preparé dos vasijas, una llena de leche y otra de agua.
   Probé mi canoa en un gran pantano, próximo a la casa de mi amo, y corregà los defectos que le encontré; tapé las rajas con sebo de yahoo, hasta que la dejé firme y en condiciones de resistirnos a mà y a mi carga. Y cuando estuvo tan acabada como era en mi mano hacerlo, la transportaron muy cuidadosamente a la orilla del mar en un carro tirado por yahoos, bajo la dirección del potro alazán y otro criado.
   Todo listo, y llegado el dÃa de mi partida, me despedà de mi amo y su señora y demás familia, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón destrozado por la pena. Pero su señorÃa, llevado de la curiosidad, y quizá -si puedo decirlo sin que se me tenga por vanidoso- por cortesÃa, quiso asistir a mi marcha en la canoa, e invitó a algunos vecinos a que le acompañasen. Tuve que esperar más de una hora a que subiese la marea, y luego, encontrando que el viento soplaba muy prósperamente hacia la isla a que pensaba dirigir el rumbo, me despedà por segunda vez de mi amo; por cierto que cuando iba a arrodillarme a besar su casco me hizo el honor de levantarlo suavemente hasta mi boca. No ignoro cuánto se me ha censurado al referir este último detalle, pues a mis detractores les cumple suponer improbable que persona tan ilustre descendiese a dar tan gran señal de deferencia a una criatura tan inferior como yo. Tampoco he olvidado la inclinación de algunos viajeros a alabarse de haber recibido extraordinarios favores. Pero si estos censores mÃos conociesen mejor la condición noble y cortés de los houyhnhnms cambiarÃan bien pronto de opinión.
   Hice entonces presentes mis respetos a los demás houyhnhnms que acompañaban a su señorÃa, y entrándome en la canoa dejé la playa.
CapÃtulo XI
Peligroso viaje del autor. -Llega a Nueva Holanda con la esperanza de establecerse allÃ. -Un indÃgena le hiere con una flecha. -Es apresado y conducido por fuerza a un barco portugués. -La gran cortesÃa del capitán. -El autor llega a Inglaterra.
   Comencé esta desesperada travesÃa el 15 de febrero de 1714, a las nueve de la mañana. Aunque el viento era muy favorable, al principio empleé los remos solamente; pero considerando que me cansarÃa pronto y que era probable que se mudase el viento, me decidà a largar mi pequeña vela, y asÃ, con la ayuda de la marea, anduve a razón de legua y media por hora según mi cálculo. Mi amo y sus amigos siguieron en la playa casi hasta perderme de vista, y yo oÃa con frecuencia al potro alazán, quien siempre sintió gran cariño por mÃ, que gritaba «Xnuy illa nyha majah yahoo» (¡Ten cuidado, buen yahoo!)
   Mi designio era descubrir, si me fuera posible, alguna pequeña isla inhabitada, pero suficiente para proporcionarme con mi trabajo lo necesario para la vida. Esto lo habrÃa tenido por mayor felicidad que ser primer ministro en la corte más civilizada de Europa: tan horrible era para mà la idea de volver a la vida de sociedad y bajo el gobierno de yahoos. Al menos, en la sociedad que anhelaba podrÃa gozarme en mis propios pensamientos y reflexionar con delicia sobre las virtudes de aquellos inimitables houyhnhnms, sin ocasión de degenerar hasta los vicios y corrupciones de mi propia especie.
