Las 13 Colonias

Las 13 Colonias

Las trece colonias de Norteamérica

Época: América 1550-1700
Inicio: Año 1550

El siglo XVII trajo mejor suerte para los ingleses, que pudieron establecer varias colonias en América. Entre todas, destacaron las 13 que fundaron en Norteamérica. Las circunstancias de la época de Jacobo I (1603-1625) eran muy favorables para la colonización. El país había consolidado su hegemonía en el mar tras la victoria sobre la invencible, había liquidado el poder de la nobleza y del alto clero, había afirmado el poder del anglicanismo sobre otros grupos protestantes, había enriquecido a su burguesía con las propiedades de los católicos (dinero que ahora se necesitaba moralizar), y había transformado su economía, sustituyendo la estructura agraria por la ganadera y preindustrial. Todo esto se hizo a costa de un pueblo que quedó empobrecido y traumatizado por los problemas religiosos. Isabel I había canalizado a los desheredados hacia la piratería y el corso, pero su sucesor decidió hacer algo más útil, empleándolos en colonizaciones. El capitalismo comercial se brindó a ayudarle, especialmente las dos compañías de Londres y de Plymouth, a las que el monarca les ofreció un territorio americano que los españoles no habían ocupado: el existente al norte de la Florida, entre los 34 y los 45 de latitud N (la costa actual desde Carolina del Norte hasta Maine). Las Compañías se ofrecieron a trasladar allí a los colonos, que pagarían luego su pasaje con el trabajo. Era una variante de los “engage” o siervos que los franceses enviaban también a las colonias de América.

La colonización en Norteamérica empezó y terminó en las colonias del sur, que fueron cinco: Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia.

Virginia fue la primera. El 26 de abril de 1607, llegaron a la bahía de Chesapeake (Virginia) tres barcos con 105 colonos mandados allí por la Compañía de Londres. Buscando un lugar donde establecerse subieron un río, al que bautizaron como James, en honor a su Rey. En sus orillas, 40 km arriba, fundaron una ciudad el 24 de mayo a la que bautizaron corno Jamestown. El hambre y las enfermedades redujeron los colonos a 32 en siete meses. El resto pudo sobrevivir gracias a los alimentos que el legendario capitán John Smith logró sustraerles a los indios. La situación se volvió dramática, pues la Compañía no pudo enviar refuerzos. Sus accionistas se negaron a pagar los plazos sucesivos y tampoco surgieron muchos voluntarios que quisieran ir a América para trabajar tierras ajenas. En 1612, un colono llamado John Rolfe injertó una cepa de tabaco nativo con otra traída de las Antillas y obtuvo un producto de excelente calidad: ¡había nacido el tabaco de Virginia! Se cultivó prolijamente y se vendió a buen precio en Inglaterra. La colonia prosperó gracias a esto (más tarde, se consiguió el monopolio de tabaco para Inglaterra) y a la llegada de nuevos colonos, cuando la Compañía transigió al fin (1618) con la propiedad privada, ofreciendo 100 acres a cada emigrante y 50 más por cada miembro de su familia al que pagara el pasaje. En 1619, Virginia tenía más de mil habitantes y el Gobernador Yeardley, representante de la Compañía, solicitó permiso a ésta para tener unos auxiliares administrativos. Se le autorizó a hacerlo. Yeardley les escogió por el mismo procedimiento usado en Inglaterra: cada uno de los 11 distritos de la colonia eligió dos representantes (llamados burgesses u «hombres libres»), que formaron una especie de parlamento local para ayudar al Gobernador en su labor. Fue la primera asamblea electiva de las colonias inglesas. El mismo año de 1619, llegó a Virginia un buque holandés con 20 esclavos negros, que se vendieron con gran facilidad. A partir de entonces, comenzó la compra masiva de esclavos para las plantaciones de tabaco. La usurpación sistemática de las tierras de los indios obligó a éstos a defenderse. El 22 de marzo de 1622 mataron a algunos colonos. Los ingleses hablaron de masacre y prepararon un castigo ejemplar: en 1625 mataron a más de mil indios. Esto se convirtió ya en un modelo a repetir posteriormente en todas las colonias: usurpación de las tierras de los naturales, ataque desesperado de los indios y castigo ejemplar, con el que se conseguía exterminarles  o expulsarles definitivamente de su territorio. La Compañía de Virginia entró en bancarrota en 1624 (perdió unas doscientas mil libras) y fue disuelta por el rey. Virginia se convirtió en una colonia real.

Maryland fue la segunda de este grupo. En 1632, Sir George Calvert, Lord Baltimore, logró que el rey Carlos I le donara un territorio en América para llevar a ella los católicos ingleses que desearan emigrar. Se le otorgó la parte de Virginia que estaba al norte del río Potomac. La donación llevaba implícita la cesión a Calvert del poder político y del control del comercio. En 1634, llegaron allí 220 colonos (entre ellos dos jesuitas) con el hijo de Lord Baltimore y fundaron la ciudad de Saint Mary, en honor a la Virgen. Su colonia la bautizaron como Maryland o Tierra de María. Los colonos de Maryland tuvieron pronto conflictos con sus vecinos protestantes de Virginia y con los nuevos inmigrantes. Para ponerles freno, acordaron proclamar el Acta de Tolerancia (1649), por el cual se permitió practicar cualquier religión que reconociera la Trinidad. Esto equivalía a admitir a todos los cristianos, pero no así a los hebreos. Los Calvert aceptaron el Acta y permitieron, además, que existiera una representación de los colonos mediante una asamblea de burgueses, y favorecieron la emigración otorgando 100 acres a cada cabeza de familia que emigrara y 50 más por su mujer y por cada hijo. Esto hizo que acudieran a Maryland muchos emigrantes pobres de otras regiones. En 1715, los propietarios de la colonia renunciaron a su catolicismo.

Carolina (del Norte) fue poblada, en 1653, por un grupo de virginianos. Diez años después ocho promotores, entre ellos Sir Anthony Ashley Cooper, lograron que Carlos II les cediera tierras situadas entre los 31 y 36 grados de latitud, para cultivar allí morera, vino, aceitunas, etc. La colonia fue bautizada entonces como Carolina, en honor al rey, y Ashley condujo el primer gran grupo de colonos. En 1670, estos pobladores marcharon hacia el sur y fundaron Charlestown (1672). Carolina sufrió muchos problemas derivados del enfrentamiento entre los colonos y los señores. En 1669, se implantó una especie de constitución en la que colaboró John Locke, de carácter aristocrático, que creó una nobleza latifundista y reservó la asamblea colonial a los nobles y propietarios. El establecimiento de escoceses e irlandeses en el sur de Carolina motivó nuevos conflictos que condujeron al monarca, en 1729, a dividir la colonia en Carolina del Norte y del Sur, cada una de ellas con un gobernador real.

Georgia fue la última de las colonias. Data del siglo XVIII. El rey George II concedió permiso, en 1732, al diputado James Ogelthorpe para establecer una colonia con presidiarios ingleses entre los ríos Altamaha y Savannah, en frontera con los españoles de Florida. Al año siguiente, Ogelthorpe estableció varios cientos de colonos en Savannah, a orillas del río del mismo nombre.
Las colonias del norte fueron cuatro: New Hampshire, Nueva Inglaterra, Rhode Island y Connecticut. Simbolizan un sistema de colonización opuesto al de las colonias del sur, creando un antagonismo vital que subsistirá largos años.

Nueva Inglaterra, la colonia que se creó en el actual estado de Massachusetts, tiene para los norteamericanos una importancia excepcional, pues se sienten más vinculados a ella que a las demás por sus características spenglerianas, ya que sus colonizadores consideraron América como una Nueva Jerusalén o Tierra Prometida donde podían vivir las gentes que en Europa eran perseguidas por sus ideas religiosas. Estos colonos fueron los puritanos o defensores de una auténtica reforma protestante que purificase la Iglesia anglicana de los vestigios católicos que aún quedaban en ella. Eran calvinistas, creían en la predestinación (el éxito en la vida reflejaba la elección divina de pertenecer a los que irían al Paraíso después de morir), eran extremadamente laboriosos y practicaban una moral social muy rígida, marcada por la austeridad y la frugalidad. Acosados por sus compatriotas anglicanos, muchos de ellos huyeron a Holanda y se radicaron en Leyden y Amsterdam(1609). Allí, sus líderes William Brewster y John Robinson negociaron con la compañía de Londres el transporte de los puritanos a Virginia a cambio de trabajar siete años para pagar a los banqueros y comerciantes el pasaje.

Los peregrinos -llamados así porque teóricamente eran apátridas- abandonaron Leyden en el buque Speedwell y se trasladaron a Plymouth, donde se les unieron otros correligionarios. El 16 de septiembre de 1620, embarcaron en el Mayflower, un buque de 33 metros de largo y 180 toneladas. A bordo del mismo iban 35 pasajeros de Leyden y 66 de Londres y Southhampton:
101 peregrinos en total. El 9 de noviembre de 1620 arribaron a América. Al tomar la latitud, comprobaron que se habían equivocado de sitio: aquello no era Virginia. Habían llegado, en efecto, al cabo Cod, en Massachusetts, una tierra bautizada anteriormente como Nueva Inglaterra por el capitán John Smith. Los emigrantes se reunieron para deliberar sobre su situación y acordaron establecerse allí, elegir su propio gobierno, trabajar unidos y buscar la alianza con los indios. El 26 de diciembre desembarcaron y construyeron unas rústicas cabañas para guarecerse del frío. Así nació Plymouth. Aquel invierno perecieron la mitad de los peregrinos, incluido el gobernador que habían elegido. Al llegar la primavera, un indio llamado Squanto les enseñó a cultivar maíz. En el otoño de 1621 pudieron recoger su primera cosecha.

Lo celebraron con una gran fiesta que duró tres días, y que es la que los norteamericanos rememoran como Thanksgiving Day o Día de Acción de Gracias. La colonia de Nueva Inglaterra fue prosperando. En 1626, los colonos pudieron pagar a la Compañía de Londres las 81.800 libras que les había costado su viaje, dividiéndose la tierra. En 1628, un grupo de ellos dirigido por John Endecott fundó Salem. Dos años después, se estableció la ciudad de Boston, que pronto fue la más importante de Nueva Inglaterra. En 1633, arribaron casi mil puritanos huyendo de Inglaterra ante la hostilidad del obispo Laud, nuevo primado de la Iglesia Anglicana. La migración continuó sin cesar. En 1640, Nueva Inglaterra tenía ya 22.500 habitantes, frente a los 5.000 de Virginia y Maryland. También progresó el sistema gubernativo. En 1629 se estableció un Consejo General, el que cinco años después se encargó de las cuestiones legislativas (estaba formado con representantes de los hombres libres de cada población), dividiéndose posteriormente en dos cámaras. En 1641, se adoptó un Código de libertades que incluía el juicio por jurados, los impuestos votados por representantes de los ciudadanos, el proceso para los casos de pena capital, la prohibición de tortura o de castigos bárbaros y la igualdad para los extranjeros. La sociedad reflejaba, sin embargo, el espíritu puritano que seguía el ejemplo de las primeros cristianos. La tierra fue repartida por comunidades y redistribuida por éstas entre sus miembros. Los colonos trabajaban, oraban y resolvían sus problemas conjuntamente, bajo liderazgo religioso. La moral imperante condenaba el excesivo enriquecimiento individual: en 1639 se juzgó al comerciante Robert Keayne por encarecer demasiado los artículos que vendía, resultando multado por ello. La rígida disciplina produjo pronto disidencias e infinitos problemas. Dos ministros religiosos, John Cotton y Thomas Hooker prefirieron exilarse antes que aceptar el poder oligárquico de los líderes religiosos, fundando Withersfield y Hartford (1636). Al año siguiente, el reverendo John Davenport y el comerciante Theophilus Eaton fundaron New Haven, en Connecticut. Puntos de vista disidentes sobre la jerarquía religiosa motivaron la expulsión de Anne Hutchinson (1637) y otros, que se establecieron en Portsmouth (Rhode Island). Nueva Inglaterra era ya una colonia importante por entonces y estaba necesitada de centros educativos. Una ayuda de 400 libras había permitido abrir una escuela al norte del río Carlos, pero se carecía de recursos para sacarla adelante. En 1638, murió de tuberculosis un pastor llamado John Harvard, quien dejó toda su fortuna a la escuela: unas 700 libras y una biblioteca de 400 volúmenes, un verdadero tesoro para entonces. La escuela decidió llamarse Colegio de Harvard y se constituyó como la primera institución de enseñanza en las colonias inglesas. También en 1639, se introdujo la imprenta en el pueblecito de Cambridge, donde se publicó al año siguiente un libro de salmos. En 1660, los calvinistas perdieron el monopolio de gobierno sobre la comunidad y la colonia se volvió más mundana y próspera. En 1691, la Corona asumió el control de la Colonia.

New Hampshire fue poblado en 1622, año en que Sir Ferdinando Georges y John Mason obtuvieron permiso de Nueva Inglaterra para fundar entre los ríos Merrimack y Kennebec. Mason había vivido en Inglaterra en el condado de Hamphsire, de donde trasplantó el nombre.

