Bases doctrinales de los rebeldes

Inicio: Año 1750 – Fin: Año 1775

Todo lo cual entraba en colisión frontal con los derechos naturales del hombre, por lo que el gobierno, al actuar así, devenía en tiránico e ilegítimo, según la doctrina ampliamente extendida entre los anglosajones cultos y popularizada en América gracias a figuras como James Otis, abogado de Massachusetts, y que enraizaba con las tesis roussonianas del contrato social (publicado en 1762), con claros antecedentes en la filosofía de John Lock (precursor del liberalismo moderno, muerto en 1704), y en sintonía con los postulados de Montesquieu. La humanidad posee determinados derechos fundamentales (a la vida, a la libertad, a la búsqueda de la felicidad, a la propiedad) y el gobierno, cuyo poder nace de un libre acuerdo reciproco con el pueblo, está obligado a protegerlos. Cuando el gobierno incumple este compromiso, «el pueblo tiene el derecho e incluso el deber de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad», según dejaron escrito los 56 padres fundadores, firmantes de la  Declaracion de Independencia del 4 de julio de 1776.

Los norteamericanos fueron, en este sentido, aventajados discípulos de los políticos radicales ingleses, pero llegaron más lejos en su afán por buscar una sociedad más libre y justa, en la que los derechos naturales inherentes a la condición humana estuviesen plenamente a salvo de cualquier poder. Y debe notarse que en esta lucha por la independencia sería realmente el Parlamento, que no el rey de Londres, el poder que actuaba como tirano a ojos de los colonos. Por ejemplo, frente a la exigencia del pago de ciertos impuestos que ellos no habían votado, replicaban: «impuesto sin representación es tiranía», feliz frase de James Otis pronunciada durante la campaña contra la Stamp Act y que se convirtió en el lema de muchísimos habitantes de las trece colonias desde aquella primavera de 1765.Uno de los argumentos esenciales de los tratadistas y de los políticos norteamericanos Benjamin Franklin, James Wilson, Thomas Jefferson, John Adams- expuestos en periódicos (Novanglus) o en libros (Consideraciones sobre la autoridad del Parlamento) era que habían de ser las asambleas legislativas de cada una de las colonias y no el Parlamento de Londres, al que no acudía ningún representante elegido por los colonos, quienes tuvieran la potestad de dirigir, legislar e imponer tributos.

Las Cámaras británicas no tenían autoridad alguna sobre las colonias. Éstas debían, eso sí, respeto y aun obediencia al soberano, aceptando la política exterior seguida por él; en esta curiosa teoría antiparlamento se llegaba a aceptar que los colonos acudiesen a la guerra en nombre de su majestad británica, pero se rechazaba la pretensión de los miembros de las Cámaras de los Comunes y de los Lores de imponer sus decisiones a los súbditos norte-americanos del Imperio británico. Ellos tenían sus propias asambleas, y en cada una de ellas, por separado, radicaba la soberanía.De hecho, aunque en la Declaración de Independencia se acumulan las acusaciones contra Jorge III («la historia del presente rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidas injurias y usurpaciones, destinadas todas a establecer una tiranía absoluta sobre estos Estados») y no contra el Parlamento, debe verse como una hábil y política maniobra de los patriotas más radicales que querían erosionar el fuerte sentimiento de lealtad hacia la Corona británica, mayoritariamente experimentado por los norteamericanos hasta las vísperas de la Independencia.

Aunque hay que decir que en el verano de 1776, cuando se firma ese trascendental documento, han cambiado notablemente las circunstancias y se ha acelerado el ritmo de la historia en el norte de América en tan sólo unos meses: muchos colonos ya han leído con avidez un panfleto publicado en enero por un inglés recién llegado a América, Thomas Paine, titulado Common Sense (Sentido común), que ha extendido vertiginosamente por las trece colonias unos postulados violentamente antibritánicos y antimonárquicos. Con un lenguaje directo y vehemente, Paine ganó para la causa de la Independencia a muchos indecisos; la monarquía es una forma ridícula de gobierno, la aristocracia es una carga inútil, la separación de Inglaterra beneficiará al comercio norteamericano al abrirle los mercados de todo el mundo, América debe desentenderse de las guerras en Europa… Y frente a unos súbditos esclavizados por la «real bestia de su majestad británica», los habitantes de la República de los Estados Libres e Independientes de América, cuyo «padre patria» no era Inglaterra sino Europa, anunciaban el nacimiento de un nuevo mundo. (Esta apelación a todos los amantes de las libertades civiles y religiosas que habían encontrado asilo en América viniendo desde cualquier parte de Europa, y no solamente de Inglaterra, decantó a muchos colonos de ascendencia alemana, francesa y holandesa hacia las filas de los insurgentes.)

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Lexington, Concord y Bunker Hil

Inicio: Año 1775 – Fin: Año 1776

A pesar de que, formalmente, la guerra contra la metrópoli se declaró en julio de 1776, desde quince meses antes, desde abril de 1775, las hostilidades estaban abiertas.

Los primeros disparos y los primeros mártires de la contienda antibritánica -que también fue la primera guerra civil en Norteamérica, puesto que fueron muchos los colonos que permanecieron leales a Jorge III y le sirvieron en sus filas contra los rebeldes- se produjeron en un pequeño escenario situado, como no podía ser de otra forma, en las cercanías del puerto de Boston. Lexington, a mitad de los 30 kilómetros que separaban la capital de Massachusetts y el pueblo de Concord, será la primera batalla (o escaramuza, para ser más rigurosos) de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. En Concord, «los campesinos en pie de guerra dispararon el tiro que se oyó en todo el mundo», según el poema de Emerson que magnifica para el pueblo americano los primeros lances de su historia como país libre. Y en Bunker Hill, a las afueras de Boston, casacas rojas y patriotas dirimirán el tercer asalto y el más sangriento- de una guerra que concluirá en 1783, en Versalles, con el reconocimiento de la Independencia de los Estados Unidos de América por Gran Bretaña.

Las dos primeras acciones tuvieron lugar el 19 de abril (antes de la reunión en Filadelfia, el 10 de mayo, del segundo Congreso continental), y la sangría de Bunker Hill sucedió el 17 de junio de ese año 1775, dos días después de que los asistentes al Congreso nombrasen a George Washington comandante en jefe del Ejército continental (cargo que asumió a primeros de julio, por lo que no asistió, naturalmente, a ninguna de las primeras acciones de la guerra). Y doce meses antes de la Declaracion de Independencia. El general Gage, en cumplimiento de las Coercive Acts, envió una columna de 700 soldados hacia la aldea de Concord porque sabía fehacientemente que allí ocultaban armas y pertrechos militares los hombres de Samuel Adams y tenían apoyos los recién fundados «minutemen», voluntarios patriotas dispuestos a acudir en un minuto a donde se les necesitase para enfrentarse a los ingleses. En su camino se tropezaron con medio centenar de norteamericanos que trataban de hacerles frente en el pequeño pueblo de Lexington; allí murieron, el día 19 de abril, los primeros ocho combatientes patriotas en tanto que sus compañeros se retiraban precipitadamente.

El destacamento inglés continuó hacia su destino y, en Concord, destruyó lo poco que quedaba de los almacenes rebeldes, que habían sido oportunamente vaciados por unos bien informados patriotas. Pero será a la hora de regresar a Boston, durante la llamada «retirada de Concord», cuando se produzca el calvario de los casacas rojas enviados por Gage a lo que se suponía una mera acción de policía. Desde todos los lugares, parapetados tras los árboles o las cercas y contando con sus buenos rifles de ánima rayada (lentos de carga en las batallas campales, pero muy precisos a larga distancia), los granjeros y milicianos disparaban contra los buenos blancos que presentaban los vistosos uniformes de la infantería de su majestad británica. Cien ingleses muertos y 150 heridos sobre un total de 700 hombres fue el duro balance de esta operación sobre Concord. Animó, además, a los habitantes de Massachusetts, que se prepararon para recuperar la ciudad de Boston, además de proyectar operaciones sobre el interior del territorio en busca de armas pesadas, hasta entonces controladas por el ejército real en fuertes como el de Ticonderoga, ocupado por sorpresa por los rebeldes de Massachusetts el 10 de mayo, el mismo día en que se abrieron en Filadelfia, capital de Pennsylvania, las sesiones del segundo Congreso continental (Filadelfia, 10 de mayo de 1775)

.Una de las primeras preocupaciones de los asistentes era, desde luego, estudiar el conflicto abierto entre las tropas reales y las milicias de la colonia de Massachusetts. Aunque hombres de la talla de Franklin, Jefferson o John Adams postulaban ya, sin tapujos, la independencia y en consecuencia querían apoyar militarmente a los rebeldes de Nueva Inglaterra, todavía se intentó por los moderados tender un puente hacia el entendimiento con Londres. Ahora bien, mientras tanto esto sucediera, el Congreso decidió crear un Ejército continental (14 de junio) a partir de las milicias que sitiaban en esos momentos Boston. Inteligentemente propuso John Adams al rico virginiano George Washington -nada radical en sus ideas, tenido por un hombre honesto y caballeroso y representante de una de las grandes colonias del Sur- para el mando supremo de esas tropas que trataban de ser el esqueleto de las fuerzas armadas de todas las colonias unidas. La experiencia militar del futuro símbolo de los Estados Unidos no pasaba de ser discreta: había combatido en algunas acciones contra los franceses en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), pero su nombramiento alejaba las sospechas que pudieran sentir algunos indecisos y templados colonos de las clases acomodadas acerca de la radicalización del movimiento, a la vez que se evitaban las posibles suspicacias haciendo ver a las demás colonias que Massachusetts no monopolizaba el proceso antibritánico, poniendo incluso sus milicias bajo el mando de un virginiano.