   El lector recordará lo que dejé referido acerca de la conjura de mi tripulación y de mi encierro en mi camarote; cómo seguà en él varias semanas, sin saber qué rumbo llevábamos, y cómo los marinos, cuando me llevaron a la costa en la lancha, me afirmaron con juramentos, no sé si verdaderos o falsos, que no sabÃan en qué parte del mundo nos hallábamos. No obstante, yo juzgué entonces que estarÃamos unos diez grados al sur del cabo de Buena Esperanza, o sea a unos 45 de latitud Sur, por lo que pude adivinar de algunas palabras sueltas que les entreoÃ; al Sudeste, suponÃa yo, en su proyectado viaje a Madagascar. Y aunque esto valÃa poco mas que una simple suposición, me resolvà a tomar rumbo Este, con la esperanza de encontrar la costa sudoeste de Nueva Holanda y tal vez alguna isla como la que deseaba yo, situada a su Oeste. El viento soplaba de lleno por el Oeste, y hacia las seis de la tarde calculé que habrÃa andado lo menos dieciocho leguas al Este; descubrà como a media legua de distancia una isla muy pequeña, que no tardé en alcanzar. Era sólo una roca con una caleta abierta, naturalmente, por la fuerza de las tempestades. En esta caleta metà la canoa, y trepando a la roca, descubrà con toda claridad tierra al Este, que se extendÃa de Sur a Norte. Pasé la noche en la canoa, y continuando mi viaje por la mañana temprano, en siete horas llegué a la parte sudoeste de Nueva Holanda. Esto me confirmó en la opinión, que vengo de antiguo sosteniendo, de que los mapas y cartas sitúan este paÃs por lo menos tres grados más al Este de lo que realmente está; pensamiento que hace muchos años comuniqué a mi digno amigo mÃster Herman Moll, y cuyas razones le expuse, aunque él prefirió seguir a otros autores.
   No vi habitantes en el sitio donde desembarqué, y, como iba desarmado, tuve miedo de internarme en el paÃs. Encontré en la playa algunos mariscos, que comà crudos, pues temÃa que haciendo fuego me descubriesen los indÃgenas. Pasé tres dÃas más alimentándome de ostras y lápades, a fin de ahorrarme vÃveres, y por ventura encontré un arroyo de agua excelente, la que me sirvió de gran alivio.
   El cuarto dÃa me aventuré por la mañana temprano un poco más al interior, y vi veinte o treinta indÃgenas en una loma, no más de quinientas yardas de mÃ. Estaban por completo desnudos, hombres, mujeres y chicos, alrededor de una hoguera, según pude conocer por el humo. Uno de ellos me advirtió y dio cuenta a los demás; avanzaron hacia mà cinco, dejando a las mujeres y los chicos junto al fuego. Corrà a la costa todo lo ligero que pude, y saltando a la canoa emprendà la retirada. Los salvajes, al ver mi huÃda, corrieron tras de mÃ, y sin darme tiempo a entrarme bastante en el mar, me dispararon una flecha que me produjo una profunda herida en la cara interna de la rodilla izquierda, de la que tendré cicatriz mientras viva. Temiendo que la flecha estuviese envenenada, una vez que a fuerza de remos -el dÃa estaba en calma- me puse fuera del alcance de sus dardos, me hice la succión de la herida y me la curé como pude.
   No sabÃa qué partido tomar, pues no me atrevÃa a volver al mismo desembarcadero, sino que me mantenÃa al Norte a fuerza de remo, porque el viento, aunque suave, me era contrario y me arrastraba al Noroeste. Buscaba con la vista un desembarcadero seguro, cuando vi una embarcación al Nornordeste, que se hacÃa más visible por minutos. Dudé si aguardarla o no; pero al fin pudo más mi aversión a la raza yahoo, y, volviendo la canoa, huà a vela y remo hacia el Sur y entré en la misma caleta de donde habÃa partido por la mañana, más dispuesto a aventurarme entre aquellos bárbaros que a vivir entre yahoos europeos. Acerqué la canoa a la playa todo lo que pude y me escondà detrás de una piedra cerca del arroyuelo, que, como he dicho ya, era de agua riquÃsima.