Connecticut fue explorado por colonos de Massachussets a partir de 1632, cuando se realizó la primera marcha hacia al Oeste de la historia norteamericana. En 1635 se estableció Saybrook, en la boca del río Connecticut. En esta colonia se realizó la primera gran matanza de indios en 1637. Unos colonos encerraron a 600 pequot (hombres, mujeres y niños) en un baluarte y le prendieron fuego, quemándolos vivos. En realidad la conquista inglesa, se parecía bastante a la española, como vemos. Todas las conquistas son iguales.
Rhode Island nació gracias al celo del puritano Roger Williams, que llegó a Boston, en 1631, y encontró muchas dificultades para el ejercicio de su apostolado, ya que predicaba una reforma religiosa con separación de la iglesia y el Estado. Fue desterrado de Nueva Inglaterra, en 1635, y se dirigió al sur, donde fundó Providence. La colonia se expandió luego por numerosas islas cercanas. La mayor de ellas había sido bautizada como Rodas por el descubridor Verrazzano, un siglo y cuarto antes, tomando por ello la colonia el nombre de Rhode Island y Providence. Con el tiempo terminó por llamarse sólo Rhode Island. En 1647, comprendía Providence, Newport y Portsmouth.

Si las colonias del sur y del norte representaron dos formas contrapuestas de colonización inglesa, las del centro (Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Pennsylvania) simbolizaron, en cambio, otras colonizaciones europeas.

Nueva Holanda, llamada luego Nueva York, se originó como una colonización holandesa. El interés de la Compañía de las Indias Orientales holandesa por hallar un paso interoceánico en Norteamérica la llevó a contratar los servicios del navegante inglés Henry Hudson, quien llegó en 1609 a la isla de Manhattan y a la desembocadura del río que lleva su nombre. Hudson contó excelencias de aquella zona a su regreso y numerosos holandeses empezaron a viajar hacia ella para comerciar con los indios. Una de las primeras expediciones fue la de Adriaan Block. Arribó a Manhattan en 1613 y tuvo que quedarse allí, ya que se le quemó el barco. Las cabañas que construyó para invernar constituyeron el primer poblamiento europeo en la famosa isla. Pronto fueron tantas que formaron una aldea. La Compañía holandesa de las Indias Occidentales, que acababa de constituirse (1621), reclamó el territorio existente entre el Cabo Cod y el río Delaware. En 1624, colonos holandeses fundaron los fuertes Orange (Albany) y Nassau. Al año siguiente, se construyó el fuerte Amsterdam, en la isla de Manhattan, bajo la dirección del ingeniero Cryn Fredericksz. En 1626, Peter Minuit fue enviado por la Compañía para organizar dicha colonia y compró la isla de Manhattan a los indios por unas baratijas (telas chillonas, collares, etc.) valoradas en unos 60 florines. Manhattan se convirtió en el centro de una próspera colonia llamada Nueva Holanda. Su pequeña aldea de Nueva Amsterdam acogió pronto a gentes de todos los países, ya que los emigrantes holandeses eran escasos. En 1643, un jesuita que pasó por allí dijo que se hablaban 18 lenguas diferentes. Era un presagio de su futuro. Los holandeses poblaron las regiones cercanas a la isla. Brooklyn y Harlem fueron nombres de ciudades holandesas. Fundaron, además, numerosas ciudades, como Swanendael, Beverwyck, Gravezande, Heemstede, Vliessingen, Yonkers, etc. La colonia prosperó gracias a la libertad de comercio de pieles y, en 1653, tenía ya dos mil habitantes. Tuvo varios gobernadores holandeses entre los que destacó Peter Stuyvesant.

Delaware nació como Nueva Suecia y fue el sueño del rey Gustavo Adolfo. Murió en 1632 sin verlo realizado, pero poco después se creó la Compañía de la Nueva Suecia, que puso en marcha la empresa. Reunió unos colonos y contrató los servicios de Peter Minuit, que se había convertido en socio de la Compañía sueca, para que los condujera a América. La expedición llegó en 1638 a la bahía de Delaware, donde había un pequeño establecimiento de 22 colonos holandeses y procedió a fundar allí la colonia. El 29 de marzo de 1638, erigieron Fuerte Cristina (cerca de la actual Wilmington), en honor a la reina sueca. La Nueva Suecia tuvo varios cientos de colonos suecos y finlandeses. En 1643, el nuevo gobernador sueco Johan Bjornsson construyó nuevos emplazamientos en Varkenskill, Upland y Nueva Cristina, mientras los pastores luteranos trataban de evangelizar a los indios.

Estas colonias fueron a parar a manos inglesas. Primero, hubo problemas entre los colonos holandeses y suecos, que terminaron en 1655, cuando los primeros ocuparon la Nueva Suecia, integrándola a Nueva Holanda. Luego surgieron otros entre los ingleses y los holandeses, derivados de la lucha por la supremacía en el mar. El rey Carlos II de Inglaterra decidió concederle las colonias holandesas en América a su hermano Jacobo, Duque de York. Este organizó una flota que se presentó en Nueva Amsterdam, el 29 de agosto de 1664, exigiendo su rendición. El gobernador Stuyvesant tuvo que capitular el 7 de septiembre y los ingleses ocuparon Nueva Amsterdam, que rebautizaron como Nueva York. A Fuerte Orange lo denominaron Albany, etc. Así quedó todo anglizado. Cuando el Duque de York se convirtió en Jacobo II, transformó el territorio en colonia real (1685). Holanda reconoció la pérdida territorial de Nueva Holanda en el Tratado de Breda de 1667.
New Jersey tuvo una colonización más compleja. Tras la ocupación de Nueva Holanda, el Duque de York cedió a sus amigos George Carteret y Lord John Berkeley algunas tierras situadas entre los ríos Delaware y Hudson (1664). En las condiciones de la cesión se estipuló que los propietarios nombrarían un gobernador, que se ayudaría en su trabajo con un consejo, y que habría asamblea electiva y libertad religiosa. Carteret, que había defendido la isla inglesa de Jersey contra los parlamentaristas de Cromwell, pudo llamar a la nueva colonia Nueva Jersey. El mismo año envió a colonizar a su sobrino Philiph Carteret, que fundó la población de Elizabethtown (1665) en honor a su señora. Las mercedes territoriales de Carteret y Berkeley se unieron en 1702, integrando una colonia real. En cuanto a Lord Berkeley, vendió sus derechos en New Jersey a dos cuáqueros (1674).

Pennsylvania fue una colonia fundada por los cuáqueros, grupo protestante que practicaba una doctrina igualitarista, pacifista y de plena libertad de conciencia, que horrorizaba a los anglicanos. El fundador de la secta fue George Fox y sus seguidores fueron, principalmente, gentes pobres de los suburbios urbanos. El nombre de cuáqueros les vino porque decían temblar -quaquer, en inglés- ante el poder de la palabra divina, que cada uno escuchaba dentro de sí (rechazaban la jerarquía eclesiástica). El problema cuáquero adquirió importancia cuando se convirtió a dicha religión un personaje notable, William Penn, hijo del almirante del mismo nombre. Penn Jr. heredó con la fortuna paterna un pagaré por valor de 16.000 libras contra el Rey de Inglaterra y propuso a Carlos II amortizarlo a cambio de un territorio en Norteamérica donde pudiera instalar a sus hermanos de religión. El Rey aceptó encantado, en 1681, no tanto por librarse de la deuda como por quitarse de encima a los cuáqueros y le otorgó la región situada entre los 40 y 43 grados de latitud norte (1681). Al año siguiente, los cuáqueros arribaron al río Delaware y lo remontaron hasta un lugar que pareció ideal para fundar una ciudad en la que realizar su Holy Experiment o Santo Experimento. Se llamó Filadelfia y fue proyectada con un trazado modelo. Penn vendió parcelas de hasta 8.000 hectáreas por un precio bajo, más un censo anual y arrendó otras a los colonos que no tenían dinero. Como no quiso cometer el mismo error de las compañías de gobernar la colonia desde Inglaterra, pese a ser propietario del terreno, redactó una especie de constitución y una declaración de derechos (Frame of Government y la Charter of Liberties) que reconocían la autonomía colonial y garantizaban la libertad religiosa. Pennsylvania siguió siendo propiedad de la familia Penn hasta la revolución independentista.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/1585.htm

Conclusion de la Guerra

El resultado de la guerra sólo puede entenderse dadas las peculiaridades de la misma. En primer lugar, una forma de combate aparentemente primitiva demostró su validez. En una guerra de guerrillas, la absoluta seguridad en tres cuartas partes del país es mejor que tres cuartas partes de seguridad en todo el país y los guerrilleros siempre ganan con tan sólo evitar la derrota total (Kissinger). Pero, al margen de lo sucedido en Vietnam del Sur, los norteamericanos subestimaron por completo la capacidad de resistencia de los nordvietnamitas: el número de sus bajas fue parecido a como si los Estados Unidos hubieran tenido diez millones de muertos. La dureza del adversario nordvietnamita difícilmente puede ser exagerada: Giap decía que si le mataban diez soldados pero él conseguía matar uno lo consideraba como una victoria. Hay motivos para considerar que, como escribió un izquierdista norteamericano, la guerra fue «el más largo y más sostenido esfuerzo revolucionario en la Historia contemporánea». Claro está que tuvo detrás a un poder totalitario para sostenerla. 

La guerra probó, por tanto, que no siempre los medios técnicos son capaces de producir el desenlace de un conflicto bélico. Así se aprecia, sobre todo, en lo que respecta al arma aérea: es posible que los Estados Unidos gastaran diez dólares en sus bombardeos por cada dólar de pérdida que le causaban al adversario. En realidad, emplearon este procedimiento más en el Sur que en el Norte, pero allí perdieron unos 950 aviones merced a los antiaéreos soviéticos. En 1965-1967 los aviones norteamericanos lanzaron más bombas que en todos los combates de la Segunda Guerra Mundial. En 1970 se habían arrojado ya más bombas que en cualquier guerra anterior. 

En tierra las tropas norteamericanas se impusieron allí donde combatieron en condiciones normales, pero su inconveniente principal fue siempre la desmoralización. Una descripción sarcástica de los soldados norteamericanos los presentó como «los implicados a pesar suyo dirigidos por incompetentes cumpliendo una tarea inútil para una gente ingrata». Algún dato sirve para dar cuenta de en qué consistió la guerra de guerrillas: una cuarta parte de las bajas norteamericanas fueron causadas por trampas o por minas y entre el 15 y el 20% lo fueron por fuego amigo. La tensión sufrida y el momento explican que el consumo de drogas se generalizara entre los soldados. En cambio sólo murieron cuatro generales y tres de ellos en accidentes de helicóptero. Los oficiales tan sólo se mantenían en combate seis meses, lo que hacía imposible que las unidades permanecieran apegadas a ellos. Pero, como quiera que sea, no fue de una importancia decisiva que la victoria militar no la obtuvieran los norvietnamitas. Lo que es significativo, en cambio, es que el mismo día en que acabó la guerra fue liquidado también el servicio militar obligatorio en Estados Unidos. Estratégicamente siempre los norteamericanos estuvieron a la defensiva y nunca quisieron crear una psicología bélica en la retaguardia. 

Hubo 58.000 muertos norteamericanos frente a los 33.000 de la Guerra de Corea. Al margen de estas cifras, las restantes resultan mucho más incompletas y contradictorias de acuerdo con las fuentes. Es posible que los muertos sudvietnamitas fueran 100.000 y medio millón los norvietnamitas y del Vietcong. Las cifras de civiles muertos oscilan entre 400 y 1.300.000. Parece evidente que, a pesar de su brutalidad, en esta guerra se procuró evitar en mayor grado que en la Segunda Guerra Mundial los daños a la población civil. Otro dato importante es que 278 soldados norteamericanos fueron condenados por sus propios tribunales por las atrocidades cometidas. Sin embargo, el sargento Calley, responsable de haber asesinado a un niño y condenado por ello a veinte años de cárcel en 1971, salió de ella en 1974. 

Las consecuencias de la Guerra de Vietnam fueron muchas y, sobre todo, muy paradójicas. Vietnam quedó convertido en una dictadura comunista que ejecutó de forma inmediata a algunas decenas de millares de personas. En los años ochenta todavía había cuarenta campos de concentración con 100.000 prisioneros. Por entonces, casi un millón de personas pretendieron huir y unos millares murieron al hacerlo por mar (fueron los «boat-people» que motivaron la solidaridad de los intelectuales occidentales). Vietnam fue también, pese a la ayuda soviética, uno de los doce países más pobres del mundo, pero con un Ejército que proporcionalmente era el cuarto. La visión favorable que muchos intelectuales habían tenido de Vietnam del Norte se demostró carente de cualquier fundamento: Susan Sontag había dicho que aquélla era «una sociedad ética» y Grass que Estados Unidos al atacarla había perdido todo derecho a hablar de moral en el futuro. En otros sitios, la situación en la posguerra fue todavía peor. En Camboya los porcentajes de la población eliminados por quienes ahora ocuparon el poder rondaron entre el 15 y el 25% del total. 

