Volver a Babilonio – F. Scott Fitzgerald

-¿Y dónde está el señor Campbell? -preguntó Charlie.
-Se ha ido a Suiza. El señor Campbell está bastante enfermo, señor Wales.
-Lo lamento. ¿Y George Hardt? -preguntó Charlie.
-Ha vuelto a Estados Unidos, a trabajar.
-¿Y dónde está el Pájaro de las Nieves?
-Estuvo aquí la semana pasada. De todas maneras, su amigo, el señor Schaeffer, está en París.
     Dos nombres conocidos entre la larga lista de hacía año y medio. Charlie garabateó una dirección en su libreta y arrancó la página.
-Si ve al señor Schaeffer, dele esto -dijo-. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no tengo hotel.  
     La verdad es que no sentía demasiada decepción por encontrar París tan vacío. Pero el silencio en el bar del hotel Ritz resultaba extraño, portentoso. Ya no era un bar norteamericano: Charlie lo encontraba demasiado encopetado; ya no se sentía allí como en su casa. El bar había vuelto a ser francés. Había notado el silencio desde el momento en que se bajó del taxi y vio al portero, que a aquellas horas solía estar inmerso en una actividad frenética, charlando con un «chasseur» junto a la puerta de servicio.
     En el pasillo sólo oyó una voz aburrida en los aseos de señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y cuando entró en el bar, recorrió los siete metros de alfombra verde con los ojos fijos, mirando al frente, según una vieja costumbre; y luego, con el pie firmemente apoyado en la base de la barra del bar, se volvió y examinó la sala, y sólo encontró en un rincón una mirada que abandonó un instante la lectura del periódico. Charlie preguntó por el jefe de camareros, Paul, que en los últimos días en que la Bolsa seguía subiendo iba al trabajo en un automóvil fuera de serie, fabricado por encargo, aunque lo dejaba, con el debido tacto, en una esquina cercana. Pero aquel día Paul estaba en su casa de campo, y fue Alix el que le dio toda la información.
-Bueno, ya está bien -dijo Charlie-, voy a tomarme las cosas con calma.
Alix lo felicitó:
-Hace un par de años iba a toda velocidad.
-Todavía aguanto perfectamente -aseguró Charlie- Llevo aguantando un año y medio.
-¿Qué le parece la situación en Estados Unidos?
-Llevo meses sin ir a Estados Unidos. Tengo negocios en Praga, donde represento a un par de firmas. Allí no me conocen.
Alix sonrió.
-¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? -dijo Charlie-. Por cierto, ¿qué ha sido de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz, confidencial:
-Está en París, pero ya no viene por aquí. Paul no se lo permite. Ha acumulado una deuda de treinta mil francos, cargando en su cuenta todas las bebidas y comidas y, casi a diario, también las cenas de más de un año. Y cuando Paul le pidió por fin que pagara, le dio un cheque sin fondos.
Alix movió la cabeza con aire triste.
-No lo entiendo; era un verdadero dandi. Y ahora está hinchado, abotargado… -dibujó con las manos una gorda manzana.
Charlie observó a un estridente grupo de homosexuales que se sentaban en un rincón.
«Nada les afecta», pensó. «Las acciones suben y bajan, la gente haraganea o trabaja, pero ésos siguen como siempre».
El bar lo oprimía. Pidió los dados y se jugó con Alix por el trago.
-¿Estará aquí mucho tiempo, señor Wales?
-Cuatro o cinco días, para ver a mi hija.
-¡Ah! ¿Tiene una hija?
     En la calle los anuncios luminosos rojos, azul de gas o verde fantasma, fulguraban turbiamente entre la lluvia tranquila. Se acababa la tarde y había un gran movimiento en las calles. Los «bistros» relucían. En la esquina del Boulevard des Capucines tomó un taxi. La Place de la Concorde apareció ante su vista majestuosamente rosa; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la imprevista atmósfera provinciana de la Rive Gauche.
     Le pidió al taxista que se dirigiera a la Avenue de l’Opera, que quedaba fuera de su camino. Pero quería ver cómo la hora azul se extendía sobre la fachada magnífica, e imaginar que las bocinas de los taxis, tocando sin fin los primeros compases de La plus que lent, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban echando las persianas metálicas de la librería Brentano, y ya había gente cenando tras el seto elegante y pequeño burgués del restaurante Duval. Nunca había comido en París en un restaurante verdaderamente barato: una cena de cinco platos, cuatro francos y medio, vino incluido. Por alguna extraña razón deseó haberlo hecho.
     Mientras seguían recorriendo la Rive Gauche, con aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba: «Para mí esta ciudad está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No me daba cuenta, pero los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos años, y todo había pasado, hasta yo mismo».
     Tenía treinta y cinco años y buen aspecto. Una profunda arruga entre los ojos moderaba la expresividad irlandesa de su cara. Cuando tocó el timbre en casa de su cuñada, en la Rue Palatine, la arruga se hizo más profunda y las cejas se curvaron hacia abajo; tenía un pellizco en el estómago. Tras la criada que abrió la puerta surgió una adorable chiquilla de nueve años que gritó: «¡Papaíto!», y se arrojó, agitándose como un pez, entre sus brazos. Lo obligó a volver la cabeza, cogiéndolo de una oreja, y pegó su mejilla a la suya.
-Mi cielo -dijo Charlie.
-¡Papíto, papito, papito, papito, papi, papi, papi!
     La niña lo llevó al salón, donde esperaba la familia, un chico y una chica de la edad de su hija, su cuñada y el marido. Saludó a Marion, intentando controlar el tono de la voz para evitar tanto un fingido entusiasmo como una nota de desagrado, pero la respuesta de ella fue más sinceramente tibia, aunque atenuó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo su atención hacia la hija de Charlie. Los dos hombres se dieron la mano amistosamente y Lincoln Peters dejó un momento la mano en el hombro de Charlie.
     La habitación era cálida, agradablemente norteamericana. Los tres niños se sentían cómodos, jugando en los pasillos amarillos que llevaban a las otras habitaciones; la alegría de las seis de la tarde se revelaba en el crepitar del fuego y en el trajín típicamente francés de la cocina. Pero Charlie no conseguía serenarse; tenía el corazón en vilo, aunque su hija le transmitía tranquilidad, confianza, cuando de vez en cuando se le acercaba, llevando en brazos la muñeca que él le había traído.
-La verdad es que perfectamente -dijo, respondiendo a una pregunta de Lincoln-. Hay cantidad de negocios que no marchan, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, maravillosamente bien. El mes que viene llegará mi hermana de Estados Unidos para ocuparse de la casa. El año pasado tuve más ingresos que cuando tenía dinero. Ya sabes, los checos…
     Alardeaba con un propósito específico; pero, un momento después, al adivinar cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema:
-Ustedes tienen unos niños estupendos, muy bien educados.
-Honoria también es una niña estupenda.
     Marion Peters volvió de la cocina. Era una mujer alta, de mirada inquieta, que en otro tiempo había poseído una belleza fresca, norteamericana. Charlie nunca había sido sensible a sus encantos y siempre se sorprendía cuando la gente hablaba de lo guapa que había sido. Desde el principio los dos habían sentido una mutua e instintiva antipatía.
-¿Cómo has encontrado a Honoria? -preguntó Marion.
-Maravillosa. Me ha dejado asombrado lo que ha crecido en diez meses. Los tres niños tienen muy buen aspecto.
-Hace un año que no llamamos al médico. ¿Cómo te sientes al volver a París?
-Me extraña mucho que haya tan pocos norteamericanos.
-Yo estoy encantada -dijo Marion con vehemencia-. Ahora por lo menos puedes entrar en las tiendas sin que den por sentado que eres millonario. Lo hemos pasado mal, como todo el mundo, pero en conjunto ahora estamos muchísimo mejor.
-Pero, mientras duró, fue estupendo -dijo Charlie-. Éramos una especie de realeza, casi infalible, con una especie de halo mágico. Esta tarde, en el bar -titubeó, al darse cuenta de su error-, no había nadie, nadie conocido.
Marion lo miró fijamente.
-Creía que ya habías tenido bares de sobra.
-Sólo he estado un momento. Sólo tomo una copa por las tardes, y se acabó.
-¿No quieres un coctel antes de la cena? -preguntó Lincoln.
-Sólo tomo una copa por las tardes, y por hoy ya está bien.
-Espero que te dure -dijo Marion.
     La frialdad con que habló demostraba hasta qué punto le desagradaba Charlie, que se limitó a sonreír. Tenía planes más importantes. La extraordinaria agresividad de Marion le daba cierta ventaja, y podía esperar. Quería que fueran ellos los primeros en hablar del asunto que, como sabían perfectamente, lo había llevado a París.
     Durante la cena no terminó de decidir si Honoria se parecía más a él o a su madre. Sería una suerte si no se combinaban en ella los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Se apoderó de Charlie un profundo deseo de protegerla. Creía saber lo que tenía que hacer por ella. Creía en el carácter; quería retroceder una generación entera y volver a confiar en el carácter como un elemento eternamente valioso. Todo lo demás se estropeaba.
     Se fue enseguida, después de la cena, pero no para volver a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche con ojos más perspicaces y sensatos que los de otro tiempo. Fue al Casino y vio a Josephine Baker y sus arabescos de chocolate.
     Una hora después abandonó el espectáculo y fue dando un paseo hacia Montmartre, subiendo por Rue Pigalle, hasta la Place Blanche. Había dejado de llover y alguna gente en traje de noche se apeaba de los taxis ante los cabarés, y había cocottes que trabajaban la calle, solas o en pareja, y muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada de la que salía música y se detuvo con una sensación de familiaridad; era el Bricktop, donde había dejado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más abajo descubrió otro de sus antiguos puntos de encuentros e imprudentemente se asomó al interior. De pronto una orquesta entusiasta empezó a tocar, una pareja de bailarines profesionales se puso en movimiento y un maître d’hòtel se le echó encima, gritando:
-¡Está empezando ahora mismo, señor!
Pero Charlie se apartó inmediatamente.
«Tendría que estar como una cuba», pensó.
     El Zelli estaba cerrado; sobre los inhóspitos y siniestros hoteles baratos de los alrededores reinaba la oscuridad; en la Rue Blanche había más luz y un público local y locuaz, francés. La Cueva del Poeta había desaparecido, pero las dos inmensas fauces del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando; incluso devoraron, mientras Charlie miraba, el exiguo contenido de un autobús de turistas: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que se quedaron mirándolo con ojos de espanto.
     Y a esto se limitaba el esfuerzo y el ingenio de Montmartre. Toda la industria del vicio y la disipación había sido reducida a una escala absolutamente infantil, y de repente Charlie entendió el significado de la palabra «disipado»: disiparse en el aire; hacer que algo se convierta en nada. En las primeras horas de la madrugada ir de un lugar a otro supone un enorme esfuerzo, y cada vez se paga más por el privilegio de moverse con mayor lentitud.
     Se acordaba de los billetes de mil francos que había dado a una orquesta para que tocara cierta canción, de los billetes de cien francos arrojados a un portero para que llamara a un taxi.
Pero no había sido a cambio de nada.
     Aquellos billetes, incluso las cantidades más disparatadamente despilfarradas, habían sido una ofrenda al destino, para que le concediera el don de no poder recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las cosas que ahora recordaría siempre: haber perdido la custodia de su hija; la huida de su mujer, para acabar en una tumba en Vermont.
     A la luz que salía de una brasserie una mujer le dijo algo. Charlie la invitó a huevos y café, y luego, evitando su mirada amistosa, le dio un billete de veinte francos y cogió un taxi para volver al hotel.
II
     Se despertó en un día espléndido de otoño: un día de partido de fútbol. El abatimiento del día anterior había desaparecido, y ahora le gustaba la gente de la calle. Al mediodía estaba sentado con Honoria en Le Grand Vatel, el único restaurante que no le recordaba cenas con champán y largos almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en crepúsculos nublados y confusos.
-¿No quieres vegetales? ¿No deberías comer un poco de vegetales?
-Sí, sí.
-Hay épinards y chou-fleur, zanahorias y haricots.
-Quiero chou-fleur.
-¿No preferirías dos vegetales?
-Normalmente sólo almuerzo uno.
-El camarero fingía sentir una extraordinaria pasión por los niños.
-Qu’elle est mignonne la petite! Elle parle exactement comme une française.
-¿Y de postre? ¿Esperamos?
El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expectación.
-¿Qué vamos a hacer hoy?
-Primero iremos a la juguetería de la Rue Saint-Honoré y compraremos lo que quieras. Luego iremos al vodevil, en el Empire.
La niña titubeó.
-Me gustaría ir al vodevil, pero no a la juguetería.
-¿Por qué no?
-Porque ya me has traído esta muñeca -se había llevado la muñeca al restaurante-. Y ya tengo muchos juguetes. Y ya no somos ricos, ¿no?
-Nunca hemos sido ricos. Pero hoy puedes comprarte lo que quieras.
-Muy bien -asintió la niña, resignada.
     Cuando tenía a su madre y a una niñera francesa, Charlie solía ser más severo; ahora se exigía mucho más a sí mismo, procuraba ser más tolerante; tenía que ser padre y madre a la vez y ser capaz de entender a su hija en todos los aspectos.
-Me gustaría conocerte -dijo con gravedad-. Permítame primero que me presente. Soy Charles J. Wales, de Praga.
-¡Oh, papi! -no podía aguantar la risa.
-¿Y quién es usted, si es tan amable? -continuó, y la niña aceptó su papel inmediatamente:
-Honoria Wales, Rue Palatine, París.
-¿Casada o soltera?
-No, no estoy casada. Soltera.
Charlie señaló la muñeca.
-Pero, madame, tiene usted una hija.
No queriendo desheredar a la pobre muñeca, se la acercó al corazón y buscó una respuesta:
-Estuve casada, pero mi marido murió.
Charlie se apresuró a continuar:
-¿Cómo se llama la niña?
-Simone. Es el nombre de mi mejor amiga del colegio.
-Este mes he sido la tercera de la clase -alardeó-. Elsie -era su prima- sólo es la dieciocho y Richard casi es el último de la clase.
-Quieres a Richard y a Elsie, ¿verdad?
-Sí. A Richard lo quiero mucho y a Elsie también.
Con cautela y sin darle mucha importancia Charlie preguntó:
-¿Y a quién quieres más, a tía Marion o a tío Lincoln?
-Ah, creo que a tío Lincoln.
     Cada vez era más consciente de la presencia de su hija. Al entrar al restaurante los había acompañado un murmullo: «…adorable», y ahora la gente de la mesa de al lado, cada vez que interrumpían sus conversaciones, estaba pendiente de ella, observándola como a un ser que no tuviera más conciencia que una flor.
-¿Por qué no vivo contigo? -preguntó Honoria de repente-. ¿Por qué mamá ha muerto?
-Debes quedarte aquí y aprender mejor el francés. A mí me hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien.
-La verdad es que ya no necesito que me cuiden. Hago las cosas sola.
A la salida del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente.
-¡Pero si es el amigo Wales!
-¡Hombre! Lorraine… Dunc…
     Eran fantasmas que surgían del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarrles, una preciosa, pálida rubia de treinta años; una más de la pandilla que lo había ayudado a convertir los meses en días en los pródigos tiempos de hacía tres años.
-Mi marido no ha podido venir este año -dijo Lorraine, respondiéndole a Charlie-. Somos más pobres que las ratas. Así que me manda doscientos dólares al mes y dice que me las arregle como pueda… ¿Es tu hija?
-¿Por qué no te sientas un rato con nosotros en el restaurante? -preguntó Duncan.
-No puedo.
     Se alegraba de tener una excusa. Seguía notando el atractivo apasionado, provocador, de Lorraine, pero ahora Charlie se movía a otro ritmo.
-¿Y si quedamos para cenar? -preguntó Lorraine.
-Tengo una cita. Dame tu dirección y te llamaré.
-Charlie, tengo la completa seguridad de que estás sobrio -dijo Lorraine solemnemente-. Estoy segura de que está sobrio, Dunc, te lo digo de verdad. Pellízcalo para ver si está sobrio.
Charlie señaló a Honoria con la cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a reír.
-¿Cuál es tu direccion? -preguntó Dunc, escéptico.
Charlie titubeó; no quería decirles el nombre de su hotel.
-Todavía no tengo dirección fija. Ya los llamaré. Vamos al vodevil, al Empire.
-¡Estupendo! Lo mismo que yo pensaba hacer -dijo Lorraine-. Tengo ganas de ver payasos, acróbatas y malabaristas. Es lo que vamos a hacer, Dunc.
-Antes tenemos que hacer un recado -dijo Charlie-. A lo mejor nos vemos en el teatro.
-Muy bien. Estás hecho un auténtico esnob… Adiós, guapísima.
-Adiós.
Honoria, muy educada, hizo una reverencia.
Había sido un encuentro desagradable. Charlie les caía simpático porque trabajaba, porque era serio; lo buscaban porque ahora tenía más fuerza que ellos, porque en cierta medida querían alimentarse de su fortaleza.
     En el Empire, Honoria se negó orgullosamente a sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Era ya una persona, con su propio código, y a Charlie le obsesionaba cada vez más el deseo de inculcarle algo suyo antes de que su personalidad cristalizara completamente. Pero era imposible intentar conocerla en tan poco tiempo.
En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine en la sala de espera, donde tocaba una orquesta.
-¿Tomamos una copa?
-Muy bien, pero no en la barra. Busquemos una mesa.
-El padre perfecto.
     Mientras oía, un poco distraído, a Lorraine, Charlie observó cómo la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió pensativamente por el salón, preguntándose qué estaría mirando. Se encontraron sus miradas y Honoria sonrió.
-Está buena la limonada -dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba él? Mientras volvían a casa en un taxi la abrazó, para que su cabeza descansara en su pecho.
-¿Querida, algunas veces recuerdas de tu madre?
-A veces -contestó vagamente.
-No quiero que la olvides. ¿Tienes alguna foto suya?
-Sí, creo que sí. De todas formas, tía Marion tiene una. ¿Por qué no quieres que la olvide?
-Porque te quería mucho.
-Yo también la quería.
Callaron un momento.
-Papá, quiero vivir cotigo -dijo de pronto.
A Charlie le dio un vuelco el corazón; así era como quería que ocurrieran las cosas.
-¿Es que no estás contenta?
-Sí, pero a ti te quiero más que a nadie. Y tú me quieres a mí más que a nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha muerto.
-Claro que sí. Pero no siempre me querrás a mí más que a nadie, cariño. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un papá.
-Sí, es verdad -asintió, muy tranquila.
Charlie no entró en la casa. Volvería a las nueve, y quería mantenerse despejado para lo que debía decirles.
-Cuando estés ya en casa, asómate a esa ventana.
-Muy bien. Adiós, papi, papi, papi, papi.
     Esperó a oscuras en la calle hasta que apareció, cálida y luminosa, en la ventana y lanzó a la noche un beso con la punta de los dedos.
III
     Lo estaban esperando. Marion, sentada junto a la bandeja del café, vestía un elegante y majestuoso traje negro, que casi hacía pensar en el luto. Lincoln no dejaba de pasearse por la habitación con la animación de quien ya lleva un buen rato hablando. Deseaban tanto como Charlie abordar el asunto. Charlie lo sacó a colación casi inmediatamente:
-Me figuro que saben por qué he venido a verlos, por qué he venido a París.
Marion jugaba con las estrellas negras de su collar, y frunció el ceño.
-Tengo verdaderas ganas de tener una casa -continuó-. Y tengo verdaderas ganas de que Honoria viva conmigo. Aprecio mucho que, por amor a su madre, se hayan ocupado de Honoria, pero las cosas han cambiado… -titubeó y continuó con mayor decisión-, han cambiado radicalmente en lo que a mí respecta, y quisiera pedirles que reconsideren el asunto. Sería una tontería negar que durante tres años he sido un insensato…
Marion lo miraba con dureza.
-…pero todo eso se ha acabado. Como les he dicho, hace un año que sólo bebo una copa al día, y esa copa me la tomo deliberadamente, para que la idea del alcohol no cobre en mi imaginación una importancia que no tiene. ¿Me entienden?
-No -dijo Marion sucintamente.
-Es una especie de truco que me hago a mí mismo, para no olvidar la medida de las cosas.
-Te entiendo -dijo Lincoln- No quieres admitir que el alcohol te atrae.
-Algo así. A veces se me olvida y no bebo. Pero procuro beber una copa al día. De todas maneras, en mi situación, no puedo permitirme beber. Las firmas a las que represento están más que satisfechas con mi trabajo, y quiero traerme a mi hermana desde Burlington para que se ocupe de la casa, y sobre todas las cosas quiero que Honoria viva conmigo. Ustedes saben que, incluso cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, jamás permitimos que nada de lo que sucedía afectara a Honoria. Sé que me quiere y sé que soy capaz de cuidarla y… Bueno, ya les he dicho todo. ¿Qué piensan?
Sabía que ahora le tocaba recibir los golpes. Podía durar una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba su resentimiento inevitable y lo convertía en la actitud sumisa del pecador arrepentido, podría imponer por fin su punto de vista.
«Domínate», se decía a sí mismo. «Quieres a Honoria».
Lincoln fue el primero en responderle:
-Llevamos hablando de este asunto desde que recibimos tu carta el mes pasado. Estamos muy contentos de que Honoria viva con nosotros. Es una criatura adorable, y nos alegra mucho poder ayudarla, pero, claro está, ya sé que ése no es el problema…
Marion lo interrumpió súbitamente.
-¿Cuánto tiempo aguantarás sin beber, Charlie? -preguntó.
-Espero que siempre.
-¿Y qué crédito se les puede dar a esas palabras?
-Saben que nunca había bebido demasiado hasta que dejé los negocios y me vine aquí sin nada que hacer. Luego Helen y yo empezamos a salir con…
-Por favor, no metas a Helen en esto. No soporto que hables de ella así.
Charlie la miró severamente; nunca había estado muy seguro de hasta qué punto se habían apreciado las dos hermanas cuando Helen vivía.
-Me dediqué a beber un año y medio poco más o menos: desde que llegamos hasta que… me derrumbé.
-Demasiado tiempo.
-Demasiado tiempo -asintió.
-Lo hago sólo por Helen -dijo Marion-. Intento pensar qué le gustaría que hiciera. Te lo digo de verdad, desde la noche en que hiciste aquello tan horrible dejaste de existir para mí. No puedo evitarlo. Era mi hermana.
-Ya lo sé.
-Cuando se estaba muriendo, me pidió que me ocupara de Honoria. Si entonces no hubieras estado internado en un sanatorio, las cosas hubieran sido más fáciles.
Charlie no respondió.
-Jamás podré olvidar la mañana en que Helen llamó a mi puerta, empapada hasta los huesos y tiritando, y me dijo que habían echado la llave y no la habías dejado entrar.
Charlie apretaba con fuerza los brazos del sillón. Estaba siendo más difícil de lo que se había esperado. Hubiera querido protestar, demorarse en largas explicaciones, pero sólo dijo:
-La noche en que le cerré la puerta…
Y Marion lo interrumpió:
-No pienso volver a hablar de eso.
Tras un momento de silencio Lincoln dijo:
-Nos estamos saliendo del tema. Quieres que Marion renuncie a su derecho a la custodia y te entregue a Honoria. Yo creo que lo importante es si puede confiar en ti o no.
-No culpo a Marion -dijo Charlie despacio-, pero creo que puede tener absoluta confianza en mí. Mi reputación era intachable hasta hace tres años. Claro está que puedo fallar en cualquier momento, es humano. Pero si esperamos más tiempo perdería la niñez de Honoria y la oportunidad de tener un hogar. -Negó con la cabeza-. Perdería a Honoria, ni más ni menos, ¿no se dan cuenta?
-Sí, te entiendo -dijo Lincoln.
-¿Y por qué no pensaste antes en estas cosas? -preguntó Marion.
-Me figuro que alguna vez pensaría en estas cosas, de cuando en cuando, pero Helen y yo nos llevábamos fatal. Cuando acepté concederle la custodia de la niña, y no me podía mover del sanatorio, estaba hundido, y la Bolsa me había dejado en la ruina. Sabía que me había portado mal y hubiera aceptado cualquier cosa con tal de devolverle la paz a Helen. Pero ahora es distinto. Estoy trabajando, me va malditamente bien, así que…
-Te agradecería que no utilizaras ese lenguaje en mi presencia.
     La miró, estupefacto. Cada vez que Marion hablaba, la fuerza de su antipatía hacia él era más evidente. Con su miedo a la vida había construido un muro que ahora levantaba frente a Charlie. Aquel reproche insignificante quizá fuera consecuencia de algún problema que hubiera tenido con la cocinera aquella tarde. La posibilidad de dejar a Honoria en aquella atmósfera de hostilidad hacia él le resultaba cada vez más preocupante. Antes o después saldría a relucir, en alguna frase, en un gesto con la cabeza, y algo de aquella desconfianza arraigaría irrevocablemente en Honoria. Pero procuró que su cara no revelase sus emociones, guardárselas; había obtenido cierta ventaja, porque Lincoln se dio cuenta de lo absurdo de la observación de Marion y le preguntó despreocupadamente desde cuándo le molestaba la palabra «malditamente».
-Otra cosa -dijo Charlie-: estoy en condiciones de asegurarle ciertas ventajas. Contrataré para la casa de Praga a una institutriz francesa. He alquilado un apartamento nuevo…
     Dejó de hablar: se daba cuenta de que había metido la pata. Era imposible que aceptaran con ecuanimidad el hecho de que él ganara de nuevo más del doble que ellos.
-Supongo que puedes ofrecerle más lujos que nosotros -dijo Marion-. Cuando te dedicabas a tirar el dinero, nosotros vivíamos contando cada moneda de diez francos… Y supongo que volverás a hacer lo mismo.
-No, no. He aprendido. Tú sabes que trabajé con todas mis fuerzas diez años, hasta que tuve suerte en la Bolsa, como tantos. Una suerte inmensa. No parecía que tuviera mucho sentido seguir trabajando, así que lo dejé. No se repetirá.
     Hubo un largo silencio. Todos tenían los nervios en tensión, y por primera vez desde hacía un año Charlie sintió ganas de beber. Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters quería que él tuviera a su hija.
     De repente Marion se estremeció; una parte de ella se daba cuenta de que ahora Charlie tenía los pies en la tierra, y su instinto de madre reconocía que su deseo era natural; pero había vivido mucho tiempo con un prejuicio: un prejuicio basado en una extraña desconfianza en la posibilidad de que su hermana fuera feliz, y que, después de una noche terrible, se había transformado en odio contra Charlie. Todo había sucedido en un período de su vida en el que, entre el desánimo de la falta de salud y las circunstancias adversas, necesitaba creer en una maldad y un malvado tangibles.
-Me es imposible pensar de otra manera -exclamó de repente-. No sé hasta qué punto eres responsable de la muerte de Helen. Es algo que tendrás que arreglar con tu propia conciencia.
Charlie sintió una punzada de dolor, como una corriente eléctrica; estuvo a punto de levantarse, y una palabra impronunciable resonó en su garganta. Se dominó un instante, un instante más.
-Ya está bien -dijo Lincoln, incómodo-. Yo nunca he pensado que tú fueras responsable.
-Helen murió de una enfermedad cardiaca -dijo Charlie, sin fuerzas.
-Sí, una enfermedad cardiaca -dijo Marion, como si aquella frase tuviera para ella otro significado.
     Entonces, en el instante vacío, insípido, que siguió a su arrebato, Marion vio con claridad que Charlie había conseguido dominar la situación. Miró a su marido y comprendió que no podía esperar su ayuda, y, de pronto, como si el asunto no tuviera ninguna importancia, tiró la toalla.
-Haz lo que te parezca -exclamó levantándose de pronto-. Es tu hija. No soy nadie para interponerme en tu camino. Creo que si fuera mi hija preferiría verla… -consiguió frenarse-. Decídanlo ustedes. No aguanto más. Me siento mal. Me voy a la cama.
Salió casi corriendo de la habitación, y un momento después Lincoln dijo:
-Ha sido un día muy difícil para ella. Ya sabes lo testaruda que es… -parecía pedir excusas-: cuando a una mujer se le mete una idea en la cabeza…
-Claro.
-Todo irá bien. Creo que sabe que ahora tú puedes mantener a la niña, así que no tenemos derecho a interponernos en tu camino ni en el de Honoria.
-Gracias, Lincoln.
-Será mejor que vaya a ver cómo está Marion.
-Me voy ya.
     Todavía temblaba cuando llegó a la calle, pero el paseo por la Rue Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó, y, al cruzar el río, siempre nuevo a la luz de las farolas de los muelles, se sintió lleno de júbilo. Pero, ya en su habitación, no podía dormirse. La imagen de Helen lo obsesionaba. Helen, a la que tanto había querido, hasta que los dos habían empezado a abusar de su amor insensatamente, a hacerlo trizas. En aquella terrible noche de febrero que Marion recordaba tan vivamente, una lenta pelea se había demorado durante horas. Recordaba la escena en el Florida, y que, cuando intentó llevarla a casa, Helen había besado al joven Webb, que estaba en otra mesa; y recordaba lo que Helen le había dicho, histérica. Cuando volvió a casa solo, desquiciado, furioso, cerró la puerta con llave. ¿Cómo hubiera podido imaginar que ella llegaría una hora más tarde, sola, y que caería una nevada, y que Helen vagabundearía por ahí en zapatos de baile, demasiado confundida para encontrar un taxi? Y recordaba las consecuencias: que Helen se recuperara milagrosamente de una neumonía, y todo el horror que aquello trajo consigo. Se reconciliaron, pero aquello fue el principio del fin, y Marion, que lo había visto todo con sus propios ojos e imaginaba que aquélla sólo había sido una de las muchas escenas del martirio de su hermana, nunca lo olvidó.
     Los recuerdos le devolvieron a Helen, y, en la luz blanca y suave que cuando empieza a amanecer rodea poco a poco a quien está medio dormido, se dio cuenta de que volvía a hablar con ella. Helen le decía que tenía razón en cuanto al asunto de Honoria y que quería que Honoria viviera con él. Dijo que se alegraba de que estuviera bien, de que le fuera bien. Le dijo muchas cosas más, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, vestida de blanco, y cada vez se balanceaba más, cada vez más deprisa, así que al final no pudo oír con claridad lo que Helen decía.
IV
     Se despertó sintiéndose feliz. El mundo volvía a abrirle las puertas. Hizo planes, imaginó un futuro para Honoria y para él, y de repente se sintió triste, al recordar los planes que había hecho con Helen. Ella no había planeado morir. Lo importante era el presente: el trabajo, alguien a quien querer. Pero no querer demasiado, pues conocía el daño que un padre puede hacerle a una hija, o una madre a un hijo, si los quiere demasiado: más tarde, ya en el mundo, el hijo buscaría en su pareja la misma ternura ciega y, al no poder encontrarla, se rebelaría contra el amor y la vida.
     Volvía a hacer un día espléndido, vivificador. Llamó a Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si Honoria podría acompañar lo cuando regresara a Praga. Lincoln estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón para aplazar las cosas. Quedaba una cuestión: el derecho a la custodia. Marion quería conservarlo durante algún tiempo. Estaba muy preocupada con aquel asunto, y se sentiría más tranquila si supiera que la situación seguía bajo su control un año mas. Charlie aceptó: lo único que quería era a la niña, tangible y visible.
     También estaba la cuestión de la institutriz. Charlie pasó un buen rato en una agencia sombría hablando con una bearnesa malhumorada y con una campesina bretona regordeta, a ninguna de las cuales hubiera podido soportar. Había otras candidatas a quienes vería al día siguiente.
Comió con Lincoln Peters en el Griffon, intentando dominar su alegría.
-No hay nada comparable a un hijo -dijo Lincoln-. Pero tú comprendes cómo se siente Marion.
-Ya no recuerda de todo lo que trabajé durante siete años en Estados Unidos -dijo Charlie-. Sólo recuerda una noche.
-Eso es distinto -titubeó Lincoln-. Mientras tú y Helen derrochaban dinero por toda Europa, nosotros luchábamos por salir adelante. No he sido ni remotamente rico, nunca he ganado lo suficiente para permitirme algo más que un seguro de vida. Yo creo que Marion pensaba que aquello era una especie de injusticia… Tú ni siquiera trabajabas entonces y cada vez eras más rico.
-El dinero se fue tan rápido como vino -dijo Charlie.
-Sí, y mucho fue a parar a manos de los «chasseurs» y los saxofonistas y los maitres d’hotel… Bueno, se acabó la gran fiesta. Te he dicho esto para explicarte cómo se siente Marion después de estos años de locura. Si pasas un momento por casa a eso de las seis, antes de que Marion esté demasiado cansada, acordaremos los últimos detalles sin ningún problema.
     De vuelta al hotel, Charlie encontró un pneumatique que le habían enviado desde el bar del Ritz, donde Charlie había dejado su dirección para un antiguo amigo.
Querido Charlie:
     Estabas tan raro cuando nos vimos el otro día, que me pregunté si había hecho algo que pudiera molestarte. Si es así, no me he dado cuenta. La verdad es que me he acordado mucho de ti durante el año pasado, y siempre he abrigado la esperanza de que nos viéramos de nuevo cuando yo volviera a París. Lo pasamos muy bien en aquella primavera disparatada, como aquella noche en que tú y yo robamos la bicicleta de reparto del carnicero, y aquella vez que intentamos hablar por teléfono con el presidente, cuando usabas bombín y bastón. Todos parecen haber envejecido últimamente, pero yo no me siento ni un día más vieja. ¿No podríamos vernos hoy, aunque sólo sea un rato, en honor de aquellos viejos tiempos? Ahora tengo una resaca miserable. Pero me sentiré mucho mejor esta tarde, y te esperaré a eso de las cinco en el Ritz.
Siempre tuya,
Lorraine
     La primera sensación de Charlie fue de espanto: espanto de haber robado, ya en edad madura, una bicicleta de reparto para pedalear, con Lorraine a bordo, por la plaza de L’Étoile, de madrugada. Al recordarlo, parecía una pesadilla. Haberle cerrado la puerta a Helen no armonizaba con ningún otro episodio de su vida, pero sí el incidente de la bicicleta: era uno entre muchos. ¿Cuántas semanas o meses de disipación habían sido necesarios para llegar a ese punto de absoluta irresponsabilidad?
     Intentó recordar qué le había parecido Lorraine entonces: muy atractiva; a Helen le molestaba, aunque no dijera nada. Hacía veinticuatro horas, en el restaurante, Lorraine le había parecido vulgar, ajada, estropeada. No tenía ninguna, ninguna gana de verla, y se alegraba de que Alix no le hubiera dado la dirección de su hotel. Y era un consuelo pensar en Honoria, imaginar domingos dedicados a ella, y darle los buenos días y saber que pasaba la noche en casa y respiraba en la oscuridad.
     A las cinco tomó un taxi y compró regalos para la familia Peters: una graciosa muñeca de trapo, una caja de soldados romanos, flores para Marion, pañuelos de hilo para Lincoln.
     Cuando llegó al apartamento, comprendió que Marion había aceptado lo inevitable. Lo recibió como si fuera un pariente díscolo, más que una amenaza ajena a la familia. Honoria sabía ya que se iba con su padre, y Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto, la niña procuraba disimular su alegría excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le dijo en voz baja lo contenta que estaba y le preguntó, antes de volver con los otros niños, cuándo se irían.
     Marion y Charlie se quedaron solos un instante y, dejándose llevar por un impulso, él se atrevió a decirle:
-Las peleas de familia son muy desagradables. No respetan ninguna regla. No son como el dolor ni las heridas: son más bien como llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. Me gustaría que tú y yo nos lleváramos mejor.
-Es difícil olvidar ciertas cosas -contestó Marion-. Es cuestión de confianza -Charlie no contestó y Marion preguntó entonces-: ¿Cuándo piensas llevártela?
-Tan pronto como encuentre una institutriz. Pasado mañana, espero.
-No, es imposible. Tengo que preparar sus cosas. Antes del sábado es imposible.
Charlie cedió. Lincoln, que acababa de volver a la habitación, le ofreció una copa.
-Bueno, me tomaré mi whisky diario.
     Se notaba el calor, era un hogar, gente reunida junto al fuego. Los niños se sentían seguros e importantes; la madre y el padre eran serios, vigilaban. Tenían cosas importantes que hacer por sus hijos, mucho más importantes que su visita. Una cucharada de medicina era, después de todo, más importante que sus tensas relaciones con Marion. Ni Marion ni Lincoln eran estúpidos, pero estaban demasiado condicionados por la vida y las circunstancias. Charlie se preguntó si no podría hacer algo para librar a Lincoln de la rutina del banco.
     Sonó un largo timbrazo: llamaban a la puerta. La bonne a tout faire atravesó la habitación y desapareció en el pasillo. Abrió la puerta después de que volviera a sonar el timbre, y luego se oyeron voces, y los tres miraron hacia la puerta del salón con curiosidad. Lincoln se asomó al pasillo y Marion se levantó. Entonces volvió la criada, seguida de cerca por voces que resultaron pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine Quarrles.
     Estaban contentos, alegres, muertos de risa. Por un instante Charlie se quedó estupefacto: no podía entender cómo habían podido conseguir la dirección de los Peters.
-Ajá -Duncan agitaba el dedo pícaramente en dirección a Charlie-. Ajá.
     Dunc y Lorraine soltaron un nuevo aluvión de carcajadas. Nervioso, sin saber qué hacer, Charlie les estrechó la mano rápidamente y se los presentó a Lincoln y Marion. Marion los saludó con un gesto de la cabeza y apenas abrió la boca. Retrocedió hacía la chimenea; su hijita estaba cerca y Marion le echó el brazo por el hombro.
     Cada vez más disgustado por la intromisión, Charlie esperaba que le dieran una explicación. Y, después de pensar las palabras un momento, Duncan dijo:
-Hemos venido a invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en que ya está bien de rodeos y secretitos sobre dónde te alojas.
Charlie se les acercó más, como si así quisiera empujarlos hacia el pasillo.
-Lo siento, pero no puedo. Díganme dónde van a estar y los llamaré por teléfono dentro de media hora.
No se inmutaron. Lorraine se sentó de pronto en el brazo de un sillón y, concentrando toda su atención en Richard, exclamó:
-¡Que niño tan precioso! ¡Ven aquí, cielo!
Richard miró a su madre y no se movió. Lorraine se encogió de hombros ostensiblemente, y volvió a dirigirse a Charlie:
-Ven a cenar. Estoy segura de que tus primos no se molestarán. Te veo tan solem… tan solemne.
-No puedo -respondió Charlie, cortante-. Cenen ustedes, ya los llamaré por teléfono.
La voz de Lorraine se volvió desagradable:
-Bien, nos vamos. Pero acuérdate de cuando aporreaste mi puerta a las cuatro de la mañana y yo tuve el suficiente sentido del humor para darte una copa. Vámonos, Dunc.
Con movimientos pesados, con las caras descompuestas, irritados, con pasos titubeantes, se adentraron en el pasillo.
-Buenas noches -dijo Charlie.
-¡Buenas noches! -respondió Lorraine con énfasis.
Cuando Charlie volvió al salón, Marion no se había movido, pero ahora echaba el otro brazo por el hombro de su hijo. Lincoln seguía meciendo a Honoria de acá para allá, como un péndulo.
-¡Que poca vergüenza! -estalló Charlie-. ¡No hay derecho!
     Ni Marion ni Lincoln le respondieron. Charlie se dejó caer en el sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo y dijo:
-Gente a la que no veo desde hace dos años y tienen la increíble desfachatez de…
Se interrumpió. Marion había dejado escapar un «Ya», una especie de suspiro sofocado, rabioso; le había dado de repente la espalda y había salido del salón.
Lincoln dejó a Honoria en el suelo con cuidado.
-Niños, vayan a comer. Empiecen a tomarse la sopa -dijo, y, cuando los niños obedecieron, se dirigió a Charlie-: Marion no está bien y no soporta los sobresaltos. Esa clase de gente la hace sentirse físicamente mal.
-Yo no les he dicho que vinieran. Alguien les habrá dado el nombre y la dirección de ustedes. Deliberadamente han…
-Bueno, es una pena. Esto no facilita las cosas. Perdóname un momento.
     Solo, Charlie permaneció en su sillón, tenso. Oía comer a los niños en el cuarto de al lado: hablaban con monosílabos y ya habrían olvidado la escena de los mayores. Oyó el murmullo de una conversación en otro cuarto, más lejos, y el ruido de un teléfono al ser descolgado, y, aterrorizado, se cambió a otra silla para no oír nada más.
Lincoln volvió casi inmediatamente.
-Charlie, creo que dejaremos la cena para otra noche. Marion no se encuentra bien.
-¿Se ha disgustado conmigo?
-Más o menos -dijo Lincoln, casi con malos modos-. No es fuerte y…
-¿Quieres decir que ha cambiado de opinión sobre Honoria?
-Ahora está muy afectada. No sé. Llámame al banco mañana.
-Me gustaría que le explicaras que en ningún momento se me ha pasado por la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy tan ofendido como tú.
-Ahora no le puedo explicar nada.
Charlie dejó la silla. Cogió su abrigo y su sombrero y atravesó el pasillo. Abrió la puerta del comedor y dijo con una voz rara:
-Buenas noches, niños.
Honoria se levantó y corrió a abrazarlo.
-Buenas noches, corazón -dijo, ensimismado, y luego, intentando poner más ternura en la voz, intentando arreglar algo, añadió-: Buenas noches, queridos niños.
V
     Charlie se dirigió directamente al bar del Ritz con la idea furibunda de encontrarse con Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y cayó en la cuenta de que, en cualquier caso, nada podía hacer. No había tocado el vaso de whisky en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda. Paul se acercó para saludarlo.
-Todo ha cambiado mucho -dijo con tristeza-. Ahora el negocio no es ni la mitad de lo que era. Me han dicho que muchos de los que volvieron a Estados Unidos lo perdieron todo, si no en el primer hundimiento de la Bolsa, en el segundo. He oído que su amigo George Hardt perdió hasta el último céntimo. ¿Usted ha vuelto a Estados Unidos?
-No, trabajo en Praga.
-Me han dicho que perdió una fortuna cuando se hundió la Bolsa.
-Sí -asintió con amargura-, pero también perdí todo lo que quise cuando subió.
-¿Vendiendo a la baja?
-Más o menos.
     El recuerdo de aquellos días volvía a apoderarse de Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido en sus viajes, y la gente que era incapaz de hacer una suma o de pronunciar una frase coherente. El hombrecillo con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta del barco, y que luego la insultó a tres metros de su mesa; las mujeres y las chicas que habían sido sacadas a rastras de los establecimientos públicos, gritando, borrachas o drogadas…
     Hombres que dejaban a sus mujeres en la calle, cerrándoles la puerta, en la nieve, porque la nieve de 1929 no era real. Si no querías que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.
     Fue al teléfono y llamó al apartamento de los Peters; Lincoln descolgó.
-Te llamo porque no me puedo quitar el asunto de la cabeza. ¿Ha dicho Marion algo?
-Marion está enferma -respondió Lincoln, cortante-. Ya sé que tú no tienes toda la culpa, pero no puedo permitir que esto la destroce. Me temo que tendremos que aplazarlo seis meses; no puedo arriesgarme a que pase otro mal rato como el de hoy.
-Ya.
-Lo siento, Charlie.
     Volvió a su mesa. El vaso de whisky estaba vacío, pero negó con la cabeza cuando Alix lo miró, interrogante. Ya no le quedaba mucho por hacer, salvo mandarle a Honoria algunos regalos; al día siguiente se los mandaría. Más bien irritado, pensó que sólo era dinero: le había dado dinero a tanta gente…
-No, se acabó -dijo a otro camarero-. ¿Cuánto es?
     Algún día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija, y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba. No volvería a ser joven, lleno de las mejores ideas y los mejores sueños, sólo suyos. Estaba absolutamente seguro de que Helen no hubiera querido que estuviese tan solo.

