El sistema electora en Estados Unidos, puede y es confuso para la gran mayoría de la población, algunos pueden pensar que el voto popular no es válido si al final quienes deciden o determinan el voto son los miembros del Colegio Electoral. Sin embargo, ambos están muy vinculados, podemos decir que el voto del Colegio Electoral está determinado por el voto popular de cada estado. Para entender un poco mas sobre el tema, veamos las preguntas más frecuentes que se nos presenta.
1. ¿Qué es el colegio Electoral?
Es parte de la estructura original de la Constitución de Estados Unidos, funciona solamente para las elecciones presidenciales que se llevan a cabo cada cuatro años, el primer martes de noviembre. El colegio Electoral se origino en un momento histórico en el que no había partidos políticos y neutralizar el hecho de que el presidente fuera elegido por el Congreso o por el voto popular, por esa razón se ideo el sistema de Colegio Electoral como parte de su plan para compartir el poder entre los estados y el gobierno nacional
2. ¿Quién elige al Colegio Electoral?
El proceso para seleccionar a los electores varía en cada estado, pero generalmente los partidos nombran a los miembros del Colegio Electoral en convenciones estatales del partido o por voto del comité central del partido. Ninguna persona con cargo político puede ser miembro del Colegio Electoral.
3. ¿Cuántas personas forman el Colegio Electoral?
Se elige un total de 538 electores que equivalen al número de senadores (100) y miembros de la Cámara de Representantes (435) más los 3 del Distrito de Columbia, sede del gobierno.
4. ¿Cuántos votos electorales tiene cada estado?
La cantidad de miembros del Colegio Electoral varía en cada estado de acuerdo a la población. Este número puede modificarse cada 10 años en base al censo.
5. ¿Cuántos votos del colegio Electoral necesita un candidato para ganar la presidencia?
Un total de 270 votos electorales.
6. ¿Qué pasa si un candidato no recibe los votos electorales necesarios para ganar?
La enmienda 12 de la Constitución de Estados Unidos estipula que si ningún candidato a la presidencia recibe la mayoría, la Cámara de Representantes elige al ganador de entre los tres candidatos que recibieron el mayor número de votos electorales.
En caso de que ningún candidato a la vicepresidencia obtenga la mayoría del voto electoral, el Senado vota para elegir al vicepresidente entre los dos candidatos que recibieron el mayor número de votos electorales.
7. ¿Se puede elegir a un presidente sin la mayoría del voto popular?
En total ha habido 17 elecciones en las que el ganador no había recibido la mayoría del voto popular. El primer caso se presento en las elecciones de 1834 en las que el voto popular favorecía a Andrew Jackson, pero los votos electorales estaban divididos entre cuatro candidatos de los cuales la Cámara de Representantes eligió a John Quincy Adams.
Un caso más reciente se presento en las elecciones del 2000 donde el voto popular favoreció al demócrata Al Gore obtuvo la mayoría del voto popular pero George W. Bush obtuvo 271 votos electorales.
8. ¿Por qué es importante el voto de la población si quien elige al presidente es el Colegio Electoral?
El voto popular ayuda a determinar cual candidato recibe los votos electorales de su estado, por ejemplo en un estado donde el voto electoral es para el candidato que recibió la mayoría del voto popular, esto a excepción de dos estados, Maine y Nebraska donde se dividen. Además, la Corte Suprema establece que los electores no tienen la libertad completa de actuar independientemente.
Entre los contenidos ofrecidos por VOA se encuentran los relacionados con la historia de Estados Unidos, a continuación se presenta una lista de enlaces ordenados en orden cronológico.
Cada enlace tiene el texto y audio de la historia, pueden usarlo para practicar su ingles y conocer mas de historia. Para estudiantes con nivel de ingles mas avanzado pueden intentar escribir las historias escuchandolas y pausando para poder escribir. Si algún enlace no funciona, dejen su comentario.
El siglo XVII trajo mejor suerte para los ingleses, que pudieron establecer varias colonias en América. Entre todas, destacaron las 13 que fundaron en Norteamérica. Las circunstancias de la época de Jacobo I (1603-1625) eran muy favorables para la colonización. El país había consolidado su hegemonía en el mar tras la victoria sobre la invencible, había liquidado el poder de la nobleza y del alto clero, había afirmado el poder del anglicanismo sobre otros grupos protestantes, había enriquecido a su burguesía con las propiedades de los católicos (dinero que ahora se necesitaba moralizar), y había transformado su economía, sustituyendo la estructura agraria por la ganadera y preindustrial. Todo esto se hizo a costa de un pueblo que quedó empobrecido y traumatizado por los problemas religiosos. Isabel I había canalizado a los desheredados hacia la piratería y el corso, pero su sucesor decidió hacer algo más útil, empleándolos en colonizaciones. El capitalismo comercial se brindó a ayudarle, especialmente las dos compañías de Londres y de Plymouth, a las que el monarca les ofreció un territorio americano que los españoles no habían ocupado: el existente al norte de la Florida, entre los 34 y los 45 de latitud N (la costa actual desde Carolina del Norte hasta Maine). Las Compañías se ofrecieron a trasladar allí a los colonos, que pagarían luego su pasaje con el trabajo. Era una variante de los “engage” o siervos que los franceses enviaban también a las colonias de América.
La colonización en Norteamérica empezó y terminó en las colonias del sur, que fueron cinco: Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia.
Virginia fue la primera. El 26 de abril de 1607, llegaron a la bahía de Chesapeake (Virginia) tres barcos con 105 colonos mandados allí por la Compañía de Londres. Buscando un lugar donde establecerse subieron un río, al que bautizaron como James, en honor a su Rey. En sus orillas, 40 km arriba, fundaron una ciudad el 24 de mayo a la que bautizaron corno Jamestown. El hambre y las enfermedades redujeron los colonos a 32 en siete meses. El resto pudo sobrevivir gracias a los alimentos que el legendario capitán John Smith logró sustraerles a los indios. La situación se volvió dramática, pues la Compañía no pudo enviar refuerzos. Sus accionistas se negaron a pagar los plazos sucesivos y tampoco surgieron muchos voluntarios que quisieran ir a América para trabajar tierras ajenas. En 1612, un colono llamado John Rolfe injertó una cepa de tabaco nativo con otra traída de las Antillas y obtuvo un producto de excelente calidad: ¡había nacido el tabaco de Virginia! Se cultivó prolijamente y se vendió a buen precio en Inglaterra. La colonia prosperó gracias a esto (más tarde, se consiguió el monopolio de tabaco para Inglaterra) y a la llegada de nuevos colonos, cuando la Compañía transigió al fin (1618) con la propiedad privada, ofreciendo 100 acres a cada emigrante y 50 más por cada miembro de su familia al que pagara el pasaje. En 1619, Virginia tenía más de mil habitantes y el Gobernador Yeardley, representante de la Compañía, solicitó permiso a ésta para tener unos auxiliares administrativos. Se le autorizó a hacerlo. Yeardley les escogió por el mismo procedimiento usado en Inglaterra: cada uno de los 11 distritos de la colonia eligió dos representantes (llamados burgesses u «hombres libres»), que formaron una especie de parlamento local para ayudar al Gobernador en su labor. Fue la primera asamblea electiva de las colonias inglesas. El mismo año de 1619, llegó a Virginia un buque holandés con 20 esclavos negros, que se vendieron con gran facilidad. A partir de entonces, comenzó la compra masiva de esclavos para las plantaciones de tabaco. La usurpación sistemática de las tierras de los indios obligó a éstos a defenderse. El 22 de marzo de 1622 mataron a algunos colonos. Los ingleses hablaron de masacre y prepararon un castigo ejemplar: en 1625 mataron a más de mil indios. Esto se convirtió ya en un modelo a repetir posteriormente en todas las colonias: usurpación de las tierras de los naturales, ataque desesperado de los indios y castigo ejemplar, con el que se conseguía exterminarles o expulsarles definitivamente de su territorio. La Compañía de Virginia entró en bancarrota en 1624 (perdió unas doscientas mil libras) y fue disuelta por el rey. Virginia se convirtió en una colonia real.