Casi en los mismos momentos, pero a 450 kilómetros, los que habían de servir unos días más tarde bajo las órdenes de Washington, estaban empeñados en una feroz batalla en los alrededores de Boston, en una colina llamada Bunker Hill. Defendiendo esta estratégica posición al norte del puerto había 1.500 patriotas; frente a ellos el comandante en jefe británico Gage envió al general William Howe con 2.400 de sus soldados profesionales a que desalojaran a los norteamericanos de esas fortificadas alturas. Y lo hicieron al modo tradicional en que combatían los ejércitos regulares en el siglo XVIII: en apretadas líneas, al redoble del tambor y marcando el paso, uniformados impecablemente, tratando de alcanzar, en la cima de la colina, a los rebeldes que disparaban desde las troneras. Hasta tres ataques hubo de ordenar el apesadumbrado Howe. Pero al fin sus disciplinadas tropas consiguieron poner en fuga a los enemigos, a quienes empezaron a escasear las municiones. No hubo un claro vencedor porque si bien el terreno fue ocupado por los ingleses, sus pérdidas fueron dramáticas -1.054 muertos o heridos de los 2.400 participantes- y los norteamericanos, además, hicieron circular su versión de los hechos, que no era otra sino que se habían retirado simplemente por la falta de munición, que no por el empuje de los casacas rojas.

Los mandos británicos constataron, por otro lado, que sería un error despreciar la capacidad militar de los rebeldes, quienes «habían mostrado una conducta y un espíritu contra nosotros (son palabras del general Gage) que nunca pusieron de manifiesto contra los franceses». Otra consecuencia de esta batalla de Bunker Hill de 17 de junio de 1775 fue el relevo en la cúspide de los Reales Ejércitos de su majestad: Howe sustituyó a Gage.El Congreso continental se va a debatir en los meses siguientes en una extraña situación; por un lado pone en marcha un gran esfuerzo de captación y organización de hombres y materiales para hacer la guerra a los ingleses -incluyendo la puesta en circulación de papel moneda, la creación de una Armada (octubre de 1775) y un Cuerpo de Infantería de Marina (noviembre de 1775) que se sumaban al Ejército continental fundado en el mes de junio anterior-, e iniciaba campañas bélicas contra territorios alejados de las trece colonias como Quebec o las Bahamas, pero, por otro lado, no se decidía a declarar la independencia. (Washington y sus oficiales brindaban aún, ceremoniosamente, en honor de Jorge III en enero de 1776 y varias asambleas coloniales las de Nueva York, Pennsylvania, Carolina del Norte, Maryland y Nueva Jersey- votaban contra la independencia en noviembre y diciembre de 1775.)Tan paradójica situación cambió desde los primeros meses del año 1776. En primer lugar, ni el rey, ni el Gobierno, ni el Parlamento británicos estaban dispuestos, por prestigio, a ceder; animados, por otro lado, por la seguridad internacionalmente compartida- de que sus tropas y navíos derrotarían fácil y prontamente a unos insurgentes desavenidos, mal preparados y con problemas económicos si se bloqueaban sus costas por la Royal Navy, se dispusieron a aceptar el reto.

El 22 de diciembre de 1775 se promulgó la Prohibitory Act (Ley de Prohibición) que decretaba el embargo de los bienes norteamericanos, el secuestro de sus barcos y la suspensión total de cualquier trato comercial con las colonias. Y en segundo lugar, los panfletos políticos más radicales -especialmente el difundidísimo Common Sense de Thomas Paine- y las manipuladas versiones que se daban en los periódicos acerca de los atropellos de los casacas rojas sobre los pobres y desarmados granjeros en Concord y Lexington, o de los brillantes éxitos de los patriotas en Bunker Hill, aparte de victorias auténticas como la que significó la retirada de los ingleses de Boston en marzo de 1766, iban decantando hacia la ruptura definitiva a un considerable número de colonos. Aunque no debe olvidarse que tampoco escasearon entre los habitantes de las trece colonias los que permanecieron fieles a la Corona británica durante toda la contienda. Lugares hubo, como Nueva York, que dieron más hombres a los ejércitos de Jorge III que al de Washington. Cerca de 30.000 colonos se alistaron para luchar contra los rebeldes. Y en muchísimas familias se dividieron, como en toda guerra civil, los sentimientos. Hoy está claro para los historiadores que la división de los americanos ante la independencia fue grande; como también lo está el que hubo realistas entre las clases bajas tanto como en las acomodadas. Y no menos de 80.000 norteamericanos hubieron de exiliarse en Canadá, en Inglaterra o en otros lugares tras la victoria de los independentistas. (Tampoco hubo unanimidad entre los ingleses; los hubo que estuvieron en contra de la guerra.)

Desde que se conoció la Prohibitory Act, en enero de 1776, las tensiones entre los partidarios de la negociación y los declarados por la independencia fueron en aumento para, finalmente, vencer las posiciones más radicales. El Congreso acabó por ordenar a las colonias que abriesen sus puertos a todos los países del mundo excepto Inglaterra (6 de abril), que formasen gobiernos independientes en cada colonia actuando como Estados libres (10 de mayo), envió un representante a París para solicitar ayuda de Francia (3 de marzo) y, desde el 7 de junio hasta el 2 de julio, se discutió acaloradamente sobre la oportunidad y legitimidad de proclamar la independencia. Y, en fin, decidieron comisionar a Thomas Jefferson, Benjamín Franklin, John Adams y otros dos representantes para que preparasen el borrador de una declaración de los motivos que les llevaban a romper sus lazos con la Gran Bretaña.

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La Declaración de Independencia

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1776

La Declaración de independencia de los Estados Unidos de América del Norte, redactada por Jefferson y con claras influencias de Locke y de Rousseau y en la línea de la filosofía del derecho natural, fue firmada entre el 2 y el 4 de julio de 1776 por 56 miembros del Congreso  Continental reunido en Filadelfia desde el año anterior.

En ella, aparte de las acusaciones vertidas contra el rey Jorge III y su Gobierno, que significan la mayor parte del documento, se consigna uno de los principios más revolucionarios jamás escrito anteriormente: «todos los hombres han sido creados iguales». Y estos hombres «recibieron de su Creador ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; así, para asegurar esos derechos, se han instituido los gobiernos entre los hombres, derivándose sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; de tal manera que si cualquier forma de gobierno se hace destructiva para esos, fines es un derecho del pueblo alterarlo o abolirlo, e instituir un nuevo gobierno, basando su formación en tales principios, y organizando sus poderes de la mejor forma que a su juicio pueda lograr su seguridad y felicidad».

La Declaración concluía así: «Nosotros, representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en Congreso general, apelando al Juez Supremo del mundo por la rectitud de nuestras intenciones, en el nombre y por la autoridad del buen pueblo de estas colonias, declaramos y publicamos solemnemente que estas colonias unidas son y han de ser Estados libres e independientes; que han sido rotos todos los lazos con la Corona británica y que cualquier conexión política entre ellas y el Estado de Gran Bretaña es, y debe ser considerado, totalmente disuelto; y que, como Estados libres e independientes; tienen todo el poder para declarar la guerra, concluir la paz, concertar alianzas, establecer lazos comerciales, y llevar a cabo cualquier otro acto que los Estados independientes pueden realizar. Y para apoyar esta declaración, con la firme confianza en la protección de la Divina Providencia, nosotros empeñamos nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor».

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Factores de la derrota británica

Inicio: Año 1775 – Fin: Año 1777

En los primeros momentos, tanto en Gran Bretaña como en el resto de los países europeos, la inmensa mayoría de los que tenían noticias de la rebelión de los colonos de América del Norte creía que la victoria de las armas del rey Jorge III sobre sus desleales vasallos iba a ser cuestión de poco tiempo.

Pocos dudaban de que la superioridad de los marinos de la Royal Navy y los soldados profesionales destacados en las trece colonias y en Canadá bastaría para dar un fácil escarmiento a unos inexpertos, mal armados y desorganizados milicianos. Y una precipitada visión del problema puede, incluso hoy, llevar al error de pensar que, en efecto, la victoria de los norteamericanos en la Guerra de Independencia (que ellos llaman muchas veces Guerra de la Revolución) fue sorprendente porque la desproporción era notable entre las fuerzas de ambos contendientes en 1776.

Es cierto que la profesionalidad de los soldados y los marinos de su majestad británica permitía a sus oficiales exigirles esfuerzos con frecuencia inhumanos, en tanto que Washington tenía serias dificultades para que sus hombres aceptasen una mínima disciplina militar; no hay duda de que una Marina Real como la inglesa dominaba los mares de todo el mundo y podía, en consecuencia, transportar a sus soldados y dificultar grandemente el tráfico comercial de los rebeldes, frente a unos cuantos barcos con los que los independentistas apenas podían hacer otra cosa que aisladas acciones; es evidente que la mayoría de los oficiales de los casacas rojas tenían experiencia militar, lo que no sucedía con casi ningún mando rebelde; todos sabemos que la población de las islas británicas era varias veces superior a la de las colonias sublevadas (y en las que, además, no había unanimidad a la hora de levantarse contra el rey); y, por fin, el potencial económico y la riqueza industrial de Inglaterra la hacía destacar mucho por encima de su enemiga norteamericana.

Pero hay otros factores fundamentales que deben plantearse para entender mejor la lógica de la victoria de los insurgentes en 1776.En primer lugar, las 3.000 millas náuticas que separaban el teatro de operaciones de la metrópoli, lo que suponía que el viaje hecho en condiciones más favorables nunca duraba menos de un mes, y eso sucedía en pocas ocasiones, siendo lo más corriente que el gabinete del primer ministro, lord North (con su secretario de Colonias, lord George Germain, como principal responsable de la política militar en América) necesitase dos meses para enviar hombres, pertrechos e instrucciones a sus generales.