Parábola del trueque – Juan José Arreola

Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

Pase nocturno – Rubem Fonseca

Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.

Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.

Paseo Nocturno, título original “Passeio Noturno” de Rubem Fonseca, antologado en Os Melhores Contos Brasileiros de 1973 (Porto Alegre, Globo, 1974).

Traducción de Paula Vera.

Corazones Solitarios

Trabajaba yo en un diario popular, como reportero de la sección Policiales. Hacía mucho tiempo que no sucedía en la ciudad un crimen interesante, involucrando a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.

– Crímenes así, ni en Roma, París o Nueva Cork -decía el editor del diario-, estamos en una mala época. Pero ya vendrán. La cosa es cíclica; cuando menos se lo espera, estalla una de aquellos escándalos que dan material para un año. Está todo podrido, a punto. Sólo hay que saber esperar.

Antes del estallido me despidieron.

– Sólo hay pequeños comerciantes que matan al socio, pequeños bandidos que matan a pequeños comerciantes, policías que matan a pequeños bandidos. Cosas pequeñas -le dije a Oswaldo Peçanha, editor-jefe y propietario del diario Mujer…

– Hay también meningitis, esquistosomosis, mal de Chagas -dijo Peçanha…

– Pero fuera de mi área -le dije.

– ¿Ya leíste Mujer? -preguntó Peçanha.

Admití que no. Me gusta más leer libros.

Peçanha sacó una caja de habanos de dentro del cajón y me ofreció uno. Encendimos los habanos. En poco tiempo, el ambiente se volvió irrespirable. Los habanos eran ordinarios, estábamos en verano, con las ventanas cerradas y el aparato de aire acondicionado que no funcionaba bien.

– Mujer no es una de esas publicaciones acarameladas para burguesas que hacen régimen. Está hecha para la mujer de clase C, que come arroz con porotos, y a la que no le importa engordar. Dale un vistazo.

Peçanha me tiró un ejemplar del diario, Formato tabloide, titulares en azul, algunas fotos fuera de foco, fotonovelas, horóscopo, entrevistas con artistas de televisión, corte y confección.

-¿Serías capaz de hacer la sección De Mujer a Mujer, nuestro consultorio sentimental? El tipo que la hacía se fue. De Mujer a Mujer era firmada por una tal Elisa Gabriela. Querida Elísa Gabriela, mi marido llega todas las noches borracho y…

– Creo que puedo – dije.

– Bárbaro. Comienzas hoy. ¿Qué nombre quieres usar?

Pensé un poco.

– Nathanael Lessa.

– ¿Nathanael Lessa? – dijo Peçanha, sorprendido y chocado, como si hubiese dicho una mala palabra u ofendido a su madre. 

– ¿Qué tiene? Es un nombre como cualquier otro. Y estoy rindiendo dos homenajes.

Peçanha pitó el habano, irritado. 

– Primero, no es un nombre como cualquier otro. Segundo, no es nombre de Clase C. Aquí sólo usamos nombres del agrado de la Clase C, nombres lindos. Tercero, el diario sólo homenajea a quien yo quiero y no conozco a ningún Nathanael Lessa y, finalmente la irritación de Peganha había ido aumentando gradualmente, como si estuviese sacando un cierto provecho de ella- aquí nadie, ni yo mismo, usa seudónimo masculino. ¡Mi nombre es María de Lourdes! Miré otra vez el diario, incluso el equipo editorial. Sólo había nombres de mujer. 

– ¿No crees que un nombre masculino da más credibilidad a las respuestas? Padre, marido, médico, sacerdote, patrón, sólo hay hombres diciendo lo que ellas deben hacer, Nathanael Lessa pega más que Elisa Gabriela. 

– Es eso mismo lo que no quiero. Aquí ellas se sienten dueñas de su nariz, confían en uno, como si fuésemos todas comadres. Estoy hace veinticinco años en este negocio. No me vengas con teorías no comprobadas. Mujer está revolucionando la prensa brasileña, es un diario diferente que no da noticias viejas que pasaron ayer por la televisión.

Estaba tan irritado que no le pregunté qué se proponía Mujer. Más tarde o más temprano me lo diría. Yo sólo quería el empleo. 

Mi primo, Machado Figueiredo, que también tiene veinticinco años de experiencia, en el Banco del Brasil, acostumbra decir que está siempre abierto a teorías no comprobadas. Yo sabía que Mujer debía dinero al banco. Y encima de la mesa de Peçanha había una carta de recomendación de mi primo. Al oír el nombre de mi primo, Peçanha palideció. Dio un mordisco en el habano para controlarse, después cerró la boca, pareciendo que iba a silbar, y sus labios gordos temblaron como si tuviese un grano de pimienta en la lengua. Enseguida apretó los dientes y golpeó con la uña del pulgar en la dentadura sucia de nicotina, mientras me miraba de una manera que debía considerar cargada de significados.

– Podría agregar “dr.” a mi nombre. Dr. Nathanael Lessa. 

-¡Cuernos!, está bien, está bien – masculló Peçanha entre dientes -, comienzas hoy.

Fue así como pasé a formar parte del equipo de Mujer. 

Mi mesa quedaba cerca de la mesa de Sandra Marina, que firmaba la sección Horóscopo. Sandra era también conocida como Marlene Katia, al hacer entrevistas. Era un muchacho pálido, de largos y ralos bigotes, también conocido como João Albergaria Duval. Había egresado hacía poco tiempo de la escuela de comunicaciones y vivía lamentándose, ¿por qué no estudié odontología, por qué? 

Le pregunté si alguien traía las cartas de los lectores a mi mesa. Me dijo que hablase con Jacqueline, en expedición. Jacqueline era un negro grande de dientes muy blancos. 

Queda mal ser el único aquí dentro que no tiene nombre de mujer. Van a pensar que soy marica. ¿Las cartas? No hay ninguna carta. ¿Crees que la mujer de Clase C escribe cartas? Elisa las inventaba todas.

Estimado Dr. Nathanael Lessa: Conseguí una beca de estudios para mi hija de diez años, en una escuela superfina del barrio norte. Todas sus compañeritas van a la peluquería, por lo menos una vez por semana. Nosotros no tenemos dinero para eso, mi marido es chofer de ómnibus de la línea Jacaré-Cajú, pero dice que va a trabajar extra para mandar a Tania Sandra, nuestra hijita, al peluquero. ¿Usted no cree que los hijos merecen todos los sacrificios? Madre Diligente. Villa Kennedy.

Respuesta: Lave la cabeza de su hijita con jabón de coco y rícele el pelo con pedacitos de papel. Queda como de peluquería. De cualquier manera, su hija no nació para ser una muñequita. A decir verdad, la hija de nadie. Agarre el dinero de las extras y compre alguna cosa más útil: comida, por ejemplo. 

Estimado Dr. Nathanael Lessa: Soy bajita, gordita y tímida. Siempre que voy a la feria, al almacén, a la frutería, se burlan de mí. Me engañan en el peso, en el vuelto, el poroto está podrido, la harina de maíz mohosa, cosas así. Yo solía sufrir mucho pero ahora estoy resignada. Dios está con los ojos puestos en ellos y en el Juicio Final las van a pagar. Doméstica Resignada. Peçanha. 

Respuesta: Dios no está con los ojos puestos en nadie. Tú misma eres quien tiene que defenderse. Sugiero que grites, hagas oír tu voz, haz escándalo. ¿No tienes ningún pariente en la policía? 0 si no un bandido amigo, también sirve. Búscale la vuelta, gordita. 

Estimado Dr. Nathanael Lessa: Tengo veinticinco años, soy dactilógrafa y virgen. Encontré a este muchacho que dice que me ama mucho. Trabaja en el Ministerio de Transportes y dice que quiere casarse conmigo, pero que primero quiere probar. ¿Qué piensa? Virgen Loca, Parada de Lucas. Respuesta: Fíjate bien, Virgen Loca, pregúntale qué es lo que va a hacer si no le gusta la experiencia. Si dice que te deja, entrégate, pues es un hombre sincero. No eres grosella ni sopa de verdura para que tengas que ser probada, pero, hombres sinceros quedan pocos, vale la pena intentar. Fe y mantente firme.

Fui a almorzar.

Al regreso Peçanha me mandó a llamar. Estaba con mis trabajos en la mano. 

– Hay algo aquí que no me gusta – dijo. 

– ¿Qué? – pregunté. 

– ¡Ah, Dios mío, la idea que la gente se hace de la Clase C! – exclamó Peçanha, balanceando la cabeza pensativamente, mientras miraba el techo y fruncía la boca -. Quienes gustan ser tratadas con malas palabras y puntapiés son las mujeres de la Clase A. Recuerda a aquel lord inglés que dijo que su éxito con las mujeres se debía a que él trataba a las señoras como putas y a las putas como señoras. 

– Está bien. Entonces, ¿cómo debo tratar a nuestras lectoras? 

– No me vengas con dialéctica. No quiero que las trates como putas. Olvida al lord inglés. Pon alegría, esperanza, tranquilidad y seguridad en las cartas, eso es lo que quiero. 

Dr. Nathanael Lessa: Mi marido murió y me dejó una pensión muy pequeña, pero lo que me preocupa es estar sola, a los cincuenta y cinco años de edad. Pobre, fea, vieja y viviendo lejos, tengo miedo de lo que me espera. Solitaria de Santa Cruz. 

Respuesta: Grabe esto en su corazón, Solitaria de Santa Cruz: ni el dinero, ni la belleza, ni la juventud, ni un barrio fino dan la felicidad. ¿Cuántos jóvenes ricos y bellos se matan o se pierden en los horrores del vicio? La felicidad está dentro de nosotros, en nuestros corazones. Si somos justos y buenos, encontraremos la felicidad. Sea buena, sea justa, ame al prójimo como así misma, sonríale al tesorero del Instituto Nacional de Previsión Social, cuando vaya a cobrar su pensión. 

Al día siguiente, Peçanha me llamó y me preguntó si podía, además, escribir la fotonovela. 

– Nosotros producimos nuestras propias fotonovelas, no es fumeti italiano traducido. Elige un nombre. 

Elegí Clarice Simone, eran otros dos homenajes, pero no dije nada de eso a Peçanha. 

El fotógrafo de las novelas vino a hablar conmigo. 

– Mi nombre es Mónica Tutsi – dijo -, pero puedes llamarme Agnaldo. ¿Estás con la papa lista? 

Papa era la novela. Le expliqué que Peçanha acababa de comunicarme eso y que necesitaba por lo menos dos días para escribir. 

– ¿Días? Ja, ja – se rió, haciendo un ruido de perro grande, ronco y domesticado, que le ladra al dueño. 

– ¿Dónde está la gracia? – pregunté. 

Norma Virginia escribía la novela en quince minutos. Él tenía una fórmula. 

– Yo también tengo una fórmula. Date una vuelta, regresa en quince minutos y tendrás tu novela lista. 

¿Qué es lo que pensaba de mí ese fotógrafo idiota? El hecho de haber sido reportero de policiales no significaba que yo fuese una bestia. Si Norma Virginia o cualquiera fuese su nombre, escribía una novela en quince minutos, yo también lo haría. 

Había leído todos los trágicos griegos, los ibsens, los o neills, los beckets, los chéjovs, los shakespeares, las four hundred best television plays. No tenía más que tomar una idea aquí, otra allí, y listo. 

Un niño rico es robado por los gitanos y lo dan por muerto. El chico crece pensando que es un gitano verdadero. Un día encuentra a una muchacha riquísima y los dos se enamoran. Ella vive en una fastuosa mansión y tiene muchos automóviles. El gitanillo vive en una carreta. Las dos familias no quieren que se casen, Surgen conflictos. Los millonarios mandan a la policía a apresar a los gitanos. Uno de los gitanos es baleado por la policía. Un primo rico de la muchacha es asesinado por los gitanos. Pero el amor de los dos jóvenes enamorados es mayor que todas esas vicisitudes. Resuelven huir, romper con sus familias. En la fuga encuentran a un monje piadoso y sabio que consagra la unión de los dos en un antiguo, pintoresco y romántico convento en medio de un bosque florido. Los dos jóvenes se retiran para la cámara nupcial. Son lindos esbeltos, rubios de ojos azules. Se sacan la ropa – ¡Oh! – dice la chica -, ¿qué es esa cadena de oro con medalla salpicada de brillantes que tienes en el pecho? – ¡Ella tiene una medalla igual! ¡Son hermanos! – ¡Tú eres mi hermano desaparecido! –grita la joven. Los dos se abrazan. (Atención Mónica Tutsi: ¿qué tal un final ambiguo haciendo aparecer en la cara de los dos un éxtasis no fraternal? ¿Eh? Puedo también modificar el final y volverlo más sofocleano: los dos sólo descubren que son hermanos después del hecho consumado; desesperada, la joven salta por la ventana del convento, estrellándose allá abajo.) 

– Me gustó tu historia – dijo Mónica Tutsi. 

– Una pizca de Romeo y Julieta, una cucharadita de Edipo Rey – dije modestamente. 

– Pero no sirve para fotografiar, muchacho. Tengo que hacer todo en dos horas. ¿Dónde voy a conseguir la mansión rica?, ¿los automóviles?, ¿el convento pintoresco?, ¿el bosque florido? 

– ¿Dónde voy a conseguir – continuó Mónica Tutsi como si no me hubiese oído – los dos jóvenes rubios esbeltos de ojos azules? Nuestros artistas son todos medio mulatos. ¿Dónde voy a conseguir la carreta? Haz otra, muchacho. Vuelvo en quince minutos. ¿Y qué es eso de sofocleano? 

Roberto y Betty están comprometidos y van a casarse. Roberto, que es muy trabajador, economizó dinero para comprar un departamento y amueblarlo, con televisión en colores, combinado, heladera, lavarropas, enceradora, licuadora, batidora, máquina de lavar platos, tostadora, plancha automática y secador de cabellos. Betty también trabaja. Ambos son castos. La fecha de casamiento ha sido fijada. Un amigo de Roberto, Tiago, le pregunta: ¿Vas a casarte virgen? Precisas iniciarte en los misterios del sexo. Tiago lleva entonces a Roberto a la casa de la Superputa Betatrón. (Atención Mónica Tutsi, el nombre tiene una pizca de ficción científica.) Cuando Roberto llega verifica que la Superputa es Betty, su noviecita. ¡Oh!, ¡cielos!, sorpresa terrible. Alguien dirá, tal vez el portero: ¡Crecer es sufrir! Fin de la novela. 

– Una palabra vale por mil fotografías – dijo Mónica Tutsi -, a mí me toca siempre la peor parte. Ya vuelvo. 

Dr. Nathanael: Me gusta cocinar. Me gusta mucho también bordar y hacer crochet. Pero por sobre todo me gusta colocarme un vestido largo de baile, pintar mis labios con rouge carmesí, ponerme bastante colorete, pasarme rímel en los ojos. Ah, ¡qué sensación! Es una pena que tenga que quedarme encerrado en mi cuarto. Nadie sabe que me gusta hacer esas cosas. ¿Estoy equivocado? Pedro Redgrave. Tijuca. Respuesta: ¿Equivocado, por qué? ¿Estás haciendo mal a alguien con eso? Tuve ya otro consultante al que le gustaba vestirse de mujer. Llevaba una vida normal, productiva y útil a la sociedad, tanto que llegó a ser obrero modelo. Viste tus vestidos largos, pinta tu boca escarlata, pon color en tu vida. 

– Todas las cartas deben ser de mujeres -advirtió Peçanha. 

– Pero ésa es verdadera – dije. 

– No lo creo. 

Le entregué la carta a Peçanha. La miró poniendo cara de tira que examina un billete groseramente falsificado. 

– ¿Crees que sea una broma? – preguntó Peçanha. 

– Puede ser – dije -, y puede no ser. 

Peçanha puso cara de reflexión. Después añadió: 

– Agrega en tu carta una frase animadora, como por ejemplo, escribe siempre. Me senté a la máquina. 

Escribe siempre, Pedro, sé qué ese no es tu nombre, pero no importa, escribe siempre, cuenta conmigo. Nathanael Lessa. 

– Diablos – dijo Mónica Tutsi -, fui a hacer tu dramón y me dijeron que está calcado en un film italiano. 

– Canallas, sucios babosos, sólo porque fui reportero de policiales me llaman plagiario. 

– Calma, Virginia. 

– ¿Virginia? Mi nombre es Clarice Simone – dije -. ¿Qué cosa más idiota es esa de pensar que sólo las novias de los italianos son putas? Pues mira, ya tuve oportunidad de conocer una novia de esas bien serias, era hasta hermana de caridad, y fueron a ver: resultó que también era puta. 

– Está bien muchacho, voy a fotografiar la historia. ¿La Betatrón puede ser mulata? ¿Qué es Betatrón? 

– Tiene que ser pelirroja, pecosa. Betatrón es un aparato para la producción de electrones, dotado de gran potencial energético y alta velocidad, activado por la sección de un campo magnético que varía rápidamente – dije. 

– ¡Diablos! Ese es un nombre de puta – dijo Mónica Tutsi con admiración, retirándose. 

Comprensivo Nathanael Lessa: He usado gloriosamente mis vestidos largos. Y mi boca ha estado roja como la sangre de un tigre y el despertar de la aurora. Estoy pensando en usar un vestido de satén e ir al Teatro Municipal. ¿Qué piensas? Ahora voy a hacerte una maravillosa y gran confidencia, pero quiero que mantengas el mayor secreto sobre mi confesión. ¿Lo juras? No sé si decirlo o no. Toda mi vida he sufrido las mayores desilusiones por creer en los otros. Soy, básicamente, una persona que no perdió su inocencia. La perfidia, la estupidez, el impudor, las canalladas, me chocan mucho. Oh, cómo me gustaría vivir aislada en un mundo utópico hecho de amor y bondad. Mi sensible Nathanael, déjame pensar. Dame tiempo. En la próxima carta te contaré más, todo, tal vez. Pedro Redgrave. 

Respuesta: Pedro. Aguardo tu carta con tus secretos, que prometo guardar en las arcas inviolables de mi recóndita conciencia. Continúa así, enfrentando altanero la envidia y la insidiosa alevosía de los pobres de espíritu. 

Adorna tu cuerpo sediento de sensualidad, ejerciendo los desafíos de tu corajuda mente. 

Peçanha preguntó: 

– ¿Estas cartas también son verdaderas? 

– Las de Pedro Redgrave lo son. 

– Extraño, muy extraño – dijo Peçanha golpeando con las uñas en los dientes -, ¿qué es lo que crees? 

– No creo nada – dije. 

Él parecía estar preocupado por algo. Me hizo preguntas sobre la fotonovela sin interesarse, no obstante, por las respuestas. 

– ¿Qué tal la carta de la cieguita? – pregunté. 

Peçanha agarró la carta de la cieguita y mi respuesta y leyó en voz alta: Querido Nathanael: No puedo leer lo que tú escribes. Mi abuelita adorada me lee todo. Pero no pienses que soy analfabeta. Soy cieguita. Mi querida abuelita está escribiendo la carta por mí, pero las palabras son mías. Quiero enviar una palabra de consuelo a tus lectores, para que ellos, que sufren tanto con pequeñas desgracias, se miren en mi espejo. Soy ciega pero feliz, estoy en paz, con Dios y con mis semejantes. Felicidades para todos. Viva el Brasil y su Pueblo. Cieguita Feliz. Camino del Unicornio. Nueva Iguazú. Posdata: Olvidé decir que también soy paralítica. 

