Revolucion – Guerra de Independencia

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1783

Ha existido una corriente historiográfica que ha tratado de reducir el alcance de los sucesos acaecidos en los años setenta y ochenta en América del Norte a un mero conflicto político;

siguiendo las pautas que iniciaron pensadores contemporáneos a los hechos –como Edmund Burke- todavía hay autores que afirman que no hay en aquellos acontecimientos nada que permita interpretarlos como una revolución. Prácticamente no hubo cambios en la correlación de fuerzas sociales; no fueron modificadas apenas las bases económicas ni los fundamentos jurídicos; la violencia -aunque alguna vez se dio entre los realistas y los rebeldes- no llegó ni de lejos a la que acompañará, desde entonces, a cualquiera de los períodos «de terror» de los fenómenos revolucionarios que se inician en 1789 en Francia y aún sacuden nuestro mundo contemporáneo; no hubo desorden a gran escala, alteraciones de la vida cotidiana imposibles de controlar por unas autoridades avasalladas y desbordadas por los acontecimientos; la mayoría de los dirigentes locales -muchos de talante conservador y saneadas haciendas- que lo eran antes de la ruptura seguirán disfrutando de su preferente papel político y económico durante y después de la crisis; en nada se vieron afectadas las creencias o las prácticas religiosas.

Todo parece llevar a la idea de que, en efecto, solamente se dio en América una protesta política de unos privilegiados que consiguieron la ruptura de los vínculos con la metrópoli pero que no transformó nada de la realidad social, jurídica o económica. Estaríamos -concluyen esos historiadores- ante una «revolución sin ideología». Pero sería una imagen deformada y desdibujada. Fue una auténtica revolución y sus principios ideológicos igualitaristas y contrarios a cualquier privilegio hereditario acabaron impregnándolo todo, incluso en las actitudes cotidianas, a pesar de que ninguno de los padres fundadores de los Estados Unidos cuestionó que la variedad de clases era inevitable y que el mérito individual llevaba a unos a la riqueza y a otros a la penuria. Y, desde luego, muchos de esos preceptos no sólo calaron en las conciencias de los norteamericanos sino que despertaron la ilusión en muchos hombres, a ambos lados del Atlántico, desde el propio momento de los sucesos. Los primeros, los franceses de esa misma generación.

El argumento de la escasa originalidad doctrinal de la Revolución americana no deja de ser una concesión al orgulloso europeocentrismo; es verdad que la base ideológica de los tratadistas norteamericanos está en Locke, Montesquieu y Rousseau. Pero ellos fueron los primeros en llevar a la práctica unos modelos teóricos que, por mucho que hubiesen sido leídos y aceptados intelectualmente en Europa, tardaron muchísimos años en descender al terreno de la realidad jurídica en la mayoría de los países del Viejo Mundo. Los «más grandes legisladores de la antigüedad -dejó escrito John Adams-desearían ardientemente vivir en un momento en el que tres millones de personas se encontraban con el poder total y una buena oportunidad de formar y establecer el Gobierno más prudente y feliz que puede organizar la inteligencia humana». Como afirma Risjord, «la independencia, después de todo, presentó a los norteamericanos una oportunidad única de experimentar con el Gobierno». Ellos fueron, en definitiva, quienes plasmaron en una Constitución los principios básicos concebidos un siglo antes por Locke y desarrollados décadas más tarde por los ilustrados franceses.

Esos derechos fundamentales a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad con los que nace el hombre han de ser protegidos por el Gobierno, que no tiene otra razón de ser que la de procurar que no se vulneren esos derechos inalienables. Desde el momento en que, como dice la Declaración de Independencia, «el pueblo tiene el derecho e incluso el deber de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad», se está posibilitando la participación del gobernado en el gobierno.

Es en la forma de llevar este principio a la práctica donde los norteamericanos son capaces de alejarse de las utopías que, desde los autores clásicos griegos hasta los tratadistas del Renacimiento o el Barroco europeo, habían planteado como una mera hipótesis intelectual. Recuérdese al respecto que, por ejemplo, en la España del siglo XVI, se justificaba la doctrina del «tiranicidio», o derecho de la sociedad a matar al príncipe cuando ha devenido en déspota al no cumplir su pacto con el pueblo a quien debe servir. Pero a nadie se le pasó por la cabeza hacer una casuística de cuándo el rey se convierte en tirano, o cómo y por quién debía eliminársele.

La gran aportación de los norteamericanos está en la formulación y puesta en práctica de la democracia representativa: los pueblos delegaron la soberanía en las asambleas constituyentes de cada Estado con el encargo de que elaborasen una Constitución y organizasen el Gobierno. Hasta las siguientes elecciones el pueblo no tiene sino que vigilar el cumplimiento de los principios y normas; minuciosa y escrupulosamente enumeradas en las leyes fundamentales; sus representantes son quienes deben tomar las decisiones y controlar al Gobierno en función del encargo de sus representados y electores.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2437.htm

La rebelión del té

Inicio: Año 1770 – Fin: Año 1773

Tras unos tranquilos años 1770-1773 en los que parecía que las colonias habían vuelto a aceptar el dominio de Londres sin problemas, provocando la desesperación de los americanos más radicales que veían difuminarse sus proyectos de independencia, una decisión del Gobierno británico reanudó el conflicto y dio argumentos a los partidarios de la ruptura: la Tea Act (10 de mayo de 1773).

La Compañía de las Indias Orientales, acuciada por problemas de liquidez, solicitó y obtuvo del Gobierno británico el monopolio de la venta de té en las colonias de América y sus agentes desplazaron a los comerciantes autónomos. Para el espíritu de los colonos, la decisión de Londres era inaceptable y contra esa Ley del té actuaron de diferentes maneras, sobre todo boicoteando el producto inglés. Pero el radical Samuel Adams preparó, para el día 16 de diciembre de 1773, el famoso «incidente del té de Boston»; disfrazados de indios, varios patriotas arrojaron al mar el cargamento de tres barcos de la compañía: 343 cajas valoradas en 10.000 libras. Y consiguió su objetivo último: provocar una violenta reacción británica.