En segundo lugar, el elevadísimo coste de esta guerra para las arcas del tesoro británico, aún no repuestas de los gastos originados quince años atrás en el otro conflicto americano (la Guerra de los Siete Años, 1756-1763) y que, como estamos viendo, había condicionado la política fiscal aplicada por Londres en América en los diez años anteriores a la rebelión de los habitantes de las trece colonias, y era, a la larga, responsable de la ruptura del pacto colonial y de la aparición de una sensibilidad antibritánica, factores clave en el nacimiento de un sentimiento de americanismo. «No sólo no nos beneficia nuestra vinculación con la madre patria, sino que nos perjudica. Se nos requiere nada más que para contribuir, con nuestra sangre o nuestros impuestos, a la grandeza de unos lejanos ingleses que ni siquiera nos permiten tener representantes en las Cámaras que deciden quiénes, cuánto y para qué hay que pagar tributos. Cambiemos nuestra fidelidad a Gran Bretaña por la devoción a América». En tercer lugar, el tipo de guerra al que se ven enfrentados los generales y los soldados del rey Jorge III es totalmente distinto al que se hacía hasta entonces entre los ejércitos dieciochescos europeos. La misma extensión del teatro principal de operaciones -toda la América atlántica- era una dificultad añadida; los ingleses no contaban con hombres suficientes para ocupar tantos objetivos cruciales y mantener abiertas las líneas de comunicación.

El comandante en jefe del Ejército continental, Washington, resumió así la situación: «…la posesión de las ciudades, mientras nosotros tenemos un ejército en el campo, no les sirve de mucho. Es a nuestro ejército, no a ciudades indefensas a quienes tienen que dominar…» Por eso se ha dicho que los estrategas ingleses no llegaron a captar el problema y se limitaron, a lo largo de la contienda, a controlar los principales puertos de la costa atlántica norteamericana, desaprovechando en varias ocasiones la oportunidad de aniquilar al exiguo, pero vivo, ejército continental de los rebeldes. En muchos aspectos, la Guerra de Independencia de los Estados Unidos significa el comienzo de una manera de entender los conflictos bélicos de un modo radicalmente diferente a como se venía haciendo desde cientos de años atrás; y anuncia, con un tercio de siglo de antelación, lo que sucederá en España entre 1808 y 1814.Porque son varias las semejanzas que se dan entre ambas guerras de independencia. Ejército reglar poderoso que se ve incapaz de destruir la capacidad militar de una guerrilla y que no domina sino las tierras que ocupan sus guarniciones. Patriotas organizados por un líder carismático en partidas móviles, conocedoras del paisaje y de los lugareños, que cuentan con la ayuda de los pueblos, sea ésta voluntaria u obtenida por la coacción, la amenaza o la violencia. Presencia de un cuerpo expedicionario aliado compuesto por extranjeros que habían sido hasta la víspera enemigos de los ahora independentistas y sus opresores.

Combinación de tres conflictos: guerra civil entre los partidarios de la legalidad y quienes inician un proceso de ruptura con el pasado; guerra internacional entre dos grandes potencias rivales en la política y la economía, y guerra «revolucionaria» marcada por el ardor de una de las facciones, cuyos combatientes están imbuidos de muy fuertes (casi desconocidos hasta entonces) principios político-ideológicos. Y debilidad «constitucional» en el bando de los patriotas, que han de crear una estructura política nueva, un Estado nuevo, al mismo tiempo que ganan su guerra de liberación. Entre 1808 y 1814 los españoles «patriotas» luchaban desde las filas de la guerrilla o del nuevo ejército que acababan de crear los diputados de las Cortes de Cádiz, y con la ayuda del ejército de Wellington, contra los afrancesados y el ejército francés, de quien habíamos sido aliados en la lucha contra Gran Bretaña hasta poco antes. Desde 1776 hasta 1783, otros patriotas, los norteamericanos, se habían enfrentado a los tories (los colonos fieles al rey Jorge III) y los ejércitos británicos (que también contaban, como los de Napoleón en España, con mercenarios de otros países), desde las milicias o encuadrados en las filas del nuevo ejército creado por los representantes del segundo Congreso continental, y contaban con el apoyo de los ejércitos borbónicos, enemigos hasta hacía muy poco tanto de los colonos como de los ingleses.

Así, pues, lo que la mayoría de los contemporáneos pensó que se había de reducir a una operación de policía en la que un alarde de fuerza de los ingleses y un escarmiento a los bostonianos daría al traste con los absurdos deseos de los colonos más vehementes, duró siete años y significó, a la larga, la peor derrota de la historia del Imperio británico. Un apego tan fuerte hacia una ideología política como el que motivaba a los combatientes norteamericanos no se había dado entre los soldados con quienes se habían tenido que enfrentar las disciplinadas, experimentadas y eficaces, pero inmotivadas, tropas inglesas. Como en el resto de los ejércitos europeos, quienes nutrían las filas de los regimientos de Jorge III lo hacían por dinero o por vocación; nunca por defender un principio, una causa política. Por el contrario, la mayoría de los soldados americanos acudían voluntariamente al ejército continental y creían en aquello por lo que se exponían a sufrir penalidades o a perder la vida. (Aunque los hubo, también, que acudieron en busca de la masita de enganche; alguno fue, incluso, reclutado a la fuerza. Pero son casos infrecuentes.) Los propios aliados franceses se sorprendían al comprobar la fuerte motivación que acompañaba a los soldados regulares norteamericanos al combate. Precisamente este ardor, y los éxitos de los primeros momentos (como la batalla de Bunker Hill o la retirada de los ingleses de Boston), hizo exagerar a los colonos sublevados su propia autovaloración; llevaron demasiado lejos esa fe en sus propias posibilidades y creyeron que, con pocos esfuerzos, podrían derrotar a los casacas rojas. No fue la menor de las tareas de Washington la de tratar de disciplinar a sus hombres, haciéndoles comprender que la perseverancia, la disciplina y el sacrificio continuado -aparte del dinero- son imprescindibles para ganar la guerra. Porque en realidad los rebeldes no acababan de aceptar la idea de ejército regular. Preferían hacer la guerra por su cuenta, en las milicias (equivalentes a las guerrillas en la Guerra de la Independencia de los españoles contra los franceses en 1808-1814), a las que acudían cuando querían, escogiendo a sus jefes (generalmente conocidos líderes locales), y que dejaban, asimismo, cuando les apetecía, para volver a sus casas y trabajos.

Todo esto, y la falta de un auténtico poder central que venía motivada por la compleja situación política del Congreso continental (que proponía, sugería, aconsejaba; pero no dictaba órdenes porque cada una de las antiguas colonias actuaban como Estados independientes), hacía muy difícil a George Washington conducir las operaciones militares. Por de pronto, el número de sus soldados era exiguo: nunca hubo más de 25.000 continentales a disposición del comandante supremo, y la mayor parte de las ocasiones eran menos de 10.000. Para obviar este problema, muchos patriotas pedían al general Washington que hiciese una guerra de guerrillas, coordinando las milicias que gustaban tanto a los norteamericanos como les disgustaba el ejército regular. Pero él siempre se negó. Y sus razones, que al cabo de los años demostraron a los escépticos quién estaba acertado, eran políticas. Washington consideró al ejército continental como un símbolo de la causa americana, y no tan sólo un conjunto de combatientes. Mientras sobreviviese ese ejército, seguiría viva la causa. Y tendrían credibilidad ante el mundo, del que dependían los préstamos, que no entendería del mismo modo las razones norteamericanas si fuesen simplemente defendidas por partidas irregulares, fácilmente confundibles por las monarquías europeas con simples manifestaciones de bandolerismo, fenómeno éste endémico en muchas latitudes durante los siglos modernos. Y despreciado por todas las autoridades.

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Operaciones militares

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1783

La guerra comenzó, de hecho, un año antes de ser rubricada por los miembros del segundo Congreso continental la Declaración de Independencia (Filadelfia, 4 de julio de 1776); como vimos, las batallas de Lexington, Concord y Bunker Hill tuvieron lugar durante la primavera de 1775.

Y terminó, en lo que respecta al enfrentamiento militar entre norteamericanos y británicos, el 30 de noviembre de 1782, con un acuerdo por el que Londres reconocía la separación de quienes habían sido sus súbditos en las trece colonias. Aún habrían de pasar diez meses hasta llegar a la firma del Tratado de Versalles (3 de septiembre de 1783) por el cual Francia, España y Gran Bretaña ponían fin a las hostilidades provocadas por la intervención de los Borbones en el conflicto colonial y era reconocida la nueva nación norteamericana, pero los preliminares de esta paz habían sido estipulados el mes de enero anterior. Puede decirse, por lo tanto, que la Guerra de Independencia de los Estados Unidos transcurrió entre abril de 1775 y enero de 1783, por lo que duró poco menos de ocho años. Y se desarrolló en las cuatro fases siguientes: 1.ª, campañas en la frontera canadiense y en Nueva Inglaterra (1775-1776); 2.ª, victorias británicas en las colonias del centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania). Verano 1776-otoño 1777; 3.ª, la batalla de Saratoga y la internacionalización de la guerra. Octubre 1777-primavera 1780, y 4.ª, campañas finales en las colonias del Sur (Carolinas y Virginia).

La victoria definitiva: Yorktown, octubre de 1781.1.ª fase: Campañas en la frontera canadiense y en Nueva Inglaterra, 1775-1776 Los intentos de los generales norteamericanos Montgomery y Arnold por expulsar a los ingleses del Canadá fracasan en Quebec (noviembre-diciembre 1775); los colonos de ese territorio mantendrán una actitud hostil hacia los rebeldes durante toda la guerra. No obstante, esta amenaza fuerza a los británicos a mantener allí una parte considerable de sus soldados, que no serán empleados en las campañas que se desarrollan en las colonias del centro y del sur de Norteamérica. Y hace del todo punto evidente que las relaciones entre Londres y sus colonos están definitivamente rotas, lo que lleva al Gobierno de Jorge III a promulgar la Prohibitory Act (diciembre 1775) por la que se prohíbe cualquier trato con las trece colonias y sus habitantes son considerados rebeldes.