Peçanha encendió un habano. 

– Conmovedor, pero Camino del Unicornio suena a falso. Quedaría mejor que colocaras Camino del Catavento, o algo así. Veamos ahora tu respuesta. Cieguita Feliz, felicitaciones por tu fuerza moral, por tu fe inquebrantable en la felicidad, en el bien, en el pueblo y en el Brasil. Las almas de aquellos que se desesperan en la adversidad deberían nutrirse de tu edificante ejemplo, un haz de luz en las noches de tormenta. 

Peçanha me devolvió los papeles. 

– Tu futuro está en la literatura. Esto es de gran escuela. Aprende, aprende, dedícate, no te desanimes, suda tu camisa. 

Me senté a la máquina: 

Tesio, bancario, vive en la Boca do Mato, en Lins de Vasconcelos; casado en segundas nupcias con Frederica; tiene un hijo, Hipólito, del primer matrimonio, Frederica se enamora de Hipólito. Tesio descubre el amor pecaminoso de los dos. Frederica se ahorca en el árbol de la quinta de la casa. Hipólito pide perdón a su padre, huye de su casa y vaga desesperado por las calles de la ciudad cruel hasta ser atropellado y muerto en la Avenida Brasil. 

– ¿Cuál es el condimento aquí? – preguntó Mónica Tutsi. 

– Eurípides, pecado y muerte. Voy a contarte una cosa: conozco el alma humana y no preciso a ningún griego viejo para inspirarme. Para un hombre de mi inteligencia y sensibilidad basta con mirar a su alrededor. Mírame bien a los ojos. ¿Has visto ya alguna persona más alerta, más despierta? 

Mónica Tutsi me miró bien a los ojos y dijo: 

– Creo que estás loco. Continué: 

– Cito los clásicos apenas para mostrar mi conocimiento. Como fui reportero de policiales, si no hago eso los cretinos no me respetan. Leí millares de libros. ¿Cuántos libros crees que leyó Peçanha? 

– Ninguno, ¿Frederica puede ser negra? 

– Buena idea. Pero Tesio e Hipólito tienen que ser blancos. 

Nathanael: Amo, un amor prohibido, un amor interdicto, un amor secreto, un amor escondido. Amo a otro hombre. Y él también me ama. Pero no podemos andar por la calle tomados de las manos, como los otros, besarnos en los jardines y en los cines, como los otros, acostarnos abrazados en las arenas de las playas, como los otros, bailar en boites, como los otros. No podemos casarnos, como los otros, y juntos enfrentar la vejez, la enfermedad y la muerte, como los otros. No tengo fuerzas para resistir y luchar, Es mejor morir. Adiós. Esta es mi última carta. Haz rezar una misa en mi memoria. Pedro Redgrave. 

Respuesta: ¡Vamos, Pedro! ¿Vas a renunciar ahora que encontraste el amor? 

Oscar Wilde sufrió como el diablo, fue desmoralizado, ridiculizado, humillado, procesado, condenado, pero aguantó. Si no puedes casarte, júntate. Hagan testamento, uno en favor del otro. -Defiéndanse. Usen la Ley y el Sistema en vuestro beneficio. Sean, como los otros, egoístas, disimulados, implacables, intolerantes e hipócritas. Exploten. Despojen. Es en legítima defensa. Pero, por favor, no hagas ningún gesto alocado. 

Hice llegar a Peçanha la carta y la respuesta. Las cartas sólo eran publicadas con su visto. 

Mónica Tutsi apareció con una muchacha. 

– Esta es Mónica – dijo Mónica Tutsi. 

– Qué coincidencia – dije. 

– Coincidencia, ¿qué cosa? – preguntó Mónica, señalando al fotógrafo. 

– Que tengan el mismo nombre – dije. 

– ¿El se llama Mónica? – preguntó Mónica, señalando al fotógrafo. 

– Mónica Tutsi. ¿También eres Tutsi? 

– No. Mónica Amelia. 

Mónica Amelia se quedó mordiéndose una uña y mirando a Mónica Tutsi. 

– Me dijiste que tu nombre era Agnaldo – dijo. 

– Afuera soy Agnaldo. Aquí dentro soy Mónica Tutsi. 

– Mi nombre es Clarice Simone – dije. 

Mónica Amelia nos observó atentamente, sin entender nada. Veía a dos personas circunspectas, demasiado cansadas para bromas, desinteresadas por el propio nombre. 

– Cuando me case, mi hijo o mi hija se va a llamar Hei Psiu – dije. 

– ¿Es un nombre chino? – preguntó Mónica. 

– O Fiu Fiu – silbé. 

– Te estás volviendo nihilista – dijo Mónica Tutsi, retirándose con la otra Mónica. 

Nathanael: ¿Sabes lo que es que dos personas se gusten? Eso éramos nosotros dos, yo y María. ¿Sabes lo que son dos personas perfectamente sincronizadas? Esas éramos nosotros dos, yo y María. Mi plato preferido es arroz, poroto, coliflor, harina de mandioca y longaniza frita. ¿Imagina cuál era el de María? Arroz, poroto, coliflor, harina de mandioca y longaniza frita. Mi piedra preciosa preferida es el rubí. La de María, lo debes imaginar, era también el rubí. Número de la suerte 7, color el azul, día lunes, filme de far-west, libro El Principito, bebida chop, colchón el Anatom, Club el “Vasco de Gama”, música la samba, pasatiempo el Amor, todo igual entre yo y ella, una maravilla. Lo que nosotros hacíamos en la cama, muchacho, no es por ufanarme, pero si hubiésemos estado en un circo y cobrado entrada, nos volvíamos ricos. En la cama ninguna pareja fue presa de tamaña locura, resplandeciente, capaz de desempeño tan hábil, imaginativa, original, obstinada, esplendorosa y gratificante como la nuestra. Y lo repetíamos varias veces por día. Pero no era sólo eso lo que nos unía. Si te faltara una pierna, continuaría amándote, me decía ella. Si fueras jorobada, no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueses sordomudo, continuaría amándote, decía ella. Si fueras bizca no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueses barrigón y feo, continuaría amándote, decía ella. Si estuvieses toda marcada de viruela, no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueses viejo e impotente, continuaría amándote, decía ella. Y estábamos intercambiando esos juramentos cuando una voluntad de ser verdadero me golpeó hondo como una puñalada y le pregunté: ¿si no tuviese dientes, me amarías? y ella respondió, si no tuvieses dientes continuaría amándote. Entonces me saqué la dentadura y la puse encima de la cama, en un gesto grave, religioso y metafísico. Nos quedamos los dos mirando la dentadura, encima de la sábana, hasta que María se levantó, se colocó el vestido y dijo: voy a comprar cigarrillos. Hasta hoy no volvió. Nathanael, explícame lo que sucedió. ¿El amor acaba de repente? Algunos dientes, míseros pedacitos de marfil, ¿valen tanto? Odontos Silva. 

Cuando iba a responder, apareció Jacqueline y dijo que Peçanha me estaba llamando. 

En la sala de Peçanha había un hombre de anteojos y barba. 

– Este aquí es el Dr. Pontecorvo, que se dedica a… ¿a qué se dedica usted? – preguntó Peçanha. 

– Investigación motivacional – dijo Pontecorvo -. Como le iba contando, nosotros hacemos seguimiento de las características del universo que estamos investigando. Por ejemplo, ¿quién es el lector de Mujer? Vamos a suponer que es la mujer de Clase C. En nuestras pesquisas anteriores ya investigamos todo sobre la mujer de Clase C, dónde compra sus alimentos, cuántas bombachitas tiene, a qué hora hace el amor, a qué hora ve televisión, los programas de televisión que prefiere, en fin, un perfil completo. 

– ¿Cuántas bombachitas tiene? – preguntó Peçanha. 

– Tres – respondió Pontecorvo sin vacilar. 

– ¿A qué hora hacer el amor? 

-A las 21.30 – respondió Pontecorvo rápidamente. 

– Y, ¿cómo hacen ustedes para descubrir todo eso? ¿Llaman a la puerta de Doña Aurora, entran en los monobloques del Instituto Nacional de Previsión Social; ella abre la puerta y ustedes dicen, buenos días Doña Aurora, a qué hora se pega su encarnada? Oiga, amigo, estoy hace veinticinco años en este negocio y no preciso que nadie venga a decirme cuál es el perfil de la mujer de Clase C. Lo sé por experiencia propia. Ellas compran mi diario, ¿entiende? Tres bombachitas… ¡Ja! 

– Usamos métodos científicos de investigación. Tenemos sociólogos, psicólogos, antropólogos, estadígrafos, y matemáticos en nuestro staff – dijo Pontecorvo, imperturbable. 

– Todo para sacarles dinero a los ingenuos – dijo Peçanha con mal disimulado desprecio. 

– Además, antes de venir para acá, reuní algunas informaciones sobre su diario, que supongo serán de su interés – dijo Pontecorvo. 

– ¿Cuánto cuesta? – preguntó Peçanha con sarcasmo. 

– Esta información se la doy gratis – dijo Pontecorvo. El hombre parecía de hielo -. Nosotros hicimos una mini pesquisa sobre sus lectores y, a pesar del tamaño reducido del muestreo, puedo asegurarle, sin lugar a duda, que la gran mayoría, la casi totalidad de sus lectores, está compuesta por hombres de la Clase B. 

-¿Qué? – gritó Peçanha. 

– Eso mismo, hombres de la Clase B. 

Primero, Peçanha palideció. Después fue enrojeciendo hasta quedar morado como si lo estuviesen estrangulando, la boca abierta y los ojos desencajados; se levantó de su silla, caminó tambaleante, los brazos abiertos como un gorila enfurecido en dirección a Pontecorvo. Una visión chocante, aun para un hombre de acero, como Pontecorvo, o para un ex reportero de policiales. Pontecorvo retrocedió ante el avance de Peçanha hasta que, de espaldas en la pared, dijo, intentando mantener la calma y la compostura: 

– Tal vez nuestros técnicos se hayan equivocado. 

Peçanha, que estaba a un centímetro de Pontecorvo, tuvo un violento temblor y, al contrario de lo que yo esperaba, no se tiró sobre el otro como un perro enloquecido. Agarró sus propios cabellos con fuerza y comenzó a arrancarlos, mientras gritaba farsantes, tunantes, ladrones, aprovechado-res, mentirosos, canallas. Pontecorvo se escabulló ágilmente en dirección a la puerta, en tanto Peçanha corría detrás de él tirándole los mechones de cabellos que había arrancado de su propia cabeza. 

– ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Clase B! – gruñía Peçanha con aires de loco. 

Después, ya serenado, creo que Pontecorvo huyó por las escaleras, Peçanha volvió a sentarse detrás de su escritorio y me dijo: 

– Es a ese tipo de gente a la cual el Brasil está entregado; manipuladores de estadísticas, falsificadores de informaciones, bromistas con sus computadoras, todos creando la Gran Mentira. Pero conmigo no la van. Coloqué al hipócrita en su lugar, ¿no es cierto? 

Dije cualquier cosa, concordando. Peçanha sacó la caja de matarratones de su cajón y me ofreció uno. Nos quedamos fumando y conversando sobre la Gran Mentira. Después me dio la carta de Pedro Redgrave y mi respuesta, con su visto bueno, para que la llevase a composición. 

A mitad de camino, verifiqué que la carta de Pedro Redgrave no era la que yo le había entregado. El texto era otro: 

Estimado Nathanael, tu carta fue un bálsamo para mi corazón afligido. Me dio fuerzas para resistir. No cometeré ningún acto enloquecido, prometo que…

La carta terminaba ahí. Había sido interrumpida en el medio. Extraño. No lo entendí. Algo andaba mal. 

Me dirigí a mi mesa, me senté y comencé a escribir la respuesta a Odontos Silva: Quien no tiene dientes tampoco tiene dolor de dientes. Y, como dijo el héroe de la conocida pieza Papo Furado, no hubo nunca un filósofo que pudiese aguantar con paciencia un dolor de dientes. Además, los dientes son también instrumentos de venganza, como dice el Deuteronomio: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Los dientes son despreciados por los dictadores. Recuerda lo que Hitler le dijo a Mussolini sobre un nuevo encuentro con Franco: Prefiero arrancarle cuatro dientes. Temes estar en la situación del héroe de aquella pieza Tudo legal se no fim ninguém se ferra, sin gusto, sin nada. Consejo: ponte los dientes nuevamente y muerde. Si la dentellada no es buena, da gritos y puntapiés. 

Estaba ya en la mitad de la carta de Odontos Silva cuando entendí todo. Peçanha era Pedro Redgrave. En vez de devolverme la carta en que Pedro me pedía que le mandase rezar una misa y que yo le había entregado junto con mi respuesta en la que hablaba sobre Oscar Wilde, Peçanha me había entregado una nueva carta, incompleta, ciertamente por error, y que debería llegar a mis manos por correo. 

Tomé la carta de Pedro Redgrave y fui hasta la sala de Peçanha. 

– ¿Puedo entrar? – pregunté. 

– ¿Qué pasa? Entra – dijo Peçanha. 

Le entregué la carta de Pedro Redgrave. Peçanha leyó la carta y percibiendo el error que había cometido palideció, como era su costumbre. Nervioso, revolvió los papeles sobre su mesa. 

– Todo era una broma -dijo después, intentando encender un habano – ¿Estás enojado? 

– En serio o en broma, me da lo mismo – dije. 

– Mi vida serviría para escribir una novela… – dijo Peçanha -. Esto queda entre nosotros dos. ¿Está claro? 

No sabía bien lo que él quería que quedase entre nosotros dos, si el que su vida sirviera para escribir una novela o el hecho de ser Pedro Redgrave. Pero respondí: 

– Claro, entre nosotros dos. 

– Gracias – dijo Peçanha. Y soltó un suspiro que cortaría el corazón de cualquiera que no fuese un ex reportero de policiales.

Traducción de Andrea Diessler (In: Cuentos Brasileños. Santiago, Andrés Bello, 1994, pp: 81-97).