El rey, el Gobierno de lord North y el Parlamento estaban ahora de acuerdo en que el reto debía aceptarse y entre mayo y junio de 1774 se promulgan las Coercive Acts -conocidas entre los americanos como Leyes intolerables- que cerraban el puerto de Boston hasta que se pagase lo destruido por los Hijos de la Libertad (nombre que empezaron a darse desde 1765 muchos colonos radicales, organizados por Samuel Adams, y que hicieron suyo un apelativo que les había dedicado el parlamentario Isaac Barre en la Cámara de los Comunes). También se cambiaban las autoridades locales de Massachusetts, entre otras el gobernador real, cargo para el que fue nombrado el duro general Thomas Gage, que pasó de Nueva York a Boston ordenando que se concentrasen en los alrededores de esta ciudad cinco regimientos y varios navíos de la flota real británica. Prácticamente se militarizaba Massachusetts, y se autorizaba al ejército a ocupar y requisar, si era necesario, casas particulares deshabitadas.

Estas medidas por sí solas hubieran provocado tensiones. Pero, además, muy poco después se aprobó en Londres la Ley de Quebec (22 de junio de 1774), que permitía la expansión hacia el Sur de los colonos «canadienses», cortando el paso a la penetración de los colonos «norteamericanos» más allá de los Apalaches. El Gobierno de su majestad británica quería congraciarse incluso con medidas favorecedoras para los católicos- con sus nuevos súbditos de origen francés, pero no calculó la ofensa inferida a los habitantes de las trece colonias. Éstos creían que no sólo se castigaba a la de Massachusetts, sino a las doce restantes. Aparte de que, a estas alturas, lo que sucediera a los bostonianos era ya sentido como algo propio por todos los colonos desde Virginia o Georgia hasta Connecticut o Nueva York; «Desde ahora, es preciso que todos nos sintamos americanos», como dijo un representante de Carolina del Sur. Esta actitud cobra más valor si se tiene en cuenta que, hasta ese momento, las demás colonias no habían tenido un afecto especial hacia los vecinos de Nueva Inglaterra y menos aún a los estirados habitantes de Massachusetts. Ahora, en cambio, enviaron dinero y víveres para ayudar a los castigados hermanos, a la vez que meditaban sobre sus relaciones con Inglaterra.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2430.htm

Extensión del conflicto

Nixon había defendido llevar a cabo un programa de «vietnamización», que sirvió para formar un Ejército sudvietnamita de un millón de personas con un armamento muy moderno, mientras reducía los 550.000 hombres propios a los que se había llegado a tan sólo a 20.000 y las bajas del 28 al 1% del total.

Al mismo tiempo, no tuvo el menor inconveniente en dar la sensación de no pararse en barras en cuanto a los medios de actuar a la hora de liquidar la guerra. Incluso no tuvo inconveniente en aparecer como un enloquecido agresor, peligroso precisamente por serlo. La invasión de Comboya en 1970 no sirvió para otra cosa que para trasladar al interior de este país los santuarios guerrilleros, pero les hizo a los norteamericanos, además, incrementar su presencia política y militar en la región, dando la sensación que imponían sus Gobiernos. En 1971 los sudvietnamitas intervinieron también en Laos. A su vez, en marzo de 1972 se produjo una invasión de tropas regulares de Vietnam del Norte acompañadas por tanques rusos. Se produjo entonces, como réplica, una escalada de bombardeos norteamericanos acompañada también del minado de los puertos norvietnamitas. Ninguna de ambas acciones tuvo un resultado decisorio.

Mientras tanto, tenían lugar en París las negociaciones entre norvietnamitas y norteamericanos. En sus escritos, Kissinder ha dejado clara la dificultad para llegar a un acuerdo. Después de una intervención carente de justificación, los norteamericanos «no podíamos retirarnos de una empresa que implicaba a dos administraciones, cinco países y decenas de miles de muertos como quien cambia de canal». Pero, al mismo tiempo, la oposición causaba graves problemas: «las palomas demostraron ser una malvada especie de pájaros» porque no parecían ver las dificultades objetivas existentes para llegar a una solución y sólo servían para deteriorar la propia postura. En la negociación, los norteamericanos se encontraron con un enemigo absolutamente implacable, sin ningún interés en llegar a un acuerdo que implicara cesión alguna o sin preocupación por sus bajas, lo que era por completo inédito en la diplomacia norteamericana. «El leninismo de Le Duc Tho -ha escrito Kissinger- le había convencido de que él comprendía mis motivaciones mucho mejor que yo mismo».

Al acuerdo se llegó tan sólo en enero de 1973 pactando el abandono de los norteamericanos, la formación de un Gobierno provisional y elecciones. Cuando los norteamericanos lo trataron de llevar a la práctica se enfrentaron con Thieu: los sudvietnamitas pretendieron nada menos que 69 cambios en lo ya suscrito. Hasta tal punto había llegado la sustitución por los norteamericanos de aquellos a quienes habían querido ayudar. Mientras tanto, en Laos los comunistas se habían hecho ya con el poder y los norvietnamitas no hacían nada ni remotamente parecido a mantener la fidelidad a lo acordado, lanzando ataques que motivaron sucesivos bombardeos norteamericanos. El mismo día del alto el fuego violaron los acuerdos 29 veces y argumentaron que los carros de combate con los que cruzaban la frontera servían, en realidad, para transportar alimentos. Las perspectivas eran, pues, malas y se confirmaron cuando el legislativo norteamericano ató las manos del ejecutivo. «Perdimos el bastón por Indochina y la zanahoria por la cuestión de la emigración judía», escribió luego Kissinger. Aludía a que el presidente Nixon perdió la posibilidad de actuar en el terreno militar y además se vio impedido de poder hacerlo de forma indirecta a través del comercio con los soviéticos.

En la práctica, pues, lo acordado no sirvió para otra cosa que para establecer un plazo antes de la reanudación de los combates, ya sin la participación de los norteamericanos, que en marzo de 1973 habían evacuado Vietnam. Lo que vino a continuación fue comparado por un dirigente de la CIA, Colby, con un derrumbamiento como el de Francia en 1940. Thieu llegó a controlar el 85% de la población sudvietnamita, pero en 1974 padeció un virtual abandono absoluto por sus antiguos aliados: al votar el legislativo norteamericano una cantidad de ayuda que era la mitad de lo propuesto por el Gobierno, el resultado fue el desmoronamiento moral de Vietnam del Sur. En abril de 1975 los Khmers rojos se apoderaron de Camboya. El ataque realizado por los norvietnamitas y el Vietcong a continuación supuso la sorpresa para los atacantes de concluir con una victoria absoluta cuando la ofensiva final estaba preparada para un año después. En poco tiempo se implantó un régimen comunista que tuvo muy poco en cuenta a buena parte de los que habían combatido por la liberación.