Maryland fue la segunda de este grupo. En 1632, Sir George Calvert, Lord Baltimore, logró que el rey Carlos I le donara un territorio en América para llevar a ella los católicos ingleses que desearan emigrar. Se le otorgó la parte de Virginia que estaba al norte del río Potomac. La donación llevaba implícita la cesión a Calvert del poder político y del control del comercio. En 1634, llegaron allí 220 colonos (entre ellos dos jesuitas) con el hijo de Lord Baltimore y fundaron la ciudad de Saint Mary, en honor a la Virgen. Su colonia la bautizaron como Maryland o Tierra de María. Los colonos de Maryland tuvieron pronto conflictos con sus vecinos protestantes de Virginia y con los nuevos inmigrantes. Para ponerles freno, acordaron proclamar el Acta de Tolerancia (1649), por el cual se permitió practicar cualquier religión que reconociera la Trinidad. Esto equivalía a admitir a todos los cristianos, pero no así a los hebreos. Los Calvert aceptaron el Acta y permitieron, además, que existiera una representación de los colonos mediante una asamblea de burgueses, y favorecieron la emigración otorgando 100 acres a cada cabeza de familia que emigrara y 50 más por su mujer y por cada hijo. Esto hizo que acudieran a Maryland muchos emigrantes pobres de otras regiones. En 1715, los propietarios de la colonia renunciaron a su catolicismo.
Carolina (del Norte) fue poblada, en 1653, por un grupo de virginianos. Diez años después ocho promotores, entre ellos Sir Anthony Ashley Cooper, lograron que Carlos II les cediera tierras situadas entre los 31 y 36 grados de latitud, para cultivar allí morera, vino, aceitunas, etc. La colonia fue bautizada entonces como Carolina, en honor al rey, y Ashley condujo el primer gran grupo de colonos. En 1670, estos pobladores marcharon hacia el sur y fundaron Charlestown (1672). Carolina sufrió muchos problemas derivados del enfrentamiento entre los colonos y los señores. En 1669, se implantó una especie de constitución en la que colaboró John Locke, de carácter aristocrático, que creó una nobleza latifundista y reservó la asamblea colonial a los nobles y propietarios. El establecimiento de escoceses e irlandeses en el sur de Carolina motivó nuevos conflictos que condujeron al monarca, en 1729, a dividir la colonia en Carolina del Norte y del Sur, cada una de ellas con un gobernador real.
Georgia fue la última de las colonias. Data del siglo XVIII. El rey George II concedió permiso, en 1732, al diputado James Ogelthorpe para establecer una colonia con presidiarios ingleses entre los ríos Altamaha y Savannah, en frontera con los españoles de Florida. Al año siguiente, Ogelthorpe estableció varios cientos de colonos en Savannah, a orillas del río del mismo nombre.
Las colonias del norte fueron cuatro: New Hampshire, Nueva Inglaterra, Rhode Island y Connecticut. Simbolizan un sistema de colonización opuesto al de las colonias del sur, creando un antagonismo vital que subsistirá largos años.
Nueva Inglaterra, la colonia que se creó en el actual estado de Massachusetts, tiene para los norteamericanos una importancia excepcional, pues se sienten más vinculados a ella que a las demás por sus características spenglerianas, ya que sus colonizadores consideraron América como una Nueva Jerusalén o Tierra Prometida donde podían vivir las gentes que en Europa eran perseguidas por sus ideas religiosas. Estos colonos fueron los puritanos o defensores de una auténtica reforma protestante que purificase la Iglesia anglicana de los vestigios católicos que aún quedaban en ella. Eran calvinistas, creían en la predestinación (el éxito en la vida reflejaba la elección divina de pertenecer a los que irían al Paraíso después de morir), eran extremadamente laboriosos y practicaban una moral social muy rígida, marcada por la austeridad y la frugalidad. Acosados por sus compatriotas anglicanos, muchos de ellos huyeron a Holanda y se radicaron en Leyden y Amsterdam(1609). Allí, sus líderes William Brewster y John Robinson negociaron con la compañía de Londres el transporte de los puritanos a Virginia a cambio de trabajar siete años para pagar a los banqueros y comerciantes el pasaje.
Los peregrinos -llamados así porque teóricamente eran apátridas- abandonaron Leyden en el buque Speedwell y se trasladaron a Plymouth, donde se les unieron otros correligionarios. El 16 de septiembre de 1620, embarcaron en el Mayflower, un buque de 33 metros de largo y 180 toneladas. A bordo del mismo iban 35 pasajeros de Leyden y 66 de Londres y Southhampton:
101 peregrinos en total. El 9 de noviembre de 1620 arribaron a América. Al tomar la latitud, comprobaron que se habían equivocado de sitio: aquello no era Virginia. Habían llegado, en efecto, al cabo Cod, en Massachusetts, una tierra bautizada anteriormente como Nueva Inglaterra por el capitán John Smith. Los emigrantes se reunieron para deliberar sobre su situación y acordaron establecerse allí, elegir su propio gobierno, trabajar unidos y buscar la alianza con los indios. El 26 de diciembre desembarcaron y construyeron unas rústicas cabañas para guarecerse del frío. Así nació Plymouth. Aquel invierno perecieron la mitad de los peregrinos, incluido el gobernador que habían elegido. Al llegar la primavera, un indio llamado Squanto les enseñó a cultivar maíz. En el otoño de 1621 pudieron recoger su primera cosecha.
Lo celebraron con una gran fiesta que duró tres días, y que es la que los norteamericanos rememoran como Thanksgiving Day o Día de Acción de Gracias. La colonia de Nueva Inglaterra fue prosperando. En 1626, los colonos pudieron pagar a la Compañía de Londres las 81.800 libras que les había costado su viaje, dividiéndose la tierra. En 1628, un grupo de ellos dirigido por John Endecott fundó Salem. Dos años después, se estableció la ciudad de Boston, que pronto fue la más importante de Nueva Inglaterra. En 1633, arribaron casi mil puritanos huyendo de Inglaterra ante la hostilidad del obispo Laud, nuevo primado de la Iglesia Anglicana. La migración continuó sin cesar. En 1640, Nueva Inglaterra tenía ya 22.500 habitantes, frente a los 5.000 de Virginia y Maryland. También progresó el sistema gubernativo. En 1629 se estableció un Consejo General, el que cinco años después se encargó de las cuestiones legislativas (estaba formado con representantes de los hombres libres de cada población), dividiéndose posteriormente en dos cámaras. En 1641, se adoptó un Código de libertades que incluía el juicio por jurados, los impuestos votados por representantes de los ciudadanos, el proceso para los casos de pena capital, la prohibición de tortura o de castigos bárbaros y la igualdad para los extranjeros. La sociedad reflejaba, sin embargo, el espíritu puritano que seguía el ejemplo de las primeros cristianos. La tierra fue repartida por comunidades y redistribuida por éstas entre sus miembros. Los colonos trabajaban, oraban y resolvían sus problemas conjuntamente, bajo liderazgo religioso. La moral imperante condenaba el excesivo enriquecimiento individual: en 1639 se juzgó al comerciante Robert Keayne por encarecer demasiado los artículos que vendía, resultando multado por ello. La rígida disciplina produjo pronto disidencias e infinitos problemas. Dos ministros religiosos, John Cotton y Thomas Hooker prefirieron exilarse antes que aceptar el poder oligárquico de los líderes religiosos, fundando Withersfield y Hartford (1636). Al año siguiente, el reverendo John Davenport y el comerciante Theophilus Eaton fundaron New Haven, en Connecticut. Puntos de vista disidentes sobre la jerarquía religiosa motivaron la expulsión de Anne Hutchinson (1637) y otros, que se establecieron en Portsmouth (Rhode Island). Nueva Inglaterra era ya una colonia importante por entonces y estaba necesitada de centros educativos. Una ayuda de 400 libras había permitido abrir una escuela al norte del río Carlos, pero se carecía de recursos para sacarla adelante. En 1638, murió de tuberculosis un pastor llamado John Harvard, quien dejó toda su fortuna a la escuela: unas 700 libras y una biblioteca de 400 volúmenes, un verdadero tesoro para entonces. La escuela decidió llamarse Colegio de Harvard y se constituyó como la primera institución de enseñanza en las colonias inglesas. También en 1639, se introdujo la imprenta en el pueblecito de Cambridge, donde se publicó al año siguiente un libro de salmos. En 1660, los calvinistas perdieron el monopolio de gobierno sobre la comunidad y la colonia se volvió más mundana y próspera. En 1691, la Corona asumió el control de la Colonia.