En marzo de 1776 Washington logra un éxito notable al entrar en Boston, abandonado por los ingleses del general Howe.2.ª fase: Victorias británicas en las colonias del centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania). Verano de 1776 otoño 1777: El ejército inglés se retira de Massachusetts (difícilmente defendible) y desembarca en Staten Island, donde derrota a los norteamericanos en los alrededores de Nueva York (batalla de Long Island, 27 agosto 1776) y persigue a los escasos supervivientes del ejército continental por Pennsylvania y Nueva Jersey. A finales de ese año parece que todo está resuelto a favor del mando militar británico, pero su comandante en jefe, Howe, no sabe aprovecharse de su inmejorable situación y permite que Washington y unos pocos miles de norteamericanos se retiren a sus cuarteles de invierno en Morristown (Pennsylvania). Entretanto se ofrece un perdón general a todos los rebeldes que juren fidelidad al rey Jorge III; muchos colonos aceptan este ofrecimiento -incluso hay un firmante de la Declaración de Independencia entre ellos- y Howe, que dispone de más de 50.000 hombres, más los marinos de la Royal Navy que manda un hermano suyo, cree que la rebelión apenas cuenta con apoyos.

Desde luego que la causa norteamericana tenía aún partidarios, pero en esos meses de prueba enflaquecen bastantes voluntades independentistas y, como muestra, el general Washington apenas cuenta con 4.000 continentales, pobremente vestidos, mal armados y peor pagados. Y es en esos momentos cuando la perseverancia, la capacidad de sufrimiento y la seguridad y la fe en que pasarán los malos tiempos, convierten a George Washington en un hombre decisivo. A pesar de que tiene que soportar, incluso, las críticas y maledicencias de otros militares y de miembros del Congreso continental, se empeña por evitar la desaparición del Ejército de la Revolución. Más que por sus condiciones militares en el campo de batalla, son estas actitudes -su tesón y confianza en la causa de la independencia durante los malos momentos- las que le han convertido, con justicia, en uno de los símbolos imperecederos de Norteamérica. En esa difícil etapa sólo resistieron Washington con sus escasos soldados y las milicias. Éstas no se paraban en mientes a la hora de castigar a los «tories» que habían traicionado, según su interpretación, la sagrada causa norteamericana, y evitaron por el miedo y la coacción que muchos leales al rey Jorge III se manifestasen claramente en favor de la continuidad de los lazos con Gran Bretaña.

La combinación de los regulares de Washington y las partidas de milicianos funcionó, en este sentido, eficazmente, aunque el general no fuese partidario de las acciones violentas de esos guerrilleros. Los ingleses, con pequeñas guarniciones diseminadas por el territorio, se creyeron obligados a concentrar sus efectivos en menos plazas de seguridad porque el ejército continental había tenido dos pequeños éxitos al capturar los fuertes de Trenton (26 diciembre 1776) y Princeton (3 enero 1777). Dejaban, entonces, grandes áreas del territorio sin soldados del rey Jorge, lo que permitía a las milicias hacerse con su control, llevar a cabo sus represalias contra los probritánicos e impedir que los indecisos acabasen por apoyar a los ingleses. Por su parte, durante la primavera, el verano y los comienzos del otoño del crucial año 1777, que parecía destinado a ser el del final de la causa de los independentistas, el general Howe, además de ocupar la «capital rebelde» (captura inglesa de Filadelfia el 27 de septiembre) se propuso dividir en dos el territorio para aislar la zona de Nueva Inglaterra de las colonias del Centro-Sur. Por ese plan de operaciones, un ejército mandado por el general John Burgoyne descendería desde Canadá a lo largo del valle del río Hudson y se uniría a los soldados de Howe en las cercanías de Nueva York, cortando de este modo la comunicación entre los rebeldes de ambas zonas.3.a fase: Saratoga y la internacionalización de la guerra. Octubre 1777-primavera 1780. Pero Burgoyne, al que acosaban las milicias y se veía en dificultades para trasladar su expedición por un territorio difícil, sufrió varias derrotas y terminó por capitular con sus 7.000 soldados en la acción más decisiva de toda la guerra -no sólo porque animó a los rebeldes, sino por las repercusiones diplomáticas que tuvo- cuando se vio rodeado por las tropas norteamericanas de los generales Gates y Arnold en las cercanías de Saratoga (al norte de Albany, en el Estado de Nueva York) el 17 de octubre de 1777.

Esta resonante victoria rebelde hizo creer a los franceses que ya era hora de apoyar a las claras y sin tapujos a los norteamericanos, a quienes se veía con inmensa simpatía desde los momentos iniciales de su lucha, y sobre todo tras la llegada a París del representante del Congreso continental, Benjamín Franklin, uno de los hombres más admirados y queridos por la sociedad francesa del siglo XVIII, pero a quienes se regateaban los auxilios directos, oficiales, que pedían para continuar la guerra contra Londres. Hasta que llegan a Europa las noticias de Saratoga, el conde de Vergennes, responsable de la política exterior de Luis XVI, no se atrevió a comprometer los recursos económicos y militares de Francia al servicio de la causa independentista y los socorros que llegaron a los norteamericanos en los primeros momentos lo fueron por iniciativas individuales de hombres como el marqués de Lafayette. Pero la buena nueva que supuso la noticia de la derrota inglesa determinó a Versalles a actuar decididamente.Varias fueron las razones que animaron a Francia a participar en esta guerra: el deseo de revancha por la derrota sufrida trece años antes (en la Guerra de los Siete Años), la conquista de amplísimos mercados en la América que ahora quería romper los lazos con Gran Bretaña, la propia necesidad de luchar por hacerse con la hegemonía en Europa y en el mundo frente a su gran rival y, desde Saratoga, las perspectivas de éxito. Incluso Vergennes hizo suyos los sibilinos argumentos norteamericanos: era posible que Londres, asustado por la derrota de sus generales en ultramar, se decidiese a otorgar un amplísimo perdón y ofreciese un nuevo pacto a sus colonos, recomponiendo desde nuevas bases el Imperio británico. Así las cosas, el 6 de febrero de 1778 Franklin firmó, en nombre del Congreso continental, un tratado de comercio y alianza con la Monarquía francesa; ésta apoyaba la independencia de los Estados Unidos. En lógica respuesta, el gobierno de lord North declaró la guerra a Versalles (14 de junio de 1778) por lo que se internacionalizó el conflicto, máxime desde que los buenos oficios de Vergennes lograron que Carlos III de Borbón, rey de España, firmase el Tratado de Aranjuez de 12 de abril de 1779, por el que se ratificaba el Tercer Pacto de Familia signado dieciocho años antes entre las dos Coronas borbónicas. Aunque el embajador español en Francia, el conde de Aranda, que conoció personalmente a Franklin, era un decidido partidario de romper las relaciones con Londres y entrar en la guerra, en Madrid se debatió profundamente qué decisión había de tomarse.

Frente al unánime espíritu de revancha contra los británicos por la derrota de 1763 (una de cuyas pruebas era que la Florida estaba ahora en manos inglesas), se levantaban las voces de quienes auguraban malos vientos para el comercio entre la Península y América hispana en caso de declararse el conflicto, y las de aquellos que manifestaban honda preocupación por lo que tendría de ejemplo, de mal ejemplo, en otras latitudes americanas -las Indias españolas- la actitud de los rebeldes antibritánicos. No fueron pocos los que acertaron a predecir que ayudar a unos colonos a conseguir su libertad e independencia de una Monarquía europea, aunque fuera la británica, era un error fatal que se volvería pronto contra España. Alguno llegó a percatarse de que serían los norteamericanos, si accedían a la independencia, nuestros mayores rivales en el futuro porque continuarían ellos la presión que venían ejerciendo secularmente los británicos en el Caribe (Cuba, Puerto Rico, Honduras) y a todo lo largo de la extensísima nueva frontera hispano-norteamericana que resultaría de su victoria. Recordemos que esta línea divisoria comenzaba en el Atlántico, en la península de Florida, continuaba por la Pensacola (la Florida continental, ribereña del golfo de México) y se extendía a lo largo del inmenso valle de Mississippi -conocido entonces por la Luisiana- para terminar en el Canadá. Eran más de 6.000 kilómetros que la Monarquía española habría de vigilar para controlar las apetencias expansivas de los norteamericanos, que ya las habían exteriorizado suficientemente reclamando Florida y el derecho de navegación por el gran río. Durante los tres primeros años de la guerra, España, cuyo secretario de Estado -Grimaldi- era poco proclive a la intervención, contemporizó: colaboró subrepticiamente con los rebeldes enviándoles dinero y armas, pero cuando en 1777 llegó el enviado del Congreso continental y compañero de misión de Franklin, Arthur Lee, no le recibió el rey en Madrid sino el recién destituido Grimaldi, que le dio largas en una entrevista en Burgos asegurándole que las ayudas, aunque discretas, no se interrumpirían a pesar de las protestas de Londres.

Al final, con Floridablanca en la Secretaría de Estado y tras unos intentos diplomáticos fallidos mediante los cuales España (que ansiaba sobre todo recuperar Gibraltar y Menorca) se ofrecía como mediadora del conflicto entre Francia, los sublevados y los ingleses, su majestad católica Carlos III entró en guerra contra Jorge III (16 de junio de 1779), un año después de haberlo hecho Luis XVI. El panorama cambió radicalmente al internacionalizarse el conflicto. Ante la perspectiva de que Francia interviniese, lord North intentó llegar a un acuerdo con el Congreso continental, al que se le convertiría en una asamblea legítima del pueblo de las colonias. El Parlamento estaba dispuesto, incluso, a permitir a los americanos elegir sus propios gobernadores y a que fuesen los colonos quienes se impusieran los tributos. Y no se acantonarían soldados en tiempos de paz. Tales ofertas, llevadas a América en abril de 1778 por una embajada que presidía el conde de Carlisle, no eran ya suficientes.