Vietnam desapareció muy pronto del horizonte de la política norteamericana, prueba evidente de que los norteamericanos habían pretendido al final librarse de este conflicto como fuera. Ni siquiera hubo ninguna discusión colectiva como la provocada por la caída de China en manos de los comunistas. Pero, en cambio, en la conciencia de muchos de los participantes en la toma de las decisiones fundamentales hubo una auténtica obsesión retrospectiva por lo acontecido. El ex secretario de defensa norteamericano Robert S. Mac Namara escribió todo un libro en el cual enumeró hasta once causas de lo sucedido desde la ignorancia del país o la falta de percepción del peligro del adversario hasta el olvido del papel del nacionalismo. Dean Rusk, el secretario de Estado, escribió sus memorias rememorando el conflicto que había tenido con su propio hijo por su diferente percepción acerca de lo sucedido. «Aún hoy no puedo escribir sobre Vietnam sin sentir dolor y tristeza», asegura Kissinger en sus Memorias. 

El deseo de olvidar la guerra pareció dominar largo tiempo el panorama en los medios de comunicación más populares. En la cinematografía, el excombatiente del Vietnam fue retratado con frecuencia como un drogadicto enloquecido, mientras que los prisioneros norteamericanos de la Embajada de Teherán eran considerados como héroes. Sólo en los años ochenta se mitificó al excombatiente de Vietnam. Tardaron mucho las interpretaciones exentas libres de la carga del recuerdo propio. Si la Guerra de Vietnam fue la primera en ser televisada y a nada pueden compararse sus imágenes, al mismo tiempo su complejidad no puede ser explicada sólo con ellas. 

Finalmente, al margen del impacto que la Guerra de Vietnam tuvo en la política interna americana, las consecuencias más destacadas en la política exterior fueron las aventuras soviéticas y cubanas en África y en Etiopía, favorecidas por la parálisis producida en la norteamericana. La lección más importante fue para ella que una democracia debe guardar siempre determinados requisitos a la hora de intervenir un conflicto exterior y que debe actuar con una moderación que estuvo por completo ausente en este caso.

 

Medio Oriente

Las consecuencias de que se hubiera puesto en práctica la «contención» norteamericana fueron decisivas en Medio Oriente. En junio de 1948, fue creada la VI Flota norteamericana, destinada a servir como instrumento de intervención rápida en caso de peligro. Con posterioridad, como en otras partes del mundo, los Estados Unidos anudaron toda una serie de pactos en la zona. En 1951, Grecia y Turquía fueron invitadas, a pesar de sus ancestrales diferencias, a incorporarse a la OTAN. En 1955, la firma del Pacto de Bagdad, formado por Gran Bretaña, Pakistán, Irán e Iraq, dio la sensación de reafirmar el control occidental de la zona, sobre todo teniendo en cuenta que en un protocolo adicional complementario franceses, británicos y norteamericanos se habían comprometido al mantenimiento del statu quo.

Si hubo diferencias considerables entre las potencias administradoras respecto a la descolonización, algo parecido puede decirse de la geografía de la misma. Aunque la descolonización se realizó, sobre todo, durante la posguerra en Asia, también tuvo un inicio en el Medio Oriente. La llegada de la paz tuvo como consecuencia allí la aparición del panarabismo -creación de la Liga Árabe en marzo de 1945- y el comienzo de la descolonización en los territorios que hasta el momento habían estado bajo mandato británico o francés.

Este comienzo de descolonización no se hizo sin dificultades, incluso entre las propias potencias colonizadoras, especialmente en Líbano y Siria, donde Francia pretendía mantener la influencia otorgada después de la Primera Guerra Mundial. Mejor suerte pareció tener, al menos durante algún tiempo, Gran Bretaña. En Egipto, que había logrado la independencia excepto en materia de política exterior, la pretensión local de lograr la retirada de los británicos no se vio coronada por el éxito. Iraq acabó retirando a Gran Bretaña las ventajas estratégicas de que disponía, pero la potencia administradora conservó, en cambio, una sólida implantación en Transjordania, cuyo emir permitió la presencia de tropas británicas en su territorio. Irán, por su parte, fue abandonado por los anglosajones, pero los soviéticos permanecieron durante mucho más tiempo, contribuyendo a la exaltación de los sentimientos de peculiaridad entre los kurdos y azeríes, hasta finalmente aceptar retirarse.
Fue, sin embargo, en el Mediterráneo oriental donde de forma más caracterizada se planteó el problema de la guerra fría y de la «contencion» del antiguo aliado soviético. Los anglosajones tenían la firme decisión de controlarlo: no en vano, gracias a su poder naval habían conseguido en su momento liquidar la aventura militar de Rommel y ahora el rosario de bases británicas parecía garantizar que no se producirían cambios importantes. Pero hubo un momento inicial en que éstos parecieron posibles. Turquía había declarado la guerra a Alemania cuando se acercaba la derrota de ésta.

Cuando llegó la paz, sin embargo, debió soportar una fuerte presión soviética relativa a una posible rectificación de las fronteras en Anatolia y de las disposiciones acerca de la navegación por los Estrechos. La respuesta norteamericana consistió en el envío de medios navales a la zona en el verano de 1946. La tensión resultó todavía más agobiante en lo que respecta a Grecia. Situada bajo un control militar británico de 40.000 hombres, había heredado de la ocupación alemana y de la resistencia contra ella una guerrilla comunista en el Norte, dirigida por el general Markos y ayudada por los países sovietizados vecinos.

El deseo de Gran Bretaña de liberarse del peso de una intervención que le resultaba demasiado onerosa le llevó, en febrero de 1947, a informar a los norteamericanos que se veía obligada a retirar sus efectivos. Al mes siguiente, Truman, decidido a que los norteamericanos asumieran la responsabilidad internacional que les correspondía, enunció ante el Congreso norteamericano la doctrina que en adelante llevó su nombre. Los Estados Unidos debían estar a la cabeza del mundo libre y estaban obligados también a ayudar a los países a librarse de los intentos de dominación puestos en marcha por minorías armadas o por presiones exteriores. En la reunión celebrada en marzo y abril de 1947 en Moscú por los ministros de Asuntos Exteriores, no sólo no hubo acuerdo alguno sino que lo característico fue un proceso de creciente desconfianza. No hubo más reuniones de este tipo.

Las consecuencias de que se hubiera puesto en práctica la «contención» norteamericana fueron decisivas en Medio Oriente. En junio de 1948, fue creada la VI Flota norteamericana, destinada a servir como instrumento de intervención rápida en caso de peligro. Con posterioridad, como en otras partes del mundo, los Estados Unidos anudaron toda una serie de pactos en la zona. En 1951, Grecia y Turquía fueron invitadas, a pesar de sus ancestrales diferencias, a incorporarse a la OTAN. En 1955, la firma del Pacto de Bagdad, formado por Gran Bretaña, Pakistán, Irán e Iraq, dio la sensación de reafirmar el control occidental de la zona, sobre todo teniendo en cuenta que en un protocolo adicional complementario franceses, británicos y norteamericanos se habían comprometido al mantenimiento del statu quo.

Pero ya en la primera década de la posguerra, el poder occidental se enfrentó con retos importantes en esta región del mundo. El principal se produjo en Irán. Venezuela, en plena Guerra Mundial, había introducido mediante ley un reparto de los beneficios obtenidos de la explotación del petróleo y su ejemplo acabó siendo seguido por las autoridades políticas del Medio Oriente desde comienzos de los cincuenta. En esa época, tan sólo el 9% de la renta del petróleo era obtenida por un tan importante país productor como era el Irán. En la primavera de 1951, Mohammed Mossadgh, el primer ministro iraní, promulgó una ley de nacionalización del petróleo, en una decisión que puede considerarse semejante a la que luego Nasser tomaría respecto al Canal de Suwz. Pero lo cierto fue que los resultados no fueron semejantes en los dos casos.

En realidad, Mossadegh pasó por enormes dificultades antes de conseguir poner en marcha las instalaciones que habían abandonado los técnicos extranjeros e Irán se vio boicoteado por los consumidores. El golpe de Estado militar que acabó con él, en agosto de 1953, ha sido atribuido, con fundamento, a la CIA. Los tiempos, de todos modos, no estaban maduros para que un intento como éste pudiera fraguar: ni existía un ideario neutralista ni Mossadegh se caracterizó por una ideología populista como la de Nasser. Su derrocamiento supuso el pleno restablecimiento del poder del Sha, que se había visto obligado a marchar al exilio.

En otro conflicto del Mediterráneo oriental durante esta época, el de Chipre, se mezclaron factores muy diversos, desde la descolonización hasta la pluralidad étnica y cultural. En Chipre, la tercera isla del Mediterráneo, con una población formada por griegos en un 80%, la autoridad religiosa desempeñó siempre un papel político de primera importancia mientras que el movimiento sindical estuvo influenciado por los comunistas. La peculiaridad en la composición demográfica de la isla hizo que la auténtica reivindicación en ella no fuera la independencia sino la «enosis», es decir, la unificación con Grecia, que la reclamaba desde 1947. Ya en 1950 la cuestión quedó internacionalizada en un momento en que la guerra fría parecía impedir cualquier otro posible conflicto adicional, gracias a que Atenas llevó la cuestión ante las Naciones Unidas, lo que inmediatamente tuvo como consecuencia la oposición de Turquía, de cuya procedencia era el resto de la población isleña. De este modo, un conflicto cultural entre dos comunidades pareció romper la convivencia entre dos aliados en el seno de la OTAN. El arzobispo Makarios, líder indisputado de la comunidad grecochipriota, se convertiría en un personaje de rango internacional gracias a la conflictividad en la zona.

Formación de la conciencia independentista

Inicio: Año 1750 – Fin: Año 1775

Todos estos factores hicieron que a mediados del siglo XVIII la economía colonial llegara a convertirse en una de las más ricas y productivas del mundo.

Por lo demás, era notable el grado de autogobierno de que disfrutaban estas colonias y la fiscalidad que gravaba a sus habitantes era menor que la soportada por los propios ingleses. Pero tal bienestar general no sólo no evitó el conflicto con la metrópoli sino que provocó, indirectamente, el enfrentamiento con Londres. Por una parte, la sociedad colonial -una sociedad fronteriza- había evolucionado más rápidamente que la británica y era más igualitaria; aunque se sentían razonablemente contentos de pertenecer al Imperio británico y bebían en las fuentes ideológicas inglesas, en los años centrales del Siglo de las Luces, y más aún al reflexionar sobre su contribución a la victoria obtenida en la recién concluida Guerra de los Siete Años (1756-1763) -conocida por los norteamericanos como Guerras Indias-, aparecerá en los colonos un progresivo sentimiento de «americaneidad» no exento de criticas y descalificaciones hacia los ingleses.

Además, aunque la tendencia secular de la economía de las trece colonias de Norteamérica fue notablemente positiva y alcista, la coyuntura en los años inmediatamente posteriores a la guerra era de depresión; los privilegiados hombres de negocios ven mermar sus beneficios y el pueblo llano pierde su trabajo o sus pequeñas propiedades. Desde su perspectiva, el paraíso americano peligraba y muchos inmigrantes se creían abocados a una vida semejante a la que dejaron en la triste Europa. Esta es la razón por la cual aquéllos -la minoría privilegiada- contar con el apoyo de las masas en su enfrentamiento con la metrópoli.Por otro lado, la necesidad de hacer frente a los elevados gastos ocasionados por la contienda -que, para Londres, había favorecido principalmente a los colonos-, y las propias doctrinas político-económicas imperantes, llevaron a los gobiernos británicos desde 1763 a adoptar una serie de medidas fiscales que quebraron, definitivamente, el afecto de los habitantes de las colonias hacia la metrópoli; y muy especialmente el de quienes no eran oriundos de Inglaterra (que eran ya mayoría) o el de los británicos que habían sido llevados a la fuerza o habían llegado a América huyendo de la persecución política o religiosa. Se pasó, en quince años, de la disensión a la rebelión armada.Con todo, aunque sin olvidar la recesión económica de los años sesenta, entre las concausas de la Revolución burguesa americana hay más de temores de los gobernados ante un porvenir que creen que pondrá en peligro su actual prosperidad, que quejas contra una ya padecida experiencia de injusticias y privaciones.