Volver a Babilonio – F. Scott Fitzgerald

-¿Y dónde está el señor Campbell? -preguntó Charlie.
-Se ha ido a Suiza. El señor Campbell está bastante enfermo, señor Wales.
-Lo lamento. ¿Y George Hardt? -preguntó Charlie.
-Ha vuelto a Estados Unidos, a trabajar.
-¿Y dónde está el Pájaro de las Nieves?
-Estuvo aquí la semana pasada. De todas maneras, su amigo, el señor Schaeffer, está en París.
     Dos nombres conocidos entre la larga lista de hacía año y medio. Charlie garabateó una dirección en su libreta y arrancó la página.
-Si ve al señor Schaeffer, dele esto -dijo-. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no tengo hotel.  
     La verdad es que no sentía demasiada decepción por encontrar París tan vacío. Pero el silencio en el bar del hotel Ritz resultaba extraño, portentoso. Ya no era un bar norteamericano: Charlie lo encontraba demasiado encopetado; ya no se sentía allí como en su casa. El bar había vuelto a ser francés. Había notado el silencio desde el momento en que se bajó del taxi y vio al portero, que a aquellas horas solía estar inmerso en una actividad frenética, charlando con un «chasseur» junto a la puerta de servicio.
     En el pasillo sólo oyó una voz aburrida en los aseos de señoras, en otro tiempo tan ruidosos. Y cuando entró en el bar, recorrió los siete metros de alfombra verde con los ojos fijos, mirando al frente, según una vieja costumbre; y luego, con el pie firmemente apoyado en la base de la barra del bar, se volvió y examinó la sala, y sólo encontró en un rincón una mirada que abandonó un instante la lectura del periódico. Charlie preguntó por el jefe de camareros, Paul, que en los últimos días en que la Bolsa seguía subiendo iba al trabajo en un automóvil fuera de serie, fabricado por encargo, aunque lo dejaba, con el debido tacto, en una esquina cercana. Pero aquel día Paul estaba en su casa de campo, y fue Alix el que le dio toda la información.
-Bueno, ya está bien -dijo Charlie-, voy a tomarme las cosas con calma.
Alix lo felicitó:
-Hace un par de años iba a toda velocidad.
-Todavía aguanto perfectamente -aseguró Charlie- Llevo aguantando un año y medio.
-¿Qué le parece la situación en Estados Unidos?
-Llevo meses sin ir a Estados Unidos. Tengo negocios en Praga, donde represento a un par de firmas. Allí no me conocen.
Alix sonrió.
-¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? -dijo Charlie-. Por cierto, ¿qué ha sido de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz, confidencial:
-Está en París, pero ya no viene por aquí. Paul no se lo permite. Ha acumulado una deuda de treinta mil francos, cargando en su cuenta todas las bebidas y comidas y, casi a diario, también las cenas de más de un año. Y cuando Paul le pidió por fin que pagara, le dio un cheque sin fondos.
Alix movió la cabeza con aire triste.
-No lo entiendo; era un verdadero dandi. Y ahora está hinchado, abotargado… -dibujó con las manos una gorda manzana.
Charlie observó a un estridente grupo de homosexuales que se sentaban en un rincón.
«Nada les afecta», pensó. «Las acciones suben y bajan, la gente haraganea o trabaja, pero ésos siguen como siempre».
El bar lo oprimía. Pidió los dados y se jugó con Alix por el trago.
-¿Estará aquí mucho tiempo, señor Wales?
-Cuatro o cinco días, para ver a mi hija.
-¡Ah! ¿Tiene una hija?
     En la calle los anuncios luminosos rojos, azul de gas o verde fantasma, fulguraban turbiamente entre la lluvia tranquila. Se acababa la tarde y había un gran movimiento en las calles. Los «bistros» relucían. En la esquina del Boulevard des Capucines tomó un taxi. La Place de la Concorde apareció ante su vista majestuosamente rosa; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la imprevista atmósfera provinciana de la Rive Gauche.
     Le pidió al taxista que se dirigiera a la Avenue de l’Opera, que quedaba fuera de su camino. Pero quería ver cómo la hora azul se extendía sobre la fachada magnífica, e imaginar que las bocinas de los taxis, tocando sin fin los primeros compases de La plus que lent, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban echando las persianas metálicas de la librería Brentano, y ya había gente cenando tras el seto elegante y pequeño burgués del restaurante Duval. Nunca había comido en París en un restaurante verdaderamente barato: una cena de cinco platos, cuatro francos y medio, vino incluido. Por alguna extraña razón deseó haberlo hecho.
     Mientras seguían recorriendo la Rive Gauche, con aquella sensación de provincianismo imprevisto, pensaba: «Para mí esta ciudad está perdida para siempre, y yo mismo la eché a perder. No me daba cuenta, pero los días pasaban sin parar, uno tras otro, y así pasaron dos años, y todo había pasado, hasta yo mismo».
     Tenía treinta y cinco años y buen aspecto. Una profunda arruga entre los ojos moderaba la expresividad irlandesa de su cara. Cuando tocó el timbre en casa de su cuñada, en la Rue Palatine, la arruga se hizo más profunda y las cejas se curvaron hacia abajo; tenía un pellizco en el estómago. Tras la criada que abrió la puerta surgió una adorable chiquilla de nueve años que gritó: «¡Papaíto!», y se arrojó, agitándose como un pez, entre sus brazos. Lo obligó a volver la cabeza, cogiéndolo de una oreja, y pegó su mejilla a la suya.
-Mi cielo -dijo Charlie.
-¡Papíto, papito, papito, papito, papi, papi, papi!
     La niña lo llevó al salón, donde esperaba la familia, un chico y una chica de la edad de su hija, su cuñada y el marido. Saludó a Marion, intentando controlar el tono de la voz para evitar tanto un fingido entusiasmo como una nota de desagrado, pero la respuesta de ella fue más sinceramente tibia, aunque atenuó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo su atención hacia la hija de Charlie. Los dos hombres se dieron la mano amistosamente y Lincoln Peters dejó un momento la mano en el hombro de Charlie.
     La habitación era cálida, agradablemente norteamericana. Los tres niños se sentían cómodos, jugando en los pasillos amarillos que llevaban a las otras habitaciones; la alegría de las seis de la tarde se revelaba en el crepitar del fuego y en el trajín típicamente francés de la cocina. Pero Charlie no conseguía serenarse; tenía el corazón en vilo, aunque su hija le transmitía tranquilidad, confianza, cuando de vez en cuando se le acercaba, llevando en brazos la muñeca que él le había traído.
-La verdad es que perfectamente -dijo, respondiendo a una pregunta de Lincoln-. Hay cantidad de negocios que no marchan, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, maravillosamente bien. El mes que viene llegará mi hermana de Estados Unidos para ocuparse de la casa. El año pasado tuve más ingresos que cuando tenía dinero. Ya sabes, los checos…
     Alardeaba con un propósito específico; pero, un momento después, al adivinar cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema:
-Ustedes tienen unos niños estupendos, muy bien educados.
-Honoria también es una niña estupenda.
     Marion Peters volvió de la cocina. Era una mujer alta, de mirada inquieta, que en otro tiempo había poseído una belleza fresca, norteamericana. Charlie nunca había sido sensible a sus encantos y siempre se sorprendía cuando la gente hablaba de lo guapa que había sido. Desde el principio los dos habían sentido una mutua e instintiva antipatía.
-¿Cómo has encontrado a Honoria? -preguntó Marion.
-Maravillosa. Me ha dejado asombrado lo que ha crecido en diez meses. Los tres niños tienen muy buen aspecto.
-Hace un año que no llamamos al médico. ¿Cómo te sientes al volver a París?
-Me extraña mucho que haya tan pocos norteamericanos.
-Yo estoy encantada -dijo Marion con vehemencia-. Ahora por lo menos puedes entrar en las tiendas sin que den por sentado que eres millonario. Lo hemos pasado mal, como todo el mundo, pero en conjunto ahora estamos muchísimo mejor.
-Pero, mientras duró, fue estupendo -dijo Charlie-. Éramos una especie de realeza, casi infalible, con una especie de halo mágico. Esta tarde, en el bar -titubeó, al darse cuenta de su error-, no había nadie, nadie conocido.
Marion lo miró fijamente.
-Creía que ya habías tenido bares de sobra.
-Sólo he estado un momento. Sólo tomo una copa por las tardes, y se acabó.
-¿No quieres un coctel antes de la cena? -preguntó Lincoln.
-Sólo tomo una copa por las tardes, y por hoy ya está bien.
-Espero que te dure -dijo Marion.
     La frialdad con que habló demostraba hasta qué punto le desagradaba Charlie, que se limitó a sonreír. Tenía planes más importantes. La extraordinaria agresividad de Marion le daba cierta ventaja, y podía esperar. Quería que fueran ellos los primeros en hablar del asunto que, como sabían perfectamente, lo había llevado a París.
     Durante la cena no terminó de decidir si Honoria se parecía más a él o a su madre. Sería una suerte si no se combinaban en ella los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Se apoderó de Charlie un profundo deseo de protegerla. Creía saber lo que tenía que hacer por ella. Creía en el carácter; quería retroceder una generación entera y volver a confiar en el carácter como un elemento eternamente valioso. Todo lo demás se estropeaba.
     Se fue enseguida, después de la cena, pero no para volver a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche con ojos más perspicaces y sensatos que los de otro tiempo. Fue al Casino y vio a Josephine Baker y sus arabescos de chocolate.
     Una hora después abandonó el espectáculo y fue dando un paseo hacia Montmartre, subiendo por Rue Pigalle, hasta la Place Blanche. Había dejado de llover y alguna gente en traje de noche se apeaba de los taxis ante los cabarés, y había cocottes que trabajaban la calle, solas o en pareja, y muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada de la que salía música y se detuvo con una sensación de familiaridad; era el Bricktop, donde había dejado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más abajo descubrió otro de sus antiguos puntos de encuentros e imprudentemente se asomó al interior. De pronto una orquesta entusiasta empezó a tocar, una pareja de bailarines profesionales se puso en movimiento y un maître d’hòtel se le echó encima, gritando:
-¡Está empezando ahora mismo, señor!
Pero Charlie se apartó inmediatamente.
«Tendría que estar como una cuba», pensó.
     El Zelli estaba cerrado; sobre los inhóspitos y siniestros hoteles baratos de los alrededores reinaba la oscuridad; en la Rue Blanche había más luz y un público local y locuaz, francés. La Cueva del Poeta había desaparecido, pero las dos inmensas fauces del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando; incluso devoraron, mientras Charlie miraba, el exiguo contenido de un autobús de turistas: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que se quedaron mirándolo con ojos de espanto.
     Y a esto se limitaba el esfuerzo y el ingenio de Montmartre. Toda la industria del vicio y la disipación había sido reducida a una escala absolutamente infantil, y de repente Charlie entendió el significado de la palabra «disipado»: disiparse en el aire; hacer que algo se convierta en nada. En las primeras horas de la madrugada ir de un lugar a otro supone un enorme esfuerzo, y cada vez se paga más por el privilegio de moverse con mayor lentitud.
     Se acordaba de los billetes de mil francos que había dado a una orquesta para que tocara cierta canción, de los billetes de cien francos arrojados a un portero para que llamara a un taxi.
Pero no había sido a cambio de nada.
     Aquellos billetes, incluso las cantidades más disparatadamente despilfarradas, habían sido una ofrenda al destino, para que le concediera el don de no poder recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las cosas que ahora recordaría siempre: haber perdido la custodia de su hija; la huida de su mujer, para acabar en una tumba en Vermont.
     A la luz que salía de una brasserie una mujer le dijo algo. Charlie la invitó a huevos y café, y luego, evitando su mirada amistosa, le dio un billete de veinte francos y cogió un taxi para volver al hotel.
II
     Se despertó en un día espléndido de otoño: un día de partido de fútbol. El abatimiento del día anterior había desaparecido, y ahora le gustaba la gente de la calle. Al mediodía estaba sentado con Honoria en Le Grand Vatel, el único restaurante que no le recordaba cenas con champán y largos almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en crepúsculos nublados y confusos.
-¿No quieres vegetales? ¿No deberías comer un poco de vegetales?
-Sí, sí.
-Hay épinards y chou-fleur, zanahorias y haricots.
-Quiero chou-fleur.
-¿No preferirías dos vegetales?
-Normalmente sólo almuerzo uno.
-El camarero fingía sentir una extraordinaria pasión por los niños.
-Qu’elle est mignonne la petite! Elle parle exactement comme une française.
-¿Y de postre? ¿Esperamos?
El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expectación.
-¿Qué vamos a hacer hoy?
-Primero iremos a la juguetería de la Rue Saint-Honoré y compraremos lo que quieras. Luego iremos al vodevil, en el Empire.
La niña titubeó.
-Me gustaría ir al vodevil, pero no a la juguetería.
-¿Por qué no?
-Porque ya me has traído esta muñeca -se había llevado la muñeca al restaurante-. Y ya tengo muchos juguetes. Y ya no somos ricos, ¿no?
-Nunca hemos sido ricos. Pero hoy puedes comprarte lo que quieras.
-Muy bien -asintió la niña, resignada.
     Cuando tenía a su madre y a una niñera francesa, Charlie solía ser más severo; ahora se exigía mucho más a sí mismo, procuraba ser más tolerante; tenía que ser padre y madre a la vez y ser capaz de entender a su hija en todos los aspectos.
-Me gustaría conocerte -dijo con gravedad-. Permítame primero que me presente. Soy Charles J. Wales, de Praga.
-¡Oh, papi! -no podía aguantar la risa.
-¿Y quién es usted, si es tan amable? -continuó, y la niña aceptó su papel inmediatamente:
-Honoria Wales, Rue Palatine, París.
-¿Casada o soltera?
-No, no estoy casada. Soltera.
Charlie señaló la muñeca.
-Pero, madame, tiene usted una hija.
No queriendo desheredar a la pobre muñeca, se la acercó al corazón y buscó una respuesta:
-Estuve casada, pero mi marido murió.
Charlie se apresuró a continuar:
-¿Cómo se llama la niña?
-Simone. Es el nombre de mi mejor amiga del colegio.
-Este mes he sido la tercera de la clase -alardeó-. Elsie -era su prima- sólo es la dieciocho y Richard casi es el último de la clase.
-Quieres a Richard y a Elsie, ¿verdad?
-Sí. A Richard lo quiero mucho y a Elsie también.
Con cautela y sin darle mucha importancia Charlie preguntó:
-¿Y a quién quieres más, a tía Marion o a tío Lincoln?
-Ah, creo que a tío Lincoln.
     Cada vez era más consciente de la presencia de su hija. Al entrar al restaurante los había acompañado un murmullo: «…adorable», y ahora la gente de la mesa de al lado, cada vez que interrumpían sus conversaciones, estaba pendiente de ella, observándola como a un ser que no tuviera más conciencia que una flor.
-¿Por qué no vivo contigo? -preguntó Honoria de repente-. ¿Por qué mamá ha muerto?
-Debes quedarte aquí y aprender mejor el francés. A mí me hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien.
-La verdad es que ya no necesito que me cuiden. Hago las cosas sola.
A la salida del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente.
-¡Pero si es el amigo Wales!
-¡Hombre! Lorraine… Dunc…
     Eran fantasmas que surgían del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarrles, una preciosa, pálida rubia de treinta años; una más de la pandilla que lo había ayudado a convertir los meses en días en los pródigos tiempos de hacía tres años.
-Mi marido no ha podido venir este año -dijo Lorraine, respondiéndole a Charlie-. Somos más pobres que las ratas. Así que me manda doscientos dólares al mes y dice que me las arregle como pueda… ¿Es tu hija?
-¿Por qué no te sientas un rato con nosotros en el restaurante? -preguntó Duncan.
-No puedo.
     Se alegraba de tener una excusa. Seguía notando el atractivo apasionado, provocador, de Lorraine, pero ahora Charlie se movía a otro ritmo.
-¿Y si quedamos para cenar? -preguntó Lorraine.
-Tengo una cita. Dame tu dirección y te llamaré.
-Charlie, tengo la completa seguridad de que estás sobrio -dijo Lorraine solemnemente-. Estoy segura de que está sobrio, Dunc, te lo digo de verdad. Pellízcalo para ver si está sobrio.
Charlie señaló a Honoria con la cabeza. Lorraine y Dunc se echaron a reír.
-¿Cuál es tu direccion? -preguntó Dunc, escéptico.
Charlie titubeó; no quería decirles el nombre de su hotel.
-Todavía no tengo dirección fija. Ya los llamaré. Vamos al vodevil, al Empire.
-¡Estupendo! Lo mismo que yo pensaba hacer -dijo Lorraine-. Tengo ganas de ver payasos, acróbatas y malabaristas. Es lo que vamos a hacer, Dunc.
-Antes tenemos que hacer un recado -dijo Charlie-. A lo mejor nos vemos en el teatro.
-Muy bien. Estás hecho un auténtico esnob… Adiós, guapísima.
-Adiós.
Honoria, muy educada, hizo una reverencia.
Había sido un encuentro desagradable. Charlie les caía simpático porque trabajaba, porque era serio; lo buscaban porque ahora tenía más fuerza que ellos, porque en cierta medida querían alimentarse de su fortaleza.
     En el Empire, Honoria se negó orgullosamente a sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Era ya una persona, con su propio código, y a Charlie le obsesionaba cada vez más el deseo de inculcarle algo suyo antes de que su personalidad cristalizara completamente. Pero era imposible intentar conocerla en tan poco tiempo.
En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine en la sala de espera, donde tocaba una orquesta.
-¿Tomamos una copa?
-Muy bien, pero no en la barra. Busquemos una mesa.
-El padre perfecto.
     Mientras oía, un poco distraído, a Lorraine, Charlie observó cómo la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió pensativamente por el salón, preguntándose qué estaría mirando. Se encontraron sus miradas y Honoria sonrió.
-Está buena la limonada -dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué se esperaba él? Mientras volvían a casa en un taxi la abrazó, para que su cabeza descansara en su pecho.
-¿Querida, algunas veces recuerdas de tu madre?
-A veces -contestó vagamente.
-No quiero que la olvides. ¿Tienes alguna foto suya?
-Sí, creo que sí. De todas formas, tía Marion tiene una. ¿Por qué no quieres que la olvide?
-Porque te quería mucho.
-Yo también la quería.
Callaron un momento.
-Papá, quiero vivir cotigo -dijo de pronto.
A Charlie le dio un vuelco el corazón; así era como quería que ocurrieran las cosas.
-¿Es que no estás contenta?
-Sí, pero a ti te quiero más que a nadie. Y tú me quieres a mí más que a nadie, ¿verdad?, ahora que mamá ha muerto.
-Claro que sí. Pero no siempre me querrás a mí más que a nadie, cariño. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un papá.
-Sí, es verdad -asintió, muy tranquila.
Charlie no entró en la casa. Volvería a las nueve, y quería mantenerse despejado para lo que debía decirles.
-Cuando estés ya en casa, asómate a esa ventana.
-Muy bien. Adiós, papi, papi, papi, papi.
     Esperó a oscuras en la calle hasta que apareció, cálida y luminosa, en la ventana y lanzó a la noche un beso con la punta de los dedos.
III
     Lo estaban esperando. Marion, sentada junto a la bandeja del café, vestía un elegante y majestuoso traje negro, que casi hacía pensar en el luto. Lincoln no dejaba de pasearse por la habitación con la animación de quien ya lleva un buen rato hablando. Deseaban tanto como Charlie abordar el asunto. Charlie lo sacó a colación casi inmediatamente:
-Me figuro que saben por qué he venido a verlos, por qué he venido a París.
Marion jugaba con las estrellas negras de su collar, y frunció el ceño.
-Tengo verdaderas ganas de tener una casa -continuó-. Y tengo verdaderas ganas de que Honoria viva conmigo. Aprecio mucho que, por amor a su madre, se hayan ocupado de Honoria, pero las cosas han cambiado… -titubeó y continuó con mayor decisión-, han cambiado radicalmente en lo que a mí respecta, y quisiera pedirles que reconsideren el asunto. Sería una tontería negar que durante tres años he sido un insensato…
Marion lo miraba con dureza.
-…pero todo eso se ha acabado. Como les he dicho, hace un año que sólo bebo una copa al día, y esa copa me la tomo deliberadamente, para que la idea del alcohol no cobre en mi imaginación una importancia que no tiene. ¿Me entienden?
-No -dijo Marion sucintamente.
-Es una especie de truco que me hago a mí mismo, para no olvidar la medida de las cosas.
-Te entiendo -dijo Lincoln- No quieres admitir que el alcohol te atrae.
-Algo así. A veces se me olvida y no bebo. Pero procuro beber una copa al día. De todas maneras, en mi situación, no puedo permitirme beber. Las firmas a las que represento están más que satisfechas con mi trabajo, y quiero traerme a mi hermana desde Burlington para que se ocupe de la casa, y sobre todas las cosas quiero que Honoria viva conmigo. Ustedes saben que, incluso cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, jamás permitimos que nada de lo que sucedía afectara a Honoria. Sé que me quiere y sé que soy capaz de cuidarla y… Bueno, ya les he dicho todo. ¿Qué piensan?
Sabía que ahora le tocaba recibir los golpes. Podía durar una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba su resentimiento inevitable y lo convertía en la actitud sumisa del pecador arrepentido, podría imponer por fin su punto de vista.
«Domínate», se decía a sí mismo. «Quieres a Honoria».
Lincoln fue el primero en responderle:
-Llevamos hablando de este asunto desde que recibimos tu carta el mes pasado. Estamos muy contentos de que Honoria viva con nosotros. Es una criatura adorable, y nos alegra mucho poder ayudarla, pero, claro está, ya sé que ése no es el problema…
Marion lo interrumpió súbitamente.
-¿Cuánto tiempo aguantarás sin beber, Charlie? -preguntó.
-Espero que siempre.
-¿Y qué crédito se les puede dar a esas palabras?
-Saben que nunca había bebido demasiado hasta que dejé los negocios y me vine aquí sin nada que hacer. Luego Helen y yo empezamos a salir con…
-Por favor, no metas a Helen en esto. No soporto que hables de ella así.
