Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1783

La guerra comenzó, de hecho, un año antes de ser rubricada por los miembros del segundo Congreso continental la Declaración de Independencia (Filadelfia, 4 de julio de 1776); como vimos, las batallas de Lexington, Concord y Bunker Hill tuvieron lugar durante la primavera de 1775.

Y terminó, en lo que respecta al enfrentamiento militar entre norteamericanos y británicos, el 30 de noviembre de 1782, con un acuerdo por el que Londres reconocía la separación de quienes habían sido sus súbditos en las trece colonias. Aún habrían de pasar diez meses hasta llegar a la firma del Tratado de Versalles (3 de septiembre de 1783) por el cual Francia, España y Gran Bretaña ponían fin a las hostilidades provocadas por la intervención de los Borbones en el conflicto colonial y era reconocida la nueva nación norteamericana, pero los preliminares de esta paz habían sido estipulados el mes de enero anterior. Puede decirse, por lo tanto, que la Guerra de Independencia de los Estados Unidos transcurrió entre abril de 1775 y enero de 1783, por lo que duró poco menos de ocho años. Y se desarrolló en las cuatro fases siguientes: 1.ª, campañas en la frontera canadiense y en Nueva Inglaterra (1775-1776); 2.ª, victorias británicas en las colonias del centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania). Verano 1776-otoño 1777; 3.ª, la batalla de Saratoga y la internacionalización de la guerra. Octubre 1777-primavera 1780, y 4.ª, campañas finales en las colonias del Sur (Carolinas y Virginia).

La victoria definitiva: Yorktown, octubre de 1781.1.ª fase: Campañas en la frontera canadiense y en Nueva Inglaterra, 1775-1776 Los intentos de los generales norteamericanos Montgomery y Arnold por expulsar a los ingleses del Canadá fracasan en Quebec (noviembre-diciembre 1775); los colonos de ese territorio mantendrán una actitud hostil hacia los rebeldes durante toda la guerra. No obstante, esta amenaza fuerza a los británicos a mantener allí una parte considerable de sus soldados, que no serán empleados en las campañas que se desarrollan en las colonias del centro y del sur de Norteamérica. Y hace del todo punto evidente que las relaciones entre Londres y sus colonos están definitivamente rotas, lo que lleva al Gobierno de Jorge III a promulgar la Prohibitory Act (diciembre 1775) por la que se prohíbe cualquier trato con las trece colonias y sus habitantes son considerados rebeldes.

En marzo de 1776 Washington logra un éxito notable al entrar en Boston, abandonado por los ingleses del general Howe.2.ª fase: Victorias británicas en las colonias del centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania). Verano de 1776 otoño 1777: El ejército inglés se retira de Massachusetts (difícilmente defendible) y desembarca en Staten Island, donde derrota a los norteamericanos en los alrededores de Nueva York (batalla de Long Island, 27 agosto 1776) y persigue a los escasos supervivientes del ejército continental por Pennsylvania y Nueva Jersey. A finales de ese año parece que todo está resuelto a favor del mando militar británico, pero su comandante en jefe, Howe, no sabe aprovecharse de su inmejorable situación y permite que Washington y unos pocos miles de norteamericanos se retiren a sus cuarteles de invierno en Morristown (Pennsylvania). Entretanto se ofrece un perdón general a todos los rebeldes que juren fidelidad al rey Jorge III; muchos colonos aceptan este ofrecimiento -incluso hay un firmante de la Declaración de Independencia entre ellos- y Howe, que dispone de más de 50.000 hombres, más los marinos de la Royal Navy que manda un hermano suyo, cree que la rebelión apenas cuenta con apoyos.