New Hampshire fue poblado en 1622, año en que Sir Ferdinando Georges y John Mason obtuvieron permiso de Nueva Inglaterra para fundar entre los ríos Merrimack y Kennebec. Mason había vivido en Inglaterra en el condado de Hamphsire, de donde trasplantó el nombre.
Connecticut fue explorado por colonos de Massachussets a partir de 1632, cuando se realizó la primera marcha hacia al Oeste de la historia norteamericana. En 1635 se estableció Saybrook, en la boca del río Connecticut. En esta colonia se realizó la primera gran matanza de indios en 1637. Unos colonos encerraron a 600 pequot (hombres, mujeres y niños) en un baluarte y le prendieron fuego, quemándolos vivos. En realidad la conquista inglesa, se parecía bastante a la española, como vemos. Todas las conquistas son iguales.
Rhode Island nació gracias al celo del puritano Roger Williams, que llegó a Boston, en 1631, y encontró muchas dificultades para el ejercicio de su apostolado, ya que predicaba una reforma religiosa con separación de la iglesia y el Estado. Fue desterrado de Nueva Inglaterra, en 1635, y se dirigió al sur, donde fundó Providence. La colonia se expandió luego por numerosas islas cercanas. La mayor de ellas había sido bautizada como Rodas por el descubridor Verrazzano, un siglo y cuarto antes, tomando por ello la colonia el nombre de Rhode Island y Providence. Con el tiempo terminó por llamarse sólo Rhode Island. En 1647, comprendía Providence, Newport y Portsmouth.
Si las colonias del sur y del norte representaron dos formas contrapuestas de colonización inglesa, las del centro (Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Pennsylvania) simbolizaron, en cambio, otras colonizaciones europeas.
Nueva Holanda, llamada luego Nueva York, se originó como una colonización holandesa. El interés de la Compañía de las Indias Orientales holandesa por hallar un paso interoceánico en Norteamérica la llevó a contratar los servicios del navegante inglés Henry Hudson, quien llegó en 1609 a la isla de Manhattan y a la desembocadura del río que lleva su nombre. Hudson contó excelencias de aquella zona a su regreso y numerosos holandeses empezaron a viajar hacia ella para comerciar con los indios. Una de las primeras expediciones fue la de Adriaan Block. Arribó a Manhattan en 1613 y tuvo que quedarse allí, ya que se le quemó el barco. Las cabañas que construyó para invernar constituyeron el primer poblamiento europeo en la famosa isla. Pronto fueron tantas que formaron una aldea. La Compañía holandesa de las Indias Occidentales, que acababa de constituirse (1621), reclamó el territorio existente entre el Cabo Cod y el río Delaware. En 1624, colonos holandeses fundaron los fuertes Orange (Albany) y Nassau. Al año siguiente, se construyó el fuerte Amsterdam, en la isla de Manhattan, bajo la dirección del ingeniero Cryn Fredericksz. En 1626, Peter Minuit fue enviado por la Compañía para organizar dicha colonia y compró la isla de Manhattan a los indios por unas baratijas (telas chillonas, collares, etc.) valoradas en unos 60 florines. Manhattan se convirtió en el centro de una próspera colonia llamada Nueva Holanda. Su pequeña aldea de Nueva Amsterdam acogió pronto a gentes de todos los países, ya que los emigrantes holandeses eran escasos. En 1643, un jesuita que pasó por allí dijo que se hablaban 18 lenguas diferentes. Era un presagio de su futuro. Los holandeses poblaron las regiones cercanas a la isla. Brooklyn y Harlem fueron nombres de ciudades holandesas. Fundaron, además, numerosas ciudades, como Swanendael, Beverwyck, Gravezande, Heemstede, Vliessingen, Yonkers, etc. La colonia prosperó gracias a la libertad de comercio de pieles y, en 1653, tenía ya dos mil habitantes. Tuvo varios gobernadores holandeses entre los que destacó Peter Stuyvesant.
Delaware nació como Nueva Suecia y fue el sueño del rey Gustavo Adolfo. Murió en 1632 sin verlo realizado, pero poco después se creó la Compañía de la Nueva Suecia, que puso en marcha la empresa. Reunió unos colonos y contrató los servicios de Peter Minuit, que se había convertido en socio de la Compañía sueca, para que los condujera a América. La expedición llegó en 1638 a la bahía de Delaware, donde había un pequeño establecimiento de 22 colonos holandeses y procedió a fundar allí la colonia. El 29 de marzo de 1638, erigieron Fuerte Cristina (cerca de la actual Wilmington), en honor a la reina sueca. La Nueva Suecia tuvo varios cientos de colonos suecos y finlandeses. En 1643, el nuevo gobernador sueco Johan Bjornsson construyó nuevos emplazamientos en Varkenskill, Upland y Nueva Cristina, mientras los pastores luteranos trataban de evangelizar a los indios.
Estas colonias fueron a parar a manos inglesas. Primero, hubo problemas entre los colonos holandeses y suecos, que terminaron en 1655, cuando los primeros ocuparon la Nueva Suecia, integrándola a Nueva Holanda. Luego surgieron otros entre los ingleses y los holandeses, derivados de la lucha por la supremacía en el mar. El rey Carlos II de Inglaterra decidió concederle las colonias holandesas en América a su hermano Jacobo, Duque de York. Este organizó una flota que se presentó en Nueva Amsterdam, el 29 de agosto de 1664, exigiendo su rendición. El gobernador Stuyvesant tuvo que capitular el 7 de septiembre y los ingleses ocuparon Nueva Amsterdam, que rebautizaron como Nueva York. A Fuerte Orange lo denominaron Albany, etc. Así quedó todo anglizado. Cuando el Duque de York se convirtió en Jacobo II, transformó el territorio en colonia real (1685). Holanda reconoció la pérdida territorial de Nueva Holanda en el Tratado de Breda de 1667.
New Jersey tuvo una colonización más compleja. Tras la ocupación de Nueva Holanda, el Duque de York cedió a sus amigos George Carteret y Lord John Berkeley algunas tierras situadas entre los ríos Delaware y Hudson (1664). En las condiciones de la cesión se estipuló que los propietarios nombrarían un gobernador, que se ayudaría en su trabajo con un consejo, y que habría asamblea electiva y libertad religiosa. Carteret, que había defendido la isla inglesa de Jersey contra los parlamentaristas de Cromwell, pudo llamar a la nueva colonia Nueva Jersey. El mismo año envió a colonizar a su sobrino Philiph Carteret, que fundó la población de Elizabethtown (1665) en honor a su señora. Las mercedes territoriales de Carteret y Berkeley se unieron en 1702, integrando una colonia real. En cuanto a Lord Berkeley, vendió sus derechos en New Jersey a dos cuáqueros (1674).
