Tobermori – Saki

     Era una tarde lluviosa y desapacible de fines de agosto durante esa estación indefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en algún frigorífico y no hay nada que cazar, a no ser que uno se encuentre en algún lugar que limite al norte con el canal de Bristol. En tal caso se pueden perseguir legalmente robustos venados rojos. Los huéspedes de lady Blemley no estaban limitados al norte por el canal de Bristol, de modo que esa tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa del té. Y, a pesar de la monotonía de la estación y de la trivialidad del momento, no había indicio en la reunión de esa inquietud que nace del tedio y que significa temor por la pianola y deseo reprimido de sentarse a jugar bridge. La ansiosa atención de todos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era el que había llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era «inteligente», y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de parte de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la hora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se destacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder hipnótico ni sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería su aspecto exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas a perdonar un grado considerable de deficiencia mental. Había quedado reducido a un simple señor Appin y el nombre de Cornelius parecía no ser sino un transparente fraude bautismal. Y ahora pretendía haber lanzado al mundo un descubrimiento frente al cual la invención de la pólvora, la imprenta y la locomotora resultaban meras bagatelas. La ciencia había dado pasos asombrosos en diversas direcciones durante las últimas décadas, pero esto parecía pertenecer al dominio del milagro más que al del descubrimiento científico.
     -¿Y usted nos pide realmente que creamos -decía sir Wilfred- que ha descubierto un método para instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido y viejo Tobermory fue el primer discípulo con el que obtuvo un resultado feliz?
     -Es un problema en el que he trabajado mucho los últimos diecisiete años -dijo el señor Appin-, pero sólo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado con el mayor de los éxitos. Experimenté por supuesto con miles de animales, pero últimamente sólo con gatos, esas criaturas admirables que han asimilado tan maravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus altamente desarrollados instintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos un intelecto superior, como sucede también entre la masa de los seres humanos, y cuando conocí hace una semana a Tobermory, me di cuenta inmediatamente de que estaba ante un «supergato» de extraordinaria inteligencia. Había llegado muy lejos por el camino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como ustedes lo llaman, he llegado a la meta.
     El señor Appin concluyó su notable afirmación en un tono en que se esforzaba por eliminar una inflexión de triunfo. Nadie dijo «ratas»1 aunque los labios de Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocaba probablemente a esos roedores representantes del descrédito.
     -¿Quiere decir -preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa- que usted ha enseñado a Tobermory a decir y a entender oraciones simples de una sola sílaba?
     -Mi querida señorita Resker -dijo pacientemente el taumaturgo-, de esa manera gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos atrasados; cuando se ha resuelto el problema de cómo empezar con un animal de inteligencia altamente desarrollada no se necesitan para nada esos métodos vacilantes. Tobermory puede hablar nuestra lengua con absoluta correción.
     Esta vez Clovis dijo claramente «requeterratas». Sir Wilfrid fue más amable, aunque igualmente escéptico.
     -¿No sería mejor traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? -sugirió lady Blemley.
     Sir Wilfrid fue en busca del animal, y todos se entregaron a la lánguida expectativa de asistir a un acto de ventriloquismo más o menos hábil.
     Sir Wilfrid volvió al instante, pálido su rostro bronceado y los ojos dilatados por el asombro.  
     -¡Caramba, es verdad!
     Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un estremecimiento de renovado interés.
     Dejándose caer en un sillón, prosiguió con voz entrecortada:
     -Lo encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar el té. Parpadeó como suele hacer, y le dije: «Vamos, Toby; no nos hagas esperar». Entonces ¡Dios mío!, articuló con lentitud, del modo más espantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo de espaldas.
     Appin se había dirigido a un auditorio completamente incrédulo; las palabras de sir Wilfrid lograron un convencimiento instantáneo. Se elevó un coro de exclamaciones de asombro dignas de la Torre de Babel, entre las cuales el científico permanecía sentado y en silencio gozando del primer fruto de su estupendo descubrimiento.
     En medio del clamor entró en el cuarto Tobermory y se abrió paso con delicadeza y estudiada indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno a la mesa del té. 
     Un silencio tenso e incómodo dominó a los comensales. Por algún motivo resultaba incómodo dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida habilidad mental.