Desde luego que la causa norteamericana tenía aún partidarios, pero en esos meses de prueba enflaquecen bastantes voluntades independentistas y, como muestra, el general Washington apenas cuenta con 4.000 continentales, pobremente vestidos, mal armados y peor pagados. Y es en esos momentos cuando la perseverancia, la capacidad de sufrimiento y la seguridad y la fe en que pasarán los malos tiempos, convierten a George Washington en un hombre decisivo. A pesar de que tiene que soportar, incluso, las críticas y maledicencias de otros militares y de miembros del Congreso continental, se empeña por evitar la desaparición del Ejército de la Revolución. Más que por sus condiciones militares en el campo de batalla, son estas actitudes -su tesón y confianza en la causa de la independencia durante los malos momentos- las que le han convertido, con justicia, en uno de los símbolos imperecederos de Norteamérica. En esa difícil etapa sólo resistieron Washington con sus escasos soldados y las milicias. Éstas no se paraban en mientes a la hora de castigar a los «tories» que habían traicionado, según su interpretación, la sagrada causa norteamericana, y evitaron por el miedo y la coacción que muchos leales al rey Jorge III se manifestasen claramente en favor de la continuidad de los lazos con Gran Bretaña.

La combinación de los regulares de Washington y las partidas de milicianos funcionó, en este sentido, eficazmente, aunque el general no fuese partidario de las acciones violentas de esos guerrilleros. Los ingleses, con pequeñas guarniciones diseminadas por el territorio, se creyeron obligados a concentrar sus efectivos en menos plazas de seguridad porque el ejército continental había tenido dos pequeños éxitos al capturar los fuertes de Trenton (26 diciembre 1776) y Princeton (3 enero 1777). Dejaban, entonces, grandes áreas del territorio sin soldados del rey Jorge, lo que permitía a las milicias hacerse con su control, llevar a cabo sus represalias contra los probritánicos e impedir que los indecisos acabasen por apoyar a los ingleses. Por su parte, durante la primavera, el verano y los comienzos del otoño del crucial año 1777, que parecía destinado a ser el del final de la causa de los independentistas, el general Howe, además de ocupar la «capital rebelde» (captura inglesa de Filadelfia el 27 de septiembre) se propuso dividir en dos el territorio para aislar la zona de Nueva Inglaterra de las colonias del Centro-Sur. Por ese plan de operaciones, un ejército mandado por el general John Burgoyne descendería desde Canadá a lo largo del valle del río Hudson y se uniría a los soldados de Howe en las cercanías de Nueva York, cortando de este modo la comunicación entre los rebeldes de ambas zonas.3.a fase: Saratoga y la internacionalización de la guerra. Octubre 1777-primavera 1780. Pero Burgoyne, al que acosaban las milicias y se veía en dificultades para trasladar su expedición por un territorio difícil, sufrió varias derrotas y terminó por capitular con sus 7.000 soldados en la acción más decisiva de toda la guerra -no sólo porque animó a los rebeldes, sino por las repercusiones diplomáticas que tuvo- cuando se vio rodeado por las tropas norteamericanas de los generales Gates y Arnold en las cercanías de Saratoga (al norte de Albany, en el Estado de Nueva York) el 17 de octubre de 1777.

Esta resonante victoria rebelde hizo creer a los franceses que ya era hora de apoyar a las claras y sin tapujos a los norteamericanos, a quienes se veía con inmensa simpatía desde los momentos iniciales de su lucha, y sobre todo tras la llegada a París del representante del Congreso continental, Benjamín Franklin, uno de los hombres más admirados y queridos por la sociedad francesa del siglo XVIII, pero a quienes se regateaban los auxilios directos, oficiales, que pedían para continuar la guerra contra Londres. Hasta que llegan a Europa las noticias de Saratoga, el conde de Vergennes, responsable de la política exterior de Luis XVI, no se atrevió a comprometer los recursos económicos y militares de Francia al servicio de la causa independentista y los socorros que llegaron a los norteamericanos en los primeros momentos lo fueron por iniciativas individuales de hombres como el marqués de Lafayette. Pero la buena nueva que supuso la noticia de la derrota inglesa determinó a Versalles a actuar decididamente.Varias fueron las razones que animaron a Francia a participar en esta guerra: el deseo de revancha por la derrota sufrida trece años antes (en la Guerra de los Siete Años), la conquista de amplísimos mercados en la América que ahora quería romper los lazos con Gran Bretaña, la propia necesidad de luchar por hacerse con la hegemonía en Europa y en el mundo frente a su gran rival y, desde Saratoga, las perspectivas de éxito. Incluso Vergennes hizo suyos los sibilinos argumentos norteamericanos: era posible que Londres, asustado por la derrota de sus generales en ultramar, se decidiese a otorgar un amplísimo perdón y ofreciese un nuevo pacto a sus colonos, recomponiendo desde nuevas bases el Imperio británico. Así las cosas, el 6 de febrero de 1778 Franklin firmó, en nombre del Congreso continental, un tratado de comercio y alianza con la Monarquía francesa; ésta apoyaba la independencia de los Estados Unidos. En lógica respuesta, el gobierno de lord North declaró la guerra a Versalles (14 de junio de 1778) por lo que se internacionalizó el conflicto, máxime desde que los buenos oficios de Vergennes lograron que Carlos III de Borbón, rey de España, firmase el Tratado de Aranjuez de 12 de abril de 1779, por el que se ratificaba el Tercer Pacto de Familia signado dieciocho años antes entre las dos Coronas borbónicas. Aunque el embajador español en Francia, el conde de Aranda, que conoció personalmente a Franklin, era un decidido partidario de romper las relaciones con Londres y entrar en la guerra, en Madrid se debatió profundamente qué decisión había de tomarse.