   El barco llegó a menos de media legua de esta ensenada y envió la lancha con vasijas para hacer aguada -pues, a lo que parece, el lugar era muy conocido-; pero yo no lo advertà hasta que casi estaba el bote en la playa y ya era demasiado tarde para buscar otro escondite. Los marinos, al saltar a tierra, vieron mi canoa, y después de registrarla minuciosamente coligieron que el propietario no debÃa de encontrarse lejos de allÃ. Cuatro de ellos, bien armados, buscaron por todas las grietas y rincones, hasta que por fin me encontraron acostado boca abajo detrás de la piedra. Contemplaron por buen espacio con admiración mi traje singular, mi chaqueta hecha de pieles, mis zapatos con piso de madera, mis medias forradas de piel, lo que por lo pronto les sirvió para conocer que yo no era natural de aquella tierra, en que todos van desnudos. Uno de los marinos me dijo en portugués que me levantase y me preguntó quién era. Yo sabÃa este idioma muy bien, y poniéndome en pie respondà que era pobre yahoo desterrado del paÃs de los houyhnhnms, y suplicaba que me permitiesen partir. Se asombraron ellos de oÃrme hablar en su propia lengua, y por el color de mi piel pensaron que debÃa de ser europeo; pero no les era posible comprender lo que yo querÃa decir con mis yahoos y mis houyhnhnms, y al mismo tiempo les provocaba la risa el extraño tono de mi habla, que se parecÃa al relincho de un caballo. Temblaba yo, en tanto, de miedo y de odio, y de nuevo pedà licencia para partir y fui a acercarme poco a poco a la canoa; mas se apoderaron de mà con la pretensión de que les contestase quién era, de dónde venÃa y a muchas preguntas más. Les dije que habÃa nacido en Inglaterra, de donde habÃa salido hacÃa unos cinco años, época en que su paÃs y el nuestro vivÃan en paz. Y esperaba, en consecuencia, que no me tratasen como enemigo, ya que no hacÃa daño ninguno, pues era un pobre yahoo que buscaba un lugar desolado donde pasar el resto de su infortunada vida.
   Cuando empezaron a hablar me pareció no haber oÃdo nunca cosa tan extraña. Se me antojó tan monstruoso como si hubiera roto a hablar en Inglaterra un perro o una vaca, o en Houyhnhnmlandia un yahoo. Los honrados portugueses se asombraban a su vez de mis extrañas vestiduras y del modo raro en que yo pronunciaba las palabras, que, no obstante, entendÃan muy bien. Me hablaban con toda humanidad, y me dijeron que estaban seguros de que su capitán me conducirÃa gratis a Lisboa, desde donde podrÃa regresar a mi paÃs; dos marinos volverÃan al barco, informarÃan al capitán de lo que habÃan visto y recibirÃan órdenes. En tanto, a menos que les hiciese solemne juramento de no escaparme, tendrÃan que sujetarme por la fuerza. Juzgué que lo mejor serÃa allanarme a su proposición. Mostraron gran curiosidad por saber mi historia, pero yo les di satisfacción muy escasa; por donde vinieron a pensar que las desventuras me habÃan vuelto el juicio. Al cabo de dos horas, el bote, que marchó cargado de vasijas de agua, volvió con orden del capitán de llevarme a bordo. Caà de rodillas implorando mi libertad; pero todo en vano; los hombres, después de amarrarme con cuerdas, me llevaron al bote, de éste al barco y luego al cuarto del capitán.
   Llamábase éste Pedro de Méndez. Era hombre muy amable y generoso. Me rogó le dijese quién era y qué querÃa comer o beber; añadió que se me tratarÃa como a él mismo, y tantas cortesÃas más, que me sorprendió recibir tales atenciones de un yahoo. No obstante, yo permanecÃa silencioso y taciturno; solamente el olor que exhalaban él y sus hombres me tenÃa a punto de desvanecerme. Por último, pedà que me llevasen de mi canoa algo que comer; pero el capitán hizo que me sirviesen un pollo y vino excelente, y mandó luego que me llevaran a acostar a un muy aseado camarote. No me desnudé, sino que me eché sobre las ropas de la cama, y a la media hora, cuando calculé que la tripulación estaba comiendo, me escabullÃ, corrà al costado del navÃo e iba a arrojarme al agua, más dispuesto a luchar con las olas que a seguir entre yahoos. Pero un marino me lo impidió, e informado el capitán, me encadenaron en el camarote.