Es mucho más la protesta de los privilegiados que el lamento de los oprimidos. Así, la mayoría de los líderes de la revuelta antibritánica pertenecía a clases bien acomodadas y no pretendieron en modo alguno subvertir un orden social en el que ya ocupaban, en las colonias, la cúspide: cuatro de cada cinco miembros de las asambleas locales en que se tomaron las decisiones que llevaron a la independencia pertenecían a la burguesía adinerada y a los terratenientes, aunque solamente el 10 por 100 de los colonos podría incluirse en dicha clase privilegiada.Y, desde luego, fueron las decisiones de los ministros de Jorge III, y en particular de George Grenville, encargado de reorganizar el mundo colonial en la posguerra, las que provocaron el rechazo de los, hasta entonces, pacíficos colonos; al pretender recuperar desde Londres el control político y económico de ultramar, los americanos creyeron que peligraban sus libertades y su prosperidad. Para los gobernantes ingleses era imprescindible tratar de equilibrar el presupuesto: la deuda nacional superaba los 136 millones de libras y de las 70.000 que costaba la administración y la defensa de las colonias en 1748, Londres había pasado a gastar más de 350.000 en 1763. Parte de esa enorme cifra -que debía mantenerse parcialmente por el peligro indio (el jefe Pontiac había atacado en 1763 muchos pueblos y asentamientos en la zona del Niágara y los Grandes Lagos) y ante un hipotético deseo francés de reconquista- debería salir, en opinión de muchos parlamentarios, ministros, comerciantes y contribuyentes ingleses, de las arcas de quienes más se habían beneficiado: los colonos. Éstos, además, debían comprar a los fabricantes ingleses los productos manufacturados con materias primas coloniales, según dictaban los cánones mercantilistas.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2428.htm

Rechazo a las leyes británicas

Inicio: Año 1764 – Fin: Año 1770

El gabinete Grenville comenzó por elevar los derechos aduaneros de ciertos productos como el azúcar, vino, té, café y textiles (Sugar Act Ley de Azucar de abril de 1764)

… La reacción que suscitaron en América estas leyes –absolutamente habituales en la mayoría de los países europeos desde hacía siglos pero inaceptables para un pueblo educado en la tradición británica- fue un claro aviso de lo que podía llegar a suceder si Londres no rectificaba: hubo tumultos, agresiones a soldados y, mucho más significativo, se celebraron juntas de representantes de varios territorios para aunar  esfuerzos en la primera muestra de colaboración intercolonial, cosa inconcebible años antes ya que las trece colonias británicas en Norteamérica había mantenido entre si una absoluta separación desde la fundación de cada una de ellas. Hasta esa década y durante siglo y medio, los habitantes de Maryland, New York, Pennsylvania, Virginia, Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island, Connecticut, New Jersey, Delaware, North Carolina, South Carolina y Georgia no se habían sentido unidos en nada. En octubre de 1765 se unieron en Nueva York delegados de nueve de esas trece colonias para protestar por la Stamp Act, aunque aun en tono conciliatorio y sin dejar translucir un deseo de independencia o de desafío a la Corona.

Pese a las protestas de los colonos y a las advertencias de hombres como Benjamín Franklin  (muy respetado en los círculos intelectuales y políticos ingleses y que vivió en Londres desde 1764 hasta 1775 e hizo las veces de portavoz de los colonos), el Gobierno y la clase política británica no cedieron y si bien es verdad que se derogó en febrero de 1766 la Stamp Act (contra la que también se habían alzado algunas voces inglesas en las Cámaras de los Comunes y de los Lores, como las de Edmund Burke o las del propio William Pitt), un mes después el Parlamento afirmaba, por la Declaratory Act, su plena soberanía sobre todas las colonias y su potestad para imponer tributos a sus habitantes. Al año siguiente serían gravados nuevos productos de importación (vidrio, plomo, papel, pinturas y té) por las leyes tributarias del ministro Townshend (Townshend Revenue Acts de junio y julio de 1767) y el clima general contra ellas provocó nuevas asambleas de protesta, artículos de prensa contra la política de Londres (entre los que destacaron las «Cartas de un granjero» que escribiera el rico propietario, y admirador de los ingleses, John Dickinson) e, incluso, el boicot de muchos colonos a los productos metropolitanos. La asamblea local de Massachusetts envió una circular a las otras colonias el 11 de febrero de 1768 para concitar esfuerzos contra estas medidas; y cuando parecía que dicho acto, claramente sedicioso, iba a pasar desapercibido, el gobernador real, azuzado por el secretario de asuntos americanos, lord Hillsborough, ordenó clausurar la Asamblea al negarse 92 de los 107 representantes a desdecirse de su alegato antibritánico.

Desde ese instante aquellos 92 «héroes de la libertad» serían aclamados en las otras colonias (en Virginia comienza a destacar la figura del coronel de milicias George Washington, por entonces diputado por el condado de Fairfax) y varias de sus asambleas fueron, asimismo, cerradas. La agitación antibritánica creció a la vez que se atisban ciertos deseos de mancomunar las acciones «americanas». A estas alturas, aunque aún no estaban rotos del todo los lazos que unían a la metrópoli con sus territorios ultramarinos, eran bastantes los colonos que habían visto erosionarse gravemente esos vínculos de afecto e interés, imprescindibles para el funcionamiento del pacto colonial. Y la siguiente chispa surgió, como en tantas ocasiones en la historia, de un fútil incidente entre paisanos «patriotas y soldados del rey», convenientemente magnificado por los partidarios de la ruptura.

Las disputas con los «casacas rojas» -soldados profesionales al servicio de Jorge III- menudeaban. Conviene recordar aquí que entre las clases populares y poco instruidas había menos odio o rechazo intelectual hacia lo que podían simbolizar esos mercenarios de su majestad como defensores del Imperio británico u opresores de la libertad que sentimientos de rivalidad en el mercado de trabajo: eran, ocasionalmente y en particular en coyunturas de crisis, competidores aventajados a la hora de encontrar ciertos empleos. Por ejemplo, se les contrataba fuera de las horas de servicio en el cuartel- como estibadores del puerto por su fortaleza física prefiriéndolos a algunos paisanos. Así se llega a la «Masacre de Boston» de 5 de marzo de 1770; ese día los soldados repelieron con balas una agresión de piedras y bolas de nieve y murieron cinco americanos (uno de ellos, por cierto, negro). Los articulistas y líderes más activos de la campana antibritánica lo exageraron; se había vertido la sangre de los primeros mártires y había que explotar propagandísticamente los hechos. Pese a ello, meses más tarde volvió la calma a América.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2429.htm

Primer Congreso Continental

Inicio: Año 1774 – Fin: Año 1775

El 27 de mayo de 1774 varios representantes de la Asamblea de Virginia, reunidos en Williamsburg, proponen la reunión de un Congreso de todas las colonias.

Este «Primer Congreso continental» estuvo reunido en Filadelfia entre el 5 de septiembre y el 22 de octubre de ese año y contó con la presencia de 55 delegados de todos los territorios, excepto de Georgia que, no obstante, apoyó las decisiones de los reunidos. Esa asamblea tenia entre sus miembros a templados hacendados deseosos de que Londres rectificase y no diese argumentos a los radicales pero también acudieron vehementes oradores que querían la ruptura con Inglaterra. Destacaron los siguientes: entre los conservadores, respetuosos a la Corona: John Jay y James Duane (de Nueva York) y Joseph Galloway (de Pennsylvania); de los moderados, movidos tanto por sentimientos de afecto como de critica hacia la actitud seguida por Inglaterra: George Wahington y Peyton Randolph (ambos de Virginia), John Dickinson (de Pennsylvania) y los hermanos Rutlege (de Carolina del Sur); y destacando en el bando de los radicales, dispuestos a llegar a la ruptura: John y Samuel  Adams (de Massachusetts),  Thomas Jefferson (de Virginia), Christopher Gadsden (de Carolina del Sur) y Richard Henry Lee y Patrick Henry (de Virginia). Y fueron estos últimos quienes lograron imponer las tesis más tajantes al conseguir que el Congreso apoyase las Resoluciones de Suffolk (condado de Massachusetts), que incitaban a los habitantes de esta colonia de Nueva Inglaterra a enfrentarse a las Leyes intolerables incluso recurriendo a las armas y actuando como un Estado libre hasta tanto Londres levantase las sanciones, y pedían al Congreso continental una declaración de apoyo y represalias económicas contra Gran Bretaña.

Al final se decidió que las colonias se negarían a importar, exportar o consumir ningún producto procedente o destinado a Gran Bretaña. Redactaron una Declaración de Derechos y Agravios destinada al pueblo británico y a los colonos, pero también enviaron una carta de peticiones al rey, inequívoca muestra de que los sentimientos eran aún confusos y las tesis independentistas todavía no se habían asentado definitivamente. Y se autoconvocaron para el mayo siguiente, a menos que sus quejas hubiesen sido atendidas convenientemente. Para velar, hasta la siguiente primavera, por el cumplimiento de las decisiones de embargo y boicot hacia los productos ingleses y para mantener en alerta a los colonos, los representantes en ese primer Congreso continental crearon The Association (La Asociación), una serie de juntas locales y piquetes que habían de fiscalizar el comportamiento de los pueblos. Esta medida, tan eficaz como discutible moralmente, acentuó la división entre los propios colonos y no fueron pocos los que empezaron ya a mostrarse menos partidarios de los patriotas que de la Corona (que tuvo, incluso durante la cercana Guerra de Independencia de los Estados Unidos, el apoyo de muchos habitantes de las colonias).En realidad, aunque empezaba a ser obvio para muchos contemporáneos, ingleses o colonos, que los vínculos entre la madre patria y sus territorios ultramarinos se habían debilitado tanto que casi habían desaparecido, bastantes de los asistentes a este Congreso continental creían todavía posible continuar unidos a Inglaterra y sostenían que sus protestas iban contra un Gobierno y un Parlamento equivocados y que les inferían intolerables ofensas al dictarles leyes e imponerles injustos tributos.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2431.htm

Bases doctrinales de los rebeldes

Inicio: Año 1750 – Fin: Año 1775

Todo lo cual entraba en colisión frontal con los derechos naturales del hombre, por lo que el gobierno, al actuar así, devenía en tiránico e ilegítimo, según la doctrina ampliamente extendida entre los anglosajones cultos y popularizada en América gracias a figuras como James Otis, abogado de Massachusetts, y que enraizaba con las tesis roussonianas del contrato social (publicado en 1762), con claros antecedentes en la filosofía de John Lock (precursor del liberalismo moderno, muerto en 1704), y en sintonía con los postulados de Montesquieu. La humanidad posee determinados derechos fundamentales (a la vida, a la libertad, a la búsqueda de la felicidad, a la propiedad) y el gobierno, cuyo poder nace de un libre acuerdo reciproco con el pueblo, está obligado a protegerlos. Cuando el gobierno incumple este compromiso, «el pueblo tiene el derecho e incluso el deber de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad», según dejaron escrito los 56 padres fundadores, firmantes de la  Declaracion de Independencia del 4 de julio de 1776.

Los norteamericanos fueron, en este sentido, aventajados discípulos de los políticos radicales ingleses, pero llegaron más lejos en su afán por buscar una sociedad más libre y justa, en la que los derechos naturales inherentes a la condición humana estuviesen plenamente a salvo de cualquier poder. Y debe notarse que en esta lucha por la independencia sería realmente el Parlamento, que no el rey de Londres, el poder que actuaba como tirano a ojos de los colonos. Por ejemplo, frente a la exigencia del pago de ciertos impuestos que ellos no habían votado, replicaban: «impuesto sin representación es tiranía», feliz frase de James Otis pronunciada durante la campaña contra la Stamp Act y que se convirtió en el lema de muchísimos habitantes de las trece colonias desde aquella primavera de 1765.Uno de los argumentos esenciales de los tratadistas y de los políticos norteamericanos Benjamin Franklin, James Wilson, Thomas Jefferson, John Adams- expuestos en periódicos (Novanglus) o en libros (Consideraciones sobre la autoridad del Parlamento) era que habían de ser las asambleas legislativas de cada una de las colonias y no el Parlamento de Londres, al que no acudía ningún representante elegido por los colonos, quienes tuvieran la potestad de dirigir, legislar e imponer tributos.

Las Cámaras británicas no tenían autoridad alguna sobre las colonias. Éstas debían, eso sí, respeto y aun obediencia al soberano, aceptando la política exterior seguida por él; en esta curiosa teoría antiparlamento se llegaba a aceptar que los colonos acudiesen a la guerra en nombre de su majestad británica, pero se rechazaba la pretensión de los miembros de las Cámaras de los Comunes y de los Lores de imponer sus decisiones a los súbditos norte-americanos del Imperio británico. Ellos tenían sus propias asambleas, y en cada una de ellas, por separado, radicaba la soberanía.De hecho, aunque en la Declaración de Independencia se acumulan las acusaciones contra Jorge III («la historia del presente rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidas injurias y usurpaciones, destinadas todas a establecer una tiranía absoluta sobre estos Estados») y no contra el Parlamento, debe verse como una hábil y política maniobra de los patriotas más radicales que querían erosionar el fuerte sentimiento de lealtad hacia la Corona británica, mayoritariamente experimentado por los norteamericanos hasta las vísperas de la Independencia.