Frente al unánime espíritu de revancha contra los británicos por la derrota de 1763 (una de cuyas pruebas era que la Florida estaba ahora en manos inglesas), se levantaban las voces de quienes auguraban malos vientos para el comercio entre la Península y América hispana en caso de declararse el conflicto, y las de aquellos que manifestaban honda preocupación por lo que tendría de ejemplo, de mal ejemplo, en otras latitudes americanas -las Indias españolas- la actitud de los rebeldes antibritánicos. No fueron pocos los que acertaron a predecir que ayudar a unos colonos a conseguir su libertad e independencia de una Monarquía europea, aunque fuera la británica, era un error fatal que se volvería pronto contra España. Alguno llegó a percatarse de que serían los norteamericanos, si accedían a la independencia, nuestros mayores rivales en el futuro porque continuarían ellos la presión que venían ejerciendo secularmente los británicos en el Caribe (Cuba, Puerto Rico, Honduras) y a todo lo largo de la extensísima nueva frontera hispano-norteamericana que resultaría de su victoria. Recordemos que esta línea divisoria comenzaba en el Atlántico, en la península de Florida, continuaba por la Pensacola (la Florida continental, ribereña del golfo de México) y se extendía a lo largo del inmenso valle de Mississippi -conocido entonces por la Luisiana- para terminar en el Canadá. Eran más de 6.000 kilómetros que la Monarquía española habría de vigilar para controlar las apetencias expansivas de los norteamericanos, que ya las habían exteriorizado suficientemente reclamando Florida y el derecho de navegación por el gran río. Durante los tres primeros años de la guerra, España, cuyo secretario de Estado -Grimaldi- era poco proclive a la intervención, contemporizó: colaboró subrepticiamente con los rebeldes enviándoles dinero y armas, pero cuando en 1777 llegó el enviado del Congreso continental y compañero de misión de Franklin, Arthur Lee, no le recibió el rey en Madrid sino el recién destituido Grimaldi, que le dio largas en una entrevista en Burgos asegurándole que las ayudas, aunque discretas, no se interrumpirían a pesar de las protestas de Londres.

Al final, con Floridablanca en la Secretaría de Estado y tras unos intentos diplomáticos fallidos mediante los cuales España (que ansiaba sobre todo recuperar Gibraltar y Menorca) se ofrecía como mediadora del conflicto entre Francia, los sublevados y los ingleses, su majestad católica Carlos III entró en guerra contra Jorge III (16 de junio de 1779), un año después de haberlo hecho Luis XVI. El panorama cambió radicalmente al internacionalizarse el conflicto. Ante la perspectiva de que Francia interviniese, lord North intentó llegar a un acuerdo con el Congreso continental, al que se le convertiría en una asamblea legítima del pueblo de las colonias. El Parlamento estaba dispuesto, incluso, a permitir a los americanos elegir sus propios gobernadores y a que fuesen los colonos quienes se impusieran los tributos. Y no se acantonarían soldados en tiempos de paz. Tales ofertas, llevadas a América en abril de 1778 por una embajada que presidía el conde de Carlisle, no eran ya suficientes.