Charlie la miró severamente; nunca había estado muy seguro de hasta qué punto se habían apreciado las dos hermanas cuando Helen vivía.
-Me dediqué a beber un año y medio poco más o menos: desde que llegamos hasta que… me derrumbé.
-Demasiado tiempo.
-Demasiado tiempo -asintió.
-Lo hago sólo por Helen -dijo Marion-. Intento pensar qué le gustaría que hiciera. Te lo digo de verdad, desde la noche en que hiciste aquello tan horrible dejaste de existir para mí. No puedo evitarlo. Era mi hermana.
-Ya lo sé.
-Cuando se estaba muriendo, me pidió que me ocupara de Honoria. Si entonces no hubieras estado internado en un sanatorio, las cosas hubieran sido más fáciles.
Charlie no respondió.
-Jamás podré olvidar la mañana en que Helen llamó a mi puerta, empapada hasta los huesos y tiritando, y me dijo que habían echado la llave y no la habías dejado entrar.
Charlie apretaba con fuerza los brazos del sillón. Estaba siendo más difícil de lo que se había esperado. Hubiera querido protestar, demorarse en largas explicaciones, pero sólo dijo:
-La noche en que le cerré la puerta…
Y Marion lo interrumpió:
-No pienso volver a hablar de eso.
Tras un momento de silencio Lincoln dijo:
-Nos estamos saliendo del tema. Quieres que Marion renuncie a su derecho a la custodia y te entregue a Honoria. Yo creo que lo importante es si puede confiar en ti o no.
-No culpo a Marion -dijo Charlie despacio-, pero creo que puede tener absoluta confianza en mí. Mi reputación era intachable hasta hace tres años. Claro está que puedo fallar en cualquier momento, es humano. Pero si esperamos más tiempo perdería la niñez de Honoria y la oportunidad de tener un hogar. -Negó con la cabeza-. Perdería a Honoria, ni más ni menos, ¿no se dan cuenta?
-Sí, te entiendo -dijo Lincoln.
-¿Y por qué no pensaste antes en estas cosas? -preguntó Marion.
-Me figuro que alguna vez pensaría en estas cosas, de cuando en cuando, pero Helen y yo nos llevábamos fatal. Cuando acepté concederle la custodia de la niña, y no me podía mover del sanatorio, estaba hundido, y la Bolsa me había dejado en la ruina. Sabía que me había portado mal y hubiera aceptado cualquier cosa con tal de devolverle la paz a Helen. Pero ahora es distinto. Estoy trabajando, me va malditamente bien, así que…
-Te agradecería que no utilizaras ese lenguaje en mi presencia.
     La miró, estupefacto. Cada vez que Marion hablaba, la fuerza de su antipatía hacia él era más evidente. Con su miedo a la vida había construido un muro que ahora levantaba frente a Charlie. Aquel reproche insignificante quizá fuera consecuencia de algún problema que hubiera tenido con la cocinera aquella tarde. La posibilidad de dejar a Honoria en aquella atmósfera de hostilidad hacia él le resultaba cada vez más preocupante. Antes o después saldría a relucir, en alguna frase, en un gesto con la cabeza, y algo de aquella desconfianza arraigaría irrevocablemente en Honoria. Pero procuró que su cara no revelase sus emociones, guardárselas; había obtenido cierta ventaja, porque Lincoln se dio cuenta de lo absurdo de la observación de Marion y le preguntó despreocupadamente desde cuándo le molestaba la palabra «malditamente».
-Otra cosa -dijo Charlie-: estoy en condiciones de asegurarle ciertas ventajas. Contrataré para la casa de Praga a una institutriz francesa. He alquilado un apartamento nuevo…
     Dejó de hablar: se daba cuenta de que había metido la pata. Era imposible que aceptaran con ecuanimidad el hecho de que él ganara de nuevo más del doble que ellos.
-Supongo que puedes ofrecerle más lujos que nosotros -dijo Marion-. Cuando te dedicabas a tirar el dinero, nosotros vivíamos contando cada moneda de diez francos… Y supongo que volverás a hacer lo mismo.
-No, no. He aprendido. Tú sabes que trabajé con todas mis fuerzas diez años, hasta que tuve suerte en la Bolsa, como tantos. Una suerte inmensa. No parecía que tuviera mucho sentido seguir trabajando, así que lo dejé. No se repetirá.
     Hubo un largo silencio. Todos tenían los nervios en tensión, y por primera vez desde hacía un año Charlie sintió ganas de beber. Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters quería que él tuviera a su hija.
     De repente Marion se estremeció; una parte de ella se daba cuenta de que ahora Charlie tenía los pies en la tierra, y su instinto de madre reconocía que su deseo era natural; pero había vivido mucho tiempo con un prejuicio: un prejuicio basado en una extraña desconfianza en la posibilidad de que su hermana fuera feliz, y que, después de una noche terrible, se había transformado en odio contra Charlie. Todo había sucedido en un período de su vida en el que, entre el desánimo de la falta de salud y las circunstancias adversas, necesitaba creer en una maldad y un malvado tangibles.
-Me es imposible pensar de otra manera -exclamó de repente-. No sé hasta qué punto eres responsable de la muerte de Helen. Es algo que tendrás que arreglar con tu propia conciencia.
Charlie sintió una punzada de dolor, como una corriente eléctrica; estuvo a punto de levantarse, y una palabra impronunciable resonó en su garganta. Se dominó un instante, un instante más.
-Ya está bien -dijo Lincoln, incómodo-. Yo nunca he pensado que tú fueras responsable.
-Helen murió de una enfermedad cardiaca -dijo Charlie, sin fuerzas.
-Sí, una enfermedad cardiaca -dijo Marion, como si aquella frase tuviera para ella otro significado.
     Entonces, en el instante vacío, insípido, que siguió a su arrebato, Marion vio con claridad que Charlie había conseguido dominar la situación. Miró a su marido y comprendió que no podía esperar su ayuda, y, de pronto, como si el asunto no tuviera ninguna importancia, tiró la toalla.
-Haz lo que te parezca -exclamó levantándose de pronto-. Es tu hija. No soy nadie para interponerme en tu camino. Creo que si fuera mi hija preferiría verla… -consiguió frenarse-. Decídanlo ustedes. No aguanto más. Me siento mal. Me voy a la cama.
Salió casi corriendo de la habitación, y un momento después Lincoln dijo:
-Ha sido un día muy difícil para ella. Ya sabes lo testaruda que es… -parecía pedir excusas-: cuando a una mujer se le mete una idea en la cabeza…
-Claro.
-Todo irá bien. Creo que sabe que ahora tú puedes mantener a la niña, así que no tenemos derecho a interponernos en tu camino ni en el de Honoria.
-Gracias, Lincoln.
-Será mejor que vaya a ver cómo está Marion.
-Me voy ya.
     Todavía temblaba cuando llegó a la calle, pero el paseo por la Rue Bonaparte hasta el Sena lo tranquilizó, y, al cruzar el río, siempre nuevo a la luz de las farolas de los muelles, se sintió lleno de júbilo. Pero, ya en su habitación, no podía dormirse. La imagen de Helen lo obsesionaba. Helen, a la que tanto había querido, hasta que los dos habían empezado a abusar de su amor insensatamente, a hacerlo trizas. En aquella terrible noche de febrero que Marion recordaba tan vivamente, una lenta pelea se había demorado durante horas. Recordaba la escena en el Florida, y que, cuando intentó llevarla a casa, Helen había besado al joven Webb, que estaba en otra mesa; y recordaba lo que Helen le había dicho, histérica. Cuando volvió a casa solo, desquiciado, furioso, cerró la puerta con llave. ¿Cómo hubiera podido imaginar que ella llegaría una hora más tarde, sola, y que caería una nevada, y que Helen vagabundearía por ahí en zapatos de baile, demasiado confundida para encontrar un taxi? Y recordaba las consecuencias: que Helen se recuperara milagrosamente de una neumonía, y todo el horror que aquello trajo consigo. Se reconciliaron, pero aquello fue el principio del fin, y Marion, que lo había visto todo con sus propios ojos e imaginaba que aquélla sólo había sido una de las muchas escenas del martirio de su hermana, nunca lo olvidó.
     Los recuerdos le devolvieron a Helen, y, en la luz blanca y suave que cuando empieza a amanecer rodea poco a poco a quien está medio dormido, se dio cuenta de que volvía a hablar con ella. Helen le decía que tenía razón en cuanto al asunto de Honoria y que quería que Honoria viviera con él. Dijo que se alegraba de que estuviera bien, de que le fuera bien. Le dijo muchas cosas más, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, vestida de blanco, y cada vez se balanceaba más, cada vez más deprisa, así que al final no pudo oír con claridad lo que Helen decía.
IV
     Se despertó sintiéndose feliz. El mundo volvía a abrirle las puertas. Hizo planes, imaginó un futuro para Honoria y para él, y de repente se sintió triste, al recordar los planes que había hecho con Helen. Ella no había planeado morir. Lo importante era el presente: el trabajo, alguien a quien querer. Pero no querer demasiado, pues conocía el daño que un padre puede hacerle a una hija, o una madre a un hijo, si los quiere demasiado: más tarde, ya en el mundo, el hijo buscaría en su pareja la misma ternura ciega y, al no poder encontrarla, se rebelaría contra el amor y la vida.
     Volvía a hacer un día espléndido, vivificador. Llamó a Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si Honoria podría acompañar lo cuando regresara a Praga. Lincoln estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón para aplazar las cosas. Quedaba una cuestión: el derecho a la custodia. Marion quería conservarlo durante algún tiempo. Estaba muy preocupada con aquel asunto, y se sentiría más tranquila si supiera que la situación seguía bajo su control un año mas. Charlie aceptó: lo único que quería era a la niña, tangible y visible.
     También estaba la cuestión de la institutriz. Charlie pasó un buen rato en una agencia sombría hablando con una bearnesa malhumorada y con una campesina bretona regordeta, a ninguna de las cuales hubiera podido soportar. Había otras candidatas a quienes vería al día siguiente.
Comió con Lincoln Peters en el Griffon, intentando dominar su alegría.
-No hay nada comparable a un hijo -dijo Lincoln-. Pero tú comprendes cómo se siente Marion.
-Ya no recuerda de todo lo que trabajé durante siete años en Estados Unidos -dijo Charlie-. Sólo recuerda una noche.
-Eso es distinto -titubeó Lincoln-. Mientras tú y Helen derrochaban dinero por toda Europa, nosotros luchábamos por salir adelante. No he sido ni remotamente rico, nunca he ganado lo suficiente para permitirme algo más que un seguro de vida. Yo creo que Marion pensaba que aquello era una especie de injusticia… Tú ni siquiera trabajabas entonces y cada vez eras más rico.
-El dinero se fue tan rápido como vino -dijo Charlie.
-Sí, y mucho fue a parar a manos de los «chasseurs» y los saxofonistas y los maitres d’hotel… Bueno, se acabó la gran fiesta. Te he dicho esto para explicarte cómo se siente Marion después de estos años de locura. Si pasas un momento por casa a eso de las seis, antes de que Marion esté demasiado cansada, acordaremos los últimos detalles sin ningún problema.
     De vuelta al hotel, Charlie encontró un pneumatique que le habían enviado desde el bar del Ritz, donde Charlie había dejado su dirección para un antiguo amigo.
Querido Charlie:
     Estabas tan raro cuando nos vimos el otro día, que me pregunté si había hecho algo que pudiera molestarte. Si es así, no me he dado cuenta. La verdad es que me he acordado mucho de ti durante el año pasado, y siempre he abrigado la esperanza de que nos viéramos de nuevo cuando yo volviera a París. Lo pasamos muy bien en aquella primavera disparatada, como aquella noche en que tú y yo robamos la bicicleta de reparto del carnicero, y aquella vez que intentamos hablar por teléfono con el presidente, cuando usabas bombín y bastón. Todos parecen haber envejecido últimamente, pero yo no me siento ni un día más vieja. ¿No podríamos vernos hoy, aunque sólo sea un rato, en honor de aquellos viejos tiempos? Ahora tengo una resaca miserable. Pero me sentiré mucho mejor esta tarde, y te esperaré a eso de las cinco en el Ritz.
Siempre tuya,
Lorraine
     La primera sensación de Charlie fue de espanto: espanto de haber robado, ya en edad madura, una bicicleta de reparto para pedalear, con Lorraine a bordo, por la plaza de L’Étoile, de madrugada. Al recordarlo, parecía una pesadilla. Haberle cerrado la puerta a Helen no armonizaba con ningún otro episodio de su vida, pero sí el incidente de la bicicleta: era uno entre muchos. ¿Cuántas semanas o meses de disipación habían sido necesarios para llegar a ese punto de absoluta irresponsabilidad?
     Intentó recordar qué le había parecido Lorraine entonces: muy atractiva; a Helen le molestaba, aunque no dijera nada. Hacía veinticuatro horas, en el restaurante, Lorraine le había parecido vulgar, ajada, estropeada. No tenía ninguna, ninguna gana de verla, y se alegraba de que Alix no le hubiera dado la dirección de su hotel. Y era un consuelo pensar en Honoria, imaginar domingos dedicados a ella, y darle los buenos días y saber que pasaba la noche en casa y respiraba en la oscuridad.
     A las cinco tomó un taxi y compró regalos para la familia Peters: una graciosa muñeca de trapo, una caja de soldados romanos, flores para Marion, pañuelos de hilo para Lincoln.
     Cuando llegó al apartamento, comprendió que Marion había aceptado lo inevitable. Lo recibió como si fuera un pariente díscolo, más que una amenaza ajena a la familia. Honoria sabía ya que se iba con su padre, y Charlie disfrutó al ver cómo, con tacto, la niña procuraba disimular su alegría excesiva. Sólo sentada en sus rodillas le dijo en voz baja lo contenta que estaba y le preguntó, antes de volver con los otros niños, cuándo se irían.
     Marion y Charlie se quedaron solos un instante y, dejándose llevar por un impulso, él se atrevió a decirle:
-Las peleas de familia son muy desagradables. No respetan ninguna regla. No son como el dolor ni las heridas: son más bien como llagas que no se curan porque les falta tejido para hacerlo. Me gustaría que tú y yo nos lleváramos mejor.
-Es difícil olvidar ciertas cosas -contestó Marion-. Es cuestión de confianza -Charlie no contestó y Marion preguntó entonces-: ¿Cuándo piensas llevártela?
-Tan pronto como encuentre una institutriz. Pasado mañana, espero.
-No, es imposible. Tengo que preparar sus cosas. Antes del sábado es imposible.
Charlie cedió. Lincoln, que acababa de volver a la habitación, le ofreció una copa.
-Bueno, me tomaré mi whisky diario.
     Se notaba el calor, era un hogar, gente reunida junto al fuego. Los niños se sentían seguros e importantes; la madre y el padre eran serios, vigilaban. Tenían cosas importantes que hacer por sus hijos, mucho más importantes que su visita. Una cucharada de medicina era, después de todo, más importante que sus tensas relaciones con Marion. Ni Marion ni Lincoln eran estúpidos, pero estaban demasiado condicionados por la vida y las circunstancias. Charlie se preguntó si no podría hacer algo para librar a Lincoln de la rutina del banco.
     Sonó un largo timbrazo: llamaban a la puerta. La bonne a tout faire atravesó la habitación y desapareció en el pasillo. Abrió la puerta después de que volviera a sonar el timbre, y luego se oyeron voces, y los tres miraron hacia la puerta del salón con curiosidad. Lincoln se asomó al pasillo y Marion se levantó. Entonces volvió la criada, seguida de cerca por voces que resultaron pertenecer a Duncan Shaeffer y Lorraine Quarrles.
     Estaban contentos, alegres, muertos de risa. Por un instante Charlie se quedó estupefacto: no podía entender cómo habían podido conseguir la dirección de los Peters.
-Ajá -Duncan agitaba el dedo pícaramente en dirección a Charlie-. Ajá.
     Dunc y Lorraine soltaron un nuevo aluvión de carcajadas. Nervioso, sin saber qué hacer, Charlie les estrechó la mano rápidamente y se los presentó a Lincoln y Marion. Marion los saludó con un gesto de la cabeza y apenas abrió la boca. Retrocedió hacía la chimenea; su hijita estaba cerca y Marion le echó el brazo por el hombro.
     Cada vez más disgustado por la intromisión, Charlie esperaba que le dieran una explicación. Y, después de pensar las palabras un momento, Duncan dijo:
-Hemos venido a invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en que ya está bien de rodeos y secretitos sobre dónde te alojas.
Charlie se les acercó más, como si así quisiera empujarlos hacia el pasillo.
-Lo siento, pero no puedo. Díganme dónde van a estar y los llamaré por teléfono dentro de media hora.
No se inmutaron. Lorraine se sentó de pronto en el brazo de un sillón y, concentrando toda su atención en Richard, exclamó:
-¡Que niño tan precioso! ¡Ven aquí, cielo!
Richard miró a su madre y no se movió. Lorraine se encogió de hombros ostensiblemente, y volvió a dirigirse a Charlie:
-Ven a cenar. Estoy segura de que tus primos no se molestarán. Te veo tan solem… tan solemne.
-No puedo -respondió Charlie, cortante-. Cenen ustedes, ya los llamaré por teléfono.
La voz de Lorraine se volvió desagradable:
-Bien, nos vamos. Pero acuérdate de cuando aporreaste mi puerta a las cuatro de la mañana y yo tuve el suficiente sentido del humor para darte una copa. Vámonos, Dunc.
Con movimientos pesados, con las caras descompuestas, irritados, con pasos titubeantes, se adentraron en el pasillo.
-Buenas noches -dijo Charlie.
-¡Buenas noches! -respondió Lorraine con énfasis.
Cuando Charlie volvió al salón, Marion no se había movido, pero ahora echaba el otro brazo por el hombro de su hijo. Lincoln seguía meciendo a Honoria de acá para allá, como un péndulo.
-¡Que poca vergüenza! -estalló Charlie-. ¡No hay derecho!
     Ni Marion ni Lincoln le respondieron. Charlie se dejó caer en el sillón, cogió el vaso, volvió a dejarlo y dijo:
-Gente a la que no veo desde hace dos años y tienen la increíble desfachatez de…
Se interrumpió. Marion había dejado escapar un «Ya», una especie de suspiro sofocado, rabioso; le había dado de repente la espalda y había salido del salón.
Lincoln dejó a Honoria en el suelo con cuidado.
-Niños, vayan a comer. Empiecen a tomarse la sopa -dijo, y, cuando los niños obedecieron, se dirigió a Charlie-: Marion no está bien y no soporta los sobresaltos. Esa clase de gente la hace sentirse físicamente mal.
-Yo no les he dicho que vinieran. Alguien les habrá dado el nombre y la dirección de ustedes. Deliberadamente han…
-Bueno, es una pena. Esto no facilita las cosas. Perdóname un momento.
     Solo, Charlie permaneció en su sillón, tenso. Oía comer a los niños en el cuarto de al lado: hablaban con monosílabos y ya habrían olvidado la escena de los mayores. Oyó el murmullo de una conversación en otro cuarto, más lejos, y el ruido de un teléfono al ser descolgado, y, aterrorizado, se cambió a otra silla para no oír nada más.
Lincoln volvió casi inmediatamente.
-Charlie, creo que dejaremos la cena para otra noche. Marion no se encuentra bien.
-¿Se ha disgustado conmigo?
-Más o menos -dijo Lincoln, casi con malos modos-. No es fuerte y…
-¿Quieres decir que ha cambiado de opinión sobre Honoria?
-Ahora está muy afectada. No sé. Llámame al banco mañana.
-Me gustaría que le explicaras que en ningún momento se me ha pasado por la cabeza traer aquí a esa gente. Estoy tan ofendido como tú.
-Ahora no le puedo explicar nada.
Charlie dejó la silla. Cogió su abrigo y su sombrero y atravesó el pasillo. Abrió la puerta del comedor y dijo con una voz rara:
-Buenas noches, niños.
Honoria se levantó y corrió a abrazarlo.
-Buenas noches, corazón -dijo, ensimismado, y luego, intentando poner más ternura en la voz, intentando arreglar algo, añadió-: Buenas noches, queridos niños.
V
     Charlie se dirigió directamente al bar del Ritz con la idea furibunda de encontrarse con Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y cayó en la cuenta de que, en cualquier caso, nada podía hacer. No había tocado el vaso de whisky en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda. Paul se acercó para saludarlo.
-Todo ha cambiado mucho -dijo con tristeza-. Ahora el negocio no es ni la mitad de lo que era. Me han dicho que muchos de los que volvieron a Estados Unidos lo perdieron todo, si no en el primer hundimiento de la Bolsa, en el segundo. He oído que su amigo George Hardt perdió hasta el último céntimo. ¿Usted ha vuelto a Estados Unidos?
-No, trabajo en Praga.
-Me han dicho que perdió una fortuna cuando se hundió la Bolsa.
-Sí -asintió con amargura-, pero también perdí todo lo que quise cuando subió.
-¿Vendiendo a la baja?
-Más o menos.
     El recuerdo de aquellos días volvía a apoderarse de Charlie como una pesadilla: la gente que había conocido en sus viajes, y la gente que era incapaz de hacer una suma o de pronunciar una frase coherente. El hombrecillo con quien Helen había aceptado bailar en la fiesta del barco, y que luego la insultó a tres metros de su mesa; las mujeres y las chicas que habían sido sacadas a rastras de los establecimientos públicos, gritando, borrachas o drogadas…
     Hombres que dejaban a sus mujeres en la calle, cerrándoles la puerta, en la nieve, porque la nieve de 1929 no era real. Si no querías que fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario.
     Fue al teléfono y llamó al apartamento de los Peters; Lincoln descolgó.
-Te llamo porque no me puedo quitar el asunto de la cabeza. ¿Ha dicho Marion algo?
-Marion está enferma -respondió Lincoln, cortante-. Ya sé que tú no tienes toda la culpa, pero no puedo permitir que esto la destroce. Me temo que tendremos que aplazarlo seis meses; no puedo arriesgarme a que pase otro mal rato como el de hoy.
-Ya.
-Lo siento, Charlie.
     Volvió a su mesa. El vaso de whisky estaba vacío, pero negó con la cabeza cuando Alix lo miró, interrogante. Ya no le quedaba mucho por hacer, salvo mandarle a Honoria algunos regalos; al día siguiente se los mandaría. Más bien irritado, pensó que sólo era dinero: le había dado dinero a tanta gente…
-No, se acabó -dijo a otro camarero-. ¿Cuánto es?
     Algún día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente. Pero quería a su hija, y al margen de eso ninguna otra cosa le importaba. No volvería a ser joven, lleno de las mejores ideas y los mejores sueños, sólo suyos. Estaba absolutamente seguro de que Helen no hubiera querido que estuviese tan solo.