Histeria anticomunista

Un aspecto de primera importancia para comprender los Estados Unidos de fines de los cuarenta y los cincuenta es el fenómeno de la histeria anticomunista. No fue un fenómeno nuevo, pues ya había existido tras la Primera Guerra Mundial, en 1919-1920.

Además, nació, en realidad, antes del final del conflicto e incluso del estallido de la Guerra Mundial. La HUAC -«House on Unamerican Activities Comittee»-, es decir, el comité parlamentario para perseguir las actividades «antiamericanas»- fue establecido en 1938 y en 1940 se aprobó la Smith Act persecutoria de los defensores del comunismo; éstos eran los momentos en los que el comunismo soviético parecía un aliado firme de los nazis. Sin embargo, fue en la posguerra cuando todas esas actitudes se demostraron más peligrosas en la vida política y cultural norteamericanas, porque tanto el FBI como la CIA, organismos que en teoría debían servir para la defensa de las libertades personales, fueron empleados en sentido contrario de lo que debía ser su propósito auténtico.
Edgar Hoover, que estuvo al frente del primer organismo casi medio siglo, se caracterizó por el empleo de procedimientos carentes de todo tipo de escrúpulos. Obseso del orden y la rutina, apasionado por los rumores insignificantes, sobre todo si se referían a la vida sexual de los presuntos subversivos, fue utilizado sucesivamente por todos los presidentes norteamericanos. Truman, el primero de ellos, llegó a pensar que «esto debe acabar» pero acabó por utilizar estos servicios.
El temor al peligro comunista no hizo otra cosa que crecer a partir de mediados de los años cuarenta y estaba ya consolidado en 1949, cuando la Administración tomó la decisión de construir la bomba de hidrógeno y llegar a una nueva política general con respecto a la URSS. Una serie de incidentes, que tenían un aparente fundamento pero que en realidad fueron muy exagerados, contribuyeron a una histeria anticomunista que se trasladó al conjunto de la sociedad norteamericana. Ya en 1945 se planteó el asunto del periódico Amerasia, partidario de los comunistas chinos, al que se descubrió que poseía documentación secreta. Vinieron a continuación los interrogatorios públicos realizados por la HUAC a todo tipo de personas conocidas, principalmente relacionadas con el mundo cultural y cinematográfico.

Las comparecencias les parecieron a muchos de quienes las sufrieron una especie de sucesión de llaves de judo: si, por ejemplo, los interrogados recurrían a la quinta enmienda de la Constitución para no responder acerca de lo que no eran más que sus relaciones personales con otros miembros de su profesión, ésa, para quienes preguntaban, era la señal de que algo tenían que ocultar y, por lo tanto, entraban en las listas negras que les impedían en muchos casos trabajar. En 1947 se produjo una agresión en toda regla a Hollywood. Hubo personas que colaboraron con todo entusiasmo con el fervor persecutorio anticomunista como Gary Cooper, Walt Disney o el, por entonces, actor Ronald Reagan. Otras se negaron a responder y lograron el apoyo de artistas como Lauren Bacall, Kathreen Hepburn o Danny Kaye.

Algunas figuras del espectáculo como Frank Sinatra o Judy Garland protestaron en contra de esos furores inquisitoriales. Pero quienes se habían negado a responder, junto con otras 240 personas, fueron puestos en listas negras y sufrieron en mayor o menor grado en sus carreras profesionales el hecho de haber tenido amistades supuestamente poco recomendables, aunque la mayoría de ellos no tenían nada de comunistas. Figuraron entre los presuntos subversivos personas como los actores Edward G. Robison y Orson Welles, el director de orquesta sinfónica Leonard Bernstein y el cantante de música «folk» Pete Seeger. Desde 1948 hubo también expulsiones de comunistas de sus puestos en todos los grados de la enseñanza; aunque sería exagerado decir que hubo un auténtico terror por este motivo, se puede calcular que unos 600 profesores perdieron sus puestos.

Sobre el creciente anticomunismo de la sociedad norteamericana da cuenta el hecho de que, en 1947, el 61% de los electores era partidario de la ilegalización del partido comunista pero, sobre todo, la realidad de que auténticas fortunas individuales en el campo político fueran conseguidas a base de esgrimir un anticomunismo. Este fue el caso de Mc Carran, uno de los más conspicuos defensores del régimen de Franco en el Congreso norteamericano. También Richard Nixon, el futuro presidente, se inició en la política norteamericana con esta actitud, identificando incluso el antiamericanismo con la propensión de que el Estado se entrometiera excesivamente en la vida de los ciudadanos, de modo que una actitud muy característica del partido demócrata podía ser asimilada a una peligrosa deriva hacia el comunismo. Nixon, por ejemplo, jugó un papel importante en el caso de un funcionario prestigioso, Algernon Hiss, denunciado por un antiguo comunista Whittaker Chambers.
Ambos personajes eran la antítesis y todo parecía favorecer al primero desde el punto de vista de su fiabilidad, pero acabó siendo condenado por perjurio a tres años de cárcel, aunque nunca reconociera sus culpas. Casos como éste fomentaron la histeria anticomunista porque dieron la sensación de que existía una conspiratoria penetración de espías en los niveles más altos de la Administración norteamericana gracias a una fuerza poderosa y tentacular. La verdad distaba mucho de esta descripción. En 1949 el partido comunista era, en realidad, una fuerza despreciable y ni siquiera recibía ayuda alguna de la URSS. Los dirigentes comunistas fueron finalmente procesados en 1951 cuando su influencia había quedado reducida a la nada. En 1956 había 5.000 comunistas en Estados Unidos y el número de agentes del FBI infiltrados en su interior era tan grande que, si hubiera querido, el propio Edgar Hoover hubiera podido convertirse en su presidente.