En tres años de guerra las circunstancias se habían modificado tanto que lo que pedían los colonos desde 1764 hasta 1775 para restablecer los lazos con el Imperio británico ni siquiera fue discutido por el Congreso continental. No obstante, la astucia diplomática de Benjamín Franklin le llevó a utilizar en beneficio de la causa norteamericana ese intento de paz. Sugirió a los franceses que habían de reconocer inmediatamente al nuevo Estado independiente y participar en la guerra si no querían que los rebeldes se vieran obligados a restablecer sus vínculos con Gran Bretaña, y echar así por tierra los deseos de Versalles de humillar a los vencedores en Canadá. Vergennes se convenció de la necesidad de intervenir decididamente. Ni siquiera exigió a cambio compensaciones territoriales en el Continente americano a quienes serían, finalizada la guerra, autoridades en el nuevo Estado. Franklin se comprometió a no firmar una paz por separado con Londres sin avisar previamente a sus aliados. Pero en esto, como veremos después, los norteamericanos no cumplieron su palabra, lo que disgustó profundamente al venerable patriota. La principal modificación acaecida con la entrada en la contienda de Francia y de España viene dada por la necesidad del Gabinete de Guerra de Londres de concentrar una parte considerable de sus fuerzas navales y terrestres en torno a las islas británicas y en Gibraltar y Menorca para hacer frente a un previsible intento de desembarco de la marina y los ejércitos borbónicos. De este modo se desguarnecían las costas americanas y se menguaban los efectivos de los generales ingleses en las trece colonias. A la larga, la victoria final de los independentistas llegó porque Gran Bretaña no pudo concentrar todo el esfuerzo bélico en los territorios rebeldes. Y porque acabó enfrentada a medio mundo.

Primero, Francia, luego España y a continuación otros países europeos como Holanda, que comerciaba con los americanos y a la que declaró la guerra Gran Bretaña en diciembre de 1780, o los reunidos por Catalina II en la Liga de Neutralidad Armada (Rusia, Suecia y Dinamarca, primero, pero ampliada después por la adhesión de otros países como el anglófilo Portugal) que al oponerse a la pretensión inglesa de inspeccionar cualquier barco para comprobar si llevaba contrabando de armas a los americanos estaban, en realidad, tomando partido por ellos. Pero fue la participación de Francia y España la que resultó fundamental. No solamente la de Francia. Su apoyo fue, sin duda, más abierto y oficial que el de Madrid. Porque España mantuvo una política pretendidamente ambigua e hipócrita: no reconocía a los norteamericanos oficialmente porque no quería aplaudir una rebelión y su participación en el conflicto venía obligada exclusivamente por su alianza con Francia, pero entregó millones de reales en préstamos y gastó otros muchos en las operaciones militares.

A largo plazo esta tibieza en la forma resultó ineficaz porque no se rentabilizó la ayuda prestada, mientras que Versalles firmó tratados públicamente con los embajadores de los rebeldes, por lo que su actitud ha sido reconocida con agradecimiento por el pueblo de los Estados Unidos desde hace dos siglos; lo que no sucede con España, a la que los norteamericanos no conceden el mínimo sentimiento de gratitud, pese a que nuestra colaboración fue, también, decisiva. Y, en cualquier caso, si bien es verdad que la Monarquía de Carlos III participó en la guerra menos para ayudar a unos colonos sublevados contra su rey que para atacar a la vieja rival Inglaterra, tampoco el absoluto monarca Luis XVI actuaba altruistamente. Los intereses de Francia y de España eran los que estaban en juego y decidieron a ambos déspotas ilustrados a intervenir en su defensa. Aunque los franceses hayan sabido ofrecer una imagen notablemente más idealizada de su participación en esta «lucha de los norteamericanos por la libertad».