   Después de comer fue a verme don Pedro, y me pidió que le dijese la razón de tan desesperado intento. Me aseguró que su único propósito era prestarme servicio en todo aquello que pudiera, y habló, en suma, tan afectuosamente, que al fin descendà a tratarle como a un animal dotado de una pequeña dosis de razón. Le hice una corta relación de mi viaje, de la conjura de mi gente contra mÃ, del paÃs en que me desembarcaron y de mi estancia allà durante tres años. Él consideró todo aquello un sueño o una alucinación, de lo que yo recibà gran ofensa, pues habÃa olvidado completamente la facultad de mentir, tan peculiar en los yahoos en todos los paÃses en que dominan, y la consiguiente predisposición a poner en duda las verdades de los de su misma especie. Le pregunté si en su paÃs habÃa la costumbre de decir la cosa que no era; le aseguré que casi habÃa olvidado lo que él designaba con la palabra «falsedad», y que asà hubiera vivido mil años en Houyhnhnmlandia no hubiese oÃdo una mentira al criado más ruin; y añadà que me era por completo indiferente que me creyese o no, aunque, por corresponder a sus favores, estaba dispuesto a conceder a su naturaleza corrompida la indulgencia de contestar cualquier objeción que quisiera hacerme, y asÃ, él mismo podrÃa fácilmente descubrir la verdad.
   El capitán, hombre de gran discreción, luego de intentar varias veces cogerme en renuncios sobre alguna parte de mi historia, empezó a concebir mejor opinión de mi veracidad. Pero me pidió, ya que profesaba a la verdad tan inviolable acatamiento, que le diese palabra de honor de acompañarle en el viaje sin atentar contra mi vida, pues de otro modo tendrÃa que considerarme prisionero hasta que llegásemos a Lisboa. Le hice la promesa que me pedÃa, pero al mismo tiempo protesté que, antes de volver a vivir entre los yahoos, preferÃa sufrir las mayores penalidades.
   La travesÃa transcurrió sin ningún incidente digno de referencia. A veces, por gratitud hacia el capitán y a insistente requerimiento suyo, me sentaba con él y me esforzaba en ocultar mi antipatÃa hacia la especie humana, que, sin embargo, estallaba a menudo a pesar mÃo, lo que él toleraba sin decir nada. Pero la mayor parte del dÃa me lo pasaba encerrado en mi camarote para no ver a ninguno de la tripulación. El capitán quiso muchas veces convencerme de que me despojara de mis vestiduras salvajes y me ofreció prestarme el traje mejor que tenÃa, pero no pudo conseguir que lo aceptara, pues aborrecÃa cubrirme con nada que hubiese tenido un yahoo sobre su cuerpo. Solamente le pedà que me prestara dos camisas limpias, que, lavadas después de usadas, creÃa yo que no me ensuciarÃan tanto. Me las cambiaba un dÃa sà y otro no y las lavaba yo mismo.
   Llegamos a Lisboa el 5 de noviembre de 1715. Al desembarcar me obligó el capitán a cubrirme con su capa, para impedir que la gente me rodease. Me llevó a su casa, y a formal requerimiento mÃo me instaló en la habitación trasera más alta. Le rogué encarecidamente que ocultase a todo el mundo lo que yo le habÃa dicho de los houyhnhnms, pues la menor insinuación de tal historia no sólo atraerÃa a verme gentes en gran número, sino que probablemente me pondrÃa en riesgo de ser encarcelado o quemado por la Inquisición. El capitán me persuadió para que aceptase un traje nuevo, pero no quise consentir que el sastre me tomase medida; sin embargo, como don Pedro venÃa a ser de mi cuerpo, me sentó no mal el vestido hecho como para él. Me equipó de otras cosas necesarias, todas nuevas, que aireé veinticuatro horas antes de usarlas.
   El capitán no tenÃa esposa ni más que tres criados, a los cuales no se permitÃa servir la mesa; y su conducta obsequiosÃsima, unida a un clarÃsimo entendimiento humano, me hicieron en verdad ir tolerando su compañÃa. Tanto llegó a influir en mÃ, que me aventuré a mirar por la ventana trasera. Poco a poco me llevó a otra habitación, desde donde me asomé a la calle; pero aparté la cabeza horrorizado. En una semana consiguió que bajase a la puerta. Noté que mi terror disminuÃa gradualmente, mas parecÃan aumentar mi odio y mi desprecio. Al fin tuve el valor de pasear por la calle en su compañÃa, pero tapándome bien las narices con ruda o a veces con tabaco.