A estas alturas había pasado ya el momento peor de la histeria anticomunista pero todavía no había desaparecido por completo del horizonte quien quedó principalmente identificado con ella, el senador por Wisconsin, Joe Mc Carthy. En realidad Mc Carthy fue un tardío llegado a este fenómeno pero también quien más se benefició de él. En febrero de 1950, Mc Carthy denunció doscientos supuestos casos de comunistas infiltrados que trabajarían en el Departamento de Estado. Era, en realidad, un mentiroso patológico dispuesto a inventarse un pasado de héroe de guerra del que carecía y fabular conspiraciones de las que nunca ofreció pruebas. Bebedor, con un escaso balance positivo en su trayectoria en el Senado, necesitaba buenos argumentos para ser reelegido. Su estrategia consistió siempre en argumentar a base de documentos que no revelaba porque decía que eran secretos. Nunca identificó a un solo subversivo y, además, éstos en realidad no le interesaban sino para armar ruido. Sus adversarios reales eran personas pertenecientes al «stablishment» liberal de la costa Este, como Dean Acheson, de quien abominaba de sus pantalones a rayas y su acento inglés. Pronto logró un apoyo populista entre quienes pertenecían a medios sindicales y culturales muy distintos y veían en Washington una administración lejana y prepotente.

Lo que más llama la atención de Mc Carthy es el éxito que logró pese a la endeblez de sus argumentos. Una encuesta aseguró, a comienzos de los cincuenta, que el 84% de los norteamericanos le había oído y el 39% pensaba que sus denuncias tenían al menos una parte de razón. Sin duda, tuvo el apoyo de Taft, la figura más prominente de los republicanos conservadores, pero también el futuro presidente Kennedy pensó que podía haber algo de verdad en sus acusaciones. Sólo en 1954, durante algunos meses, las encuestas parecieron probar que una mayoría de los norteamericanos consideraba que podía tener razón. Pero a estas alturas ya unas decenas de miles de personas habían perdido sus puestos de trabajo, unos centenares fueron encarcelados, unos ciento cincuenta fueron deportados y dos -los Rosenberg, acusados de ser espías a favor de la Unión Soviética- fueron ejecutados, con motivos o sin ellos. Lo peor, sin embargo, del ambiente creado por la histeria anticomunista fue que polucionó el debate político e impidió la difusión e incluso la subsistencia de cualquier causa progresista que pudiera ser acusada, por remotamente que fuera, de tener que ver con el comunismo.

Como es lógico, la histeria anticomunista tuvo un inevitable impacto en el mundo de la cultura. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), estableció una fundamentada identificación entre el nazismo y el comunismo mientras que en la película La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) se establecía una metáfora de los temores anticomunistas a través de unos seres extraños y perversos de los que se temía que llegaran a apoderarse del mundo. En la alta cultura de estos años un tema recurrente fue el enfrentamiento del individuo contra el sistema, como se demuestra en la obra de Tenessee Williams o en Arthur Miller, pero también en los personajes cinematográficos de actores como Bogart y Dean. Los años de la posguerra fueron también un período de un extraordinario desarrollo de la educación en todos los niveles. Además, el liderazgo norteamericano en muchas parcelas de la vida social se transmitió también al mundo de la cultura. En los quince años posteriores a la Guerra Mundial el número de orquestas sinfónicas se duplicó. Jackson Pollock, la figura más significada del expresionismo abstracto, se convirtió en una especie de héroe nacional y Nueva York en la capital de las artes plásticas contemporáneas, sustituyendo al París de otros tiempos. No obstante, fue la cultura popular aquel terreno en el que la primacía norteamericana resultó más evidente y abrumadora. La temprana difusión de la televisión convirtió a una de sus actrices, Lucille Ball, en personaje tan popular como para competir en audiencia pública con Eisenhoewer el día en que éste tomo posesión.

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Inicios de la Guerra Fria

Inicios de la Guerra Fria

Los Estados Unidos de Truman

Época: Inicios Guerra Fria
Inicio: Año 1945
Fin: Año 2000

El año 1946 se abrió bajo los mejores auspicios para los norteamericanos. Con la victoria en la segunda Guerra Mundial se abrió una nueva etapa en la Historia de los Estados Unidos.

 Esencial en este período de la vida norteamericana fue la sensación colectiva de que en este momento se podía conseguir alcanzar lo que la nación se propusiera. Un comentarista político, Luce, aseguró que se iniciaba «an American Century», un siglo americano. Así fue en el sentido de que en gran medida lo que fue sucediendo en los Estados Unidos acabó por producirse luego en otras latitudes, incluso en las más lejanas.

Los Estados Unidos concluyeron la Segunda Guerra Mundial con 405.000 muertos, muchos más que al final de la primera, pero también con un grado espectacular de prosperidad y también de unanimidad respecto a los planteamientos fundamentales. Aunque luego, muchos años después, hubo actitudes muy contrapuestas, lo cierto es que en 1945 el 75% de los norteamericanos estaba de acuerdo con el lanzamiento de la bomba atómica. En realidad nadie entre los dirigentes del país manifestó una clara voluntad de que la bomba no fuera lanzada. Pero esta unanimidad estuvo acompañada también por una indudable ingenuidad. En 1945, el 80% de los norteamericanos estaba de acuerdo con la vertebración de un nuevo sistema de relaciones internacionales basado en la ONU  y pensado para hacer posible la paz. En estos momentos, además, la popularidad de la Unión Soviética entre los norteamericanos era superior a la que obtenía Gran Bretaña. Menos de un tercio de los norteamericanos pensaba en la posibilidad de que hubiera una guerra en el próximo cuarto de siglo. Al mismo tiempo, no tantos norteamericanos fueron conscientes del decisivo papel que le correspondería jugar en adelante a los Estados Unidos. Se explica esta situación por el previo aislamiento que sólo había sido superado con la entrada en la guerra: hasta 1938 Rumania había tenido un Ejército más numeroso que los Estados Unidos. 