En tres años de guerra las circunstancias se habían modificado tanto que lo que pedían los colonos desde 1764 hasta 1775 para restablecer los lazos con el Imperio británico ni siquiera fue discutido por el Congreso continental. No obstante, la astucia diplomática de Benjamín Franklin le llevó a utilizar en beneficio de la causa norteamericana ese intento de paz. Sugirió a los franceses que habían de reconocer inmediatamente al nuevo Estado independiente y participar en la guerra si no querían que los rebeldes se vieran obligados a restablecer sus vínculos con Gran Bretaña, y echar así por tierra los deseos de Versalles de humillar a los vencedores en Canadá. Vergennes se convenció de la necesidad de intervenir decididamente. Ni siquiera exigió a cambio compensaciones territoriales en el Continente americano a quienes serían, finalizada la guerra, autoridades en el nuevo Estado. Franklin se comprometió a no firmar una paz por separado con Londres sin avisar previamente a sus aliados. Pero en esto, como veremos después, los norteamericanos no cumplieron su palabra, lo que disgustó profundamente al venerable patriota. La principal modificación acaecida con la entrada en la contienda de Francia y de España viene dada por la necesidad del Gabinete de Guerra de Londres de concentrar una parte considerable de sus fuerzas navales y terrestres en torno a las islas británicas y en Gibraltar y Menorca para hacer frente a un previsible intento de desembarco de la marina y los ejércitos borbónicos. De este modo se desguarnecían las costas americanas y se menguaban los efectivos de los generales ingleses en las trece colonias. A la larga, la victoria final de los independentistas llegó porque Gran Bretaña no pudo concentrar todo el esfuerzo bélico en los territorios rebeldes. Y porque acabó enfrentada a medio mundo.

Primero, Francia, luego España y a continuación otros países europeos como Holanda, que comerciaba con los americanos y a la que declaró la guerra Gran Bretaña en diciembre de 1780, o los reunidos por Catalina II en la Liga de Neutralidad Armada (Rusia, Suecia y Dinamarca, primero, pero ampliada después por la adhesión de otros países como el anglófilo Portugal) que al oponerse a la pretensión inglesa de inspeccionar cualquier barco para comprobar si llevaba contrabando de armas a los americanos estaban, en realidad, tomando partido por ellos. Pero fue la participación de Francia y España la que resultó fundamental. No solamente la de Francia. Su apoyo fue, sin duda, más abierto y oficial que el de Madrid. Porque España mantuvo una política pretendidamente ambigua e hipócrita: no reconocía a los norteamericanos oficialmente porque no quería aplaudir una rebelión y su participación en el conflicto venía obligada exclusivamente por su alianza con Francia, pero entregó millones de reales en préstamos y gastó otros muchos en las operaciones militares.

A largo plazo esta tibieza en la forma resultó ineficaz porque no se rentabilizó la ayuda prestada, mientras que Versalles firmó tratados públicamente con los embajadores de los rebeldes, por lo que su actitud ha sido reconocida con agradecimiento por el pueblo de los Estados Unidos desde hace dos siglos; lo que no sucede con España, a la que los norteamericanos no conceden el mínimo sentimiento de gratitud, pese a que nuestra colaboración fue, también, decisiva. Y, en cualquier caso, si bien es verdad que la Monarquía de Carlos III participó en la guerra menos para ayudar a unos colonos sublevados contra su rey que para atacar a la vieja rival Inglaterra, tampoco el absoluto monarca Luis XVI actuaba altruistamente. Los intereses de Francia y de España eran los que estaban en juego y decidieron a ambos déspotas ilustrados a intervenir en su defensa. Aunque los franceses hayan sabido ofrecer una imagen notablemente más idealizada de su participación en esta «lucha de los norteamericanos por la libertad».

En el plano militar, la entrada en guerra de Francia (junio de 1778) tardó en mostrarse concluyente. Y hubo americanos que llegaron a preguntarse qué hacían sus nuevos aliados. Porque ese año hubo pocas acciones bélicas y si una de ellas, la batalla de Monmouth Court House, en Nueva Jersey (28 junio 1878), tuvo un resultado indeciso, otra fue desastrosa para la causa de los rebeldes: el importante puerto de Savannah, en Georgia, cayó en poder inglés (29 diciembre 1778), iniciándose el último cambio de escenario en esa guerra que, recordemos, había comenzado en Nueva Inglaterra para trasladarse después a las colonias del centro y concluir, en su etapa final, en estas colonias meridionales de Georgia, Carolina del Norte y del Sur y Virginia. No fue casual este desplazamiento de las operaciones hacia estas zonas sureñas: sus habitantes eran considerados por los ingleses más leales al rey Jorge III y más conservadores, por lo que el nuevo generalísimo británico sir Henry Clinton -sucesor del destituido Howe, víctima política de la derrota de Saratoga- recibió la orden del secretario de Colonias y director del Gabinete de Guerra en Londres, lord Germain, de evacuar Filadelfia, concentrar sus tropas en Nueva York y preparar un plan de operaciones en el sur de las trece colonias con la intención de trasladar numerosos efectivos regulares a Georgia y las Carolinas y conseguir con ello el levantamiento en armas de los numerosos «tories» que estaban tan sólo esperando la llegada de los casacas rojas para mostrar su absoluta adhesión a la Corona. Durante el año 1779, el de la entrada de España en guerra, las principales acciones se dieron en lugares alejados de las trece colonias.

El gobernador de la Luisiana española, Bernardo de Galvez, inició sus ataques en la zona de la desembocadura del Mississippi, que en los dos años siguientes continuó con éxito por la Panzacola y la Florida continental; su padre, Matías de Gálvez,, también lograba triunfos sobre los ingleses y les expulsaba de sus asentamientos en Honduras; las reales marinas borbónicas amagaban sobre las propias costas del sur y del este de Inglaterra; y comenzaba el largo asedio de Gibraltar. Aunque ninguna de las operaciones de este año 1779 fueron en sí mismas definitivas, la diversidad de frentes a que había de acudir la Royal Navy y los ejércitos británicos empezaron a agotar sus recursos y mostrar su incapacidad para vencer en la guerra.4.ª fase: Campañas finales en las colonias del Sur. La victoria definitiva: Yorktown, octubre de 1781. Tanto los ingleses como los franceses basaron su estrategia en conceder vital importancia a la ocupación de ciudades portuarias.

Una prueba de ello es el empeño que puso Francia para reconquistar Savannah con una gran flota comandada por el almirante D´Estaing, que hubo de retirarse (octubre de 1779) sin conseguir rendir la plaza. Por su parte, el general Clinton y su lugarteniente Cornwallis embarcaron con 8.000 soldados en Nueva York y pusieron proa al Sur (febrero 1780). Y ellos sí tuvieron éxito al ocupar la importante ciudad costera de Charleston (12 mayo 1780). La conquista de este puerto, que defendían 6.000 norteamericanos, representó un duro golpe -e1 mayor de la guerra- para los independentistas porque permitía a Cornwallis disponer de una base para penetrar en Carolina del Sur y parecía dar, de nuevo, la iniciativa a los realistas, máxime si se suma a ello la victoria defensiva lograda en Savannah y la existencia de notables casos de defecciones en el bando rebelde, como la traición del general Benedict Arnold, héroe de las primeras batallas y que se pasó a los ingleses y a punto estuvo de entregarles la plaza de West Point. El Congreso continental, para enmendar la situación, envió precipitadamente hacia Carolina a uno de los vencedores en Saratoga, Horatio Gates, con un ejército. Pero fue ampliamente derrotado en Camden (16 agosto 1780) por Cornwallis. Han de ser, otra vez, los milicianos quienes pongan en dificultades a los casacas rojas, practicando una dura e inmisericorde guerra de guerrillas y emboscadas -por ejemplo, la acción de King´s Mountain (7 octubre 1780) en Carolina el Norte, en que los «minutemen» fusilaron a los oficiales ingleses que querían rendirse- y que era contestada con represalias de las partidas de realistas.

Este tipo de guerra desconcertaba a los soldados regulares británicos. Así, Cornwallis se dedicó a perseguir inútilmente a los americanos por las Carolinas, yendo de un lado a otro sin encontrar a un enemigo que se le escabullía. Además, los suministros comenzaban a escasear al hacerse notar la presión que las marinas española e inglesa -y los corsarios americanos- ejercían a todo lo largo y ancho del Atlántico y el resto del mundo, porque se combatía ya desde la India hasta Gibraltar o Menorca, haciendo muy difícil a los barcos británicos atender a todos los frentes y llevar a tiempo los pertrechos requeridos por sus generales.Otro general americano fue enviado al Sur por el Congreso: Nathaniel Greene. Reorganizó sus tropas y unió sus esfuerzos con los milicianos de Virginia que mandaba Daniel Morgan para iniciar una campaña de desgaste del descorazonado Cornwallis. Tras los encuentros de Cowpens (17 enero 1781) y Guilford Courthouse (15 marzo 1781) el inglés se encaminó hacia el Norte, hacia Virginia, con la intención de organizar su base de operaciones cerca de la costa. Escogió el lugar de Yorktown porque estaba estratégicamente situado en una península de la bahía de Chesapeake y podía permitir a la Royal Navy aprovisionar a sus fuerzas. Ahora, los 6.000 franceses del general Rochambeau, llegados en el verano de 1780 pero que permanecían inactivos hasta entonces en Newport, muy al Norte, comienzan a moverse hacia el teatro de operaciones del Sur. También se incorpora la flota del almirante De Grasse. Y comienza la que, al cabo, será definitiva ofensiva.