Sólo vine a hablar por teléfono – Gabriel García Márquez

     Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.
     Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.
     -Están dormidas -murmuró.
     María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.
     -¿Dónde estamos? -le preguntó María.
     -Hemos llegado -contestó la mujer.
     El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.
     -¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.
     -Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.
     Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. «En el camino se secan», le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó «Buena suerte». El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
     María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: «¡Alto he dicho!». María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:
     -Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
     María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.
     -Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dijo María.
     Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
     -¿Cómo te llamas? -le preguntó.
     María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
     -Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -dijo María.
      -De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
     Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.
     -Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.
     Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
     Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
     No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
     Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
      -Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.
     María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.
     El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. «Todavía no, reina», le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. «Todo se hará a su tiempo». Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
     -Confía en mi -le dijo.
     Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
     Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
     En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
     De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.
     Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
     Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometio mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. «Hay amores cortos y hay amores largos», le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: «Este fue corto». Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.
      María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
      No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. «¿Y ahora hasta cuando?», le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: «El amor es eterno mientras dura». Dos años después, seguía siendo eterno.
      María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.
      El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por María. «No sé nada», dijo Saturno. «Búsquenla en Zaragoza». Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
      El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.
     No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un numero de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.
     Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. «El señorito se ha ido», le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
     -Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.
     -Ya lo sé -le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?
     La mujer se encabritó.
     -¿Pero quién coño habla ahí?
     Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.
     A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.
     La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
     Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:
     -¿Dónde estamos?
     La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
    -En los profundos infiernos.
    -Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oye a los perros ladrándole a la mar.
     Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
     Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. «Tendrás todo», le decía, trémula. «Serás la reina». Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
     Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir mas lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.
     -Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.
     El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:
     -Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos
     -¡Maricón! -dijo María.
     Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
     -¿Bueno?
     Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
    -Conejo, vida mía -suspiró.
     Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:
     -¡Puta! Y colgó en seco.
     Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
     El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
-Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
-Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.
El director asintió complacido. «No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo», dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
-Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
-Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El medico hizo un ademán de sabio. «Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan», dijo. «Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura». Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
-Sígale la corriente -dijo.
-Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
-¿Cómo te sientes? -le preguntó él.
-Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.
-Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la misma.
-Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. «En síntesis», concluyó, «aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo». María entendió la verdad.
-¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. No me digas que tú también crees que estoy loca!
-¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.
-¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! -dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
-¡Váyase!
Saturno huyo despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
-Es una reacción típica -lo consoló el director-. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y en cinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.