Aunque hay que decir que en el verano de 1776, cuando se firma ese trascendental documento, han cambiado notablemente las circunstancias y se ha acelerado el ritmo de la historia en el norte de América en tan sólo unos meses: muchos colonos ya han leído con avidez un panfleto publicado en enero por un inglés recién llegado a América, Thomas Paine, titulado Common Sense (Sentido común), que ha extendido vertiginosamente por las trece colonias unos postulados violentamente antibritánicos y antimonárquicos. Con un lenguaje directo y vehemente, Paine ganó para la causa de la Independencia a muchos indecisos; la monarquía es una forma ridícula de gobierno, la aristocracia es una carga inútil, la separación de Inglaterra beneficiará al comercio norteamericano al abrirle los mercados de todo el mundo, América debe desentenderse de las guerras en Europa… Y frente a unos súbditos esclavizados por la «real bestia de su majestad británica», los habitantes de la República de los Estados Libres e Independientes de América, cuyo «padre patria» no era Inglaterra sino Europa, anunciaban el nacimiento de un nuevo mundo. (Esta apelación a todos los amantes de las libertades civiles y religiosas que habían encontrado asilo en América viniendo desde cualquier parte de Europa, y no solamente de Inglaterra, decantó a muchos colonos de ascendencia alemana, francesa y holandesa hacia las filas de los insurgentes.)

http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2432.htm

Lexington, Concord y Bunker Hil

Inicio: Año 1775 – Fin: Año 1776

A pesar de que, formalmente, la guerra contra la metrópoli se declaró en julio de 1776, desde quince meses antes, desde abril de 1775, las hostilidades estaban abiertas.

Los primeros disparos y los primeros mártires de la contienda antibritánica -que también fue la primera guerra civil en Norteamérica, puesto que fueron muchos los colonos que permanecieron leales a Jorge III y le sirvieron en sus filas contra los rebeldes- se produjeron en un pequeño escenario situado, como no podía ser de otra forma, en las cercanías del puerto de Boston. Lexington, a mitad de los 30 kilómetros que separaban la capital de Massachusetts y el pueblo de Concord, será la primera batalla (o escaramuza, para ser más rigurosos) de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. En Concord, «los campesinos en pie de guerra dispararon el tiro que se oyó en todo el mundo», según el poema de Emerson que magnifica para el pueblo americano los primeros lances de su historia como país libre. Y en Bunker Hill, a las afueras de Boston, casacas rojas y patriotas dirimirán el tercer asalto y el más sangriento- de una guerra que concluirá en 1783, en Versalles, con el reconocimiento de la Independencia de los Estados Unidos de América por Gran Bretaña.

Las dos primeras acciones tuvieron lugar el 19 de abril (antes de la reunión en Filadelfia, el 10 de mayo, del segundo Congreso continental), y la sangría de Bunker Hill sucedió el 17 de junio de ese año 1775, dos días después de que los asistentes al Congreso nombrasen a George Washington comandante en jefe del Ejército continental (cargo que asumió a primeros de julio, por lo que no asistió, naturalmente, a ninguna de las primeras acciones de la guerra). Y doce meses antes de la Declaracion de Independencia. El general Gage, en cumplimiento de las Coercive Acts, envió una columna de 700 soldados hacia la aldea de Concord porque sabía fehacientemente que allí ocultaban armas y pertrechos militares los hombres de Samuel Adams y tenían apoyos los recién fundados «minutemen», voluntarios patriotas dispuestos a acudir en un minuto a donde se les necesitase para enfrentarse a los ingleses. En su camino se tropezaron con medio centenar de norteamericanos que trataban de hacerles frente en el pequeño pueblo de Lexington; allí murieron, el día 19 de abril, los primeros ocho combatientes patriotas en tanto que sus compañeros se retiraban precipitadamente.

El destacamento inglés continuó hacia su destino y, en Concord, destruyó lo poco que quedaba de los almacenes rebeldes, que habían sido oportunamente vaciados por unos bien informados patriotas. Pero será a la hora de regresar a Boston, durante la llamada «retirada de Concord», cuando se produzca el calvario de los casacas rojas enviados por Gage a lo que se suponía una mera acción de policía. Desde todos los lugares, parapetados tras los árboles o las cercas y contando con sus buenos rifles de ánima rayada (lentos de carga en las batallas campales, pero muy precisos a larga distancia), los granjeros y milicianos disparaban contra los buenos blancos que presentaban los vistosos uniformes de la infantería de su majestad británica. Cien ingleses muertos y 150 heridos sobre un total de 700 hombres fue el duro balance de esta operación sobre Concord. Animó, además, a los habitantes de Massachusetts, que se prepararon para recuperar la ciudad de Boston, además de proyectar operaciones sobre el interior del territorio en busca de armas pesadas, hasta entonces controladas por el ejército real en fuertes como el de Ticonderoga, ocupado por sorpresa por los rebeldes de Massachusetts el 10 de mayo, el mismo día en que se abrieron en Filadelfia, capital de Pennsylvania, las sesiones del segundo Congreso continental (Filadelfia, 10 de mayo de 1775)

.Una de las primeras preocupaciones de los asistentes era, desde luego, estudiar el conflicto abierto entre las tropas reales y las milicias de la colonia de Massachusetts. Aunque hombres de la talla de Franklin, Jefferson o John Adams postulaban ya, sin tapujos, la independencia y en consecuencia querían apoyar militarmente a los rebeldes de Nueva Inglaterra, todavía se intentó por los moderados tender un puente hacia el entendimiento con Londres. Ahora bien, mientras tanto esto sucediera, el Congreso decidió crear un Ejército continental (14 de junio) a partir de las milicias que sitiaban en esos momentos Boston. Inteligentemente propuso John Adams al rico virginiano George Washington -nada radical en sus ideas, tenido por un hombre honesto y caballeroso y representante de una de las grandes colonias del Sur- para el mando supremo de esas tropas que trataban de ser el esqueleto de las fuerzas armadas de todas las colonias unidas. La experiencia militar del futuro símbolo de los Estados Unidos no pasaba de ser discreta: había combatido en algunas acciones contra los franceses en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), pero su nombramiento alejaba las sospechas que pudieran sentir algunos indecisos y templados colonos de las clases acomodadas acerca de la radicalización del movimiento, a la vez que se evitaban las posibles suspicacias haciendo ver a las demás colonias que Massachusetts no monopolizaba el proceso antibritánico, poniendo incluso sus milicias bajo el mando de un virginiano.

Casi en los mismos momentos, pero a 450 kilómetros, los que habían de servir unos días más tarde bajo las órdenes de Washington, estaban empeñados en una feroz batalla en los alrededores de Boston, en una colina llamada Bunker Hill. Defendiendo esta estratégica posición al norte del puerto había 1.500 patriotas; frente a ellos el comandante en jefe británico Gage envió al general William Howe con 2.400 de sus soldados profesionales a que desalojaran a los norteamericanos de esas fortificadas alturas. Y lo hicieron al modo tradicional en que combatían los ejércitos regulares en el siglo XVIII: en apretadas líneas, al redoble del tambor y marcando el paso, uniformados impecablemente, tratando de alcanzar, en la cima de la colina, a los rebeldes que disparaban desde las troneras. Hasta tres ataques hubo de ordenar el apesadumbrado Howe. Pero al fin sus disciplinadas tropas consiguieron poner en fuga a los enemigos, a quienes empezaron a escasear las municiones. No hubo un claro vencedor porque si bien el terreno fue ocupado por los ingleses, sus pérdidas fueron dramáticas -1.054 muertos o heridos de los 2.400 participantes- y los norteamericanos, además, hicieron circular su versión de los hechos, que no era otra sino que se habían retirado simplemente por la falta de munición, que no por el empuje de los casacas rojas.

Los mandos británicos constataron, por otro lado, que sería un error despreciar la capacidad militar de los rebeldes, quienes «habían mostrado una conducta y un espíritu contra nosotros (son palabras del general Gage) que nunca pusieron de manifiesto contra los franceses». Otra consecuencia de esta batalla de Bunker Hill de 17 de junio de 1775 fue el relevo en la cúspide de los Reales Ejércitos de su majestad: Howe sustituyó a Gage.El Congreso continental se va a debatir en los meses siguientes en una extraña situación; por un lado pone en marcha un gran esfuerzo de captación y organización de hombres y materiales para hacer la guerra a los ingleses -incluyendo la puesta en circulación de papel moneda, la creación de una Armada (octubre de 1775) y un Cuerpo de Infantería de Marina (noviembre de 1775) que se sumaban al Ejército continental fundado en el mes de junio anterior-, e iniciaba campañas bélicas contra territorios alejados de las trece colonias como Quebec o las Bahamas, pero, por otro lado, no se decidía a declarar la independencia. (Washington y sus oficiales brindaban aún, ceremoniosamente, en honor de Jorge III en enero de 1776 y varias asambleas coloniales las de Nueva York, Pennsylvania, Carolina del Norte, Maryland y Nueva Jersey- votaban contra la independencia en noviembre y diciembre de 1775.)Tan paradójica situación cambió desde los primeros meses del año 1776. En primer lugar, ni el rey, ni el Gobierno, ni el Parlamento británicos estaban dispuestos, por prestigio, a ceder; animados, por otro lado, por la seguridad internacionalmente compartida- de que sus tropas y navíos derrotarían fácil y prontamente a unos insurgentes desavenidos, mal preparados y con problemas económicos si se bloqueaban sus costas por la Royal Navy, se dispusieron a aceptar el reto.

El 22 de diciembre de 1775 se promulgó la Prohibitory Act (Ley de Prohibición) que decretaba el embargo de los bienes norteamericanos, el secuestro de sus barcos y la suspensión total de cualquier trato comercial con las colonias. Y en segundo lugar, los panfletos políticos más radicales -especialmente el difundidísimo Common Sense de Thomas Paine- y las manipuladas versiones que se daban en los periódicos acerca de los atropellos de los casacas rojas sobre los pobres y desarmados granjeros en Concord y Lexington, o de los brillantes éxitos de los patriotas en Bunker Hill, aparte de victorias auténticas como la que significó la retirada de los ingleses de Boston en marzo de 1766, iban decantando hacia la ruptura definitiva a un considerable número de colonos. Aunque no debe olvidarse que tampoco escasearon entre los habitantes de las trece colonias los que permanecieron fieles a la Corona británica durante toda la contienda. Lugares hubo, como Nueva York, que dieron más hombres a los ejércitos de Jorge III que al de Washington. Cerca de 30.000 colonos se alistaron para luchar contra los rebeldes. Y en muchísimas familias se dividieron, como en toda guerra civil, los sentimientos. Hoy está claro para los historiadores que la división de los americanos ante la independencia fue grande; como también lo está el que hubo realistas entre las clases bajas tanto como en las acomodadas. Y no menos de 80.000 norteamericanos hubieron de exiliarse en Canadá, en Inglaterra o en otros lugares tras la victoria de los independentistas. (Tampoco hubo unanimidad entre los ingleses; los hubo que estuvieron en contra de la guerra.)

Desde que se conoció la Prohibitory Act, en enero de 1776, las tensiones entre los partidarios de la negociación y los declarados por la independencia fueron en aumento para, finalmente, vencer las posiciones más radicales. El Congreso acabó por ordenar a las colonias que abriesen sus puertos a todos los países del mundo excepto Inglaterra (6 de abril), que formasen gobiernos independientes en cada colonia actuando como Estados libres (10 de mayo), envió un representante a París para solicitar ayuda de Francia (3 de marzo) y, desde el 7 de junio hasta el 2 de julio, se discutió acaloradamente sobre la oportunidad y legitimidad de proclamar la independencia. Y, en fin, decidieron comisionar a Thomas Jefferson, Benjamín Franklin, John Adams y otros dos representantes para que preparasen el borrador de una declaración de los motivos que les llevaban a romper sus lazos con la Gran Bretaña.

http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2433.htm

La Declaración de Independencia

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1776

La Declaración de independencia de los Estados Unidos de América del Norte, redactada por Jefferson y con claras influencias de Locke y de Rousseau y en la línea de la filosofía del derecho natural, fue firmada entre el 2 y el 4 de julio de 1776 por 56 miembros del Congreso  Continental reunido en Filadelfia desde el año anterior.

En ella, aparte de las acusaciones vertidas contra el rey Jorge III y su Gobierno, que significan la mayor parte del documento, se consigna uno de los principios más revolucionarios jamás escrito anteriormente: «todos los hombres han sido creados iguales». Y estos hombres «recibieron de su Creador ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; así, para asegurar esos derechos, se han instituido los gobiernos entre los hombres, derivándose sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; de tal manera que si cualquier forma de gobierno se hace destructiva para esos, fines es un derecho del pueblo alterarlo o abolirlo, e instituir un nuevo gobierno, basando su formación en tales principios, y organizando sus poderes de la mejor forma que a su juicio pueda lograr su seguridad y felicidad».