Combinando las fuerzas de tierra franco-americanas de Washington y Rochambeau con las navales de De Grasse, y tras la batalla marítima de los Cabos de Chesapeake (9 septiembre 1781) en la que los franceses vencieron a la flota de Hood haciéndose dueños de las aguas de la bahía, el ejército aliado puso sitio a Yorktown. Reforzados con nuevos soldados franceses venidos con el general marqués de Saint-Simon, sumaban 15.000 hombres. Cornwallis disponía de 7.000 para defender la plaza atrincherada. Por fin, el 19 de octubre (cuatro años y dos días después de Saratoga) el general inglés capituló y rindió sus banderas. Faltaba un año para que se firmasen los acuerdos anglo-norteamericanos que ponían fin a la guerra, los ingleses controlaban Nueva York, Charleston y Savannah, había partidas de realistas -ayudadas por tribus indias- que proseguían con sus acciones de guerrilla en el interior del territorio, y se luchaba entre ingleses y españoles en Panzacola y las Floridas, pero la determinación británica para continuar la contienda había desaparecido. Hubo, incluso, alguna gran victoria inglesa como la defensa de Gibraltar frente a los españoles o la que significó la gravísima derrota del almirante De Grasse en la Dominica (12 abril 1782). Con su triunfo en esta isla caribeña sobre la flota francesa, el almirante Rodney impidió que se pudiera iniciar el proyectado ataque franco-español sobre Jamaica. Pero Londres, agotado y pesimista ante el futuro de las armas, consciente de que tenia frente a sí a casi todas las potencias, buscó la paz. Y coincidió en este empeño con los norteamericanos. Éstos, intuyendo que Francia y España querían continuar la guerra en pro de sus intereses, defendieron los suyos y, traicionando la palabra dada por Franklin, empezaron las conversaciones con los ingleses, con quienes llegaron al acuerdo que ponía fin a las hostilidades. El 30 de noviembre de 1782 Londres reconocía la independencia de los Estados Unidos. Siguieron las negociaciones entre todos los implicados en el conflicto durante varios meses hasta que se firmó el definitivo Tratado de Paz de Versalles (3 de septiembre de 1783) por Gran Bretaña, España, Francia y Holanda. Francia e Inglaterra se intercambiaban territorios capturados durante la guerra en la India, el Caribe, Senegal y el Atlántico Norte, en tanto que España recuperaba Menorca y las Floridas y restringía el acceso de Inglaterra a la costa de Honduras, pero no logró su principal objetivo, Gibraltar.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2436.htm

La Constitucion de Estado Unidos

Inicio: Año 1783 – Fin: Año 1787

Es evidente que son muchas las contradicciones en que caen los propios firmantes de la Declaración de Independencia

o los signatarios de las Constituciones de cada uno de los Estados: persistencia de la esclavitud, exclusión del voto a la mujer, etc., pero los primeros pasos de la democracia se dieron, sin duda, en las antiguas trece colonias inglesas en Norteamérica. Y la democracia debe hacerse día a día, no es un sistema terminado. Por ello, una de las grandes decisiones tomadas por los americanos tras la guerra, en ese camino permanente de autoperfeccionamiento que es la democracia, vendrá de una profunda rectificación del sistema político que poco antes ellos mismos se habían dado. Y todo para lograr «la prosperidad general y la defensa común» de los trece territorios y sus ciudadanos. Desde la que puede ser considerada primera Constitución americana -los Artículos de la Confederación de marzo de 1781- cada uno de los Estados (ex-colonias) era soberano e independiente, tenía su propia Constitución y sus Asambleas eran la representación de la soberanía «de cada Estado». Estos Parlamentos resultaban de elecciones en las que se amplió de un modo notable el derecho electoral de grandes capas sociales, incluyendo a los campesinos y los obreros, bastantes de los cuales alcanzaron en esos años de la Revolución el derecho al voto.

El Congreso continental era un remedo de gobierno central, y en la práctica carecía de todo poder. Se sucedieron desde 1783 gravísimos problemas de todo tipo -como la enorme dependencia económica que los recién independientes Estados Unidos tenían con la ex-metrópoli- a causa de la descoordinación entre cada uno de los Estados y provocaban, incluso, conflictos por el control de los apetecidos territorios del Oeste, o por guerras arancelarias. Y en un clima de tensión social por la recesión económica posbélica que se plasmó en motines en varios Estados y alarmó a muchos políticos. Esta crítica situación hizo que comenzasen a levantarse voces en pro de la formulación de una nueva Constitución. Y así se llegó a la convocatoria de una Convención Constitucional que habría de reunirse en Filadelfia en mayo de 1787 para revisar los Artículos de la Confederación de 1781.Los 55 delegados acabaron por redactar y promulgar (el 17 de septiembre de 1787) la que, a partir de 1789, iba a ser la Constitución de los Estados Unidos de América. Y en Filadelfia quedaron una parte muy notable de la inicial soberanía de cada uno de los Estados en aras de un gobierno central más fuerte que coordinase, de verdad, a la nueva República. Pero todo ello fue, nuevamente, resultado de un proceso por el cual «la mayoría decidía alterar o instituir un nuevo gobierno en la forma que ofrecía las mejores garantías de promover la seguridad y la felicidad…» Y aún hubo de cumplirse otro requisito que manifiesta de qué manera había calado la ideología democrática entre los americanos: era preciso que la Constitución fuese ratificada por nueve de los trece Estados para entrar en vigor. Dos de ellos, Carolina del Norte y Rhode Island, rechazaron en un primer momento adherirse a la nueva nación, aunque en los tres años siguientes aceptaron democráticamente ingresar en la República de los Estados Unidos (Carolina del Norte lo hizo a finales de 1789 y Rhode Island en mayo de 1790).Por supuesto la Constitución consagraba la separación de poderes.

El poder ejecutivo era encomendado a un presidente, elegido por períodos de cuatro años por un colegio electoral en el que cada Estado tenía un número de miembros proporcional a sus habitantes. El presidente tenía un gran poder, era jefe supremo de los ejércitos, marina y milicias de los Estados Unidos, podía vetar alguna de las leyes del Congreso y nombraba funcionarios federales. El poder judicial residirá en un Tribunal Supremo, con miembros nombrados por el presidente y ratificados por el Senado, vitalicios e inamovibles. Del poder legislativo se responsabilizará un Congreso bicameral. El Senado se componía de dos senadores por cada Estado, fuese cual fuese su número de habitantes, en tanto que en la Cámara de Representantes había un número de miembros proporcional al de la población de cada uno de los Estados. El Congreso tenía, también, mucho poder que iba desde el de imponer tributos hasta declarar la guerra, acuñar monedas, regalar el comercio, alistar tropas, aprobar el presupuesto que propone el presidente, y un largo etcétera. Por fin, el pueblo de los Estados Unidos había llevado a la realidad lo que algunos teóricos ingleses, franceses o colonos norteamericanos habían escrito -¿o soñado?- en los últimos cien años.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2438.htm

Revolucion – Guerra de Independencia

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1783

Ha existido una corriente historiográfica que ha tratado de reducir el alcance de los sucesos acaecidos en los años setenta y ochenta en América del Norte a un mero conflicto político;

siguiendo las pautas que iniciaron pensadores contemporáneos a los hechos –como Edmund Burke- todavía hay autores que afirman que no hay en aquellos acontecimientos nada que permita interpretarlos como una revolución. Prácticamente no hubo cambios en la correlación de fuerzas sociales; no fueron modificadas apenas las bases económicas ni los fundamentos jurídicos; la violencia -aunque alguna vez se dio entre los realistas y los rebeldes- no llegó ni de lejos a la que acompañará, desde entonces, a cualquiera de los períodos «de terror» de los fenómenos revolucionarios que se inician en 1789 en Francia y aún sacuden nuestro mundo contemporáneo; no hubo desorden a gran escala, alteraciones de la vida cotidiana imposibles de controlar por unas autoridades avasalladas y desbordadas por los acontecimientos; la mayoría de los dirigentes locales -muchos de talante conservador y saneadas haciendas- que lo eran antes de la ruptura seguirán disfrutando de su preferente papel político y económico durante y después de la crisis; en nada se vieron afectadas las creencias o las prácticas religiosas.

Todo parece llevar a la idea de que, en efecto, solamente se dio en América una protesta política de unos privilegiados que consiguieron la ruptura de los vínculos con la metrópoli pero que no transformó nada de la realidad social, jurídica o económica. Estaríamos -concluyen esos historiadores- ante una «revolución sin ideología». Pero sería una imagen deformada y desdibujada. Fue una auténtica revolución y sus principios ideológicos igualitaristas y contrarios a cualquier privilegio hereditario acabaron impregnándolo todo, incluso en las actitudes cotidianas, a pesar de que ninguno de los padres fundadores de los Estados Unidos cuestionó que la variedad de clases era inevitable y que el mérito individual llevaba a unos a la riqueza y a otros a la penuria. Y, desde luego, muchos de esos preceptos no sólo calaron en las conciencias de los norteamericanos sino que despertaron la ilusión en muchos hombres, a ambos lados del Atlántico, desde el propio momento de los sucesos. Los primeros, los franceses de esa misma generación.

El argumento de la escasa originalidad doctrinal de la Revolución americana no deja de ser una concesión al orgulloso europeocentrismo; es verdad que la base ideológica de los tratadistas norteamericanos está en Locke, Montesquieu y Rousseau. Pero ellos fueron los primeros en llevar a la práctica unos modelos teóricos que, por mucho que hubiesen sido leídos y aceptados intelectualmente en Europa, tardaron muchísimos años en descender al terreno de la realidad jurídica en la mayoría de los países del Viejo Mundo. Los «más grandes legisladores de la antigüedad -dejó escrito John Adams-desearían ardientemente vivir en un momento en el que tres millones de personas se encontraban con el poder total y una buena oportunidad de formar y establecer el Gobierno más prudente y feliz que puede organizar la inteligencia humana». Como afirma Risjord, «la independencia, después de todo, presentó a los norteamericanos una oportunidad única de experimentar con el Gobierno». Ellos fueron, en definitiva, quienes plasmaron en una Constitución los principios básicos concebidos un siglo antes por Locke y desarrollados décadas más tarde por los ilustrados franceses.

Esos derechos fundamentales a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad con los que nace el hombre han de ser protegidos por el Gobierno, que no tiene otra razón de ser que la de procurar que no se vulneren esos derechos inalienables. Desde el momento en que, como dice la Declaración de Independencia, «el pueblo tiene el derecho e incluso el deber de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad», se está posibilitando la participación del gobernado en el gobierno.

Es en la forma de llevar este principio a la práctica donde los norteamericanos son capaces de alejarse de las utopías que, desde los autores clásicos griegos hasta los tratadistas del Renacimiento o el Barroco europeo, habían planteado como una mera hipótesis intelectual. Recuérdese al respecto que, por ejemplo, en la España del siglo XVI, se justificaba la doctrina del «tiranicidio», o derecho de la sociedad a matar al príncipe cuando ha devenido en déspota al no cumplir su pacto con el pueblo a quien debe servir. Pero a nadie se le pasó por la cabeza hacer una casuística de cuándo el rey se convierte en tirano, o cómo y por quién debía eliminársele.