Además, después de concluida, había otras poderosas razones para no sentir ningún tipo de prevención ante el exterior. Con independencia de que no hubiera perspectivas en el horizonte de enfrentamiento, al final de la guerra no había países sobre la superficie del globo que tuvieran bombas atómicas ni tampoco aviones para transportarlas hasta los Estados Unidos. Pero de toda esta situación en el plazo de los tres años transcurridos hasta 1948 ya no quedaba nada. Si las perspectivas interiores  seguían siendo buenas, aunque entreveradas de una peculiar histeria anticomunista, el horizonte exterior se había entenebrecido de forma definitiva. Truman, en el momento en que le tocó dar el pésame a la viuda de Roosevelt, le preguntó qué podía hacer por ella y ésta le contestó con idéntica pregunta. El presidente fallecido había dejado como herencia a los Estados Unidos una mujer que era un político muy poco práctico y un vicepresidente que era un político muy pragmático, pero al que nadie parecía tomarle muy en serio, ni siquiera aquel que le había nombrado. Persona con capacidad ejecutiva y decisoria, accesible y popular, Harry Truman tenía un curriculum nada impresionante. Había fracasado en una empresa textil y eso le había hecho dedicarse a la política, pero parecía un profesional de la misma a muchos años luz del presidente Roosevelt, quien ni siquiera le conocía, y fue convertido en candidato porque Byrnes, su opción preferida, parecía más peligroso para que triunfara su candidatura.
Truman no estaba preparado ni remotamente para la decisiva misión que tuvo que desempeñar en materia internacional e incluso había sido marginado en tiempos anteriores de cualquier debate de la administración norteamericana en torno a política exterior. Su única declaración en esta materia, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, había consistido en decir que los Estados Unidos tenían que estar en contra de cualquiera que triunfara, fuera Alemania o Rusia. 

Patriota, concienzudo y poco brillante, Truman tuvo que enfrentarse con prudencia o con imaginación, según los casos, a algunas de las más graves decisiones de política exterior de su país en un momento decisivo.
En su última comunicación con Churchill, Roosevelt le había recomendado «minimizar» el problema con los soviéticos pero, en realidad, él mismo había empezado a ser consciente de todas las dificultades para llegar a un acuerdo duradero con Stalin. Roosevelt no era un ingenuo simplón en estas materias, tal como en ocasiones se le ha retratado. Pero lo que, sin duda, resulta cierto es que Truman en diez días cambió mucho y con brusquedad la relación norteamericana con la URSS. Asesorado por Harriman, el embajador norteamericano en Moscú, en la primera conversación que tuvo con Molotov le mostró tal dureza que el diplomático soviético aseguró que nunca había sido tratado así. Político provinciano, Truman estaba convencido de que, a base de tratar a Stalin con monosílabos, podría obtener de ellos mucho más que con condescendencia.
En realidad Stalin era bastante más prudente y proclive a la cautela respecto a la política exterior que a la interior. Según Kennan, el primer elaborador de la doctrina de la «contención», la idea de una Unión Soviética dispuesta de forma inmediata al ataque con Estados Unidos fue siempre, más que nada, el producto de la imaginación. Pero la dura reacción norteamericana, una vez llegó al poder Truman, tuvo como consecuencia multiplicar las sospechas de Stalin y su inseguridad. Para él la bomba atómica tenía un efecto principalmente psicológico y, por eso, sólo podía afectar a quien tuviera «nervios débiles». No le influyó, por tanto, de manera especial la noticia de que el adversario tenía la bomba, lo que, además, ya conocía gracias a sus espías pero, en cambio, se quejó de la brusca suspensión de los envíos de ayuda que la URSS había venido recibiendo durante toda la guerra. De este modo puede decirse que en el estallido de la guerra fría tuvo un papel decisivo la percepción que se tuvo del adversario. Como veremos más adelante, además, ésta acabó afectando de forma muy destacada a la evolución de la vida interna de los Estados Unidos. 

En la definición de una política respecto a la guerra fría jugó un papel decisivo sobre Truman la fuerte influencia de un «establishment» cuyas actitudes habrían de perdurar en el seno de la política norteamericana. Stimson, el general Marshall -«el americano más grande en vida», según Truman-, Forrestal o Dean Acheson, un arrogante diplomático, fueron sus figuras más destacadas y alguno de ellos, como el último, duró hasta los años setenta en su influencia sobre la política exterior norteamericana. Formaban parte de una élite cultivada que era consciente de lo mucho que había luchado Estados Unidos para obtener la victoria y que deploraban el «apaciguamiento» en el que se habían embarcado las potencias democráticas europeas hasta 1939. Para ellos existía la absoluta necesidad de que los Estados Unidos fueran creíbles; además, estaban convencidos de que disponían de todos los medios materiales, técnicos y humanos para conseguir lo que quisieran. La conciencia de la necesidad de no ceder ante los soviéticos se transmitió al presidente quien, en sus memorias, asegura sobre la actuación sovietica en Corea que «el comunismo ha actuado exactamente como Hitler y Mussolini habían actuado quince y veinte años antes». Esa actitud de los dirigentes norteamericanos se mantuvo durante décadas. Quienes ejercieron el poder cuando estalló la guerra fría no tenían nada de conservadores. Truman podía ser elemental -«su lengua iba más deprisa que su cabeza», afirmaba Acheson- pero era un demócrata progresista. A su madre le comentó que tenía un amigo que en veinte años no había tratado a un republicano. «No se ha perdido gran cosa», repuso ésta. 

Los primeros meses de 1946 supusieron un cambio en la política norteamericana sobre la URSS pero no determinaron aún un giro definitivo. El gasto militar pasó de casi ochenta y dos mil de millones de dólares a algo más de trece mil millones en 1945-7, una reducción impresionante que denota la confianza en la paz. Ya en abril de 1946 habían sido desmovilizados siete de los doce millones de hombres con los que Estados Unidos había concluido la Guerra Mundial y pronto las Fuerzas Armadas sólo contaron con un millón y medio de soldados. Es cierto que los Estados Unidos tenían en sus manos -de momento en régimen de monopolio- el arma nuclear, pero las bombas atómicas exigían setenta hombres para montarlas y los aviones erraban en ocasiones hasta kilómetros al lanzarlas. Además, ni siquiera existía un número muy elevado. 