     -¿Quieres tomar leche, Tobermory? -preguntó lady Blemley con la voz un poco tensa.
     -Me da lo mismo -fue la respuesta, expresada en un tono de absoluta indiferencia. Un estremecimiento de reprimida excitación recorrió a todos, y lady Blemley merece ser disculpada por haber servido la leche con un pulso más bien inestable. 
     -Me temo que derramé bastante -dijo.
     -Después de todo, no es mía la alfombra -replicó Tobermory.
     Otra vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores modales de asistente parroquial, le preguntó si le había resultado difícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó serenamente la mirada. Era evidente que las preguntas aburridas estaban excluidas de su sistema de vida. 
     -¿Qué opinas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono vacilante.
     -¿De la inteligencia de quién en particular? -preguntó fríamente Tobermory.
     -¡Oh, bueno!, de la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.
     -Me pone usted en una situación difícil -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no sugerían por cierto el menor embarazo-. Cuando se propuso incluirla entre los huéspedes, sir Wilfrid protestó alegando que era usted la mujer más tonta que conocía, y que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Bremley replicó que su falta de capacidad mental era precisamente la cualidad que le había ganado la invitación, puesto que no conocía ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman «la envidia de Sísifo», porque si lo empujan va cuesta arriba con suma facilidad.
    Las protestas de lady Blemley habrían tenido mayor efecto si aquella misma mañana no hubiera sugerido casualmente a Mavis que ese auto era justo lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.
     El mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.
     -¿Y qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?
     No bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era una burrada.
     -Por lo general no se habla de esas cosas en público -respondió fríamente Tobermory-. Por lo que pude observar de su conducta desde que llegó a esta casa, imagino que le parecería inconveniente que yo desviara la conversación hacia sus pequeños asuntos.
     No sólo al mayor dominó el pánico que siguió a estas palabras.
     -¿Quieres ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -sugirió apresuradamente lady Blemley, fingiendo ignorar que faltaban por lo menos dos horas para la comida de Tobermory.
     -Gracias -dijo Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.
     -Los gatos tienen siete vidas, sabes -dijo sir Wilfrid con ánimo cordial.
     -Posiblemente -replicó Tobermory-, pero un solo hígado.
     -¡Adelaida! -exclamó la señora Cornett-, ¿vas a permitir que este gato salga a hablar de nosotros con los sirvientes?
     El pánico en verdad se había vuelto general. Se recordó con espanto que una balaustrada ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de las torres, y que era el paseo favorito de Tobermory a todas horas.         Desde allí podía vigilar a las palomas y… sabe Dios qué más. Si su intención era extenderse en reminiscencias, con su actual tendencia a la franqueza el efecto sería más que desconcertante. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente a su mesa de tocador y cuyo cutis tenía fama de poseer una naturaleza nómada aunque puntual, se mostraba tan incómoda como el mayor. La señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una vida intachable, solo manifestó irritación; si uno es metódico y virtuoso en su vida privada, no quiere necesariamente que todos se enteren. Bertie van Tahn, tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su intento de ser todavía peor, se puso de un color blanco apagado como de gardenia, pero no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como Odo Finsberry, un joven que parecía seguir la carrera eclesiástica y a quien posiblemente perturbaba la idea de enterarse de los escándalos de otras personas. Clovis tuvo la presencia de ánimo de guardar una apariencia de serenidad. Interiormente se preguntaba cuánto tiempo tardaría en procurarse una caja de ratones selectos por medio de Exchanges and Mart, y utilizarlos como soborno.
     Aun en una situación delicada como aquella, Agnes Resker no podía resignarse a quedar relegada por mucho tiempo.
     -¿Por qué habré venido aquí? -preguntó en un tono dramático.
     Tobermory aceptó inmediatamente la apertura.
     -A juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue por la comida. Describió a los Blemleys como las personas más aburridas que conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un cocinero de primer orden; de otro modo les resultaría difícil encontrar a quien quisiera volver por segunda vez a su casa.
     -¡Ni una palabra de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señora Cornett! -exclamó Agnes, confusa.
     -La señora Cornett repitió después su observación a Bertie van Tahn -prosiguió Tobermory- y dijo: «Esa mujer está entre los desocupados que integran la Marcha del Hambre; iría a cualquier parte con tal de obtener cuatro comidas por día», y Bertie van Tahn dijo…
     En ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había divisado a Tom, el gran gato amarillo de la rectoría, que avanzaba a través de los arbustos en dirección del establo. Tobermory salió disparado por la ventana abierta.