   A los diez dÃas, don Pedro, a quien yo habÃa dado cuenta de mis asuntos domésticos, me presentó como caso de honor y de conciencia la obligación de volver a mi paÃs natal y vivir con mi mujer y mis hijos. DÃjome que habÃa en el puerto un barco inglés próximo a darse a la vela y que él me proporcionarÃa todo lo preciso. SerÃa cansado repetir sus argumentos y mis contradicciones. Me hizo observar que era de todo punto imposible encontrar islas solitarias como en la que yo querÃa vivir; en cambio, dueño en mi casa, podÃa pasar en ella mi vida tan retirado como me acomodase.
   Accedà al cabo, como lo mejor que podÃa hacer. Salà de Lisboa el 24 de noviembre en un barco mercante inglés, del que no pregunté quién fuese el patrón. Me acompañó don Pedro hasta el navÃo y me prestó veinte libras. Se despidió de mà cortésmente, y al partir me abrazó, lo que yo conllevé como pude. Durante el último viaje no tuve relación con el capitán ni con ninguno de sus hombres; fingiéndome enfermo, me mantuve encerrado en mi camarote. El 15 de diciembre de 1715 echamos el ancla en las Dunas, sobre las nueve de la mañana, y a las tres de la tarde llegué sano y salvo a mi casa de Rotherhithe.
   Mi mujer y demás familia me recibieron con gran sorpresa y contento, pues tenÃan por cierta mi muerte. Pero debo confesar con toda franqueza que a mà su vista sólo me llenó de odio, disgusto y desprecio, y más cuando pensaba en los estrechos vÃnculos que a ellos me unÃan. Porque aunque después de mi desgraciado destierro del paÃs de los houyhnhnms me habÃa obligado a tolerar la vista de los yahoos y a conversar con don Pedro de Méndez, mi memoria y mi imaginación estaban constantemente ocupadas por las virtudes y las ideas de aquellos gloriosos houyhnhnms; y cuando empecé a considerar que por cópula con un ser de la especie yahoo me habÃa convertido en padre de otros, quedé hundido en la vergüenza, la confusión, y el horror más profundos.
   Tan pronto como entré en mi casa, mi mujer me abrazó y me besó, y como llevaba ya tantos años sin sufrir contacto con este aborrecible animal, me tomó un desmayo por más de una hora. Cuando escribo esto hace cinco años que regresé a Inglaterra. Durante el primero no pude soportar la presencia de mi mujer ni mis hijos; su olor solamente me era insoportable, y mucho menos podÃa sufrir que comiesen en la misma habitación que yo. En la hora presente no osan tocar mi pan ni beber en mi copa, ni he podido permitir que me coja uno de ellos de la mano. El primer dinero que desembolsé fue para comprar dos caballos jóvenes, que tengo en una buena cuadra, y, después de ellos, el mozo es mi favorito preferido, pues noto que el olor que le comunica la cuadra reanima mi espÃritu. Mis caballos me entienden bastante bien; converso con ellos por lo menos cuatro horas al dÃa. Sin conocer freno ni silla, viven en gran amistad conmigo y en intimidad mutua.
CapÃtulo XII
La veracidad del autor. -Su propósito al publicar esta obra. -Su censura a aquellos viajeros que se apartan de la verdad. -El autor se sincera de todo fin siniestro al escribir. -Objeción contestada. -El método de establecer colonias. -Elogio de su paÃs natal. -Se justifica el derecho de la Corona sobre los paÃses descritos por el autor. -La dificultad de conquistarlos. -El autor se despide por última vez de los lectores, expone su modo de vivir para lo futuro, da un buen consejo y termina.
   Ya te he hecho, amable lector, fiel historia de mis viajes durante dieciséis años y más de siete meses, en la que no me he cuidado tanto del adorno como de la verdad. Hubiera podido tal vez asombrarte con extraños cuentos inverosÃmiles; pero he preferido relatar llanamente los hechos, en el modo y estilo más sencillos, porque mi designio principal era instruirte, no deleitarte.
   Es fácil para nosotros los que viajamos por apartados paÃses, rara vez visitados por ingleses y otros europeos, inventar descripciones de animales maravillosos, asà del mar como de la tierra, siendo asà que el principal fin de un viajero ha de ser hacer a los hombres más sabios y mejores y perfeccionar su juicio con los ejemplos malos, y también buenos, de lo que relatan con referencia a extranjeros lugares.