Pennsylvania fue una colonia fundada por los cuáqueros, grupo protestante que practicaba una doctrina igualitarista, pacifista y de plena libertad de conciencia, que horrorizaba a los anglicanos. El fundador de la secta fue George Fox y sus seguidores fueron, principalmente, gentes pobres de los suburbios urbanos. El nombre de cuáqueros les vino porque decían temblar -quaquer, en inglés- ante el poder de la palabra divina, que cada uno escuchaba dentro de sí (rechazaban la jerarquía eclesiástica). El problema cuáquero adquirió importancia cuando se convirtió a dicha religión un personaje notable, William Penn, hijo del almirante del mismo nombre. Penn Jr. heredó con la fortuna paterna un pagaré por valor de 16.000 libras contra el Rey de Inglaterra y propuso a Carlos II amortizarlo a cambio de un territorio en Norteamérica donde pudiera instalar a sus hermanos de religión. El Rey aceptó encantado, en 1681, no tanto por librarse de la deuda como por quitarse de encima a los cuáqueros y le otorgó la región situada entre los 40 y 43 grados de latitud norte (1681). Al año siguiente, los cuáqueros arribaron al río Delaware y lo remontaron hasta un lugar que pareció ideal para fundar una ciudad en la que realizar su Holy Experiment o Santo Experimento. Se llamó Filadelfia y fue proyectada con un trazado modelo. Penn vendió parcelas de hasta 8.000 hectáreas por un precio bajo, más un censo anual y arrendó otras a los colonos que no tenían dinero. Como no quiso cometer el mismo error de las compañías de gobernar la colonia desde Inglaterra, pese a ser propietario del terreno, redactó una especie de constitución y una declaración de derechos (Frame of Government y la Charter of Liberties) que reconocían la autonomía colonial y garantizaban la libertad religiosa. Pennsylvania siguió siendo propiedad de la familia Penn hasta la revolución independentista.
El resultado de la guerra sólo puede entenderse dadas las peculiaridades de la misma. En primer lugar, una forma de combate aparentemente primitiva demostró su validez. En una guerra de guerrillas, la absoluta seguridad en tres cuartas partes del país es mejor que tres cuartas partes de seguridad en todo el país y los guerrilleros siempre ganan con tan sólo evitar la derrota total (Kissinger). Pero, al margen de lo sucedido en Vietnam del Sur, los norteamericanos subestimaron por completo la capacidad de resistencia de los nordvietnamitas: el número de sus bajas fue parecido a como si los Estados Unidos hubieran tenido diez millones de muertos. La dureza del adversario nordvietnamita difícilmente puede ser exagerada: Giap decía que si le mataban diez soldados pero él conseguía matar uno lo consideraba como una victoria. Hay motivos para considerar que, como escribió un izquierdista norteamericano, la guerra fue «el más largo y más sostenido esfuerzo revolucionario en la Historia contemporánea». Claro está que tuvo detrás a un poder totalitario para sostenerla.
La guerra probó, por tanto, que no siempre los medios técnicos son capaces de producir el desenlace de un conflicto bélico. Así se aprecia, sobre todo, en lo que respecta al arma aérea: es posible que los Estados Unidos gastaran diez dólares en sus bombardeos por cada dólar de pérdida que le causaban al adversario. En realidad, emplearon este procedimiento más en el Sur que en el Norte, pero allí perdieron unos 950 aviones merced a los antiaéreos soviéticos. En 1965-1967 los aviones norteamericanos lanzaron más bombas que en todos los combates de la Segunda Guerra Mundial. En 1970 se habían arrojado ya más bombas que en cualquier guerra anterior.
En tierra las tropas norteamericanas se impusieron allí donde combatieron en condiciones normales, pero su inconveniente principal fue siempre la desmoralización. Una descripción sarcástica de los soldados norteamericanos los presentó como «los implicados a pesar suyo dirigidos por incompetentes cumpliendo una tarea inútil para una gente ingrata». Algún dato sirve para dar cuenta de en qué consistió la guerra de guerrillas: una cuarta parte de las bajas norteamericanas fueron causadas por trampas o por minas y entre el 15 y el 20% lo fueron por fuego amigo. La tensión sufrida y el momento explican que el consumo de drogas se generalizara entre los soldados. En cambio sólo murieron cuatro generales y tres de ellos en accidentes de helicóptero. Los oficiales tan sólo se mantenían en combate seis meses, lo que hacía imposible que las unidades permanecieran apegadas a ellos. Pero, como quiera que sea, no fue de una importancia decisiva que la victoria militar no la obtuvieran los norvietnamitas. Lo que es significativo, en cambio, es que el mismo día en que acabó la guerra fue liquidado también el servicio militar obligatorio en Estados Unidos. Estratégicamente siempre los norteamericanos estuvieron a la defensiva y nunca quisieron crear una psicología bélica en la retaguardia.
Hubo 58.000 muertos norteamericanos frente a los 33.000 de la Guerra de Corea. Al margen de estas cifras, las restantes resultan mucho más incompletas y contradictorias de acuerdo con las fuentes. Es posible que los muertos sudvietnamitas fueran 100.000 y medio millón los norvietnamitas y del Vietcong. Las cifras de civiles muertos oscilan entre 400 y 1.300.000. Parece evidente que, a pesar de su brutalidad, en esta guerra se procuró evitar en mayor grado que en la Segunda Guerra Mundial los daños a la población civil. Otro dato importante es que 278 soldados norteamericanos fueron condenados por sus propios tribunales por las atrocidades cometidas. Sin embargo, el sargento Calley, responsable de haber asesinado a un niño y condenado por ello a veinte años de cárcel en 1971, salió de ella en 1974.
Las consecuencias de la Guerra de Vietnam fueron muchas y, sobre todo, muy paradójicas. Vietnam quedó convertido en una dictadura comunista que ejecutó de forma inmediata a algunas decenas de millares de personas. En los años ochenta todavía había cuarenta campos de concentración con 100.000 prisioneros. Por entonces, casi un millón de personas pretendieron huir y unos millares murieron al hacerlo por mar (fueron los «boat-people» que motivaron la solidaridad de los intelectuales occidentales). Vietnam fue también, pese a la ayuda soviética, uno de los doce países más pobres del mundo, pero con un Ejército que proporcionalmente era el cuarto. La visión favorable que muchos intelectuales habían tenido de Vietnam del Norte se demostró carente de cualquier fundamento: Susan Sontag había dicho que aquélla era «una sociedad ética» y Grass que Estados Unidos al atacarla había perdido todo derecho a hablar de moral en el futuro. En otros sitios, la situación en la posguerra fue todavía peor. En Camboya los porcentajes de la población eliminados por quienes ahora ocuparon el poder rondaron entre el 15 y el 25% del total.
Vietnam desapareció muy pronto del horizonte de la política norteamericana, prueba evidente de que los norteamericanos habían pretendido al final librarse de este conflicto como fuera. Ni siquiera hubo ninguna discusión colectiva como la provocada por la caída de China en manos de los comunistas. Pero, en cambio, en la conciencia de muchos de los participantes en la toma de las decisiones fundamentales hubo una auténtica obsesión retrospectiva por lo acontecido. El ex secretario de defensa norteamericano Robert S. Mac Namara escribió todo un libro en el cual enumeró hasta once causas de lo sucedido desde la ignorancia del país o la falta de percepción del peligro del adversario hasta el olvido del papel del nacionalismo. Dean Rusk, el secretario de Estado, escribió sus memorias rememorando el conflicto que había tenido con su propio hijo por su diferente percepción acerca de lo sucedido. «Aún hoy no puedo escribir sobre Vietnam sin sentir dolor y tristeza», asegura Kissinger en sus Memorias.
El deseo de olvidar la guerra pareció dominar largo tiempo el panorama en los medios de comunicación más populares. En la cinematografía, el excombatiente del Vietnam fue retratado con frecuencia como un drogadicto enloquecido, mientras que los prisioneros norteamericanos de la Embajada de Teherán eran considerados como héroes. Sólo en los años ochenta se mitificó al excombatiente de Vietnam. Tardaron mucho las interpretaciones exentas libres de la carga del recuerdo propio. Si la Guerra de Vietnam fue la primera en ser televisada y a nada pueden compararse sus imágenes, al mismo tiempo su complejidad no puede ser explicada sólo con ellas.