La Declaración concluía así: «Nosotros, representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en Congreso general, apelando al Juez Supremo del mundo por la rectitud de nuestras intenciones, en el nombre y por la autoridad del buen pueblo de estas colonias, declaramos y publicamos solemnemente que estas colonias unidas son y han de ser Estados libres e independientes; que han sido rotos todos los lazos con la Corona británica y que cualquier conexión política entre ellas y el Estado de Gran Bretaña es, y debe ser considerado, totalmente disuelto; y que, como Estados libres e independientes; tienen todo el poder para declarar la guerra, concluir la paz, concertar alianzas, establecer lazos comerciales, y llevar a cabo cualquier otro acto que los Estados independientes pueden realizar. Y para apoyar esta declaración, con la firme confianza en la protección de la Divina Providencia, nosotros empeñamos nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor».

http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2434.htm

Factores de la derrota británica

Inicio: Año 1775 – Fin: Año 1777

En los primeros momentos, tanto en Gran Bretaña como en el resto de los países europeos, la inmensa mayoría de los que tenían noticias de la rebelión de los colonos de América del Norte creía que la victoria de las armas del rey Jorge III sobre sus desleales vasallos iba a ser cuestión de poco tiempo.

Pocos dudaban de que la superioridad de los marinos de la Royal Navy y los soldados profesionales destacados en las trece colonias y en Canadá bastaría para dar un fácil escarmiento a unos inexpertos, mal armados y desorganizados milicianos. Y una precipitada visión del problema puede, incluso hoy, llevar al error de pensar que, en efecto, la victoria de los norteamericanos en la Guerra de Independencia (que ellos llaman muchas veces Guerra de la Revolución) fue sorprendente porque la desproporción era notable entre las fuerzas de ambos contendientes en 1776.

Es cierto que la profesionalidad de los soldados y los marinos de su majestad británica permitía a sus oficiales exigirles esfuerzos con frecuencia inhumanos, en tanto que Washington tenía serias dificultades para que sus hombres aceptasen una mínima disciplina militar; no hay duda de que una Marina Real como la inglesa dominaba los mares de todo el mundo y podía, en consecuencia, transportar a sus soldados y dificultar grandemente el tráfico comercial de los rebeldes, frente a unos cuantos barcos con los que los independentistas apenas podían hacer otra cosa que aisladas acciones; es evidente que la mayoría de los oficiales de los casacas rojas tenían experiencia militar, lo que no sucedía con casi ningún mando rebelde; todos sabemos que la población de las islas británicas era varias veces superior a la de las colonias sublevadas (y en las que, además, no había unanimidad a la hora de levantarse contra el rey); y, por fin, el potencial económico y la riqueza industrial de Inglaterra la hacía destacar mucho por encima de su enemiga norteamericana.

Pero hay otros factores fundamentales que deben plantearse para entender mejor la lógica de la victoria de los insurgentes en 1776.En primer lugar, las 3.000 millas náuticas que separaban el teatro de operaciones de la metrópoli, lo que suponía que el viaje hecho en condiciones más favorables nunca duraba menos de un mes, y eso sucedía en pocas ocasiones, siendo lo más corriente que el gabinete del primer ministro, lord North (con su secretario de Colonias, lord George Germain, como principal responsable de la política militar en América) necesitase dos meses para enviar hombres, pertrechos e instrucciones a sus generales.

En segundo lugar, el elevadísimo coste de esta guerra para las arcas del tesoro británico, aún no repuestas de los gastos originados quince años atrás en el otro conflicto americano (la Guerra de los Siete Años, 1756-1763) y que, como estamos viendo, había condicionado la política fiscal aplicada por Londres en América en los diez años anteriores a la rebelión de los habitantes de las trece colonias, y era, a la larga, responsable de la ruptura del pacto colonial y de la aparición de una sensibilidad antibritánica, factores clave en el nacimiento de un sentimiento de americanismo. «No sólo no nos beneficia nuestra vinculación con la madre patria, sino que nos perjudica. Se nos requiere nada más que para contribuir, con nuestra sangre o nuestros impuestos, a la grandeza de unos lejanos ingleses que ni siquiera nos permiten tener representantes en las Cámaras que deciden quiénes, cuánto y para qué hay que pagar tributos. Cambiemos nuestra fidelidad a Gran Bretaña por la devoción a América». En tercer lugar, el tipo de guerra al que se ven enfrentados los generales y los soldados del rey Jorge III es totalmente distinto al que se hacía hasta entonces entre los ejércitos dieciochescos europeos. La misma extensión del teatro principal de operaciones -toda la América atlántica- era una dificultad añadida; los ingleses no contaban con hombres suficientes para ocupar tantos objetivos cruciales y mantener abiertas las líneas de comunicación.

El comandante en jefe del Ejército continental, Washington, resumió así la situación: «…la posesión de las ciudades, mientras nosotros tenemos un ejército en el campo, no les sirve de mucho. Es a nuestro ejército, no a ciudades indefensas a quienes tienen que dominar…» Por eso se ha dicho que los estrategas ingleses no llegaron a captar el problema y se limitaron, a lo largo de la contienda, a controlar los principales puertos de la costa atlántica norteamericana, desaprovechando en varias ocasiones la oportunidad de aniquilar al exiguo, pero vivo, ejército continental de los rebeldes. En muchos aspectos, la Guerra de Independencia de los Estados Unidos significa el comienzo de una manera de entender los conflictos bélicos de un modo radicalmente diferente a como se venía haciendo desde cientos de años atrás; y anuncia, con un tercio de siglo de antelación, lo que sucederá en España entre 1808 y 1814.Porque son varias las semejanzas que se dan entre ambas guerras de independencia. Ejército reglar poderoso que se ve incapaz de destruir la capacidad militar de una guerrilla y que no domina sino las tierras que ocupan sus guarniciones. Patriotas organizados por un líder carismático en partidas móviles, conocedoras del paisaje y de los lugareños, que cuentan con la ayuda de los pueblos, sea ésta voluntaria u obtenida por la coacción, la amenaza o la violencia. Presencia de un cuerpo expedicionario aliado compuesto por extranjeros que habían sido hasta la víspera enemigos de los ahora independentistas y sus opresores.

Combinación de tres conflictos: guerra civil entre los partidarios de la legalidad y quienes inician un proceso de ruptura con el pasado; guerra internacional entre dos grandes potencias rivales en la política y la economía, y guerra «revolucionaria» marcada por el ardor de una de las facciones, cuyos combatientes están imbuidos de muy fuertes (casi desconocidos hasta entonces) principios político-ideológicos. Y debilidad «constitucional» en el bando de los patriotas, que han de crear una estructura política nueva, un Estado nuevo, al mismo tiempo que ganan su guerra de liberación. Entre 1808 y 1814 los españoles «patriotas» luchaban desde las filas de la guerrilla o del nuevo ejército que acababan de crear los diputados de las Cortes de Cádiz, y con la ayuda del ejército de Wellington, contra los afrancesados y el ejército francés, de quien habíamos sido aliados en la lucha contra Gran Bretaña hasta poco antes. Desde 1776 hasta 1783, otros patriotas, los norteamericanos, se habían enfrentado a los tories (los colonos fieles al rey Jorge III) y los ejércitos británicos (que también contaban, como los de Napoleón en España, con mercenarios de otros países), desde las milicias o encuadrados en las filas del nuevo ejército creado por los representantes del segundo Congreso continental, y contaban con el apoyo de los ejércitos borbónicos, enemigos hasta hacía muy poco tanto de los colonos como de los ingleses.

Así, pues, lo que la mayoría de los contemporáneos pensó que se había de reducir a una operación de policía en la que un alarde de fuerza de los ingleses y un escarmiento a los bostonianos daría al traste con los absurdos deseos de los colonos más vehementes, duró siete años y significó, a la larga, la peor derrota de la historia del Imperio británico. Un apego tan fuerte hacia una ideología política como el que motivaba a los combatientes norteamericanos no se había dado entre los soldados con quienes se habían tenido que enfrentar las disciplinadas, experimentadas y eficaces, pero inmotivadas, tropas inglesas. Como en el resto de los ejércitos europeos, quienes nutrían las filas de los regimientos de Jorge III lo hacían por dinero o por vocación; nunca por defender un principio, una causa política. Por el contrario, la mayoría de los soldados americanos acudían voluntariamente al ejército continental y creían en aquello por lo que se exponían a sufrir penalidades o a perder la vida. (Aunque los hubo, también, que acudieron en busca de la masita de enganche; alguno fue, incluso, reclutado a la fuerza. Pero son casos infrecuentes.) Los propios aliados franceses se sorprendían al comprobar la fuerte motivación que acompañaba a los soldados regulares norteamericanos al combate. Precisamente este ardor, y los éxitos de los primeros momentos (como la batalla de Bunker Hill o la retirada de los ingleses de Boston), hizo exagerar a los colonos sublevados su propia autovaloración; llevaron demasiado lejos esa fe en sus propias posibilidades y creyeron que, con pocos esfuerzos, podrían derrotar a los casacas rojas. No fue la menor de las tareas de Washington la de tratar de disciplinar a sus hombres, haciéndoles comprender que la perseverancia, la disciplina y el sacrificio continuado -aparte del dinero- son imprescindibles para ganar la guerra. Porque en realidad los rebeldes no acababan de aceptar la idea de ejército regular. Preferían hacer la guerra por su cuenta, en las milicias (equivalentes a las guerrillas en la Guerra de la Independencia de los españoles contra los franceses en 1808-1814), a las que acudían cuando querían, escogiendo a sus jefes (generalmente conocidos líderes locales), y que dejaban, asimismo, cuando les apetecía, para volver a sus casas y trabajos.

Todo esto, y la falta de un auténtico poder central que venía motivada por la compleja situación política del Congreso continental (que proponía, sugería, aconsejaba; pero no dictaba órdenes porque cada una de las antiguas colonias actuaban como Estados independientes), hacía muy difícil a George Washington conducir las operaciones militares. Por de pronto, el número de sus soldados era exiguo: nunca hubo más de 25.000 continentales a disposición del comandante supremo, y la mayor parte de las ocasiones eran menos de 10.000. Para obviar este problema, muchos patriotas pedían al general Washington que hiciese una guerra de guerrillas, coordinando las milicias que gustaban tanto a los norteamericanos como les disgustaba el ejército regular. Pero él siempre se negó. Y sus razones, que al cabo de los años demostraron a los escépticos quién estaba acertado, eran políticas. Washington consideró al ejército continental como un símbolo de la causa americana, y no tan sólo un conjunto de combatientes. Mientras sobreviviese ese ejército, seguiría viva la causa. Y tendrían credibilidad ante el mundo, del que dependían los préstamos, que no entendería del mismo modo las razones norteamericanas si fuesen simplemente defendidas por partidas irregulares, fácilmente confundibles por las monarquías europeas con simples manifestaciones de bandolerismo, fenómeno éste endémico en muchas latitudes durante los siglos modernos. Y despreciado por todas las autoridades.

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Operaciones militares

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1783

La guerra comenzó, de hecho, un año antes de ser rubricada por los miembros del segundo Congreso continental la Declaración de Independencia (Filadelfia, 4 de julio de 1776); como vimos, las batallas de Lexington, Concord y Bunker Hill tuvieron lugar durante la primavera de 1775.

Y terminó, en lo que respecta al enfrentamiento militar entre norteamericanos y británicos, el 30 de noviembre de 1782, con un acuerdo por el que Londres reconocía la separación de quienes habían sido sus súbditos en las trece colonias. Aún habrían de pasar diez meses hasta llegar a la firma del Tratado de Versalles (3 de septiembre de 1783) por el cual Francia, España y Gran Bretaña ponían fin a las hostilidades provocadas por la intervención de los Borbones en el conflicto colonial y era reconocida la nueva nación norteamericana, pero los preliminares de esta paz habían sido estipulados el mes de enero anterior. Puede decirse, por lo tanto, que la Guerra de Independencia de los Estados Unidos transcurrió entre abril de 1775 y enero de 1783, por lo que duró poco menos de ocho años. Y se desarrolló en las cuatro fases siguientes: 1.ª, campañas en la frontera canadiense y en Nueva Inglaterra (1775-1776); 2.ª, victorias británicas en las colonias del centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania). Verano 1776-otoño 1777; 3.ª, la batalla de Saratoga y la internacionalización de la guerra. Octubre 1777-primavera 1780, y 4.ª, campañas finales en las colonias del Sur (Carolinas y Virginia).

La victoria definitiva: Yorktown, octubre de 1781.1.ª fase: Campañas en la frontera canadiense y en Nueva Inglaterra, 1775-1776 Los intentos de los generales norteamericanos Montgomery y Arnold por expulsar a los ingleses del Canadá fracasan en Quebec (noviembre-diciembre 1775); los colonos de ese territorio mantendrán una actitud hostil hacia los rebeldes durante toda la guerra. No obstante, esta amenaza fuerza a los británicos a mantener allí una parte considerable de sus soldados, que no serán empleados en las campañas que se desarrollan en las colonias del centro y del sur de Norteamérica. Y hace del todo punto evidente que las relaciones entre Londres y sus colonos están definitivamente rotas, lo que lleva al Gobierno de Jorge III a promulgar la Prohibitory Act (diciembre 1775) por la que se prohíbe cualquier trato con las trece colonias y sus habitantes son considerados rebeldes.