Una bella mañana de abril – Haruki Murakami

     Una bella mañana de abril, en una callecita lateral del elegante barrio de Harajuku en Tokio, me crucé con la chica 100% perfecta.
     A decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de ninguna manera. Su ropa no era nada especial. En la nuca su cabello tenía las marcas de recién haber despertado. Tampoco era joven –debía andar alrededor de los treinta, ni si quiera cerca de lo que comúnmente se considera una “chica”. Aún así, a quince metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde el momento que la vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un desierto.
     Quizá tú tienes tu propio tipo de chica favorita: digamos, las de tobillos delgados, o grandes ojos, o delicados dedos, o sin tener una buena razón te enloquecen las chicas que se toman su tiempo en terminar su merienda. Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. A veces en un restaurante me descubro mirando a la chica de la mesa de junto porque me gusta la forma de su nariz.
     Pero nadie puede asegurar que su chica 100% perfecta corresponde a un tipo preconcebido. Por mucho que me gusten las narices, no puedo recordar la forma de la de ella –ni siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar de forma segura es que no era una gran belleza. Extraño.
     -Ayer me crucé en la calle con la chica 100% perfecta –le digo a alguien.
     -¿Sí? –él dice- ¿Estaba guapa?
     -No realmente.
     -De tu tipo entonces.
     -No lo sé. Me parece que no puedo recordar nada de ella, la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho.
      -Raro.
     -Sí. Raro.
     -Bueno, como sea –me dice ya aburrido- ¿Qué hiciste? ¿Le hablaste? ¿La seguiste?
     -Nah, sólo me crucé con ella en la calle.
     Ella caminaba de este a oeste y yo de oeste a este. Era una bella mañana de abril.
     Ojalá hubiera hablado con ella. Media hora sería suficiente: sólo para preguntarle acerca de ella misma, contarle algo acerca de mi, y –lo que realmente me gustaría hacer- explicarle las complejidades del destino que nos llevaron a cruzarnos uno con el otro en esa calle en Harajuku en una bella mañana de abril en 1981. Algo que seguro nos llenaría de tibios secretos, como un antiguo reloj construido cuando la paz reinaba en el mundo.
     Después de hablar, almorzaríamos en algún lugar, quizá veríamos una película de Woody Allen, parar en el bar de un hotel para unos cócteles. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.
     La posibilidad toca en la puerta de mi corazón.
     Ahora la distancia entre nosotros es de apenas 15 metros.
     ¿Cómo acercármele? ¿Qué debería decirle?
     -Buenos días señorita, ¿podría compartir conmigo media hora para conversar?   Ridículo. Sonaría como un vendedor de seguros.  
     -Discúlpeme, ¿sabría usted si hay en el barrio alguna lavandería 24 horas?
     No, simplemente ridículo. No cargo nada que lavar, ¿quién me compraría una línea como esa?
     Quizá simplemente sirva la verdad: Buenos días, tú eres la chica 100% perfecta para mi.
     No, no se lo creería. Aunque lo dijera es posible que no quisiera hablar conmigo. Perdóname, podría decir, es posible que yo sea la chica 100% perfecta para ti, pero tú no eres el chico 100% perfecto para mí. Podría suceder, y de encontrarme en esa situación me rompería en mil pedazos, jamás me recuperaría del golpe, tengo treinta y dos años, y de eso se trata madurar.
     Pasamos frente a una florería. Un tibio airecito toca mi piel. La acera está húmeda y percibo el olor de las rosas. No puedo hablar con ella. Ella trae un suéter blanco y en su mano derecha estruja un sobre blanco con una sola estampilla. Así que ella le ha escrito una carta a alguien, a juzgar por su mirada adormecida quizá pasó toda la noche escribiendo. El sobre puede guardar todos sus secretos.
     Doy algunas zancadas y giro: ella se pierde en la multitud.
     Ahora, por supuesto, sé exactamente qué tendría que haberle dicho. Tendría que haber sido un largo discurso, pienso, demasiado tarde como para decirlo ahora. Se me ocurren las ideas cuando ya no son prácticas.
     Bueno, no importa, hubiera empezado “Érase una vez” y terminado con “Una historia triste, ¿no crees?”
     Érase una vez un muchacho y una muchacha. El muchacho tenía dieciocho y la muchacha dieciséis. Él no era notablemente apuesto y ella no era especialmente bella. Eran solamente un ordinario muchacho solitario y una ordinaria muchacha solitaria, como todo los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en algún lugar del mundo vivía el muchacho 100% perfecto y la muchacha 100% perfecta para ellos. Sí, creían en el milagro. Y ese milagro sucedió.
     Un día se encontraron en una esquina de la calle.
     -Esto es maravilloso –dijo él- Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero eres la chica 100% perfecta para mí.
     -Y tú –ella le respondió- eres el chico 100% perfecto para mi, exactamente como te he imaginado en cada detalle. Es como un sueño.
     Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos y dijeron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Qué cosa maravillosa encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Un milagro, un milagro cósmico.
     Sin embargo, mientras se sentaron y hablaron una pequeña, pequeñísima astilla de duda echó raíces en sus corazones: ¿estaba bien si los sueños de uno se cumplen tan fácilmente?
     Y así, tras una pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica: Vamos a probarnos, sólo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos, entonces alguna vez en algún lugar, nos volveremos a encontrar sin duda alguna y cuando eso suceda y sepamos que somos los 100% perfectos, nos casaremos ahí y entonces, ¿cómo ves?
     -Sí –ella dijo- eso es exactamente lo que debemos hacer.
     Y así partieron, ella al este y él hacia el oeste.
     Sin embargo, la prueba en que estuvieron de acuerdo era absolutamente innecesaria, nunca debieron someterse a ella porque en verdad eran el amante 100% perfecto el uno para el otro y era un milagro que se hubieran conocido. Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran. Las frías, indiferentes olas del destino procederían a agitarlos sin piedad.
     Un invierno, ambos, el chico y la chica se enfermaron de influenza, y tras pasaron semanas entre la vida y la muerte, perdieron toda memoria de los años primeros. Cuando despertaron sus cabezas estaban vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.
     Eran dos jóvenes brillantes y determinados, a través de esfuerzos continuos pudieron adquirir de nuevo el conocimiento y la sensación que los calificaba para volver como miembros hechos y derechos de la sociedad. Bendito el cielo, se convirtieron en ciudadanos modelo, sabían transbordar de una línea del subterráneo a otra, eran capaces de enviar una carta de entrega especial en la oficina de correos. De hecho, incluso experimentaron otra vez el amor, a veces el 75% o aún el 85% del amor.
     El tiempo pasó veloz y pronto el chico tuvo treinta y dos, la chica treinta
     Una bella mañana de abril, en búsqueda de una taza de café para empezar el día, el chico caminaba de este a oeste, mientras que la chica lo hacía de oeste a este, ambos a lo largo de la callecita del barrio de Harajuku de Tokio. Pasaron uno al lado del otro justo en el centro de la calle. El débil destello de sus memorias perdidas brilló tenue y breve en sus corazones. Cada uno sintió retumbar su pecho. Y supieron:
     Ella es la chica 100% perfecta para mí.
     Él es el chico 100% perfecto para mí.
     Pero el resplandor de sus recuerdos era tan débil y sus pensamientos no tenían ya la claridad de hace catorce años. Sin una palabra, se pasaron de largo, uno al otro, desapareciendo en la multitud. Para siempre.
     Una historia triste, ¿no crees?
     Sí, eso es, eso es lo que tendría que haberle dicho.

Tlön, Uqbar, Orbis Tertius – Jorge Luis Borges

     Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr… Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
     Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.
     El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
     Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön… La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch.1 El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedía… Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.
II
     Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente… Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región… Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.
     En el «onceno tomo» de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.
     Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas «actuales» y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned.
     Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos más.
     No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo -que es un sinónimo perfecto del cosmos-. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.
     Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo -id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase «todos los aspectos» es rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural «los pretéritos», porque supone otra operación imposible… Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.2 Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.
     Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo3 ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese «razonamiento especioso» hay muchas versiones, que varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:
     El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad -id est la continuidad- de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre e1 martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.
     El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo -interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.
    Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras… El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.
    La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <, Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
     En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres…
     También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto.
     Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandí, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron -o produjeron- una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca… Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado -los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön- exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.
     Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.
Salto Oriental, 1940.
     Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha… Me limitaré a recordarlas.
     En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto, la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afilados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los «estudios herméticos», la filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén -y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: «La obra no pactará con el impostor Jesucristo.» Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas -con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido- latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant’Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas -más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente… A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo «que venía de la frontera». Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
     Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbís Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan…6 El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el «hallazgo». Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
     El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), «idioma primitivo» de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar… Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
     Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.

Tobermori – Saki

     Era una tarde lluviosa y desapacible de fines de agosto durante esa estación indefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en algún frigorífico y no hay nada que cazar, a no ser que uno se encuentre en algún lugar que limite al norte con el canal de Bristol. En tal caso se pueden perseguir legalmente robustos venados rojos. Los huéspedes de lady Blemley no estaban limitados al norte por el canal de Bristol, de modo que esa tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa del té. Y, a pesar de la monotonía de la estación y de la trivialidad del momento, no había indicio en la reunión de esa inquietud que nace del tedio y que significa temor por la pianola y deseo reprimido de sentarse a jugar bridge. La ansiosa atención de todos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era el que había llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era «inteligente», y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de parte de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la hora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se destacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder hipnótico ni sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería su aspecto exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas a perdonar un grado considerable de deficiencia mental. Había quedado reducido a un simple señor Appin y el nombre de Cornelius parecía no ser sino un transparente fraude bautismal. Y ahora pretendía haber lanzado al mundo un descubrimiento frente al cual la invención de la pólvora, la imprenta y la locomotora resultaban meras bagatelas. La ciencia había dado pasos asombrosos en diversas direcciones durante las últimas décadas, pero esto parecía pertenecer al dominio del milagro más que al del descubrimiento científico.
     -¿Y usted nos pide realmente que creamos -decía sir Wilfred- que ha descubierto un método para instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido y viejo Tobermory fue el primer discípulo con el que obtuvo un resultado feliz?
     -Es un problema en el que he trabajado mucho los últimos diecisiete años -dijo el señor Appin-, pero sólo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado con el mayor de los éxitos. Experimenté por supuesto con miles de animales, pero últimamente sólo con gatos, esas criaturas admirables que han asimilado tan maravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus altamente desarrollados instintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos un intelecto superior, como sucede también entre la masa de los seres humanos, y cuando conocí hace una semana a Tobermory, me di cuenta inmediatamente de que estaba ante un «supergato» de extraordinaria inteligencia. Había llegado muy lejos por el camino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como ustedes lo llaman, he llegado a la meta.
     El señor Appin concluyó su notable afirmación en un tono en que se esforzaba por eliminar una inflexión de triunfo. Nadie dijo «ratas»1 aunque los labios de Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocaba probablemente a esos roedores representantes del descrédito.
     -¿Quiere decir -preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa- que usted ha enseñado a Tobermory a decir y a entender oraciones simples de una sola sílaba?
     -Mi querida señorita Resker -dijo pacientemente el taumaturgo-, de esa manera gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos atrasados; cuando se ha resuelto el problema de cómo empezar con un animal de inteligencia altamente desarrollada no se necesitan para nada esos métodos vacilantes. Tobermory puede hablar nuestra lengua con absoluta correción.
     Esta vez Clovis dijo claramente «requeterratas». Sir Wilfrid fue más amable, aunque igualmente escéptico.
     -¿No sería mejor traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? -sugirió lady Blemley.
     Sir Wilfrid fue en busca del animal, y todos se entregaron a la lánguida expectativa de asistir a un acto de ventriloquismo más o menos hábil.
     Sir Wilfrid volvió al instante, pálido su rostro bronceado y los ojos dilatados por el asombro.  
     -¡Caramba, es verdad!
     Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un estremecimiento de renovado interés.
     Dejándose caer en un sillón, prosiguió con voz entrecortada:
     -Lo encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar el té. Parpadeó como suele hacer, y le dije: «Vamos, Toby; no nos hagas esperar». Entonces ¡Dios mío!, articuló con lentitud, del modo más espantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo de espaldas.
     Appin se había dirigido a un auditorio completamente incrédulo; las palabras de sir Wilfrid lograron un convencimiento instantáneo. Se elevó un coro de exclamaciones de asombro dignas de la Torre de Babel, entre las cuales el científico permanecía sentado y en silencio gozando del primer fruto de su estupendo descubrimiento.
     En medio del clamor entró en el cuarto Tobermory y se abrió paso con delicadeza y estudiada indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno a la mesa del té. 
     Un silencio tenso e incómodo dominó a los comensales. Por algún motivo resultaba incómodo dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida habilidad mental.
     -¿Quieres tomar leche, Tobermory? -preguntó lady Blemley con la voz un poco tensa.
     -Me da lo mismo -fue la respuesta, expresada en un tono de absoluta indiferencia. Un estremecimiento de reprimida excitación recorrió a todos, y lady Blemley merece ser disculpada por haber servido la leche con un pulso más bien inestable. 
     -Me temo que derramé bastante -dijo.
     -Después de todo, no es mía la alfombra -replicó Tobermory.
     Otra vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores modales de asistente parroquial, le preguntó si le había resultado difícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó serenamente la mirada. Era evidente que las preguntas aburridas estaban excluidas de su sistema de vida. 
     -¿Qué opinas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono vacilante.
     -¿De la inteligencia de quién en particular? -preguntó fríamente Tobermory.
     -¡Oh, bueno!, de la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.
     -Me pone usted en una situación difícil -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no sugerían por cierto el menor embarazo-. Cuando se propuso incluirla entre los huéspedes, sir Wilfrid protestó alegando que era usted la mujer más tonta que conocía, y que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Bremley replicó que su falta de capacidad mental era precisamente la cualidad que le había ganado la invitación, puesto que no conocía ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman «la envidia de Sísifo», porque si lo empujan va cuesta arriba con suma facilidad.
    Las protestas de lady Blemley habrían tenido mayor efecto si aquella misma mañana no hubiera sugerido casualmente a Mavis que ese auto era justo lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.
     El mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.
     -¿Y qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?
     No bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era una burrada.
     -Por lo general no se habla de esas cosas en público -respondió fríamente Tobermory-. Por lo que pude observar de su conducta desde que llegó a esta casa, imagino que le parecería inconveniente que yo desviara la conversación hacia sus pequeños asuntos.
     No sólo al mayor dominó el pánico que siguió a estas palabras.
     -¿Quieres ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -sugirió apresuradamente lady Blemley, fingiendo ignorar que faltaban por lo menos dos horas para la comida de Tobermory.
     -Gracias -dijo Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.
     -Los gatos tienen siete vidas, sabes -dijo sir Wilfrid con ánimo cordial.
     -Posiblemente -replicó Tobermory-, pero un solo hígado.
     -¡Adelaida! -exclamó la señora Cornett-, ¿vas a permitir que este gato salga a hablar de nosotros con los sirvientes?
     El pánico en verdad se había vuelto general. Se recordó con espanto que una balaustrada ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de las torres, y que era el paseo favorito de Tobermory a todas horas.         Desde allí podía vigilar a las palomas y… sabe Dios qué más. Si su intención era extenderse en reminiscencias, con su actual tendencia a la franqueza el efecto sería más que desconcertante. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente a su mesa de tocador y cuyo cutis tenía fama de poseer una naturaleza nómada aunque puntual, se mostraba tan incómoda como el mayor. La señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una vida intachable, solo manifestó irritación; si uno es metódico y virtuoso en su vida privada, no quiere necesariamente que todos se enteren. Bertie van Tahn, tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su intento de ser todavía peor, se puso de un color blanco apagado como de gardenia, pero no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como Odo Finsberry, un joven que parecía seguir la carrera eclesiástica y a quien posiblemente perturbaba la idea de enterarse de los escándalos de otras personas. Clovis tuvo la presencia de ánimo de guardar una apariencia de serenidad. Interiormente se preguntaba cuánto tiempo tardaría en procurarse una caja de ratones selectos por medio de Exchanges and Mart, y utilizarlos como soborno.
     Aun en una situación delicada como aquella, Agnes Resker no podía resignarse a quedar relegada por mucho tiempo.
     -¿Por qué habré venido aquí? -preguntó en un tono dramático.
     Tobermory aceptó inmediatamente la apertura.
     -A juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue por la comida. Describió a los Blemleys como las personas más aburridas que conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un cocinero de primer orden; de otro modo les resultaría difícil encontrar a quien quisiera volver por segunda vez a su casa.
     -¡Ni una palabra de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señora Cornett! -exclamó Agnes, confusa.
     -La señora Cornett repitió después su observación a Bertie van Tahn -prosiguió Tobermory- y dijo: «Esa mujer está entre los desocupados que integran la Marcha del Hambre; iría a cualquier parte con tal de obtener cuatro comidas por día», y Bertie van Tahn dijo…
     En ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había divisado a Tom, el gran gato amarillo de la rectoría, que avanzaba a través de los arbustos en dirección del establo. Tobermory salió disparado por la ventana abierta.
     Con la desaparición de su por demás alumno brillante, Cornelius Appin se encontró envuelto en un huracán de amargos reproches, preguntas ansiosas y temerosos ruegos. En él recaía la responsabilidad de la situación, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran aun más. ¿Podía Tobermory impartir su peligroso don a otros gatos? Era la primera pregunta que tuvo que contestar. Era posible, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus enseñanzas abarcaran por el momento un margen más amplio.
     -Siendo así -dijo la señora Cornett- acepto que Tobermory sea un gato valioso y una mascota adorable; pero seguramente convendrá conmigo, Adelaida, que tanto él como la gata de los establos deben desaparecer sin demora.
     -No supondrá que este último cuarto de hora me haya sido placentero -dijo amargamente lady Blemley-. Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory… por lo menos, lo queríamos hasta que le fueron impartidos esos horribles conocimientos; pero ahora, por supuesto, lo que hay que hacer es eliminarlo tan pronto como sea posible.
     -Podemos poner estricnina en los restos que recibe a la hora de la comida -dijo sir Wilfrid-, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cochero lamentará mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de sarna muy contagiosa y que temíamos que se extendiera a los perros.
     -Pero, ¡mi gran descubrimiento! -protestó el señor Appin-; después de tantos años de investigaciones y experimentos…
     Un arcángel que proclamara en éxtasis el milenio y descubriera que coincide imperdonablemente con las regatas de Henley y tuviera que ser postergado por tiempo indefinido, no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la acogida que se dispensó a su magnífica hazaña. Tenía en contra, sin embargo, la opinión pública, que si hubiera sido consultada al respecto es probable que una cuantiosa minoría hubiera votado por incluirlo en la dieta de estricnina.
     Horarios defectuosos de trenes y un nervioso deseo de ver las cosa consumadas impidieron una dispersión inmediata de los huéspedes, pero la comida de aquella noche no fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostentosamente a comer un trozo de tostada reseca, que mordía como si se tratara de un enemigo personal, mientras que Mavis Pellington guardó un silencio vengativo durante toda la comida. Lady Blemley hablaba incesantemente haciéndose la ilusión de que estaba conversando, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato lleno de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el aparador, pero pasaron los dulces y los postres sin que Tobermory apareciera en el comedor o en la cocina.
      La sepulcral comida resultó alegre comparada con la siguiente vigilia en el salón de fumar. El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción al malestar general. El bridge quedó eliminado, debido a la tensión nerviosa y a la irritación de los ánimos, y después que Odo Finsberry ofreció una lúgubre versión de Melisande en el bosque ante un auditorio glacial, la música fue por tácito acuerdo evitada. A las once los sirvientes se fueron a dormir, después de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de costumbre para el uso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer las revistas más recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de la Biblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de abatimiento que hacía superfluas las preguntas acumuladas.
     A las dos Clovis quebró el silencio imperante. 
     -No aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local dictando la primera parte de sus memorias, que excluirán a las de lady Cómo se Llama. Será el acontecimiento del día.
      Habiendo contribuido de esta manera a la animación general, Clovis se fue a acostar. Tras prolongados intervalos, los diversos integrantes de la reunión siguieron su ejemplo.
     Los sirvientes, al llevar el té de la mañana, formularon una declaración unánime en respuesta a una pregunta unánime: Tobermory no había regresado.
     El desayuno resultó, si cabe, una función más desagradable que la comida, pero antes que llegara a su término la situación se despejó. De entre los arbustos, donde un jardinero acababa de encontrarlo, trajeron el cadáver de Tobermory. Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarilla que le había quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en un combate desigual con el gato grande de la rectoría.
     Hacia mediodía la mayoría de los huéspedes habían abandonado las torres, y después del almuerzo lady Blemley se había recuperado lo suficiente como para escribir una carta sumamente antipática a la rectoría acerca de la pérdida de su preciada mascota.
     Tobermory había sido el único alumno aventajado de Appin, y estaba destinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad, se escapó de la jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado molestándolo. En las crónicas de los periódicos el apellido de la víctima aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue invariablemente Cornelius.
     -Si le estaba enseñando los verbos irregulares al pobre animal -dijo Clovis-, se lo tenía merecido.

Un día perfecto para el pez plátano – J. D. Salinger

(Nueva York, 1919-)

      En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

       No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.

       Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.

       —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

       —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.

       —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.

       A través del auricular llegó una voz de mujer:

       —¿Muriel? ¿Eres tú?

       La chica alejó un poco el auricular del oído.

       —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.

       —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

       —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…

       —¿Estás bien, Muriel?

       La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

       —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…

       —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…

       —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…

       —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

       —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

       —¿Cuándo llegasteis?

       —No sé… el miércoles, de madrugada.

       —¿Quién condujo?

       —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

       —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…

       —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.

       —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

       —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha

    hecho arreglar el coche?

       —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para…

       —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…

       —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás…

       —Muy bien—dijo la chica.

       —¿Sigue llamándote con ese horroroso…?

       —No. Ahora tiene uno nuevo

       —¿Cuál?

       —Mamá… ¿qué importancia tiene?

       —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…

       —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.

       —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…

       —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…

       —Lo tienes tú.

       —¿Estás segura?—dijo la chica.

       —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

       —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.

       —¡Pero está en alemán!

       —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos.. .

       —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…

       —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.

       —Muriel, mira, escúchame.

       —Te estoy escuchando.

       —Tu padre habló con el doctor Sivetski.

       —¿Sí?—dijo la chica.

       —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!

       —¿Y…?—dijo la chica.

       —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

       —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.

       —¿Quién? ¿Cómo se llama?

       —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.

       —Nunca lo he oído nombrar.

       —De todos modos, dicen que es muy bueno.

       —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…

       —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma

       —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…

       —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

       —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…

       —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

       —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

       —Me he quemado toda, mamá, toda.

       —¡Qué horror!

       —No me voy a morir.

       —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?

       —Bueno… sí… más o menos…—dijo la chica.

       —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

       —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

       —Bueno, ¿qué dijo?

       —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…

       —¿Por que te hizo esa pregunta?

       —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…

       —¿El verde?

       —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…

       —Pero ¿qué dijo él? El médico.

       —Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

       —Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

       —No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

       —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?

       —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

       —En fin. ¿Y tu abrigo azul?

       —Bien. Le subí un poco las hombreras.

       —¿Cómo es la ropa este año?

       —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

      —¿Y tu habitación?