La política contraria a la guerra fría contó en Wallace con un defensor entusiasta, aunque con el paso del tiempo acabara cambiando de postura. Hombre religioso y conocido científico en materias agrícolas, representó la actitud contraria a la ruptura con Rusia como consecuencia de una visión en parte ingenua pero también aislacionista. Pretendió, por ejemplo, que los norteamericanos no tenían nada que hacer en el Este de Europa como tampoco los rusos en Latinoamérica: eso le hizo aceptar, por ejemplo, el golpe de Estado comunista en Checoslovaquia. Truman, en realidad, no le hizo caso pero le mantuvo en su puesto ministerial como responsable de Agricultura, lo que pudo dar la sensación de que estaba en parte de acuerdo con él. Fue un acontecimiento exterior el que acabó decantando la cuestión: la guerra civil en Grecia provocó el definitivo decantamiento hacia una neta política de resistencia en todos los frentes respecto a los soviéticos. Dean Acheson formuló una tesis que luego, de un modo u otro, fue remodelándose con el transcurso del tiempo. Consistía en partir de la base de que una cesión en apariencia mínima podría tener como consecuencia una avalancha de desastres sucesivos. En su primera versión la fórmula consistió en temer que una manzana podrida pudiera poner en peligro a todas las demás. De ahí la llamada «doctrina Truman», es decir, el apoyo a los países que intentaran resistir a la penetración comunista. Pero esta doctrina tuvo como contrapartida también la ayuda material a esos países. Tal como lo explicó el general Marshall, que dio nombre al plan destinado a cumplir ese propósito, «nuestra política no está dirigida contra ningún país ni doctrina sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos». Cuando se pidió a los países europeos que presupuestaran sus necesidades, adelantaron una demanda de casi dieciocho mil millones de dólares. Quedaron reducidos, por parte de los norteamericanos, a algo más de trece mil, entregados entre 1948 y 1952. Tuvieron una importancia decisiva, como veremos, de cara a la reconstrucción de Europa. Marshall, inteligente y dotado de un espíritu práctico envidiable, había propuesto no combatir el problema en que se encontraba Europa sino resolverlo y, sin duda, lo logró

 

Antecedentes Guerra de Vietnam

Época: Guerra de Vietnam

Inicio: Año 1964
Fin: Año 1975

Lo primero que resulta necesario advertir es que, frente a lo que pensaron y dijeron los estudiantes protestatarios en Europa y América, no puede atribuirse en absoluto al imperialismo económico la presencia norteamericana en Vietnam.

 En 1969 tan sólo el 1% de la exportación norteamericana iba a este país. Indochina podía haber sido importante para Francia por materias primas como el caucho y el estaño en los años cuarenta, pero todo eso había perdido su sentido en los años sesenta. La actitud norteamericana respecto a la zona era, por el contrario, de indiferencia: sólo un puñado de profesores norteamericanos sabían hablar el vietnamita a inicios de los sesenta. Lo que caracterizó a la posición norteamericana, sobre todo, más que «la indigencia moral» -de la que habló Carter- fue «una buena causa» inicial, como aseguró Reagan, pero, eso sí, pésimamente servida. 

En efecto, como escribe Kissinger, «todo empezó con las mejores intenciones y rara vez las consecuencias de las acciones de una nación han resultado tan distintas de su propósito original». Lo que guió a la intervención norteamericana en Vietnam fue un enfoque universalista e ideológico: vieron la necesidad de detener una agresión totalitaria como no se había hecho en Munich en los años treinta, pero erraron por completo en el paralelismo. En el caso del conflicto del Vietnam se trataba de un problema de nacionalismo relacionado con su pasado colonial y en él no estaban involucrados intereses estratégicos decisivos. Además, los Estados Unidos siempre se comprometieron lo bastante como para que les afectara, incluso muy gravemente, pero nunca lo suficiente como para obtener la victoria.

Ya en los cincuenta, la Indochina francesa había sido considerada importante por sus materias primas pero, sobre todo, por el efecto que tendría su caída. Estados Unidos resultó un dubitativo participante en las conversaciones de Ginebra y no quiso firmar los acuerdos de 1954, probablemente como consecuencia de su política respecto a China en estos momentos. El resultado de los acuerdos de 1954 fue que se internacionalizó la paz, pero sin ninguna garantía efectiva. En consecuencia, los vietnamitas del Norte pudieron tener la sensación de que se les dejaba la posibilidad de acabar conquistando el Sur. Por otro lado, fue el nacionalismo y no ninguna consigna de Moscú el que produjo la sublevación allí.
Cuando Kennedy llegó al poder el número de norteamericanos en Vietnam era de apenas 685. Vietnam del Sur tenía 14 de los 25 millones de habitantes del país y la mayor parte de los recursos alimenticios, pero nunca tuvo conciencia de ser una nación. La conclusión a la que llegó el presidente norteamericano fue, sin embargo, que si los Estados Unidos tenían que luchar por el Sudeste asiático limitando el avance comunista lo debían hacer por Vietnam del Sur. En consecuencia, pronto el país se convirtió en el quinto país del mundo en recibir ayuda norteamericana. Eso, no obstante, no mejoró su dirección política: NGo Dinh Diem, su presidente, era uno más del millón de personas que había abandonado el Norte en el momento de la victoria de los comunistas, mucho más un enemigo de éstos que un nacionalista. Déspota y católico, en un país en que esta religión recordaba al pasado colonial, mantuvo a 50.000 personas en la cárcel. Al principio Diem dio la sensación de ser un gestor eficaz pero, rodeado de una especie de corte imperial, acabó por exasperar a sus aliados. Kennedy dijo de él: «Diem es Diem y es lo mejor que tenemos», pero en el momento en que el número de norteamericanos en Vietnam llegaba a 18.000 y se había producido una revuelta budista tuvo lugar el derrocamiento de Diem (noviembre de 1963). El propio embajador norteamericano apoyó el golpe, iniciando un proceso por el que los Estados Unidos se involucraron en exceso en la política de aquel a quien querían proteger. 

A partir de este momento, cuanto más aumentaba la presencia norteamericana en Vietnam más insistían desde Washington en la reforma política, llegando a intromisiones inaceptables y, al mismo tiempo, más se americanizaba la guerra. De otro lado, cuanto mayor era la inseguridad de los sudvietnamitas en el poder, al mismo tiempo más autoritario se volvía el Gobierno de Saigón. En 1964 hubo nada menos que siete Gobiernos, lo que es lógico si tenemos en cuenta que la expulsión de Diem había producido un profundo vacío político. Kahn, el sucesor de Diem, fue un personaje simplemente cómico. Nunca hubo, por parte norteamericana, una evaluación del adversario ni del hecho de que las guerras largas, igual que la de Corea, acaban quebrando el consenso interno de las democracias. Cuando surgieron dificultades a medio plazo, los mismos que habían defendido la necesidad de intervención cambiaron radicalmente y hablaron de la necesidad de una retirada. El adversario acabó por ver los signos de buena voluntad como testimonios de debilidad.

 

Japon y Estados Unidos entran en Guerra

Japón y EEUU entran en la guerra

Época: II Guerra Mundial
Inicio: Año 1939
Fin: Año 1945

La derrota de las potencias democráticas en Europa tuvo consecuencias no sólo en el Viejo Continente sino también en el otro extremo del mundo, aunque en este caso fueron mucho más tardías.