En marzo de 1776 Washington logra un éxito notable al entrar en Boston, abandonado por los ingleses del general Howe.2.ª fase: Victorias británicas en las colonias del centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania). Verano de 1776 otoño 1777: El ejército inglés se retira de Massachusetts (difícilmente defendible) y desembarca en Staten Island, donde derrota a los norteamericanos en los alrededores de Nueva York (batalla de Long Island, 27 agosto 1776) y persigue a los escasos supervivientes del ejército continental por Pennsylvania y Nueva Jersey. A finales de ese año parece que todo está resuelto a favor del mando militar británico, pero su comandante en jefe, Howe, no sabe aprovecharse de su inmejorable situación y permite que Washington y unos pocos miles de norteamericanos se retiren a sus cuarteles de invierno en Morristown (Pennsylvania). Entretanto se ofrece un perdón general a todos los rebeldes que juren fidelidad al rey Jorge III; muchos colonos aceptan este ofrecimiento -incluso hay un firmante de la Declaración de Independencia entre ellos- y Howe, que dispone de más de 50.000 hombres, más los marinos de la Royal Navy que manda un hermano suyo, cree que la rebelión apenas cuenta con apoyos.

Desde luego que la causa norteamericana tenía aún partidarios, pero en esos meses de prueba enflaquecen bastantes voluntades independentistas y, como muestra, el general Washington apenas cuenta con 4.000 continentales, pobremente vestidos, mal armados y peor pagados. Y es en esos momentos cuando la perseverancia, la capacidad de sufrimiento y la seguridad y la fe en que pasarán los malos tiempos, convierten a George Washington en un hombre decisivo. A pesar de que tiene que soportar, incluso, las críticas y maledicencias de otros militares y de miembros del Congreso continental, se empeña por evitar la desaparición del Ejército de la Revolución. Más que por sus condiciones militares en el campo de batalla, son estas actitudes -su tesón y confianza en la causa de la independencia durante los malos momentos- las que le han convertido, con justicia, en uno de los símbolos imperecederos de Norteamérica. En esa difícil etapa sólo resistieron Washington con sus escasos soldados y las milicias. Éstas no se paraban en mientes a la hora de castigar a los «tories» que habían traicionado, según su interpretación, la sagrada causa norteamericana, y evitaron por el miedo y la coacción que muchos leales al rey Jorge III se manifestasen claramente en favor de la continuidad de los lazos con Gran Bretaña.

La combinación de los regulares de Washington y las partidas de milicianos funcionó, en este sentido, eficazmente, aunque el general no fuese partidario de las acciones violentas de esos guerrilleros. Los ingleses, con pequeñas guarniciones diseminadas por el territorio, se creyeron obligados a concentrar sus efectivos en menos plazas de seguridad porque el ejército continental había tenido dos pequeños éxitos al capturar los fuertes de Trenton (26 diciembre 1776) y Princeton (3 enero 1777). Dejaban, entonces, grandes áreas del territorio sin soldados del rey Jorge, lo que permitía a las milicias hacerse con su control, llevar a cabo sus represalias contra los probritánicos e impedir que los indecisos acabasen por apoyar a los ingleses. Por su parte, durante la primavera, el verano y los comienzos del otoño del crucial año 1777, que parecía destinado a ser el del final de la causa de los independentistas, el general Howe, además de ocupar la «capital rebelde» (captura inglesa de Filadelfia el 27 de septiembre) se propuso dividir en dos el territorio para aislar la zona de Nueva Inglaterra de las colonias del Centro-Sur. Por ese plan de operaciones, un ejército mandado por el general John Burgoyne descendería desde Canadá a lo largo del valle del río Hudson y se uniría a los soldados de Howe en las cercanías de Nueva York, cortando de este modo la comunicación entre los rebeldes de ambas zonas.3.a fase: Saratoga y la internacionalización de la guerra. Octubre 1777-primavera 1780. Pero Burgoyne, al que acosaban las milicias y se veía en dificultades para trasladar su expedición por un territorio difícil, sufrió varias derrotas y terminó por capitular con sus 7.000 soldados en la acción más decisiva de toda la guerra -no sólo porque animó a los rebeldes, sino por las repercusiones diplomáticas que tuvo- cuando se vio rodeado por las tropas norteamericanas de los generales Gates y Arnold en las cercanías de Saratoga (al norte de Albany, en el Estado de Nueva York) el 17 de octubre de 1777.

Esta resonante victoria rebelde hizo creer a los franceses que ya era hora de apoyar a las claras y sin tapujos a los norteamericanos, a quienes se veía con inmensa simpatía desde los momentos iniciales de su lucha, y sobre todo tras la llegada a París del representante del Congreso continental, Benjamín Franklin, uno de los hombres más admirados y queridos por la sociedad francesa del siglo XVIII, pero a quienes se regateaban los auxilios directos, oficiales, que pedían para continuar la guerra contra Londres. Hasta que llegan a Europa las noticias de Saratoga, el conde de Vergennes, responsable de la política exterior de Luis XVI, no se atrevió a comprometer los recursos económicos y militares de Francia al servicio de la causa independentista y los socorros que llegaron a los norteamericanos en los primeros momentos lo fueron por iniciativas individuales de hombres como el marqués de Lafayette. Pero la buena nueva que supuso la noticia de la derrota inglesa determinó a Versalles a actuar decididamente.Varias fueron las razones que animaron a Francia a participar en esta guerra: el deseo de revancha por la derrota sufrida trece años antes (en la Guerra de los Siete Años), la conquista de amplísimos mercados en la América que ahora quería romper los lazos con Gran Bretaña, la propia necesidad de luchar por hacerse con la hegemonía en Europa y en el mundo frente a su gran rival y, desde Saratoga, las perspectivas de éxito. Incluso Vergennes hizo suyos los sibilinos argumentos norteamericanos: era posible que Londres, asustado por la derrota de sus generales en ultramar, se decidiese a otorgar un amplísimo perdón y ofreciese un nuevo pacto a sus colonos, recomponiendo desde nuevas bases el Imperio británico. Así las cosas, el 6 de febrero de 1778 Franklin firmó, en nombre del Congreso continental, un tratado de comercio y alianza con la Monarquía francesa; ésta apoyaba la independencia de los Estados Unidos. En lógica respuesta, el gobierno de lord North declaró la guerra a Versalles (14 de junio de 1778) por lo que se internacionalizó el conflicto, máxime desde que los buenos oficios de Vergennes lograron que Carlos III de Borbón, rey de España, firmase el Tratado de Aranjuez de 12 de abril de 1779, por el que se ratificaba el Tercer Pacto de Familia signado dieciocho años antes entre las dos Coronas borbónicas. Aunque el embajador español en Francia, el conde de Aranda, que conoció personalmente a Franklin, era un decidido partidario de romper las relaciones con Londres y entrar en la guerra, en Madrid se debatió profundamente qué decisión había de tomarse.

Frente al unánime espíritu de revancha contra los británicos por la derrota de 1763 (una de cuyas pruebas era que la Florida estaba ahora en manos inglesas), se levantaban las voces de quienes auguraban malos vientos para el comercio entre la Península y América hispana en caso de declararse el conflicto, y las de aquellos que manifestaban honda preocupación por lo que tendría de ejemplo, de mal ejemplo, en otras latitudes americanas -las Indias españolas- la actitud de los rebeldes antibritánicos. No fueron pocos los que acertaron a predecir que ayudar a unos colonos a conseguir su libertad e independencia de una Monarquía europea, aunque fuera la británica, era un error fatal que se volvería pronto contra España. Alguno llegó a percatarse de que serían los norteamericanos, si accedían a la independencia, nuestros mayores rivales en el futuro porque continuarían ellos la presión que venían ejerciendo secularmente los británicos en el Caribe (Cuba, Puerto Rico, Honduras) y a todo lo largo de la extensísima nueva frontera hispano-norteamericana que resultaría de su victoria. Recordemos que esta línea divisoria comenzaba en el Atlántico, en la península de Florida, continuaba por la Pensacola (la Florida continental, ribereña del golfo de México) y se extendía a lo largo del inmenso valle de Mississippi -conocido entonces por la Luisiana- para terminar en el Canadá. Eran más de 6.000 kilómetros que la Monarquía española habría de vigilar para controlar las apetencias expansivas de los norteamericanos, que ya las habían exteriorizado suficientemente reclamando Florida y el derecho de navegación por el gran río. Durante los tres primeros años de la guerra, España, cuyo secretario de Estado -Grimaldi- era poco proclive a la intervención, contemporizó: colaboró subrepticiamente con los rebeldes enviándoles dinero y armas, pero cuando en 1777 llegó el enviado del Congreso continental y compañero de misión de Franklin, Arthur Lee, no le recibió el rey en Madrid sino el recién destituido Grimaldi, que le dio largas en una entrevista en Burgos asegurándole que las ayudas, aunque discretas, no se interrumpirían a pesar de las protestas de Londres.

Al final, con Floridablanca en la Secretaría de Estado y tras unos intentos diplomáticos fallidos mediante los cuales España (que ansiaba sobre todo recuperar Gibraltar y Menorca) se ofrecía como mediadora del conflicto entre Francia, los sublevados y los ingleses, su majestad católica Carlos III entró en guerra contra Jorge III (16 de junio de 1779), un año después de haberlo hecho Luis XVI. El panorama cambió radicalmente al internacionalizarse el conflicto. Ante la perspectiva de que Francia interviniese, lord North intentó llegar a un acuerdo con el Congreso continental, al que se le convertiría en una asamblea legítima del pueblo de las colonias. El Parlamento estaba dispuesto, incluso, a permitir a los americanos elegir sus propios gobernadores y a que fuesen los colonos quienes se impusieran los tributos. Y no se acantonarían soldados en tiempos de paz. Tales ofertas, llevadas a América en abril de 1778 por una embajada que presidía el conde de Carlisle, no eran ya suficientes.

En tres años de guerra las circunstancias se habían modificado tanto que lo que pedían los colonos desde 1764 hasta 1775 para restablecer los lazos con el Imperio británico ni siquiera fue discutido por el Congreso continental. No obstante, la astucia diplomática de Benjamín Franklin le llevó a utilizar en beneficio de la causa norteamericana ese intento de paz. Sugirió a los franceses que habían de reconocer inmediatamente al nuevo Estado independiente y participar en la guerra si no querían que los rebeldes se vieran obligados a restablecer sus vínculos con Gran Bretaña, y echar así por tierra los deseos de Versalles de humillar a los vencedores en Canadá. Vergennes se convenció de la necesidad de intervenir decididamente. Ni siquiera exigió a cambio compensaciones territoriales en el Continente americano a quienes serían, finalizada la guerra, autoridades en el nuevo Estado. Franklin se comprometió a no firmar una paz por separado con Londres sin avisar previamente a sus aliados. Pero en esto, como veremos después, los norteamericanos no cumplieron su palabra, lo que disgustó profundamente al venerable patriota. La principal modificación acaecida con la entrada en la contienda de Francia y de España viene dada por la necesidad del Gabinete de Guerra de Londres de concentrar una parte considerable de sus fuerzas navales y terrestres en torno a las islas británicas y en Gibraltar y Menorca para hacer frente a un previsible intento de desembarco de la marina y los ejércitos borbónicos. De este modo se desguarnecían las costas americanas y se menguaban los efectivos de los generales ingleses en las trece colonias. A la larga, la victoria final de los independentistas llegó porque Gran Bretaña no pudo concentrar todo el esfuerzo bélico en los territorios rebeldes. Y porque acabó enfrentada a medio mundo.

Primero, Francia, luego España y a continuación otros países europeos como Holanda, que comerciaba con los americanos y a la que declaró la guerra Gran Bretaña en diciembre de 1780, o los reunidos por Catalina II en la Liga de Neutralidad Armada (Rusia, Suecia y Dinamarca, primero, pero ampliada después por la adhesión de otros países como el anglófilo Portugal) que al oponerse a la pretensión inglesa de inspeccionar cualquier barco para comprobar si llevaba contrabando de armas a los americanos estaban, en realidad, tomando partido por ellos. Pero fue la participación de Francia y España la que resultó fundamental. No solamente la de Francia. Su apoyo fue, sin duda, más abierto y oficial que el de Madrid. Porque España mantuvo una política pretendidamente ambigua e hipócrita: no reconocía a los norteamericanos oficialmente porque no quería aplaudir una rebelión y su participación en el conflicto venía obligada exclusivamente por su alianza con Francia, pero entregó millones de reales en préstamos y gastó otros muchos en las operaciones militares.

A largo plazo esta tibieza en la forma resultó ineficaz porque no se rentabilizó la ayuda prestada, mientras que Versalles firmó tratados públicamente con los embajadores de los rebeldes, por lo que su actitud ha sido reconocida con agradecimiento por el pueblo de los Estados Unidos desde hace dos siglos; lo que no sucede con España, a la que los norteamericanos no conceden el mínimo sentimiento de gratitud, pese a que nuestra colaboración fue, también, decisiva. Y, en cualquier caso, si bien es verdad que la Monarquía de Carlos III participó en la guerra menos para ayudar a unos colonos sublevados contra su rey que para atacar a la vieja rival Inglaterra, tampoco el absoluto monarca Luis XVI actuaba altruistamente. Los intereses de Francia y de España eran los que estaban en juego y decidieron a ambos déspotas ilustrados a intervenir en su defensa. Aunque los franceses hayan sabido ofrecer una imagen notablemente más idealizada de su participación en esta «lucha de los norteamericanos por la libertad».