   DesearÃa yo muy de veras una ley que prescribiese que todo viajero, antes de permitÃrsele publicar sus viajes, viniese obligado a prestar juramento ante el gran canciller de que todo lo que pretendÃa imprimir era absolutamente verdadero según su más leal saber y entender, pues asà no seguirÃa engañándose al mundo, como hoy generalmente se hace por ciertos escritores, que, a fin de buscar aceptación para sus obras, extravÃan al incauto lector con las más groseras fábulas. En mis dÃas de juventud he examinado con gran deleite muchos libros de viajes; pero habiendo ido después a las más partes del globo y podido contradecir muchas referencias mentirosas con mi propia observación, he concebido gran disgusto por este género de lectura y alguna indignación de ver cuán descaradamente se abusa de la credulidad humana. AsÃ, pues que mis amistades quisieron suponer que mis menguados esfuerzos no resultarÃan inaceptables para mi paÃs, me obligué, como máxima de que no debÃa apartarme nunca, a sujetarme puntualmente a la verdad, aunque tampoco podrÃa caer por lo más remoto en la tentación de separarme de ella mientras perduren en mi ánimo las lecciones y los ejemplos de mi noble amo y los otros ilustres houyhnhnms, de quienes tanto tiempo habÃa tenido el honor de ser humilde oyente.  Â
Nec el miserum Fortuna Sinonem
Finxit; vanum etiam; inendacemque improba finget.
   Demasiado conozco cuán escasa reputación puede alcanzarse con escritos que no requieren talento ni estudio ni dote alguna que no sea una buena memoria o un exacto diario. También sé que quienes escriben de viajes, como quienes hacen diccionarios, se ven sepultados en el olvido por el peso y la masa de aquellos que vienen detrás y, por más nuevos, más perfectos en la mentira. Y es más que probable que los viajeros que en adelante visiten los paÃses que yo en este trabajo doy a conocer, logren, rectificando mis errores, si alguno hubiera, y agregando muchos nuevos descubrimientos de cosecha propia, restarme toda estima, ocupar mi puesto y hacen que el mundo olvide si yo fuà autor jamás. Esto serÃa, sin duda, cruel mortificación si yo escribiese en busca de fama; pero como mi aspiración sólo fue el bien general, no ha de servirme en ningún modo de desengaño. Pues, ¿quién podrá leer lo que yo refiero de las virtudes de los gloriosos houyhnhnms sin sentir vergüenza de sus vicios cuando se considere el animal dominante y razonador de su paÃs? Nada diré de aquellas remotas naciones en que gobiernan yahoos, entre las cuales es la menos corrompida la de los brobdingnagianos, cuyas sabias máximas de moral y de gobierno serÃan nuestra felicidad si diésemos en observarlas. Pero dejo los comentarios, y al juicioso lector, que por cuenta propia haga observaciones y establezca analogÃas.
   Me produce no pequeña satisfacción pensar que no es posible que esta mi obra encuentre censores; pues ¿qué objeciones pueden hacerse en contra de un escritor que relata únicamente simples hechos acaecidos en paÃses de tal modo distantes que no puede movernos respecto de ellos interés alguno, bien sea de comercio o de negociaciones polÃticas? He evitado cuidadosamente caer en todas aquellas faltas que de ordinario y con demasiada justicia se imputan a los que escriben de viajes. Además, no me ocupo para nada de partido ninguno, sino que escribo sin pasión, prejuicio ni malevolencia contra ningún hombre, cualquiera que sea. Escribo con el nobilÃsimo fin de informar e instruir al género humano, propósito para el que puedo, sin inmodestia, preciarme de cierta superioridad, basada en las enseñanzas recibidas durante el largo tiempo que conversé con los houyhnhnms más eminentes. Escribo sin mira alguna de provecho ni de nombradÃa, sin dar jamás curso a una palabra que pueda parecer repercusión de afectos personales o suponer la menor ofensa, aun para aquellos que más prontos estén a tomarla. AsÃ, que espero tener justo derecho a calificarme de autor completamente irreprensible, contra el cual los ejércitos de la réplica, el examen, la observación, la interpretación, la averiguación y la anotación no encontrarán nunca motivo para ejercitar sus talentos.