Finalmente, al margen del impacto que la Guerra de Vietnam tuvo en la política interna americana, las consecuencias más destacadas en la política exterior fueron las aventuras soviéticas y cubanas en África y en Etiopía, favorecidas por la parálisis producida en la norteamericana. La lección más importante fue para ella que una democracia debe guardar siempre determinados requisitos a la hora de intervenir un conflicto exterior y que debe actuar con una moderación que estuvo por completo ausente en este caso.
Las consecuencias de que se hubiera puesto en práctica la «contención» norteamericana fueron decisivas en Medio Oriente. En junio de 1948, fue creada la VI Flota norteamericana, destinada a servir como instrumento de intervención rápida en caso de peligro. Con posterioridad, como en otras partes del mundo, los Estados Unidos anudaron toda una serie de pactos en la zona. En 1951, Grecia y Turquía fueron invitadas, a pesar de sus ancestrales diferencias, a incorporarse a la OTAN. En 1955, la firma del Pacto de Bagdad, formado por Gran Bretaña, Pakistán, Irán e Iraq, dio la sensación de reafirmar el control occidental de la zona, sobre todo teniendo en cuenta que en un protocolo adicional complementario franceses, británicos y norteamericanos se habían comprometido al mantenimiento del statu quo.
Si hubo diferencias considerables entre las potencias administradoras respecto a la descolonización, algo parecido puede decirse de la geografía de la misma. Aunque la descolonización se realizó, sobre todo, durante la posguerra en Asia, también tuvo un inicio en el Medio Oriente. La llegada de la paz tuvo como consecuencia allí la aparición del panarabismo -creación de la Liga Árabe en marzo de 1945- y el comienzo de la descolonización en los territorios que hasta el momento habían estado bajo mandato británico o francés.
Este comienzo de descolonización no se hizo sin dificultades, incluso entre las propias potencias colonizadoras, especialmente en Líbano y Siria, donde Francia pretendía mantener la influencia otorgada después de la Primera Guerra Mundial. Mejor suerte pareció tener, al menos durante algún tiempo, Gran Bretaña. En Egipto, que había logrado la independencia excepto en materia de política exterior, la pretensión local de lograr la retirada de los británicos no se vio coronada por el éxito. Iraq acabó retirando a Gran Bretaña las ventajas estratégicas de que disponía, pero la potencia administradora conservó, en cambio, una sólida implantación en Transjordania, cuyo emir permitió la presencia de tropas británicas en su territorio. Irán, por su parte, fue abandonado por los anglosajones, pero los soviéticos permanecieron durante mucho más tiempo, contribuyendo a la exaltación de los sentimientos de peculiaridad entre los kurdos y azeríes, hasta finalmente aceptar retirarse.
Fue, sin embargo, en el Mediterráneo oriental donde de forma más caracterizada se planteó el problema de la guerra fría y de la «contencion» del antiguo aliado soviético. Los anglosajones tenían la firme decisión de controlarlo: no en vano, gracias a su poder naval habían conseguido en su momento liquidar la aventura militar de Rommel y ahora el rosario de bases británicas parecía garantizar que no se producirían cambios importantes. Pero hubo un momento inicial en que éstos parecieron posibles. Turquía había declarado la guerra a Alemania cuando se acercaba la derrota de ésta.
Cuando llegó la paz, sin embargo, debió soportar una fuerte presión soviética relativa a una posible rectificación de las fronteras en Anatolia y de las disposiciones acerca de la navegación por los Estrechos. La respuesta norteamericana consistió en el envío de medios navales a la zona en el verano de 1946. La tensión resultó todavía más agobiante en lo que respecta a Grecia. Situada bajo un control militar británico de 40.000 hombres, había heredado de la ocupación alemana y de la resistencia contra ella una guerrilla comunista en el Norte, dirigida por el general Markos y ayudada por los países sovietizados vecinos.
El deseo de Gran Bretaña de liberarse del peso de una intervención que le resultaba demasiado onerosa le llevó, en febrero de 1947, a informar a los norteamericanos que se veía obligada a retirar sus efectivos. Al mes siguiente, Truman, decidido a que los norteamericanos asumieran la responsabilidad internacional que les correspondía, enunció ante el Congreso norteamericano la doctrina que en adelante llevó su nombre. Los Estados Unidos debían estar a la cabeza del mundo libre y estaban obligados también a ayudar a los países a librarse de los intentos de dominación puestos en marcha por minorías armadas o por presiones exteriores. En la reunión celebrada en marzo y abril de 1947 en Moscú por los ministros de Asuntos Exteriores, no sólo no hubo acuerdo alguno sino que lo característico fue un proceso de creciente desconfianza. No hubo más reuniones de este tipo.
Las consecuencias de que se hubiera puesto en práctica la «contención» norteamericana fueron decisivas en Medio Oriente. En junio de 1948, fue creada la VI Flota norteamericana, destinada a servir como instrumento de intervención rápida en caso de peligro. Con posterioridad, como en otras partes del mundo, los Estados Unidos anudaron toda una serie de pactos en la zona. En 1951, Grecia y Turquía fueron invitadas, a pesar de sus ancestrales diferencias, a incorporarse a la OTAN. En 1955, la firma del Pacto de Bagdad, formado por Gran Bretaña, Pakistán, Irán e Iraq, dio la sensación de reafirmar el control occidental de la zona, sobre todo teniendo en cuenta que en un protocolo adicional complementario franceses, británicos y norteamericanos se habían comprometido al mantenimiento del statu quo.
Pero ya en la primera década de la posguerra, el poder occidental se enfrentó con retos importantes en esta región del mundo. El principal se produjo en Irán. Venezuela, en plena Guerra Mundial, había introducido mediante ley un reparto de los beneficios obtenidos de la explotación del petróleo y su ejemplo acabó siendo seguido por las autoridades políticas del Medio Oriente desde comienzos de los cincuenta. En esa época, tan sólo el 9% de la renta del petróleo era obtenida por un tan importante país productor como era el Irán. En la primavera de 1951, Mohammed Mossadgh, el primer ministro iraní, promulgó una ley de nacionalización del petróleo, en una decisión que puede considerarse semejante a la que luego Nasser tomaría respecto al Canal de Suwz. Pero lo cierto fue que los resultados no fueron semejantes en los dos casos.
En realidad, Mossadegh pasó por enormes dificultades antes de conseguir poner en marcha las instalaciones que habían abandonado los técnicos extranjeros e Irán se vio boicoteado por los consumidores. El golpe de Estado militar que acabó con él, en agosto de 1953, ha sido atribuido, con fundamento, a la CIA. Los tiempos, de todos modos, no estaban maduros para que un intento como éste pudiera fraguar: ni existía un ideario neutralista ni Mossadegh se caracterizó por una ideología populista como la de Nasser. Su derrocamiento supuso el pleno restablecimiento del poder del Sha, que se había visto obligado a marchar al exilio.
En otro conflicto del Mediterráneo oriental durante esta época, el de Chipre, se mezclaron factores muy diversos, desde la descolonización hasta la pluralidad étnica y cultural. En Chipre, la tercera isla del Mediterráneo, con una población formada por griegos en un 80%, la autoridad religiosa desempeñó siempre un papel político de primera importancia mientras que el movimiento sindical estuvo influenciado por los comunistas. La peculiaridad en la composición demográfica de la isla hizo que la auténtica reivindicación en ella no fuera la independencia sino la «enosis», es decir, la unificación con Grecia, que la reclamaba desde 1947. Ya en 1950 la cuestión quedó internacionalizada en un momento en que la guerra fría parecía impedir cualquier otro posible conflicto adicional, gracias a que Atenas llevó la cuestión ante las Naciones Unidas, lo que inmediatamente tuvo como consecuencia la oposición de Turquía, de cuya procedencia era el resto de la población isleña. De este modo, un conflicto cultural entre dos comunidades pareció romper la convivencia entre dos aliados en el seno de la OTAN. El arzobispo Makarios, líder indisputado de la comunidad grecochipriota, se convertiría en un personaje de rango internacional gracias a la conflictividad en la zona.