El más claro antecedente en la situación política internacional que dio lugar al estallido de la guerra mundial cabe encontrarlo en la guerra de agresión que Japón llevaba a cabo en China desde el comienzo de los años treinta y, en especial, a partir de 1937. Tal situación se debía a una peculiar situación de la potencia agresora que, de acuerdo con su ideología y la mentalidad de la época, sólo podía encauzarse con una política exterior imperialista. Los dirigentes políticos de Japón poco tenían que ver con el fascismo pero sí con un orden tradicional que concedía un valor esencial al factor militar y, además, no tenían inconveniente en instrumentarlo al margen de cualquier tipo de reparo moral, como ya habían demostrado durante la guerra contra el Imperio ruso a principios de siglo. 

Por otro lado, las dificultades económicas objetivas de Japón eran evidentes: superpoblado, debía importar el 90% de su petróleo y el 85% de su hierro, sin que ni siquiera pudiera autoabastecerse de alimentos. Muy por debajo de las posibilidades industriales de sus rivales y, en especial, de los Estados Unidos, en caso de conflicto estaba obligado a obtener una victoria rápida. Como en el caso de Italia, la guerra de los dirigentes japoneses respondió a una estrategia propia que no fue concertada en absoluto con Alemania. A diferencia de ésta, no pretendía una indefinida expansión, sino que quería limitar su área de influencia tan sólo al Extremo Oriente. 

Fueron las derrotas de los aliados las que llevaron a Japón a elegir una nueva vía de expansión diferente de China. La Indochina francesa, la Indonesia holandesa y las posesiones británicas del Extremo Oriente satisfacían de un modo mucho más completo sus necesidades de materias primas pero, aun así, la decisión bélica tardó en tomarse. Para Japón, las potencias occidentales eran, en efecto, el enemigo por excelencia y no sólo por motivos estratégicos sino también por un cierto antioccidentalismo muy enraizado en sus núcleos dirigentes. De ahí que Japón ingresara en el pacto tripartito en septiembre de 1940, de modo que creó con ello una comunidad de intereses con Alemania e Italia. El siguiente paso fue suscribir un acuerdo de no-agresión con Moscú, en abril de 1941. Los dirigentes japoneses carecían de la obsesión antisoviética de Hitler y, en la práctica, llegaron incluso a hacer un inapreciable favor a Stalin, puesto que es muy probable que no hubiera podido soportar una guerra en dos frentes. A diferencia de alguno de sus colaboradores más destacados, Hitler fue incapaz de percibir esta realidad y se limitó a esperar de Japón que mantuviera ocupados a los norteamericanos ante la eventualidad de un conflicto con ellos. Pero, porque era consciente de que antes o después tendría que enfrentarse con los norteamericanos, prometió declararles la guerra en el caso de que Japón, que complementaba su ausencia de suficiente fuerza naval, también lo hiciera. 

Abrumados los británicos por la situación en Europa, no se podía esperar de ellos que sirvieran de barrera a la expansión japonesa e incluso durante algún tiempo decidieron cerrar la carretera de Birmania gracias a la cual se aprovisionaba la resistencia china. La presión japonesa consiguió que los franceses aceptaran la ocupación del Sur de Indochina en julio de 1941, mientras que los holandeses en Indonesia se mostraban mucho más remisos a las presiones japonesas. Fueron los Estados Unidos quienes cerraron de manera decidida el paso a Japón. 

La victoria de Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1940 le permitió ir tomando medidas que contribuían cada vez más a alinear a su país en favor de los británicos. En el verano de 1941, procedió a ocupar Islandia, para proteger la navegación en el Atlántico, y empezó a enviar ayuda a la Unión Soviética, a pesar de que era una medida muy impopular en su país. En octubre, se dio luz verde a las instrucciones para la construcción de la que sería denominada «bomba atómica«. Pero, entre la opinión pública, la resistencia a la participación armada en el conflicto seguía siendo muy grande y, cuando se votó en el Congreso el servicio militar obligatorio, fue aprobado solamente por un voto de diferencia a su favor. 

En estas condiciones, el presidente Roosevelt decidió no participar en la guerra a menos que el país fuera atacado, agotando todas las posibilidades de mantenerse al margen de la intervención directa, aunque consciente de que ésta sería muy difícil de evitar. Esta descripción de su postura parece mucho más apropiada que la de considerarle una especie de maquiavélico personaje que provocara y esperara el ataque japonés. Por el contrario, mantuvo conversaciones con Japón hasta el último momento e incluso puede decirse que su última propuesta a este país fue generosa: estaba dispuesto a seguir aprovisionándolo de petróleo a condición de que abandonara su último paso expansivo en Indochina. 

Pero, en el fondo, el acuerdo era imposible, porque los norteamericanos querían a los japoneses fuera del pacto tripartito y éstos deseaban las manos libres en China y se sentían como un pez fuera del agua, ahogándose por falta de combustible. Hay que tener en cuenta, además, que los norteamericanos conocían perfectamente la escritura cifrada japonesa, por lo que podían percibir la duplicidad de aquellos con los que negociaban, cuya pretensión consistía en comprar petróleo norteamericano para aprovisionarse contra los propios Estados Unidos. Al final, en agosto, lo único que hicieron éstos fue decretar un embargo de las exportaciones de este producto a Japón.
La duplicidad sentida al otro lado del Pacífico se correspondía, en realidad, con una evidente pluralidad de posturas por parte japonesa. Había quien negociaba con el deseo de que las conversaciones fracasaran y quien deseaba evitar la guerra. Sólo en los momentos finales, la llegada del ministro de Guerra Tojo a presidente del ejecutivo japonés supuso un punto de no retorno. Lo paradójico fue que un admirador de los Estados Unidos, que estaba convencido del gravísimo peligro que la guerra representaba para Japón, el almirante Yamamoto, fue el responsable de un cambio de estrategia que proporcionó la victoria inicial a los japoneses. Éstos no podían esperar una victoria a medio plazo sobre un país de potencia industrial muy superior. Su estrategia para caso de conflicto bélico, hasta el momento consistía en proseguir el avance hacia el Sur y esperar la ofensiva norteamericana a partir del Pacífico central. Yamamoto, en cambio, optó por tomar la iniciativa atacando a la Flota norteamericana en Pearl Harbour, la base situada en las Hawai. De esa manera, podría Japón tener una ventaja inicial sobre un país que tenía en construcción tres veces más barcos que él. Además, por este procedimiento sacaba el mejor partido de su clara superioridad momentánea en portaaviones y, en general, de una flota más moderna. 