       —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un

     camión.

       —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

       —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

       —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?

       —Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.

       —¿Y no quieres volver a casa?

       —No, mamá.

       —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…

       —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.

       —Mamá, esta llamada va a costar una for…

       —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que…

       —Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

       —¿Dónde está?

       —En la playa.

       —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

       —Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

       —No he dicho nada de eso, Muriel.

       —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.

       —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?

       —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

       —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

       —Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

       —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

       —No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

       —Muriel, hazme caso.

       —Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

       —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro…, ya me entiendes. ¿Me oyes?

       —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

       —Muriel, quiero que me lo prometas.

       —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

    

       —Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?

       —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.

       La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

       —No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

       —Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.

       —Estáte quieta, Sybil, cariño…

       —¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.

       La señora Carpenter suspiró.

       —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

       Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.

       Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

       —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.

       El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

       —¡Ah!, hola, Sybil.

       —¿Vas a ir al agua?

       —Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

       —¿Qué?—dijo Sybil.

       —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

       —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

       —No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

       —¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.

       —¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

       Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

       —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

       Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

       —Es amarillo—dijo—. Es amarillo.

       —¿En serio? Acércate un poco más.

       Sybil dio un paso adelante.

       —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

       —¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.

       —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

       Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

       —Necesita aire—dijo.

       —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

       —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.

       —¿Sharon Lipschutz dijo eso?

       Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

       —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

       —Sí que podías.

       —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

       —¿Qué?

       —Me imaginé que eras tú.

       Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

       —Vayamos al agua—dijo.

       —Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

       —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

       —¿Que eche a quién?

       —A Sharon Lipschutz.

       —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

       —¿Un qué?

       —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.

       Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.

       Los dos echaron a andar hacia el mar.

       —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.

       Sybil negó con la cabeza.

       —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

       —No sé—dijo Sybil.

       —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.

       Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

       —Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

       —Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

       Sybil lo miró:

       —Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

       Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

       —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.

       Sybil soltó el pie:

       —¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.

       —Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

       —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

       —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

       —No eran más que seis—dijo Sybil.

       —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

       —¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.

       —¿Si me gusta qué?

       —La cera.

       —Mucho. ¿A ti no?

       Sybil asintió con la cabeza:

       —¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.

       —¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

       —¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.

       —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

       Sybil no dijo nada.

       —Me gusta masticar velas—dijo ella por último.

       —Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

       Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

       —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.

       —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

       —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

       —No veo ninguno—dijo Sybil.

       —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

       Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

       —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

       Ella negó con la cabeza.

       —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

       —No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?

       —¿Qué pasa con quiénes?

       —Con los peces plátano.

       —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?

       —Sí—dijo Sybil.

       —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

       —¿Por qué?—preguntó Sybil.

       —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

       —Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.

       —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.

       Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.

       Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

       —Acabo de ver uno.

       —¿Un qué, amor mío?

       —Un pez plátano.

       —¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?

       —Sí—dijo Sybil—. Seis.

       De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

       —¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.

       —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

       —¡No!

       —Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.

       —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

       El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

       En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

       —Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

       —¿Cómo dice?—dijo la mujer.

       —Dije que veo que me está mirando los pies.

       —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

       —Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

       —Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

       Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

       —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

       Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.

       Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

       Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

Un marido sin vocación – Enrique Jardiel Poncel

Un otoño -muchos años atrás-, cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.

-¡Hay un matrimonio próximo, pollos! -advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.

-¿Un matrimonio?

-Un matrimonio, sí -corroboró Ramón.

-¿Tuyo?

-Mío.

-¿Con una muchacha?

-¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?

-¿Y cuándo ocurrirá la cosa?

-Lo ignoro.

-¿Cómo?

-No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla…

Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.

A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La moda y la Casa (publicación para muchachas sin novio).

Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!… Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal…

Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!

Y los amigos cogimos otro sandwich -dozavo- y otra copita. Y allí acabó la cosa.

Mas, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí…

Al contrario: allí daba principio.

Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por construir un hogar dichoso.

-¡Soy un idiota! -murmuró Ramón-. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado…

Y corroboró rabioso:

-¡Soy un idiota!

Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.

-¡Dios mío! -gruñía Ramón mirándola-. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!… No hay ya salvación para mí…, ¡no la hay!

Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.

-¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! -gritó. (Silvia miró al parabrisas con infantil docilidad).

Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:

-Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cual más disparatada…

Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.

Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial. Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.

-Grupo nupcial, ¿no? -indagó.

-Sí -dijo Ramón. Y añadió-: Con una variación.

-¿Cuál?

-La sustitución más original vista hasta ahora… Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto… ¡Viva la originalidad!

Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:

-¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión. La cara más alta… ¡Cuidado! ¡Así!… ¡Ya!

Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.

-¡Al auto! -mandó. (Silvia ahora iba llorando)-. ¡La cosa marcha! -susurró Ramón.

Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.)

Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.

-Yo viajo con los maquinistas -anunció-. Voy a la locomotora… ¡Hasta la vista!

Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún había adquirido un magnífico color antracita.

***

Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.

Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido. Nutrido público los miraba al pasar, asombrado.

Silvia sufría cada día más.

-¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! -murmuraba todavía Ramón-. Pronto rogará Silvia un divorcio total. Sigamos con las burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.

***

Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a todas las llamadas.

Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.

***

Por fin lo trasladaron al manicomio.

Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia…

FIN

Una rosa para Emilia – William Faulkner

Una rosa para Emilia

William Faulkner

(1897-1962)

      Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mu­jeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.

      La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.

      Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.

      la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.

      Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.

      Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.

      Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.

      No les hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.

      Su voz fue seca y fría.

      —Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.

      —De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?

      —Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no pago contribuciones en Jefferson.

      —Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .

      —Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.

      —Pero, señorita Emilia…

      —Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.

II

      Así pues, la señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si vol­ió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.

      “Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.

      Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.

      —¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el Mayor.

      —¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?

      —No creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.

      Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:

      —Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.

      Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.

      —Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace…

      —Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?

      Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.

      Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..

      Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la gente; al fin podían com-padecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos..

      Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre..

      No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.

III

      La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena…

      Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler…

      Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige— y exclamaban:

      “¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al funeral.

      Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de…?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”

      Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, recla­mara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.

      —Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.

      —Necesito un veneno —dijo.

      —¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom…

      —Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—. No importa la clase.

      El droguero le enumeró varios.

      —Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?

      —Quiero arsénico. ¿Es bueno?

      —¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que de­sea…?

      —Quiero arsénico.

      El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.

      —¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.

      La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.

IV

Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de do­mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos….

      Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los baptistas —la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu­rrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la es­posa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama….

      De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empeza­mos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido….

      Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer….

      Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él….

      Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En po­cos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven….

      Todos estos años, la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.

      Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.

      Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oir hablar de ello.

      Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia, eso na­die podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.

      Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.

      Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

IV

      El negro encontró a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viej­os, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.

      Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba..

      Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos..

      El hombre yacía en la cama..

      Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo..

      Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

Vecinos – Raymond Carver

Vecinos  

Autor: Raymond Carver

“Neighbors”

Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.

Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.

Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.

—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.

—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.

Arlene asintió con la cabeza.

Jim le guiñó un ojo.

—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!

—Así lo haré — respondió Arlene.

—¡Divertíos! dijo Bill.

—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.

Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.

—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.

—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.

Después de cenar Arlene dijo:

—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.

Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.

Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.

Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.

—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.

—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.

—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.

Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.

—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.

Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.

—Vámonos a la cama — dijo él.

—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?

—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:

—¡Dios mío! Bill

Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.

—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.

—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.

Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja—dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.

—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.

—¿De verdad? — respondió él.

—Sí, de verdad — dijo ella.

—Tuve que ir al baño — dijo él.

—Tienes tu propio baño — dijo ella.

—No me pude aguantar — dijo él.

Aquella noche volvieron a hacer el amor.

Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.

En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.

Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.

Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.

En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.

No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.

—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.

Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.

—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.

Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.

—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.

—Bueno, sí estuviste — dijo él.

—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.

La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.

—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir a la casa de alguien más así. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.

—Es divertido — dijo él.

Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.

—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.

Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:

—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.

Él se paró en medio del vestíbulo.

—¿Qué clase de fotografías?

—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.

—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?

—En un cajón — dijo ella.

—No bromeas — dijo él.

Y entonces ella dijo:

—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.

—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.

—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.

Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.

—La llave — dijo él — Dámela.

—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.

—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.

—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.

—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.

—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.

Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

Sobre el autor

Raymond Carver (25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado realismo sucio

Vendrán las lluvias suaves – Ray Bradbury

“Vendrán las lluvias suaves”
Ray Bradbury
     En el living, cantaba el reloj con voz: «tic-tac, las siete, arriba, ¡las siete!» como si temiera que nadie se levantara. Esa mañana la casa estaba vacía.
     El reloj continuó con su tic-tac, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío. «Las siete y uno, el desayuno, ¡las siete y uno!»
     En la cocina, el horno del desayuno dejó escapar un silbido y arrojó de su cálido interior ocho tostadas perfectamente hechas, ocho huevos perfectamente fritos, dieciséis tajadas de panceta, dos cafés y dos vasos de leche fresca.
     «Hoy es 4 de agosto de 2026», dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina, «en la ciudad de Allendale, California». Repitió la fecha tres veces para que todos la recordaran. «Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario del casamiento de Tilita. Hay que pagar el seguro, y también las cuentas de agua, gas y electricidad».
     En algún lugar dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de memorias se deslizaban bajo los ojos eléctricos.
     «Ocho y uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, ¡ocho y uno!» Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó suavemente: «Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy…» Y la lluvia caía sobre la casa vacía, despertando ecos.
     Afuera, la puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado. Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.
     A las ocho y treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra. Una pala de aluminio los llevo a la pileta, donde recibieron un chorro de agua caliente y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el distante mar. Los platos sucios cayeron en la lavadora caliente y salieron perfectamente secos.
     «Nueve y quince», cantó el reloj, «hora de limpiar».
     De los reductos de la pared salieron diminutos ratones robots. Los pequeños animales de la limpieza, de goma y metal, se escurrieron por las habitaciones. Golpeaban contra los sillones, giraban sobre sus soportes sacudiendo las alfombras, absorbiendo suavemente el polvo oculto. Luego, como misteriosos invasores, volvieron a desaparecer en sus reductos. Sus ojos eléctricos rosados se esfumaron. La casa estaba limpia.
     «Las diez». Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie.            Durante la noche, la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se veía desde kilómetros de distancia.
     «Las diez y quince». Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas, llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba contra los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste, chamuscado, donde la casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido la pintura blanca. Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en cinco lugares. Allí la silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá, como en una fotografía, una mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más adelante, sus imágenes quemadas en la madera, en un instante titánico, un niñito con las manos alzadas; un poco más arriba, la imagen de una pelota arrojada, y frente a él una niña, con las manos levantadas como para recibir esa pelota que nunca bajó.
     Quedaban las cinco zonas de pintura; el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una delgada capa de carbón.
     El suave rociador llenó el jardín de luces que caían.
     Hasta ese día, cuánta reserva había guardado la casa. Con cuánto cuidado había preguntado: «¿Quién anda? ¿Contraseña?», y al no recibir respuesta de los zorros solitarios y de los gatos que gemían, había cerrado sus ventanas y bajado las persianas con una preocupación de solterona por la autoprotección, casi lindante con la paranoia mecánica.
     La casa se estremecía con cada sonido. Si un gorrión rozaba una ventana, la persiana se levantaba de golpe. ¡El pájaro, sobresaltado, huía! ¡No, ni siquiera un pájaro debía tocar la casa!
     La casa era un altar con diez mil asistentes, grandes y pequeños, que reparaban y atendían, en grupos. Pero los dioses se habían marchado, y el ritual de la religión continuaba, sin sentido, inútil.
     «Las doce del mediodía».
     Un perro aulló, temblando, en el pórtico de entrada.
     La puerta del frente reconoció la voz del perro y abrió. El perro, antes enorme y fornido, en ese momento flaco hasta los huesos y cubierto de llagas, entró en la casa y la recorrió, dejando huellas de barro. Detrás de él se escurrían furiosos ratones, enojados por tener que recoger barro, alterados por el inconveniente.
     Porque ni un fragmento de hoja seca pasaba bajo la puerta sin que se abrieran de inmediato los paneles de las paredes y los ratones de limpieza, de cobre, saltaran rápidamente para hacer su tarea. El polvo, los pelos, los papeles, eran capturados de inmediato por sus diminutas mandíbulas de acero, y llevados a sus madrigueras. De allí, pasaban por tubos hasta el sótano, donde caían en un incinerador.
     El perro subió corriendo la escalera, aullando histéricamente ante cada puerta, comprendiendo por fin, lo mismo que comprendía la casa, que allí sólo había silencio.
     Husmeó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta, el horno estaba haciendo panqueques que llenaban la casa de un olor apetitoso mezclado con el aroma de la miel.
     El perro echó espuma por la boca, tendido en el suelo, husmeando, con los ojos enrojecidos. Echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, lanzado a un frenesí, y cayó muerto. Estuvo una hora en el living.
     «Las dos», cantó una voz.
     Percibiendo delicadamente la descomposición, los regimientos de ratones salieron silenciosamente, como hojas grises en medio de un viento eléctrico…
     «Las dos y quince».
     El perro había desaparecido.
     En el sótano, el incinerador resplandeció de pronto con un remolino de chispas que saltaron por la chimenea.
     «Las dos y treinta y cinco».
     De las paredes del patio brotaron mesas de bridge. Cayeron naipes sobre la felpa, en una lluvia de piques, diamantes, tréboles y corazones.     Apareció una exposición de Martinis en una mesa de roble, y saladitos. Se oía música.
     Pero las mesas estaban en silencio, y nadie tocaba los naipes.
     A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a entrar en los paneles de la pared.
     «Cuatro y treinta»
     Las paredes del cuarto de los niños brillaban.
     Aparecían formas de animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que daban volteretas en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio. Se llenaban de color y fantasía. El rollo oculto de una película giraba silenciosamente, y las paredes cobraban vida. El piso del cuarto parecía una pradera. Sobre ella corrían cucarachas de aluminio y grillos de hierro, y en el aire cálido y tranquilo las mariposas de delicada textura aleteaban entre los fuertes aromas que dejaban los animales… Había un ruido como de una gran colmena amarilla de abejas dentro de un hueco oscuro, el ronroneo perezoso de un león. Y de pronto el ruido de las patas de un okapi y el murmullo de la fresca lluvia en la jungla, y el ruido de pezuñas en el pasto seco del verano. Luego las paredes se disolvían para transformarse en campos de pasto seco, kilómetros y kilómetros bajo un interminable cielo caluroso. Los animales se retiraban a los matorrales y a los pozos de agua.
     Era la hora de los niños.
     «Las cinco». La bañera se llenó de agua caliente y cristalina.
     «Las seis, las siete, las ocho». La vajilla de la cena se colocó en su lugar como por arte de magia, y en el estudio hubo un click. En la mesa de metal frente a la chimenea, donde en ese momento chisporroteaban las llamas, saltó un cigarro, con un centímetro de ceniza gris en la punta, esperando.
     «Las nueve». Las camas calentaron sus circuitos ocultos, porque las noches eran frías en esa zona.
     «Las nueve y cinco». Habló una voz desde el cielo raso del estudio: «Señora Mc Clellan, ¿qué poema desea esta noche?»
     La casa estaba en silencio.
     La voz dijo por fin:
     «Ya que usted no expresa su preferencia, elegiré un poema al azar». Comenzó a oírse una suave música de fondo. «Sara Teasdale. Según recuerdo, su favorito…»
     Vendrán las lluvias suaves y el olor a tierra
     Y el leve ruido del vuelo de las golondrinas
    El canto nocturno de los sapos en los charcos
    La trémula blancura del ciruelo silvestre
     Los ruiseñores con sus plumas de fuego
     Silbando sus caprichos en la alambrada
     Y ninguno sabrá si hay guerra
     Ni le importará el final, cuando termine
     A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,
     Si desapareciera la humanidad
     Ni la primavera, al despertar al alba,
     Se enteraría de que ya no estamos.
     El fuego ardía en la chimenea de piedra y el cigarro cayó en un montículo de ceniza en el cenicero. Los sillones vacíos se miraban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música. A las diez la casa comenzó a apagarse.
Soplaba el viento. Una rama caída de un árbol golpeó contra la ventana de la cocina. Un frasco de solvente se hizo añicos sobre la cocina. ¡La habitación ardió en un instante!
     «¡Fuego!» gritó una voz. Se encendieron las luces de la casa, las bombas de agua de los cielos rasos comenzaron a funcionar. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo, lamiendo, devorando, bajo la puerta de la cocina, mientras las voces continuaban gritando al unísono: «¡Fuego, fuego, fuego!»
     La casa trataba de salvarse. Las puertas se cerraban herméticamente, pero el calor rompió las ventanas y el viento soplaba y avivaba el fuego.
     La casa cedió mientras el fuego, en diez mil millones de chispas furiosas, se trasladaba con llameante facilidad de una habitación a otra y luego subía la escalera. Mientras las ratas de agua se escurrían y chillaban desde las paredes, proyectaban su agua, y corrían a buscar más. Y los rociadores de la pared soltaban sus chorros de lluvia mecánica.
     Pero demasiado tarde. En alguna parte, con un suspiro, una bomba se detuvo. La lluvia bienhechora cesó. La reserva de agua que había llenado los baños y había lavado los platos durante muchos días silenciosos se había terminado.
     El fuego subía la escalera, creciendo, se alimentaba en los Picasso y los Matisse de las salas del piso alto, como si fueran manjares, quemando los óleos, tostando tiernamente las telas hasta convertirlas en despojos negros.
     ¡El fuego ya llegaba a las camas, a las ventanas, cambiaba los colores de los cortinados!
     Luego, aparecieron los refuerzos.
     Desde las puertas-trampa del altillo, los rostros ciegos de los robots miraban con sus bocas abiertas de donde salía una sustancia química verde.
     El fuego retrocedió, como habría retrocedido hasta un elefante a la vista de una serpiente muerta. En ese momento había veinte serpientes ondulando por el suelo, matando el fuego con un claro y frío veneno de espuma verde.
     Pero el fuego era inteligente. Había lanzado llamas fuera de la casa, que subieron al altillo donde estaban las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del altillo que dirigía las bombas quedó destrozado.
     El fuego volvió a todos los armarios y las ropas colgadas en ellos.
     La casa se estremeció, hasta sus huesos de roble, su esqueleto desnudo se encogía con el calor, sus cables, sus nervios salían a la luz como si un cirujano hubiera abierto la piel para dejar las venas y los capilares rojos temblando en el aire escaldado. «¡Auxilio, auxilio!» «¡Fuego!» «¡Rápido, rápido!»
     El calor quebraba los espejos como si fueran el primer hielo delgado del invierno. Y las voces gemían, «fuego, fuego, corran, corran», como una trágica canción infantil.
     Y las voces morían mientras los cables saltaban de sus envolturas como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron y ya no se oyó ninguna.
     En el cuarto de los niños ardió la jungla. Rugieron los leones azules, saltaron las jirafas púrpuras. Las panteras corrían en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales, corriendo frente al fuego, se desvanecieron en un lejano río humeante…
     Murieron diez voces más. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, se oían otros coros, indiferentes, que anunciaban la hora, tocaban música, cortaban el pasto con una máquina a control remoto, o abrían y cerraban frenéticamente una sombrilla, cerraban y abrían la puerta del frente, sucedían mil cosas, como en una relojería donde cada reloj da locamente la hora antes o después de otro. Era una escena de confusión maníaca, pero sin embargo una unidad; cantos, gritos, los últimos ratones de la limpieza que se abalanzaban valientemente a llevarse las feas cenizas… y una voz, con sublime indiferencia ante la situación, leía poemas en voz alta en el estudio en llamas, hasta que se quemaron todos los rollos de películas, hasta que todos los cables se achicharraron y saltaron los circuitos.
     El fuego hizo estallar la casa que se derrumbó de golpe, en medio de las olas de chispas y humo.
     En la cocina, un instante antes de la lluvia de fuego y madera, pudo verse al horno preparando el desayuno en escala psicopática, diez docenas de huevos, seis panes convertidos en tostadas, veinte docenas de tajadas de panceta, que, devorados por el fuego, ponían a funcionar nuevamente al horno, que silbaba histéricamente…
     La explosión. El altillo que caía sobre la cocina y la sala. La sala sobre el subsuelo, el subsuelo sobre el segundo subsuelo. El freezer, un sillón, rollos de películas, circuitos, camas, todo convertido en esqueletos en un montón de escombros, muy abajo.
     Humo y silencio. Gran cantidad de humo.
     La débil luz del amanecer apareció por el este. Entre las ruinas, una sola pared quedaba en pie. Dentro de la pared, una última voz decía, una y otra vez, mientras salía el sol, iluminando el humeante montón de escombros:
     «Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…»

Ante la ley – Franz Kafka

Franz Kafka
(Praga, 1883 – 1924)
Ante la ley
      Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita  que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
      —Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.
      La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
      —Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
      El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene mas esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
      Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
      —Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
      Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
      —¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres insaciable.
      —Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
      El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
      —Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para tí. Ahora voy a cerrarla.

El Llano en llamas

No oyes ladrar a los perros
(El Llano en llamas, 1953)

Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

        —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: «Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.» Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.