Le evolución sufrida por América Latina a lo largo de los primeros años de la guerra resulta de especial interés, tanto con respecto a la evolución interna de cada país como en relación a la situación internacional en su conjunto. Para entonces, se mostraban de forma todavía muy marcada los efectos de la crisis de 1929, como consecuencia de la debilidad intrínseca de sus estructuras económicas. Sobre el plano político, el recurso a la dictadura militar sigue siendo el método más utilizado en general, salvo en casos muy aislados de entre los que México presenta características especiales. Además, llegado el año 1941, cuando las armas alemanas ostentan su máxima pujanza en detrimento de los valores democráticos, las actitudes de signo fascista existentes en el interior de las sociedades latinoamericanas se ven impulsadas de la forma más decidida.
El auge de las ideologías de corte nazi y fascista se mostraba más fuerte en los países que habían alcanzado un mayor grado de desarrollo social y económico. Países que incluso se habían dotado de instituciones políticas que, aunque imperfectas e ineficaces, trataban de reproducir de forma aparente las formas democráticas existentes en Europa y los Estados Unidos. Proliferaron de esta forma los movimientos inspirados en los totalitarismos reaccionarios, fomentados además por la actividad de los extensos grupos de emigrantes europeos y aún por agentes del Eje. Brasil, Chile y Argentina observaron así el arraigo de actitudes de este signo, subvencionadas tanto desde el exterior como por sectores de las respectivas oligarquías nacionales y del Ejército.
Sin embargo, estas posiciones no serían en definitiva capaces de sustituir a las formas tradicionales de dominio de corte conservador que actuaban como elementos de control de las poblaciones. El New Deal había impulsado desde los Estados Unidos un cierto grado de renovación de estructuras en los vecinos del sur, pero a pesar de todo se manifestaba de la forma más evidente la persistencia de unos usos tradicionales que invalidaban toda posibilidad dirigida en este sentido. En 1939 algunos de los países del área se habían visto positivamente afectados por la presencia de los exiliados procedentes del bando republicano vencido en la guerra civil española. Sobre todo México, Argentina y el área del Caribe habían recibido a estos contingentes humanos de ideología progresista, que habían de influir decisivamente sobre sus estratos sociales medios.
Inmediatamente después del inicio de la guerra en Europa, una conferencia interamericana celebrada en Panamá había servido como instrumento formal a los Estados Unidos para imponer sobre la totalidad del continente una expresa neutralidad ante el conflicto. Así, al mismo tiempo que se impedía toda acción que beneficiase a las potencias del Eje en América se intentaba desarraigar cualquier brote filonazi que pudiese adquirir dimensiones preocupantes.
Los gobernantes latinoamericanos tenían una clara conciencia de su absoluta inclusión dentro del grupo de los futuros aliados liderados por Washington. Así, con ocasión del episodio de Pearl Harbor los países más dependientes del gran vecino del norte -los cinco centroamericanos y los de las Antillas- declararían de forma inmediata la guerra a las potencias del Eje. Otros, manteniendo unos lazos de sujeción más laxos, reaccionaron en el mismo sentido, pero asumiendo actitudes menos extremas. Los situados en la parte más meridional del continente -que, por otra parte, habían sido los más receptivos a la propaganda nazi-fascista- actuaron de forma más neutra, llegándose incluso en el caso de la Argentina de Perón, ya en 1943, a la adopción de una política abiertamente proalemana.
La investigación ha dividido el continente americano en diferentes áreas culturales, a veces de límites difusos. La mejor definida de todas es Mesoamérica, cuya frontera norte es una línea que comienza en Sonora y Sinaloa y termina en el Golfo de México, mientras que en el sur incluye la parte occidental de Honduras y El Salvador, alcanzando por la costa del Pacífico hasta la península de Nicoya. Dentro de ella, es preciso distinguir entre las regiones culturales del Norte de México, Occidente, el Altiplano central, el Golfo, Oaxaca y el Área Maya.
La investigación ha dividido el continente americano en diferentes áreas culturales, a veces de límites difusos. La mejor definida de todas es Mesoamérica, cuya frontera norte es una línea que comienza en Sonora y Sinaloa y termina en el Golfo de México, mientras que en el sur incluye la parte occidental de Honduras y El Salvador, alcanzando por la costa del Pacífico hasta la península de Nicoya. Dentro de ella, es preciso distinguir entre las regiones culturales del Norte de México, Occidente, el Altiplano central, el Golfo, Oaxaca y el Área Maya.
La misma importancia cultural que Mesoamérica alcanzan los pueblos del área andina. Ésta se divide a su vez en las áreas septentrional, central, centro-sur, meridional y extremo sur. Entre Mesoamérica y el área andina queda el área intermedia, el tercer gran centro de civilización de la América precolombina. Las Antillas y el norte de Venezuela forman el área Caribe. Sudamérica se completa con las áreas amazónica, Brasileña oriental, Chaco, Pampeana y Fueguina.
En Norteamérica, se ha propuesto la existencia de diez áreas culturales. Éstas son el Artico, el Subártico, el Noreste, el Sureste, las Llanuras, el Suroeste, California, la Cuenca, la Meseta y, finalmente, el Noroeste. Los pueblos de la América del Norte no alcanzarán el desarrollo cultural logrado por los de Mesoamérica o el área andina.
Excepto Costa Rica, que constituyó una conquista tardía, Centroamérica fue dominada en los años veinte del siglo XVI por expediciones que penetraron desde México y Castilla del Oro, donde existían numerosos conquistadores sin oficio. Las acciones comenzaron desde Panamá. No en vano se había conquistado antes que México. Desde allí, Pedrarias envió en 1516 algunas incursiones a la costa pacífica de Costa Rica y Nicaragua, pero la primera expedición importante fue la de Gil González Dávila, quien había capitulado con la Corona un viaje a las Molucas. Formó compañía con el piloto Andrés Niño, el tesorero Alonso Puente y Cereceda y partió de las islas de las Perlas en 1522. Al llegar a Costa Rica, se internó hasta los cacicazgos de Nicoya y Nicarao. Finalmente, pasó al golfo de Chorotega, bautizado como Fonseca, y regresó a Panamá. En una segunda incursión, realizada en 1524, Gil González Dávila llegó por la costa hondureña hasta Puerto Caballos, fundando San Gil de Buena Vista. Poco después, arribó también a Honduras Francisco Hernández de Córdoba a quien Pedrarias Dávila había enviado a Nicaragua para anexionarla a su gobernación de Castilla del Oro. Hernández de Córdoba había cruzado Costa Rica y fundado en Nicaragua las ciudades de Granada y León.
En cuanto a la penetración desde México, se inició en 1523, cuando Cortes envió al sur a Alvarado y a Olid para conquistar Guatemala y Honduras respectivamente. Alvarado, antiguo lugarteniente de Cortés en la conquista de México y su duplicado como figura de conquistador, había oído hablar excelencias a los aztecas sobre Cuauhtemallán, territorio donde vivían los indios quichés y cakchiqueles. Solicitó su conquista y salió de Tenochtitlan con una gran hueste: 160 caballeros, 300 peones, artillería y muchos indios tlaxcaltecas, cholultecas y aztecas. Siguiendo las rutas comerciales indígenas llegó hasta Tehuantepec. Luego, por la costa, pasó a la región de Zapotitlán, desde donde intimó a los quichés a rendirse. En Quetzaltenango libró la primera gran batalla, seguida de otra cerca de la sierra, en la cual murió uno de los cuatro señores de Utatlán (quizá Ahau-Cothá o Ahtzic-Vinac-Ahau, a quien el Popol Vuh llama Vinac-Bam). La leyenda dice que una vez muerto, el señor de Utatlán se convirtió en quetzal. Al llegar luego a Utatlán, fue recibido con gran cortesía. Una embajada le pidió entrar en la ciudad, donde le esperaba un gran banquete. Alvarado sospechó que se trataba de una encerrona (probablemente era así) y decidió curarse en salud quemando a los reyes quichés y a la ciudad. Causa verdadero asombro la falta de humanidad con que describió esta terrible acción: «Viendo que con correrles la tierra y quemársela no los podía atraer al servicio de Su Majestad, determiné quemar a los señores….y mandé quemar la ciudad». Era el 7 de marzo de 1524.