   Confieso que se me ha indicado que el deber me obligaba, como súbdito de Inglaterra, a escribir un memorial a un secretario de Estado inmediatamente después de mi regreso, pues cualesquiera tierras que un súbdito descubre pertenecen a la Corona. Pero dudo que nuestras conquistas en los paÃses de que trato fuesen tan fáciles como fueron las de Hernán Cortés sobre americanos desnudos. Creo que los liliputienses apenas valen el gasto de una flota y un ejército para reducirlos, y pregunto yo si serÃa prudente ni seguro atacar a los brobdingnagianos, y si un ejército inglés se encontrarÃa muy tranquilo con la isla volante sobre sus cabezas. Los houyhnhnms no parecen tan bien preparados para la guerra, ciencia a que son extraños por completo, ni mucho menos para librarse de armas arrojadizas; no obstante, si yo fuese ministro de Estado, jamás aconsejarÃa la invasión de aquel territorio. La prudencia, la magnanimidad, el desconocimiento del miedo y el amor al paÃs que reinan entre los habitantes compensarÃan con largueza todos los defectos en el arte militar. ImagÃnense veinte mil de ellos lanzándose en medio de un ejército europeo, desordenando sus filas, volcando sus carros, destrozando la cara a los guerreros con terribles sacudidas de sus patas traseras; sin duda que se harÃan dignos de la reputación de Augusto: Recalcitrat undique tutus. Pero, en vez de proyectos para conquistar aquella nación magnánima, preferirÃa yo que ellos pudieran y quisieran enviar suficiente número de sus habitantes para civilizar a Europa, instruyéndonos en los elementales principios del honor, la justicia, la verdad, la templanza, el espÃritu público, la fortaleza, la castidad, la amistad, la benevolencia y la fidelidad. Virtudes todas éstas cuyos nombres se conservan aún entre nosotros en la mayorÃa de los idiomas, y se encuentran asà en los autores modernos como los antiguos, según puedo aseverar fundado en mis escasas lecturas.
   Pero habÃa otra razón que me detenÃa en el camino de aumentar los dominios de Su Majestad con mis descubrimientos. A decir verdad, habÃa concebido algunos escrúpulos respecto de la justicia distributiva de los prÃncipes en tales ocasiones. Por ejemplo: una banda de piratas es arrastrada por la tempestad no saben adonde; por fin, un grumete descubre tierra desde el mastelero; desembarcan para robar y saquear; encuentran un pueblo sencillo, que los recibe con amabilidad; toman de él formal posesión en nombre de su rey; erigen en señal un tablón podrido o una piedra; asesinan a dos o tres docenas de indÃgenas; se llevan por la fuerza una pareja como muestra; regresan a su patria y alcanzan el perdón. Aquà comienza un nuevo dominio, adquirido con tÃtulo de derecho divino. Se envÃan barcos en la primera oportunidad; se expulsa o se destruye a los naturales; se tortura a sus prÃncipes para obligarlos a declarar dónde tienen su oro; se concede plena autorización para todo acto de inhumanidad y lascivia, y la tierra despide vaho de la sangre de sus moradores. Y esta execrable cuadrilla de carniceros, empleada en esta piadosa expedición, es una colonia moderna, enviada para convertir y civilizar a un pueblo idólatra y bárbaro.
   Pero reconozco que esta descripción en ningún modo se refiere a la nación británica, que puede servir de ejemplo a todo el mundo por su sabidurÃa, cuidado y justicia en establecer colonias; sus liberales consignaciones para el progreso de la religión y la cultura; su elección de pastores devotos y capaces para propagar el cristianismo; su precaución de poblar las provincias con gentes de vida y conservación moderadas, enviadas de la madre patria; su riguroso celo en la administración de justicia, designando para el ministerio civil, en todas y cada parte de sus colonias, funcionarios de la mayor competencia, totalmente inaccesibles a la corrupción, y, por coronarlo todo, su tino para enviar a los más vigilantes y virtuosos gobernadores, que no tienen más aspiración que la felicidad de los pueblos que dirigen y el honor del rey su señor.