La gran aportación de los norteamericanos está en la formulación y puesta en práctica de la democracia representativa: los pueblos delegaron la soberanía en las asambleas constituyentes de cada Estado con el encargo de que elaborasen una Constitución y organizasen el Gobierno. Hasta las siguientes elecciones el pueblo no tiene sino que vigilar el cumplimiento de los principios y normas; minuciosa y escrupulosamente enumeradas en las leyes fundamentales; sus representantes son quienes deben tomar las decisiones y controlar al Gobierno en función del encargo de sus representados y electores.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2437.htm

Join, or Die

Join, or Die

Las primeras caricaturas

Es importante tener en cuenta que los primeros dibujos animados de Estados Unidos fueron de naturaleza política. La historieta apareció por primera vez en el diario de Ben Franklin La Gaceta de Pensilvania el 9 de mayo de 1754. Al parecer, como parte de un editorial por Franklin comentar sobre «el estado actual desunidos de las colonias británicas.

El dibujo grabado en madera titulada «Join or Die» imágenes una serpiente dividida en ocho piezas que representan la mayor cantidad gobiernos coloniales. El dibujo se basa en la superstición popular de que una serpiente que se había cortado en dos llegaría a la vida si las piezas se unieron antes del atardecer. El dibujo de inmediato cautivó la atención del público y se reproduce en otros periódicos.


Otra caricatura a principios del 1700 apareció en el Centinel Massachusetts el 30 de enero de 1788. «La superestructura Federal,» el título del dibujo muestra una mano de ayuda a elevar el pilar de Massachusetts a una posición vertical. El periódico Centinel, un partidario de la nueva Constitución, señaló que «El pilar de la gran edificio Federal sube todos los días.»

Se muestra en la posición «que ya ha ratificado el nuevo documento» son los pilares que representan los estados de Delaware, Pennsylvania, New Jersey, Georgia y Connecticut. Una historia por debajo de las notas de dibujo que la Asamblea de Nueva York se llame a una convención para ratificar la Constitución.
Mientras que el estilo de las primeras caricaturas políticas de Estados Unidos difiere aparentemente de las de hoy, el centro de todas es un tema que es evidentemente político. Y los objetos en los dibujos animados simbolizar algo distinto de lo que se muestra.

Fuente: http://www.earlyamerica.com/earlyamerica/firsts/cartoon/

La rebelión del té

Inicio: Año 1770 – Fin: Año 1773

Tras unos tranquilos años 1770-1773 en los que parecía que las colonias habían vuelto a aceptar el dominio de Londres sin problemas, provocando la desesperación de los americanos más radicales que veían difuminarse sus proyectos de independencia, una decisión del Gobierno británico reanudó el conflicto y dio argumentos a los partidarios de la ruptura: la Tea Act (10 de mayo de 1773).

La Compañía de las Indias Orientales, acuciada por problemas de liquidez, solicitó y obtuvo del Gobierno británico el monopolio de la venta de té en las colonias de América y sus agentes desplazaron a los comerciantes autónomos. Para el espíritu de los colonos, la decisión de Londres era inaceptable y contra esa Ley del té actuaron de diferentes maneras, sobre todo boicoteando el producto inglés. Pero el radical Samuel Adams preparó, para el día 16 de diciembre de 1773, el famoso «incidente del té de Boston»; disfrazados de indios, varios patriotas arrojaron al mar el cargamento de tres barcos de la compañía: 343 cajas valoradas en 10.000 libras. Y consiguió su objetivo último: provocar una violenta reacción británica.

El rey, el Gobierno de lord North y el Parlamento estaban ahora de acuerdo en que el reto debía aceptarse y entre mayo y junio de 1774 se promulgan las Coercive Acts -conocidas entre los americanos como Leyes intolerables- que cerraban el puerto de Boston hasta que se pagase lo destruido por los Hijos de la Libertad (nombre que empezaron a darse desde 1765 muchos colonos radicales, organizados por Samuel Adams, y que hicieron suyo un apelativo que les había dedicado el parlamentario Isaac Barre en la Cámara de los Comunes). También se cambiaban las autoridades locales de Massachusetts, entre otras el gobernador real, cargo para el que fue nombrado el duro general Thomas Gage, que pasó de Nueva York a Boston ordenando que se concentrasen en los alrededores de esta ciudad cinco regimientos y varios navíos de la flota real británica. Prácticamente se militarizaba Massachusetts, y se autorizaba al ejército a ocupar y requisar, si era necesario, casas particulares deshabitadas.

Estas medidas por sí solas hubieran provocado tensiones. Pero, además, muy poco después se aprobó en Londres la Ley de Quebec (22 de junio de 1774), que permitía la expansión hacia el Sur de los colonos «canadienses», cortando el paso a la penetración de los colonos «norteamericanos» más allá de los Apalaches. El Gobierno de su majestad británica quería congraciarse incluso con medidas favorecedoras para los católicos- con sus nuevos súbditos de origen francés, pero no calculó la ofensa inferida a los habitantes de las trece colonias. Éstos creían que no sólo se castigaba a la de Massachusetts, sino a las doce restantes. Aparte de que, a estas alturas, lo que sucediera a los bostonianos era ya sentido como algo propio por todos los colonos desde Virginia o Georgia hasta Connecticut o Nueva York; «Desde ahora, es preciso que todos nos sintamos americanos», como dijo un representante de Carolina del Sur. Esta actitud cobra más valor si se tiene en cuenta que, hasta ese momento, las demás colonias no habían tenido un afecto especial hacia los vecinos de Nueva Inglaterra y menos aún a los estirados habitantes de Massachusetts. Ahora, en cambio, enviaron dinero y víveres para ayudar a los castigados hermanos, a la vez que meditaban sobre sus relaciones con Inglaterra.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2430.htm

Extensión del conflicto

Nixon había defendido llevar a cabo un programa de «vietnamización», que sirvió para formar un Ejército sudvietnamita de un millón de personas con un armamento muy moderno, mientras reducía los 550.000 hombres propios a los que se había llegado a tan sólo a 20.000 y las bajas del 28 al 1% del total.

Al mismo tiempo, no tuvo el menor inconveniente en dar la sensación de no pararse en barras en cuanto a los medios de actuar a la hora de liquidar la guerra. Incluso no tuvo inconveniente en aparecer como un enloquecido agresor, peligroso precisamente por serlo. La invasión de Comboya en 1970 no sirvió para otra cosa que para trasladar al interior de este país los santuarios guerrilleros, pero les hizo a los norteamericanos, además, incrementar su presencia política y militar en la región, dando la sensación que imponían sus Gobiernos. En 1971 los sudvietnamitas intervinieron también en Laos. A su vez, en marzo de 1972 se produjo una invasión de tropas regulares de Vietnam del Norte acompañadas por tanques rusos. Se produjo entonces, como réplica, una escalada de bombardeos norteamericanos acompañada también del minado de los puertos norvietnamitas. Ninguna de ambas acciones tuvo un resultado decisorio.

Mientras tanto, tenían lugar en París las negociaciones entre norvietnamitas y norteamericanos. En sus escritos, Kissinder ha dejado clara la dificultad para llegar a un acuerdo. Después de una intervención carente de justificación, los norteamericanos «no podíamos retirarnos de una empresa que implicaba a dos administraciones, cinco países y decenas de miles de muertos como quien cambia de canal». Pero, al mismo tiempo, la oposición causaba graves problemas: «las palomas demostraron ser una malvada especie de pájaros» porque no parecían ver las dificultades objetivas existentes para llegar a una solución y sólo servían para deteriorar la propia postura. En la negociación, los norteamericanos se encontraron con un enemigo absolutamente implacable, sin ningún interés en llegar a un acuerdo que implicara cesión alguna o sin preocupación por sus bajas, lo que era por completo inédito en la diplomacia norteamericana. «El leninismo de Le Duc Tho -ha escrito Kissinger- le había convencido de que él comprendía mis motivaciones mucho mejor que yo mismo».

Al acuerdo se llegó tan sólo en enero de 1973 pactando el abandono de los norteamericanos, la formación de un Gobierno provisional y elecciones. Cuando los norteamericanos lo trataron de llevar a la práctica se enfrentaron con Thieu: los sudvietnamitas pretendieron nada menos que 69 cambios en lo ya suscrito. Hasta tal punto había llegado la sustitución por los norteamericanos de aquellos a quienes habían querido ayudar. Mientras tanto, en Laos los comunistas se habían hecho ya con el poder y los norvietnamitas no hacían nada ni remotamente parecido a mantener la fidelidad a lo acordado, lanzando ataques que motivaron sucesivos bombardeos norteamericanos. El mismo día del alto el fuego violaron los acuerdos 29 veces y argumentaron que los carros de combate con los que cruzaban la frontera servían, en realidad, para transportar alimentos. Las perspectivas eran, pues, malas y se confirmaron cuando el legislativo norteamericano ató las manos del ejecutivo. «Perdimos el bastón por Indochina y la zanahoria por la cuestión de la emigración judía», escribió luego Kissinger. Aludía a que el presidente Nixon perdió la posibilidad de actuar en el terreno militar y además se vio impedido de poder hacerlo de forma indirecta a través del comercio con los soviéticos.

En la práctica, pues, lo acordado no sirvió para otra cosa que para establecer un plazo antes de la reanudación de los combates, ya sin la participación de los norteamericanos, que en marzo de 1973 habían evacuado Vietnam. Lo que vino a continuación fue comparado por un dirigente de la CIA, Colby, con un derrumbamiento como el de Francia en 1940. Thieu llegó a controlar el 85% de la población sudvietnamita, pero en 1974 padeció un virtual abandono absoluto por sus antiguos aliados: al votar el legislativo norteamericano una cantidad de ayuda que era la mitad de lo propuesto por el Gobierno, el resultado fue el desmoronamiento moral de Vietnam del Sur. En abril de 1975 los Khmers rojos se apoderaron de Camboya. El ataque realizado por los norvietnamitas y el Vietcong a continuación supuso la sorpresa para los atacantes de concluir con una victoria absoluta cuando la ofensiva final estaba preparada para un año después. En poco tiempo se implantó un régimen comunista que tuvo muy poco en cuenta a buena parte de los que habían combatido por la liberación.