Alvarado atravesó luego el territorio cakchiquel con dirección a Iximché, su capital. Allí fue bien recibido y firmó una alianza. Tras someter a los zutujiles, atacó a sangre y fuego Izcuintepeque sin leer a sus habitantes el Requerimiento, lo que le valió una grave acusación posteriormente. El capitán español penetró luego por Sonsonate en lo que hoy es El Salvador. Herido en un combate ocurrido en Acajutla y tras ocupar Cuzcatlán, regresó a Iximché, donde fundó la Villa de Santiago de los Caballeros de Guatemala (1524).
La conquista había llegado aparentemente a su fin y las tropas mexicanas regresaron a su país. Alvarado impuso entonces un gran tributo en oro a los cakchiqueles, lo que motivó la rebelión de éstos. Para combatirles tuvo que recurrir a los quichés, pero aún así la sublevación duró cinco largos años, durante los cuales hubo gran número de víctimas. Guatemala quedó conquistada en 1530.
En cuanto a la expedición de Cristóbal de Olid a Honduras (las Hibueras), donde debía buscar además un estrecho interoceánico, fue más desafortunada. Olid fue a Cuba para preparar mejor su hueste y allí se entendió con Velázquez, concertando ambos la conquista de Honduras. El 3 de mayo del mismo año, Olid fondeó cerca de Puerto Caballos iniciando desde allí la exploración del territorio. No tardó mucho en aparecer Francisco de las Casas, enviado por Cortés para castigar a Olid por su traición. Las Casas naufragó al llegar y cayó en manos de Olid, quien asimismo logró apresar a Gil González Dávila. Los prisioneros conspiraron contra él y lograron darle muerte, marchando luego ambos a México.
Vino luego el fracasado episodio de la expedición de Cortés a las Hibueras, que ya conocemos, y finalmente la llegada de Hernández de Córdoba, enviado por Pedrarias. Córdoba mordió también la manzana de la discordia que se cultivaba en la zona y se rebeló contra su Gobernador, pretendiendo quedarse con la conquistada Nicaragua y hasta de Honduras, si se le bríndaba la ocasión. El viejo Pedrarias -tenía más de 80 años- tomó un barco en Panamá tan pronto como supo la noticia (enero de 1526) y se presentó en Nicaragua, donde apresó al capitán rebelde en Granada y le ajustició en León. Pedrarias se anexó entonces Nicaragua y pretendió hacer lo mismo con Honduras, cuyo gobernador Diego López de Salcedo se le enfrentó, llegando finalmente ambos a un acuerdo de límites. Tanto Salcedo como Pedrarias, emprendieron grandes batallas para someter a los naturales. Posteriormente, Honduras afrontó muchos conflictos promovidos por los propios españoles que se resolvieron cuando el territorio fue anexado a la gobernación de Guatemala.
Todos estos factores hicieron que a mediados del siglo XVIII la economía colonial llegara a convertirse en una de las más ricas y productivas del mundo.
Por lo demás, era notable el grado de autogobierno de que disfrutaban estas colonias y la fiscalidad que gravaba a sus habitantes era menor que la soportada por los propios ingleses. Pero tal bienestar general no sólo no evitó el conflicto con la metrópoli sino que provocó, indirectamente, el enfrentamiento con Londres. Por una parte, la sociedad colonial -una sociedad fronteriza- había evolucionado más rápidamente que la británica y era más igualitaria; aunque se sentían razonablemente contentos de pertenecer al Imperio británico y bebían en las fuentes ideológicas inglesas, en los años centrales del Siglo de las Luces, y más aún al reflexionar sobre su contribución a la victoria obtenida en la recién concluida Guerra de los Siete Años (1756-1763) -conocida por los norteamericanos como Guerras Indias-, aparecerá en los colonos un progresivo sentimiento de «americaneidad» no exento de criticas y descalificaciones hacia los ingleses.
Además, aunque la tendencia secular de la economía de las trece colonias de Norteamérica fue notablemente positiva y alcista, la coyuntura en los años inmediatamente posteriores a la guerra era de depresión; los privilegiados hombres de negocios ven mermar sus beneficios y el pueblo llano pierde su trabajo o sus pequeñas propiedades. Desde su perspectiva, el paraíso americano peligraba y muchos inmigrantes se creían abocados a una vida semejante a la que dejaron en la triste Europa. Esta es la razón por la cual aquéllos -la minoría privilegiada- contar con el apoyo de las masas en su enfrentamiento con la metrópoli.Por otro lado, la necesidad de hacer frente a los elevados gastos ocasionados por la contienda -que, para Londres, había favorecido principalmente a los colonos-, y las propias doctrinas político-económicas imperantes, llevaron a los gobiernos británicos desde 1763 a adoptar una serie de medidas fiscales que quebraron, definitivamente, el afecto de los habitantes de las colonias hacia la metrópoli; y muy especialmente el de quienes no eran oriundos de Inglaterra (que eran ya mayoría) o el de los británicos que habían sido llevados a la fuerza o habían llegado a América huyendo de la persecución política o religiosa. Se pasó, en quince años, de la disensión a la rebelión armada.Con todo, aunque sin olvidar la recesión económica de los años sesenta, entre las concausas de la Revolución burguesa americana hay más de temores de los gobernados ante un porvenir que creen que pondrá en peligro su actual prosperidad, que quejas contra una ya padecida experiencia de injusticias y privaciones.
Es mucho más la protesta de los privilegiados que el lamento de los oprimidos. Así, la mayoría de los líderes de la revuelta antibritánica pertenecía a clases bien acomodadas y no pretendieron en modo alguno subvertir un orden social en el que ya ocupaban, en las colonias, la cúspide: cuatro de cada cinco miembros de las asambleas locales en que se tomaron las decisiones que llevaron a la independencia pertenecían a la burguesía adinerada y a los terratenientes, aunque solamente el 10 por 100 de los colonos podría incluirse en dicha clase privilegiada.Y, desde luego, fueron las decisiones de los ministros de Jorge III, y en particular de George Grenville, encargado de reorganizar el mundo colonial en la posguerra, las que provocaron el rechazo de los, hasta entonces, pacíficos colonos; al pretender recuperar desde Londres el control político y económico de ultramar, los americanos creyeron que peligraban sus libertades y su prosperidad. Para los gobernantes ingleses era imprescindible tratar de equilibrar el presupuesto: la deuda nacional superaba los 136 millones de libras y de las 70.000 que costaba la administración y la defensa de las colonias en 1748, Londres había pasado a gastar más de 350.000 en 1763. Parte de esa enorme cifra -que debía mantenerse parcialmente por el peligro indio (el jefe Pontiac había atacado en 1763 muchos pueblos y asentamientos en la zona del Niágara y los Grandes Lagos) y ante un hipotético deseo francés de reconquista- debería salir, en opinión de muchos parlamentarios, ministros, comerciantes y contribuyentes ingleses, de las arcas de quienes más se habían beneficiado: los colonos. Éstos, además, debían comprar a los fabricantes ingleses los productos manufacturados con materias primas coloniales, según dictaban los cánones mercantilistas.