En el plano militar, la entrada en guerra de Francia (junio de 1778) tardó en mostrarse concluyente. Y hubo americanos que llegaron a preguntarse qué hacían sus nuevos aliados. Porque ese año hubo pocas acciones bélicas y si una de ellas, la batalla de Monmouth Court House, en Nueva Jersey (28 junio 1878), tuvo un resultado indeciso, otra fue desastrosa para la causa de los rebeldes: el importante puerto de Savannah, en Georgia, cayó en poder inglés (29 diciembre 1778), iniciándose el último cambio de escenario en esa guerra que, recordemos, había comenzado en Nueva Inglaterra para trasladarse después a las colonias del centro y concluir, en su etapa final, en estas colonias meridionales de Georgia, Carolina del Norte y del Sur y Virginia. No fue casual este desplazamiento de las operaciones hacia estas zonas sureñas: sus habitantes eran considerados por los ingleses más leales al rey Jorge III y más conservadores, por lo que el nuevo generalísimo británico sir Henry Clinton -sucesor del destituido Howe, víctima política de la derrota de Saratoga- recibió la orden del secretario de Colonias y director del Gabinete de Guerra en Londres, lord Germain, de evacuar Filadelfia, concentrar sus tropas en Nueva York y preparar un plan de operaciones en el sur de las trece colonias con la intención de trasladar numerosos efectivos regulares a Georgia y las Carolinas y conseguir con ello el levantamiento en armas de los numerosos «tories» que estaban tan sólo esperando la llegada de los casacas rojas para mostrar su absoluta adhesión a la Corona. Durante el año 1779, el de la entrada de España en guerra, las principales acciones se dieron en lugares alejados de las trece colonias.

El gobernador de la Luisiana española, Bernardo de Galvez, inició sus ataques en la zona de la desembocadura del Mississippi, que en los dos años siguientes continuó con éxito por la Panzacola y la Florida continental; su padre, Matías de Gálvez,, también lograba triunfos sobre los ingleses y les expulsaba de sus asentamientos en Honduras; las reales marinas borbónicas amagaban sobre las propias costas del sur y del este de Inglaterra; y comenzaba el largo asedio de Gibraltar. Aunque ninguna de las operaciones de este año 1779 fueron en sí mismas definitivas, la diversidad de frentes a que había de acudir la Royal Navy y los ejércitos británicos empezaron a agotar sus recursos y mostrar su incapacidad para vencer en la guerra.4.ª fase: Campañas finales en las colonias del Sur. La victoria definitiva: Yorktown, octubre de 1781. Tanto los ingleses como los franceses basaron su estrategia en conceder vital importancia a la ocupación de ciudades portuarias.

Una prueba de ello es el empeño que puso Francia para reconquistar Savannah con una gran flota comandada por el almirante D´Estaing, que hubo de retirarse (octubre de 1779) sin conseguir rendir la plaza. Por su parte, el general Clinton y su lugarteniente Cornwallis embarcaron con 8.000 soldados en Nueva York y pusieron proa al Sur (febrero 1780). Y ellos sí tuvieron éxito al ocupar la importante ciudad costera de Charleston (12 mayo 1780). La conquista de este puerto, que defendían 6.000 norteamericanos, representó un duro golpe -e1 mayor de la guerra- para los independentistas porque permitía a Cornwallis disponer de una base para penetrar en Carolina del Sur y parecía dar, de nuevo, la iniciativa a los realistas, máxime si se suma a ello la victoria defensiva lograda en Savannah y la existencia de notables casos de defecciones en el bando rebelde, como la traición del general Benedict Arnold, héroe de las primeras batallas y que se pasó a los ingleses y a punto estuvo de entregarles la plaza de West Point. El Congreso continental, para enmendar la situación, envió precipitadamente hacia Carolina a uno de los vencedores en Saratoga, Horatio Gates, con un ejército. Pero fue ampliamente derrotado en Camden (16 agosto 1780) por Cornwallis. Han de ser, otra vez, los milicianos quienes pongan en dificultades a los casacas rojas, practicando una dura e inmisericorde guerra de guerrillas y emboscadas -por ejemplo, la acción de King´s Mountain (7 octubre 1780) en Carolina el Norte, en que los «minutemen» fusilaron a los oficiales ingleses que querían rendirse- y que era contestada con represalias de las partidas de realistas.