El ataque a Pearl Harbour -7 de diciembre de 1941- fue planeado cuidadosamente, utilizando una inhabitual ruta del Norte, en domingo, con silencio en las comunicaciones y al amparo de los frentes de lluvias, lo que explica que sorprendiera por completo a los norteamericanos quienes, como los británicos, nunca pudieron imaginar a Japón capaz de llevar a cabo un ataque como éste. Con apenas un centenar de muertos, los japoneses destruyeron la Flota norteamericana, causándole 35 bajas por cada una propia. Sin embargo, el resultado bélico real de esta operación fue menor que el que se ha acostumbrado a decir. Los japoneses habían tenido que adaptar sus torpedos a las aguas poco profundas del puerto y este hecho tuvo consecuencias positivas para los norteamericanos, porque pronto pudieron reflotar buena parte de sus barcos. Además, los Estados Unidos conservaron sus portaaviones, que no estaban en puerto, los depósitos de combustible e incluso buena parte de las tripulaciones, que permanecían en tierra. De este modo, lo que parecía una espectacular victoria del agresor sentaba, por su insuficiencia, los precedentes de su derrota final. 

Resulta curioso que los principales líderes del conflicto recibieran con satisfacción la entrada de Japón en una guerra que, de este modo, se convertía de forma definitiva en mundial. Hitler dijo a sus colaboradores que ahora contaba con un aliado que no había sido vencido en 3.000 años; Churchill, que tanto luchó por conseguir la colaboración norteamericana, pensó haber ganado ya la guerra y el propio Roosevelt sintió el alivio que le proporcionaba la definitiva clarificación de la posición norteamericana ante el conflicto. Pero, a corto plazo, ante la incredulidad anglosajona, se produjo un torrente de victorias japonesas que parecieron tan imparables como las alemanas.
Se basaban, además, en un género de estrategia que parecía semejante a la empleada por el III Reich. Su fundamentó radicó en ataques por sorpresa, utilizando la superioridad técnica -por ejemplo, en aviación- y siguiendo un rumbo que desorientaba al adversario. Cuatro días después de que fuera destruida la Flota norteamericana, alguna de las joyas de la flota británica -el crucero Prince of Wales- siguió idéntica suerte. 

Los japoneses desembarcaron simultáneamente en Malaya y Filipinas y, a fines de año, habían ocupado Hong Kong. Sin embargo, sus mayores éxitos parecieron producirse en los meses siguientes. En febrero de 1942, derrotaron a los holandeses, tras una batalla naval con importantes efectivos, accedieron a Indonesia y, sobre todo, ocuparon Singapur, base británica reputada inexpugnable y fundamental para todo el Extremo Oriente. Lograron esta ocupación con fuerzas muy inferiores a las de sus defensores, en la que para Churchill constituyó la derrota más humillante y deprimente. 

Entre abril y mayo, liquidaron la resistencia norteamericana en Filipinas, cuyos últimos defensores se habían encerrado en Batán y en la isla de Corregidor, en nefastas condiciones para una resistencia prolongada. En mayo, los japoneses completaban la ocupación de Birmania, mientras que la audacia imparable de sus ataques parecía amenazar a la vez a la India, Ceilán y Australia. Nunca pudieron imaginar los británicos, situados confortablemente a la defensiva en este escenario, la capacidad ofensiva japonesa. Ellos y los norteamericanos habían decidido concentrar esfuerzos contra Alemania en caso de conflicto, pero ahora debieron modificar parcialmente su estrategia ante esta oleada de derrotas.

Fuentes:  http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3129.htm

 

Guerra Civil

Cada guerra, si se trata de una guerra civil o una guerra entre dos países diferentes, tiene muchas causas que se inician y las mismas guerras tienen algunos efectos de larga duración. En el caso de la Guerra Civil Americana, la esclavitud se puede atribuir como una de las principales causas.

Cuando Abraham Lincoln fue elegido el Presidente, los estados del sur en los EE.UU. estima que pueden tener problemas debido a sus hábitos de esclavitud y debido a la posición de Lincoln contra la esclavitud. Por lo tanto, estos estados del sur comenzaron a separarse de los Estados Unidos y, por tanto, las semillas de la guerra civil fueron sembradas. Mientras que los estados del norte que se apoya más en las industrias de Lincoln, los estados del sur que estaban más en la agricultura, sintió la necesidad de caer en la esclavitud para la supervivencia de su ocupación.

Después de la guerra terminó en 1865, uno de los efectos principales de la misma fue la abolición de la esclavitud. Hubo muchos cambios económicos y políticos después de la guerra y no hubo secesiones más después de la final del año. Los estados del sur, de hecho, ante una depresión severa debido a la devastación de la guerra, en la medida en que los gobiernos de los estados del norte tenían que chip para ayudar a los estados del sur recuperarse.

Aunque la esclavitud terminó después de la Guerra Civil algo, llamado a la aparcería comenzó cuando los propietarios de granjas blancas podrían conseguir mano de obra barata y seguir haciendo ganancias. Este era tan bueno como la esclavitud, pero nadie alguna vez lo llamó así por lo que este procedimiento salió con la suya. Los afroamericanos aún se estaban oprimidos y el efecto de uno de los principales de la guerra fue la pérdida de 60.000 vidas en los EE.UU., que fue el más grande de la historia.

Conflictos Bélicos

Han sido demasiados los conflictos bélicos en los que ha estado involucrado Estados Unidos a lo largo de la historia; entre los más importantes se encuentran la Guerra de Independencia, Primera y Segunda Guerra Mundial y en tiempos más contemporáneos la Guerra del Golfo Pérsico. Ya que todos estos eventos han sido parte de la Historia de Estados Unidos, es importante que se tengan conocimientos generales de ellos para así contar con más elementos de análisis al momento de contestar el examen del GED. Hay que tener presente también que las preguntas pueden variar por lo que es conveniente estudiar los temas generales. Así que mucha suerte, sabemos que los temas de historia pueden parecer aburridos pero nuestra perspectiva cambia una vez que se le encuentra el sentido y logramos identificar como esos hechos historicos han influido nuestra vida moderna.