El gabinete Grenville comenzó por elevar los derechos aduaneros de ciertos productos como el azúcar, vino, té, café y textiles (Sugar Act Ley de Azucar de abril de 1764)
… La reacción que suscitaron en América estas leyes –absolutamente habituales en la mayoría de los países europeos desde hacía siglos pero inaceptables para un pueblo educado en la tradición británica- fue un claro aviso de lo que podía llegar a suceder si Londres no rectificaba: hubo tumultos, agresiones a soldados y, mucho más significativo, se celebraron juntas de representantes de varios territorios para aunar esfuerzos en la primera muestra de colaboración intercolonial, cosa inconcebible años antes ya que las trece colonias británicas en Norteamérica había mantenido entre si una absoluta separación desde la fundación de cada una de ellas. Hasta esa década y durante siglo y medio, los habitantes de Maryland, New York, Pennsylvania, Virginia, Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island, Connecticut, New Jersey, Delaware, North Carolina, South Carolina y Georgia no se habían sentido unidos en nada. En octubre de 1765 se unieron en Nueva York delegados de nueve de esas trece colonias para protestar por la Stamp Act, aunque aun en tono conciliatorio y sin dejar translucir un deseo de independencia o de desafío a la Corona.
Pese a las protestas de los colonos y a las advertencias de hombres como Benjamín Franklin (muy respetado en los círculos intelectuales y políticos ingleses y que vivió en Londres desde 1764 hasta 1775 e hizo las veces de portavoz de los colonos), el Gobierno y la clase política británica no cedieron y si bien es verdad que se derogó en febrero de 1766 la Stamp Act (contra la que también se habían alzado algunas voces inglesas en las Cámaras de los Comunes y de los Lores, como las de Edmund Burke o las del propio William Pitt), un mes después el Parlamento afirmaba, por la Declaratory Act, su plena soberanía sobre todas las colonias y su potestad para imponer tributos a sus habitantes. Al año siguiente serían gravados nuevos productos de importación (vidrio, plomo, papel, pinturas y té) por las leyes tributarias del ministro Townshend (Townshend Revenue Acts de junio y julio de 1767) y el clima general contra ellas provocó nuevas asambleas de protesta, artículos de prensa contra la política de Londres (entre los que destacaron las «Cartas de un granjero» que escribiera el rico propietario, y admirador de los ingleses, John Dickinson) e, incluso, el boicot de muchos colonos a los productos metropolitanos. La asamblea local de Massachusetts envió una circular a las otras colonias el 11 de febrero de 1768 para concitar esfuerzos contra estas medidas; y cuando parecía que dicho acto, claramente sedicioso, iba a pasar desapercibido, el gobernador real, azuzado por el secretario de asuntos americanos, lord Hillsborough, ordenó clausurar la Asamblea al negarse 92 de los 107 representantes a desdecirse de su alegato antibritánico.
Desde ese instante aquellos 92 «héroes de la libertad» serían aclamados en las otras colonias (en Virginia comienza a destacar la figura del coronel de milicias George Washington, por entonces diputado por el condado de Fairfax) y varias de sus asambleas fueron, asimismo, cerradas. La agitación antibritánica creció a la vez que se atisban ciertos deseos de mancomunar las acciones «americanas». A estas alturas, aunque aún no estaban rotos del todo los lazos que unían a la metrópoli con sus territorios ultramarinos, eran bastantes los colonos que habían visto erosionarse gravemente esos vínculos de afecto e interés, imprescindibles para el funcionamiento del pacto colonial. Y la siguiente chispa surgió, como en tantas ocasiones en la historia, de un fútil incidente entre paisanos «patriotas y soldados del rey», convenientemente magnificado por los partidarios de la ruptura.
Las disputas con los «casacas rojas» -soldados profesionales al servicio de Jorge III- menudeaban. Conviene recordar aquí que entre las clases populares y poco instruidas había menos odio o rechazo intelectual hacia lo que podían simbolizar esos mercenarios de su majestad como defensores del Imperio británico u opresores de la libertad que sentimientos de rivalidad en el mercado de trabajo: eran, ocasionalmente y en particular en coyunturas de crisis, competidores aventajados a la hora de encontrar ciertos empleos. Por ejemplo, se les contrataba fuera de las horas de servicio en el cuartel- como estibadores del puerto por su fortaleza física prefiriéndolos a algunos paisanos. Así se llega a la «Masacre de Boston» de 5 de marzo de 1770; ese día los soldados repelieron con balas una agresión de piedras y bolas de nieve y murieron cinco americanos (uno de ellos, por cierto, negro). Los articulistas y líderes más activos de la campana antibritánica lo exageraron; se había vertido la sangre de los primeros mártires y había que explotar propagandísticamente los hechos. Pese a ello, meses más tarde volvió la calma a América.
El 27 de mayo de 1774 varios representantes de la Asamblea de Virginia, reunidos en Williamsburg, proponen la reunión de un Congreso de todas las colonias.
Este «Primer Congreso continental» estuvo reunido en Filadelfia entre el 5 de septiembre y el 22 de octubre de ese año y contó con la presencia de 55 delegados de todos los territorios, excepto de Georgia que, no obstante, apoyó las decisiones de los reunidos. Esa asamblea tenia entre sus miembros a templados hacendados deseosos de que Londres rectificase y no diese argumentos a los radicales pero también acudieron vehementes oradores que querían la ruptura con Inglaterra. Destacaron los siguientes: entre los conservadores, respetuosos a la Corona: John Jay y James Duane (de Nueva York) y Joseph Galloway (de Pennsylvania); de los moderados, movidos tanto por sentimientos de afecto como de critica hacia la actitud seguida por Inglaterra: George Wahington y Peyton Randolph (ambos de Virginia), John Dickinson (de Pennsylvania) y los hermanos Rutlege (de Carolina del Sur); y destacando en el bando de los radicales, dispuestos a llegar a la ruptura: John y Samuel Adams (de Massachusetts), Thomas Jefferson (de Virginia), Christopher Gadsden (de Carolina del Sur) y Richard Henry Lee y Patrick Henry (de Virginia). Y fueron estos últimos quienes lograron imponer las tesis más tajantes al conseguir que el Congreso apoyase las Resoluciones de Suffolk (condado de Massachusetts), que incitaban a los habitantes de esta colonia de Nueva Inglaterra a enfrentarse a las Leyes intolerables incluso recurriendo a las armas y actuando como un Estado libre hasta tanto Londres levantase las sanciones, y pedían al Congreso continental una declaración de apoyo y represalias económicas contra Gran Bretaña.
Al final se decidió que las colonias se negarían a importar, exportar o consumir ningún producto procedente o destinado a Gran Bretaña. Redactaron una Declaración de Derechos y Agravios destinada al pueblo británico y a los colonos, pero también enviaron una carta de peticiones al rey, inequívoca muestra de que los sentimientos eran aún confusos y las tesis independentistas todavía no se habían asentado definitivamente. Y se autoconvocaron para el mayo siguiente, a menos que sus quejas hubiesen sido atendidas convenientemente. Para velar, hasta la siguiente primavera, por el cumplimiento de las decisiones de embargo y boicot hacia los productos ingleses y para mantener en alerta a los colonos, los representantes en ese primer Congreso continental crearon The Association (La Asociación), una serie de juntas locales y piquetes que habían de fiscalizar el comportamiento de los pueblos. Esta medida, tan eficaz como discutible moralmente, acentuó la división entre los propios colonos y no fueron pocos los que empezaron ya a mostrarse menos partidarios de los patriotas que de la Corona (que tuvo, incluso durante la cercana Guerra de Independencia de los Estados Unidos, el apoyo de muchos habitantes de las colonias).En realidad, aunque empezaba a ser obvio para muchos contemporáneos, ingleses o colonos, que los vínculos entre la madre patria y sus territorios ultramarinos se habían debilitado tanto que casi habían desaparecido, bastantes de los asistentes a este Congreso continental creían todavía posible continuar unidos a Inglaterra y sostenían que sus protestas iban contra un Gobierno y un Parlamento equivocados y que les inferían intolerables ofensas al dictarles leyes e imponerles injustos tributos.