En el plano militar, la entrada en guerra de Francia (junio de 1778) tardó en mostrarse concluyente. Y hubo americanos que llegaron a preguntarse qué hacían sus nuevos aliados. Porque ese año hubo pocas acciones bélicas y si una de ellas, la batalla de Monmouth Court House, en Nueva Jersey (28 junio 1878), tuvo un resultado indeciso, otra fue desastrosa para la causa de los rebeldes: el importante puerto de Savannah, en Georgia, cayó en poder inglés (29 diciembre 1778), iniciándose el último cambio de escenario en esa guerra que, recordemos, había comenzado en Nueva Inglaterra para trasladarse después a las colonias del centro y concluir, en su etapa final, en estas colonias meridionales de Georgia, Carolina del Norte y del Sur y Virginia. No fue casual este desplazamiento de las operaciones hacia estas zonas sureñas: sus habitantes eran considerados por los ingleses más leales al rey Jorge III y más conservadores, por lo que el nuevo generalísimo británico sir Henry Clinton -sucesor del destituido Howe, víctima política de la derrota de Saratoga- recibió la orden del secretario de Colonias y director del Gabinete de Guerra en Londres, lord Germain, de evacuar Filadelfia, concentrar sus tropas en Nueva York y preparar un plan de operaciones en el sur de las trece colonias con la intención de trasladar numerosos efectivos regulares a Georgia y las Carolinas y conseguir con ello el levantamiento en armas de los numerosos «tories» que estaban tan sólo esperando la llegada de los casacas rojas para mostrar su absoluta adhesión a la Corona. Durante el año 1779, el de la entrada de España en guerra, las principales acciones se dieron en lugares alejados de las trece colonias.

El gobernador de la Luisiana española, Bernardo de Galvez, inició sus ataques en la zona de la desembocadura del Mississippi, que en los dos años siguientes continuó con éxito por la Panzacola y la Florida continental; su padre, Matías de Gálvez,, también lograba triunfos sobre los ingleses y les expulsaba de sus asentamientos en Honduras; las reales marinas borbónicas amagaban sobre las propias costas del sur y del este de Inglaterra; y comenzaba el largo asedio de Gibraltar. Aunque ninguna de las operaciones de este año 1779 fueron en sí mismas definitivas, la diversidad de frentes a que había de acudir la Royal Navy y los ejércitos británicos empezaron a agotar sus recursos y mostrar su incapacidad para vencer en la guerra.4.ª fase: Campañas finales en las colonias del Sur. La victoria definitiva: Yorktown, octubre de 1781. Tanto los ingleses como los franceses basaron su estrategia en conceder vital importancia a la ocupación de ciudades portuarias.

Una prueba de ello es el empeño que puso Francia para reconquistar Savannah con una gran flota comandada por el almirante D´Estaing, que hubo de retirarse (octubre de 1779) sin conseguir rendir la plaza. Por su parte, el general Clinton y su lugarteniente Cornwallis embarcaron con 8.000 soldados en Nueva York y pusieron proa al Sur (febrero 1780). Y ellos sí tuvieron éxito al ocupar la importante ciudad costera de Charleston (12 mayo 1780). La conquista de este puerto, que defendían 6.000 norteamericanos, representó un duro golpe -e1 mayor de la guerra- para los independentistas porque permitía a Cornwallis disponer de una base para penetrar en Carolina del Sur y parecía dar, de nuevo, la iniciativa a los realistas, máxime si se suma a ello la victoria defensiva lograda en Savannah y la existencia de notables casos de defecciones en el bando rebelde, como la traición del general Benedict Arnold, héroe de las primeras batallas y que se pasó a los ingleses y a punto estuvo de entregarles la plaza de West Point. El Congreso continental, para enmendar la situación, envió precipitadamente hacia Carolina a uno de los vencedores en Saratoga, Horatio Gates, con un ejército. Pero fue ampliamente derrotado en Camden (16 agosto 1780) por Cornwallis. Han de ser, otra vez, los milicianos quienes pongan en dificultades a los casacas rojas, practicando una dura e inmisericorde guerra de guerrillas y emboscadas -por ejemplo, la acción de King´s Mountain (7 octubre 1780) en Carolina el Norte, en que los «minutemen» fusilaron a los oficiales ingleses que querían rendirse- y que era contestada con represalias de las partidas de realistas.

Este tipo de guerra desconcertaba a los soldados regulares británicos. Así, Cornwallis se dedicó a perseguir inútilmente a los americanos por las Carolinas, yendo de un lado a otro sin encontrar a un enemigo que se le escabullía. Además, los suministros comenzaban a escasear al hacerse notar la presión que las marinas española e inglesa -y los corsarios americanos- ejercían a todo lo largo y ancho del Atlántico y el resto del mundo, porque se combatía ya desde la India hasta Gibraltar o Menorca, haciendo muy difícil a los barcos británicos atender a todos los frentes y llevar a tiempo los pertrechos requeridos por sus generales.Otro general americano fue enviado al Sur por el Congreso: Nathaniel Greene. Reorganizó sus tropas y unió sus esfuerzos con los milicianos de Virginia que mandaba Daniel Morgan para iniciar una campaña de desgaste del descorazonado Cornwallis. Tras los encuentros de Cowpens (17 enero 1781) y Guilford Courthouse (15 marzo 1781) el inglés se encaminó hacia el Norte, hacia Virginia, con la intención de organizar su base de operaciones cerca de la costa. Escogió el lugar de Yorktown porque estaba estratégicamente situado en una península de la bahía de Chesapeake y podía permitir a la Royal Navy aprovisionar a sus fuerzas. Ahora, los 6.000 franceses del general Rochambeau, llegados en el verano de 1780 pero que permanecían inactivos hasta entonces en Newport, muy al Norte, comienzan a moverse hacia el teatro de operaciones del Sur. También se incorpora la flota del almirante De Grasse. Y comienza la que, al cabo, será definitiva ofensiva.

Combinando las fuerzas de tierra franco-americanas de Washington y Rochambeau con las navales de De Grasse, y tras la batalla marítima de los Cabos de Chesapeake (9 septiembre 1781) en la que los franceses vencieron a la flota de Hood haciéndose dueños de las aguas de la bahía, el ejército aliado puso sitio a Yorktown. Reforzados con nuevos soldados franceses venidos con el general marqués de Saint-Simon, sumaban 15.000 hombres. Cornwallis disponía de 7.000 para defender la plaza atrincherada. Por fin, el 19 de octubre (cuatro años y dos días después de Saratoga) el general inglés capituló y rindió sus banderas. Faltaba un año para que se firmasen los acuerdos anglo-norteamericanos que ponían fin a la guerra, los ingleses controlaban Nueva York, Charleston y Savannah, había partidas de realistas -ayudadas por tribus indias- que proseguían con sus acciones de guerrilla en el interior del territorio, y se luchaba entre ingleses y españoles en Panzacola y las Floridas, pero la determinación británica para continuar la contienda había desaparecido. Hubo, incluso, alguna gran victoria inglesa como la defensa de Gibraltar frente a los españoles o la que significó la gravísima derrota del almirante De Grasse en la Dominica (12 abril 1782). Con su triunfo en esta isla caribeña sobre la flota francesa, el almirante Rodney impidió que se pudiera iniciar el proyectado ataque franco-español sobre Jamaica. Pero Londres, agotado y pesimista ante el futuro de las armas, consciente de que tenia frente a sí a casi todas las potencias, buscó la paz. Y coincidió en este empeño con los norteamericanos. Éstos, intuyendo que Francia y España querían continuar la guerra en pro de sus intereses, defendieron los suyos y, traicionando la palabra dada por Franklin, empezaron las conversaciones con los ingleses, con quienes llegaron al acuerdo que ponía fin a las hostilidades. El 30 de noviembre de 1782 Londres reconocía la independencia de los Estados Unidos. Siguieron las negociaciones entre todos los implicados en el conflicto durante varios meses hasta que se firmó el definitivo Tratado de Paz de Versalles (3 de septiembre de 1783) por Gran Bretaña, España, Francia y Holanda. Francia e Inglaterra se intercambiaban territorios capturados durante la guerra en la India, el Caribe, Senegal y el Atlántico Norte, en tanto que España recuperaba Menorca y las Floridas y restringía el acceso de Inglaterra a la costa de Honduras, pero no logró su principal objetivo, Gibraltar.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2436.htm

La Constitucion de Estado Unidos

Inicio: Año 1783 – Fin: Año 1787

Es evidente que son muchas las contradicciones en que caen los propios firmantes de la Declaración de Independencia

o los signatarios de las Constituciones de cada uno de los Estados: persistencia de la esclavitud, exclusión del voto a la mujer, etc., pero los primeros pasos de la democracia se dieron, sin duda, en las antiguas trece colonias inglesas en Norteamérica. Y la democracia debe hacerse día a día, no es un sistema terminado. Por ello, una de las grandes decisiones tomadas por los americanos tras la guerra, en ese camino permanente de autoperfeccionamiento que es la democracia, vendrá de una profunda rectificación del sistema político que poco antes ellos mismos se habían dado. Y todo para lograr «la prosperidad general y la defensa común» de los trece territorios y sus ciudadanos. Desde la que puede ser considerada primera Constitución americana -los Artículos de la Confederación de marzo de 1781- cada uno de los Estados (ex-colonias) era soberano e independiente, tenía su propia Constitución y sus Asambleas eran la representación de la soberanía «de cada Estado». Estos Parlamentos resultaban de elecciones en las que se amplió de un modo notable el derecho electoral de grandes capas sociales, incluyendo a los campesinos y los obreros, bastantes de los cuales alcanzaron en esos años de la Revolución el derecho al voto.

El Congreso continental era un remedo de gobierno central, y en la práctica carecía de todo poder. Se sucedieron desde 1783 gravísimos problemas de todo tipo -como la enorme dependencia económica que los recién independientes Estados Unidos tenían con la ex-metrópoli- a causa de la descoordinación entre cada uno de los Estados y provocaban, incluso, conflictos por el control de los apetecidos territorios del Oeste, o por guerras arancelarias. Y en un clima de tensión social por la recesión económica posbélica que se plasmó en motines en varios Estados y alarmó a muchos políticos. Esta crítica situación hizo que comenzasen a levantarse voces en pro de la formulación de una nueva Constitución. Y así se llegó a la convocatoria de una Convención Constitucional que habría de reunirse en Filadelfia en mayo de 1787 para revisar los Artículos de la Confederación de 1781.Los 55 delegados acabaron por redactar y promulgar (el 17 de septiembre de 1787) la que, a partir de 1789, iba a ser la Constitución de los Estados Unidos de América. Y en Filadelfia quedaron una parte muy notable de la inicial soberanía de cada uno de los Estados en aras de un gobierno central más fuerte que coordinase, de verdad, a la nueva República. Pero todo ello fue, nuevamente, resultado de un proceso por el cual «la mayoría decidía alterar o instituir un nuevo gobierno en la forma que ofrecía las mejores garantías de promover la seguridad y la felicidad…» Y aún hubo de cumplirse otro requisito que manifiesta de qué manera había calado la ideología democrática entre los americanos: era preciso que la Constitución fuese ratificada por nueve de los trece Estados para entrar en vigor. Dos de ellos, Carolina del Norte y Rhode Island, rechazaron en un primer momento adherirse a la nueva nación, aunque en los tres años siguientes aceptaron democráticamente ingresar en la República de los Estados Unidos (Carolina del Norte lo hizo a finales de 1789 y Rhode Island en mayo de 1790).Por supuesto la Constitución consagraba la separación de poderes.

El poder ejecutivo era encomendado a un presidente, elegido por períodos de cuatro años por un colegio electoral en el que cada Estado tenía un número de miembros proporcional a sus habitantes. El presidente tenía un gran poder, era jefe supremo de los ejércitos, marina y milicias de los Estados Unidos, podía vetar alguna de las leyes del Congreso y nombraba funcionarios federales. El poder judicial residirá en un Tribunal Supremo, con miembros nombrados por el presidente y ratificados por el Senado, vitalicios e inamovibles. Del poder legislativo se responsabilizará un Congreso bicameral. El Senado se componía de dos senadores por cada Estado, fuese cual fuese su número de habitantes, en tanto que en la Cámara de Representantes había un número de miembros proporcional al de la población de cada uno de los Estados. El Congreso tenía, también, mucho poder que iba desde el de imponer tributos hasta declarar la guerra, acuñar monedas, regalar el comercio, alistar tropas, aprobar el presupuesto que propone el presidente, y un largo etcétera. Por fin, el pueblo de los Estados Unidos había llevado a la realidad lo que algunos teóricos ingleses, franceses o colonos norteamericanos habían escrito -¿o soñado?- en los últimos cien años.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2438.htm