     Con la desaparición de su por demás alumno brillante, Cornelius Appin se encontró envuelto en un huracán de amargos reproches, preguntas ansiosas y temerosos ruegos. En él recaía la responsabilidad de la situación, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran aun más. ¿Podía Tobermory impartir su peligroso don a otros gatos? Era la primera pregunta que tuvo que contestar. Era posible, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus enseñanzas abarcaran por el momento un margen más amplio.
     -Siendo así -dijo la señora Cornett- acepto que Tobermory sea un gato valioso y una mascota adorable; pero seguramente convendrá conmigo, Adelaida, que tanto él como la gata de los establos deben desaparecer sin demora.
     -No supondrá que este último cuarto de hora me haya sido placentero -dijo amargamente lady Blemley-. Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory… por lo menos, lo queríamos hasta que le fueron impartidos esos horribles conocimientos; pero ahora, por supuesto, lo que hay que hacer es eliminarlo tan pronto como sea posible.
     -Podemos poner estricnina en los restos que recibe a la hora de la comida -dijo sir Wilfrid-, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cochero lamentará mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de sarna muy contagiosa y que temíamos que se extendiera a los perros.
     -Pero, ¡mi gran descubrimiento! -protestó el señor Appin-; después de tantos años de investigaciones y experimentos…
     Un arcángel que proclamara en éxtasis el milenio y descubriera que coincide imperdonablemente con las regatas de Henley y tuviera que ser postergado por tiempo indefinido, no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la acogida que se dispensó a su magnífica hazaña. Tenía en contra, sin embargo, la opinión pública, que si hubiera sido consultada al respecto es probable que una cuantiosa minoría hubiera votado por incluirlo en la dieta de estricnina.
     Horarios defectuosos de trenes y un nervioso deseo de ver las cosa consumadas impidieron una dispersión inmediata de los huéspedes, pero la comida de aquella noche no fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostentosamente a comer un trozo de tostada reseca, que mordía como si se tratara de un enemigo personal, mientras que Mavis Pellington guardó un silencio vengativo durante toda la comida. Lady Blemley hablaba incesantemente haciéndose la ilusión de que estaba conversando, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato lleno de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el aparador, pero pasaron los dulces y los postres sin que Tobermory apareciera en el comedor o en la cocina.
      La sepulcral comida resultó alegre comparada con la siguiente vigilia en el salón de fumar. El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción al malestar general. El bridge quedó eliminado, debido a la tensión nerviosa y a la irritación de los ánimos, y después que Odo Finsberry ofreció una lúgubre versión de Melisande en el bosque ante un auditorio glacial, la música fue por tácito acuerdo evitada. A las once los sirvientes se fueron a dormir, después de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de costumbre para el uso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer las revistas más recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de la Biblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de abatimiento que hacía superfluas las preguntas acumuladas.
     A las dos Clovis quebró el silencio imperante. 
     -No aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local dictando la primera parte de sus memorias, que excluirán a las de lady Cómo se Llama. Será el acontecimiento del día.
      Habiendo contribuido de esta manera a la animación general, Clovis se fue a acostar. Tras prolongados intervalos, los diversos integrantes de la reunión siguieron su ejemplo.
     Los sirvientes, al llevar el té de la mañana, formularon una declaración unánime en respuesta a una pregunta unánime: Tobermory no había regresado.
     El desayuno resultó, si cabe, una función más desagradable que la comida, pero antes que llegara a su término la situación se despejó. De entre los arbustos, donde un jardinero acababa de encontrarlo, trajeron el cadáver de Tobermory. Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarilla que le había quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en un combate desigual con el gato grande de la rectoría.
     Hacia mediodía la mayoría de los huéspedes habían abandonado las torres, y después del almuerzo lady Blemley se había recuperado lo suficiente como para escribir una carta sumamente antipática a la rectoría acerca de la pérdida de su preciada mascota.
     Tobermory había sido el único alumno aventajado de Appin, y estaba destinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad, se escapó de la jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado molestándolo. En las crónicas de los periódicos el apellido de la víctima aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue invariablemente Cornelius.
     -Si le estaba enseñando los verbos irregulares al pobre animal -dijo Clovis-, se lo tenía merecido.