Este tipo de guerra desconcertaba a los soldados regulares británicos. Así, Cornwallis se dedicó a perseguir inútilmente a los americanos por las Carolinas, yendo de un lado a otro sin encontrar a un enemigo que se le escabullía. Además, los suministros comenzaban a escasear al hacerse notar la presión que las marinas española e inglesa -y los corsarios americanos- ejercían a todo lo largo y ancho del Atlántico y el resto del mundo, porque se combatía ya desde la India hasta Gibraltar o Menorca, haciendo muy difícil a los barcos británicos atender a todos los frentes y llevar a tiempo los pertrechos requeridos por sus generales.Otro general americano fue enviado al Sur por el Congreso: Nathaniel Greene. Reorganizó sus tropas y unió sus esfuerzos con los milicianos de Virginia que mandaba Daniel Morgan para iniciar una campaña de desgaste del descorazonado Cornwallis. Tras los encuentros de Cowpens (17 enero 1781) y Guilford Courthouse (15 marzo 1781) el inglés se encaminó hacia el Norte, hacia Virginia, con la intención de organizar su base de operaciones cerca de la costa. Escogió el lugar de Yorktown porque estaba estratégicamente situado en una península de la bahía de Chesapeake y podía permitir a la Royal Navy aprovisionar a sus fuerzas. Ahora, los 6.000 franceses del general Rochambeau, llegados en el verano de 1780 pero que permanecían inactivos hasta entonces en Newport, muy al Norte, comienzan a moverse hacia el teatro de operaciones del Sur. También se incorpora la flota del almirante De Grasse. Y comienza la que, al cabo, será definitiva ofensiva.

Combinando las fuerzas de tierra franco-americanas de Washington y Rochambeau con las navales de De Grasse, y tras la batalla marítima de los Cabos de Chesapeake (9 septiembre 1781) en la que los franceses vencieron a la flota de Hood haciéndose dueños de las aguas de la bahía, el ejército aliado puso sitio a Yorktown. Reforzados con nuevos soldados franceses venidos con el general marqués de Saint-Simon, sumaban 15.000 hombres. Cornwallis disponía de 7.000 para defender la plaza atrincherada. Por fin, el 19 de octubre (cuatro años y dos días después de Saratoga) el general inglés capituló y rindió sus banderas. Faltaba un año para que se firmasen los acuerdos anglo-norteamericanos que ponían fin a la guerra, los ingleses controlaban Nueva York, Charleston y Savannah, había partidas de realistas -ayudadas por tribus indias- que proseguían con sus acciones de guerrilla en el interior del territorio, y se luchaba entre ingleses y españoles en Panzacola y las Floridas, pero la determinación británica para continuar la contienda había desaparecido. Hubo, incluso, alguna gran victoria inglesa como la defensa de Gibraltar frente a los españoles o la que significó la gravísima derrota del almirante De Grasse en la Dominica (12 abril 1782). Con su triunfo en esta isla caribeña sobre la flota francesa, el almirante Rodney impidió que se pudiera iniciar el proyectado ataque franco-español sobre Jamaica. Pero Londres, agotado y pesimista ante el futuro de las armas, consciente de que tenia frente a sí a casi todas las potencias, buscó la paz. Y coincidió en este empeño con los norteamericanos. Éstos, intuyendo que Francia y España querían continuar la guerra en pro de sus intereses, defendieron los suyos y, traicionando la palabra dada por Franklin, empezaron las conversaciones con los ingleses, con quienes llegaron al acuerdo que ponía fin a las hostilidades. El 30 de noviembre de 1782 Londres reconocía la independencia de los Estados Unidos. Siguieron las negociaciones entre todos los implicados en el conflicto durante varios meses hasta que se firmó el definitivo Tratado de Paz de Versalles (3 de septiembre de 1783) por Gran Bretaña, España, Francia y Holanda. Francia e Inglaterra se intercambiaban territorios capturados durante la guerra en la India, el Caribe, Senegal y el Atlántico Norte, en tanto que España recuperaba Menorca y las Floridas y restringía el acceso de Inglaterra a la costa de Honduras, pero no logró su principal objetivo, Gibraltar.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2436.htm