   Pero como los pueblos que yo he descrito no parecen tener el menor deseo de ser conquistados y esclavizados, asesinados ni expulsados por colonias ni abundan en oro, plata, azúcar ni tabaco, juzgué humildemente que no eran de ningún modo objeto apropiado para nuestro celo, nuestro valor y nuestro interés. No obstante, si aquellos a quienes más directamente importa encuentran de su gusto sustentar contraria opinión, estoy dispuesto a declarar, cuando se me requiera legalmente, que ningún europeo visitó aquellos paÃses antes que yo. Es decir, si hemos de creer a los naturales. Pero, por lo que hace a la formalidad de tomar posesión en nombre de mi soberano, jamás se me pasó por las mientes; y aunque se me hubiera pasado, visto el giro que mis asuntos llevaban por entonces, quizá lo hubiera diferido, por prudencia e instinto de conservación, para mejor oportunidad.
   Contestada con esto la única objeción que como viajero pudiera ponérseme, me despido por fin en este punto de todos mis amados lectores y me vuelvo a absorberme en mis meditaciones y a mi pequeño jardÃn de Redriff; a poner por obra aquellas sabias lecciones de virtud que aprendà entre los houyhnhnms; a instruir a los yahoos de mi familia hasta donde llegue su condición de animal dócil; a mirar frecuentemente en un espejo mi propia imagen, para ver si asà logro habituarme con el tiempo a soportar la presencia de una criatura humana; a lamentar la brutalidad de los houyhnhnms de mi tierra, aunque siempre tratando con respeto sus personas, en honor de mi noble amo, su familia, sus amigos y toda la raza houyhnhnm, a que éstos que viven entre nosotros tienen el honor de asemejarse en todas sus facciones, por más que sus entendimientos hayan degenerado.
   La semana pasada empecé a permitir a mi mujer que se sentase a comer conmigo, en el extremo más apartado de una larga mesa, y me contestara, aunque con la mayor brevedad, a unas cuantas preguntas que le hice. Sin embargo, como el olor de los yahoos sigue molestándome mucho, tengo siempre la nariz bien taponada con hojas de ruda, espliego o tabaco. Y aun cuando es difÃcil para un hombre perder en época avanzada de la vida añejas costumbres, no dejo de tener esperanzas de poder tolerar en algún tiempo la próxima compañÃa de un yahoo sin el recelo que aún me inspiran sus dientes y sus garras.
   Mi reconciliación con la especie yahoo en general no serÃa tan difÃcil si ellos se contentaran sólo con los vicios y las insensateces que la Naturaleza les ha otorgado. No me causa el más pequeño enojo la vista de un abogado, un ratero, un coronel, un necio, un lord, un tahur, un polÃtico, un médico, un delator, un cohechador, un procurador, un traidor y otros parecidos; todo ello está en el curso natural de las cosas. Pero cuando contemplo una masa informe de fealdades y enfermedades, asà del cuerpo como del espÃritu, forjada a golpes de orgullo, ello excede los lÃmites de mi paciencia, y jamás comprenderé cómo tal animal y tal vicio pueden ajustarse. Los sabios y virtuosos houyhnhnms, que abundan en todas las excelencias que pueden adornar a un ser racional, no tienen en su idioma término para designar este vicio, como no lo tienen para expresar nada que signifique el mal, excepto aquellos con que califican las detestables cualidades de sus yahoos, y entre ellas no pueden distinguir ésta del orgullo por falta de completo conocimiento de la naturaleza humana, según se muestra en otros paÃses en que este animal gobierna. Pero yo, con mi mayor experiencia pude claramente reconocer algunos rudimentos de ella en los yahoos silvestres. Los houyhnhnms, que viven bajo el gobierno de la razón, no se encuentran más orgullosos de las buenas cualidades que poseen que puedo estarlo yo de que no me falte un brazo o una pierna, lo que no puede constituir motivo de jactancia para ningún hombre en su juicio, aunque serÃa desdichado si le faltaran. Insisto particularmente sobre este punto, llevado del deseo de hacer por todos los medios posibles la sociedad del yahoo inglés no insoportable, y, de consiguiente, conjuro desde aquà a quienes tengan algún atisbo de este vicio absurdo para que no se atrevan a comparecer ante mi vista.