Un día perfecto para el pez plátano – J. D. Salinger

(Nueva York, 1919-)

      En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

       No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.

       Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.

       —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

       —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.

       —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.

       A través del auricular llegó una voz de mujer:

       —¿Muriel? ¿Eres tú?

       La chica alejó un poco el auricular del oído.

       —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.

       —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

       —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…

       —¿Estás bien, Muriel?

       La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

       —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…

       —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…

       —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…

       —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

       —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

       —¿Cuándo llegasteis?

       —No sé… el miércoles, de madrugada.

       —¿Quién condujo?

       —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

       —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…

       —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.

       —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

       —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha

    hecho arreglar el coche?

       —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para…

       —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…

       —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás…

       —Muy bien—dijo la chica.

       —¿Sigue llamándote con ese horroroso…?

       —No. Ahora tiene uno nuevo

       —¿Cuál?

       —Mamá… ¿qué importancia tiene?

       —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…

       —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.

       —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…

       —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…

       —Lo tienes tú.

       —¿Estás segura?—dijo la chica.

       —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

       —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.

       —¡Pero está en alemán!

       —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos.. .

       —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…

       —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.

       —Muriel, mira, escúchame.

       —Te estoy escuchando.

       —Tu padre habló con el doctor Sivetski.

       —¿Sí?—dijo la chica.

       —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!

       —¿Y…?—dijo la chica.

       —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

       —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.

       —¿Quién? ¿Cómo se llama?

       —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.

       —Nunca lo he oído nombrar.

       —De todos modos, dicen que es muy bueno.

       —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…

       —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma

       —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…

       —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

       —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…

       —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

       —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

       —Me he quemado toda, mamá, toda.

       —¡Qué horror!

       —No me voy a morir.

       —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?

       —Bueno… sí… más o menos…—dijo la chica.

       —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

       —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

       —Bueno, ¿qué dijo?

       —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…

       —¿Por que te hizo esa pregunta?

       —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…

       —¿El verde?

       —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…

       —Pero ¿qué dijo él? El médico.

       —Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

       —Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

       —No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

       —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?

       —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

       —En fin. ¿Y tu abrigo azul?

       —Bien. Le subí un poco las hombreras.

       —¿Cómo es la ropa este año?

       —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

      —¿Y tu habitación?

       —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un

     camión.

       —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

       —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

       —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?

       —Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.

       —¿Y no quieres volver a casa?

       —No, mamá.

       —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…

       —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.

       —Mamá, esta llamada va a costar una for…

       —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que…

       —Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

       —¿Dónde está?

       —En la playa.

       —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

       —Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

       —No he dicho nada de eso, Muriel.

       —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.

       —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?

       —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

       —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

       —Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

       —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

       —No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

       —Muriel, hazme caso.

       —Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

       —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro…, ya me entiendes. ¿Me oyes?

       —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

       —Muriel, quiero que me lo prometas.

       —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

    

       —Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?

       —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.

       La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

       —No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

       —Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.

       —Estáte quieta, Sybil, cariño…

       —¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.

       La señora Carpenter suspiró.

       —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

       Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.

       Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

       —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.

       El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

       —¡Ah!, hola, Sybil.

       —¿Vas a ir al agua?

       —Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

       —¿Qué?—dijo Sybil.

       —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

       —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

       —No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

       —¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.

       —¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

       Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

       —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

       Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

       —Es amarillo—dijo—. Es amarillo.

       —¿En serio? Acércate un poco más.

       Sybil dio un paso adelante.

       —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

       —¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.

       —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

       Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

       —Necesita aire—dijo.

       —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

       —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.

       —¿Sharon Lipschutz dijo eso?

       Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

       —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

       —Sí que podías.

       —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

       —¿Qué?

       —Me imaginé que eras tú.

       Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

       —Vayamos al agua—dijo.

       —Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

       —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

       —¿Que eche a quién?

       —A Sharon Lipschutz.

       —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

       —¿Un qué?

       —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.

       Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.

       Los dos echaron a andar hacia el mar.

       —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.

       Sybil negó con la cabeza.

       —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

       —No sé—dijo Sybil.

       —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.

       Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

       —Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

       —Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

       Sybil lo miró:

       —Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

       Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

       —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.

       Sybil soltó el pie:

       —¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.

       —Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

       —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

       —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

       —No eran más que seis—dijo Sybil.

       —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

       —¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.

       —¿Si me gusta qué?

       —La cera.

       —Mucho. ¿A ti no?

       Sybil asintió con la cabeza:

       —¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.

       —¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

       —¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.

       —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

       Sybil no dijo nada.

       —Me gusta masticar velas—dijo ella por último.

       —Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

       Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

       —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.

       —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

       —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

       —No veo ninguno—dijo Sybil.

       —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

       Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

       —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

       Ella negó con la cabeza.

       —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

       —No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?

       —¿Qué pasa con quiénes?

       —Con los peces plátano.

       —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?

       —Sí—dijo Sybil.

       —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

       —¿Por qué?—preguntó Sybil.

       —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

       —Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.

       —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.

       Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.

       Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

       —Acabo de ver uno.

       —¿Un qué, amor mío?

       —Un pez plátano.

       —¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?

       —Sí—dijo Sybil—. Seis.

       De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

       —¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.

       —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

       —¡No!

       —Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.

       —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

       El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

       En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

       —Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

       —¿Cómo dice?—dijo la mujer.

       —Dije que veo que me está mirando los pies.

       —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

       —Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

       —Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

       Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

       —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

       Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.

       Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

       Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.