Histeria anticomunista

Un aspecto de primera importancia para comprender los Estados Unidos de fines de los cuarenta y los cincuenta es el fenómeno de la histeria anticomunista. No fue un fenómeno nuevo, pues ya había existido tras la Primera Guerra Mundial, en 1919-1920.

Además, nació, en realidad, antes del final del conflicto e incluso del estallido de la Guerra Mundial. La HUAC -«House on Unamerican Activities Comittee»-, es decir, el comité parlamentario para perseguir las actividades «antiamericanas»- fue establecido en 1938 y en 1940 se aprobó la Smith Act persecutoria de los defensores del comunismo; éstos eran los momentos en los que el comunismo soviético parecía un aliado firme de los nazis. Sin embargo, fue en la posguerra cuando todas esas actitudes se demostraron más peligrosas en la vida política y cultural norteamericanas, porque tanto el FBI como la CIA, organismos que en teoría debían servir para la defensa de las libertades personales, fueron empleados en sentido contrario de lo que debía ser su propósito auténtico.
Edgar Hoover, que estuvo al frente del primer organismo casi medio siglo, se caracterizó por el empleo de procedimientos carentes de todo tipo de escrúpulos. Obseso del orden y la rutina, apasionado por los rumores insignificantes, sobre todo si se referían a la vida sexual de los presuntos subversivos, fue utilizado sucesivamente por todos los presidentes norteamericanos. Truman, el primero de ellos, llegó a pensar que «esto debe acabar» pero acabó por utilizar estos servicios.
El temor al peligro comunista no hizo otra cosa que crecer a partir de mediados de los años cuarenta y estaba ya consolidado en 1949, cuando la Administración tomó la decisión de construir la bomba de hidrógeno y llegar a una nueva política general con respecto a la URSS. Una serie de incidentes, que tenían un aparente fundamento pero que en realidad fueron muy exagerados, contribuyeron a una histeria anticomunista que se trasladó al conjunto de la sociedad norteamericana. Ya en 1945 se planteó el asunto del periódico Amerasia, partidario de los comunistas chinos, al que se descubrió que poseía documentación secreta. Vinieron a continuación los interrogatorios públicos realizados por la HUAC a todo tipo de personas conocidas, principalmente relacionadas con el mundo cultural y cinematográfico.

Las comparecencias les parecieron a muchos de quienes las sufrieron una especie de sucesión de llaves de judo: si, por ejemplo, los interrogados recurrían a la quinta enmienda de la Constitución para no responder acerca de lo que no eran más que sus relaciones personales con otros miembros de su profesión, ésa, para quienes preguntaban, era la señal de que algo tenían que ocultar y, por lo tanto, entraban en las listas negras que les impedían en muchos casos trabajar. En 1947 se produjo una agresión en toda regla a Hollywood. Hubo personas que colaboraron con todo entusiasmo con el fervor persecutorio anticomunista como Gary Cooper, Walt Disney o el, por entonces, actor Ronald Reagan. Otras se negaron a responder y lograron el apoyo de artistas como Lauren Bacall, Kathreen Hepburn o Danny Kaye.

Algunas figuras del espectáculo como Frank Sinatra o Judy Garland protestaron en contra de esos furores inquisitoriales. Pero quienes se habían negado a responder, junto con otras 240 personas, fueron puestos en listas negras y sufrieron en mayor o menor grado en sus carreras profesionales el hecho de haber tenido amistades supuestamente poco recomendables, aunque la mayoría de ellos no tenían nada de comunistas. Figuraron entre los presuntos subversivos personas como los actores Edward G. Robison y Orson Welles, el director de orquesta sinfónica Leonard Bernstein y el cantante de música «folk» Pete Seeger. Desde 1948 hubo también expulsiones de comunistas de sus puestos en todos los grados de la enseñanza; aunque sería exagerado decir que hubo un auténtico terror por este motivo, se puede calcular que unos 600 profesores perdieron sus puestos.

Sobre el creciente anticomunismo de la sociedad norteamericana da cuenta el hecho de que, en 1947, el 61% de los electores era partidario de la ilegalización del partido comunista pero, sobre todo, la realidad de que auténticas fortunas individuales en el campo político fueran conseguidas a base de esgrimir un anticomunismo. Este fue el caso de Mc Carran, uno de los más conspicuos defensores del régimen de Franco en el Congreso norteamericano. También Richard Nixon, el futuro presidente, se inició en la política norteamericana con esta actitud, identificando incluso el antiamericanismo con la propensión de que el Estado se entrometiera excesivamente en la vida de los ciudadanos, de modo que una actitud muy característica del partido demócrata podía ser asimilada a una peligrosa deriva hacia el comunismo. Nixon, por ejemplo, jugó un papel importante en el caso de un funcionario prestigioso, Algernon Hiss, denunciado por un antiguo comunista Whittaker Chambers.
Ambos personajes eran la antítesis y todo parecía favorecer al primero desde el punto de vista de su fiabilidad, pero acabó siendo condenado por perjurio a tres años de cárcel, aunque nunca reconociera sus culpas. Casos como éste fomentaron la histeria anticomunista porque dieron la sensación de que existía una conspiratoria penetración de espías en los niveles más altos de la Administración norteamericana gracias a una fuerza poderosa y tentacular. La verdad distaba mucho de esta descripción. En 1949 el partido comunista era, en realidad, una fuerza despreciable y ni siquiera recibía ayuda alguna de la URSS. Los dirigentes comunistas fueron finalmente procesados en 1951 cuando su influencia había quedado reducida a la nada. En 1956 había 5.000 comunistas en Estados Unidos y el número de agentes del FBI infiltrados en su interior era tan grande que, si hubiera querido, el propio Edgar Hoover hubiera podido convertirse en su presidente.

A estas alturas había pasado ya el momento peor de la histeria anticomunista pero todavía no había desaparecido por completo del horizonte quien quedó principalmente identificado con ella, el senador por Wisconsin, Joe Mc Carthy. En realidad Mc Carthy fue un tardío llegado a este fenómeno pero también quien más se benefició de él. En febrero de 1950, Mc Carthy denunció doscientos supuestos casos de comunistas infiltrados que trabajarían en el Departamento de Estado. Era, en realidad, un mentiroso patológico dispuesto a inventarse un pasado de héroe de guerra del que carecía y fabular conspiraciones de las que nunca ofreció pruebas. Bebedor, con un escaso balance positivo en su trayectoria en el Senado, necesitaba buenos argumentos para ser reelegido. Su estrategia consistió siempre en argumentar a base de documentos que no revelaba porque decía que eran secretos. Nunca identificó a un solo subversivo y, además, éstos en realidad no le interesaban sino para armar ruido. Sus adversarios reales eran personas pertenecientes al «stablishment» liberal de la costa Este, como Dean Acheson, de quien abominaba de sus pantalones a rayas y su acento inglés. Pronto logró un apoyo populista entre quienes pertenecían a medios sindicales y culturales muy distintos y veían en Washington una administración lejana y prepotente.

Lo que más llama la atención de Mc Carthy es el éxito que logró pese a la endeblez de sus argumentos. Una encuesta aseguró, a comienzos de los cincuenta, que el 84% de los norteamericanos le había oído y el 39% pensaba que sus denuncias tenían al menos una parte de razón. Sin duda, tuvo el apoyo de Taft, la figura más prominente de los republicanos conservadores, pero también el futuro presidente Kennedy pensó que podía haber algo de verdad en sus acusaciones. Sólo en 1954, durante algunos meses, las encuestas parecieron probar que una mayoría de los norteamericanos consideraba que podía tener razón. Pero a estas alturas ya unas decenas de miles de personas habían perdido sus puestos de trabajo, unos centenares fueron encarcelados, unos ciento cincuenta fueron deportados y dos -los Rosenberg, acusados de ser espías a favor de la Unión Soviética- fueron ejecutados, con motivos o sin ellos. Lo peor, sin embargo, del ambiente creado por la histeria anticomunista fue que polucionó el debate político e impidió la difusión e incluso la subsistencia de cualquier causa progresista que pudiera ser acusada, por remotamente que fuera, de tener que ver con el comunismo.

Como es lógico, la histeria anticomunista tuvo un inevitable impacto en el mundo de la cultura. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), estableció una fundamentada identificación entre el nazismo y el comunismo mientras que en la película La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) se establecía una metáfora de los temores anticomunistas a través de unos seres extraños y perversos de los que se temía que llegaran a apoderarse del mundo. En la alta cultura de estos años un tema recurrente fue el enfrentamiento del individuo contra el sistema, como se demuestra en la obra de Tenessee Williams o en Arthur Miller, pero también en los personajes cinematográficos de actores como Bogart y Dean. Los años de la posguerra fueron también un período de un extraordinario desarrollo de la educación en todos los niveles. Además, el liderazgo norteamericano en muchas parcelas de la vida social se transmitió también al mundo de la cultura. En los quince años posteriores a la Guerra Mundial el número de orquestas sinfónicas se duplicó. Jackson Pollock, la figura más significada del expresionismo abstracto, se convirtió en una especie de héroe nacional y Nueva York en la capital de las artes plásticas contemporáneas, sustituyendo al París de otros tiempos. No obstante, fue la cultura popular aquel terreno en el que la primacía norteamericana resultó más evidente y abrumadora. La temprana difusión de la televisión convirtió a una de sus actrices, Lucille Ball, en personaje tan popular como para competir en audiencia pública con Eisenhoewer el día en que éste tomo posesión.

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Inicios de la Guerra Fria

Inicios de la Guerra Fria

Los Estados Unidos de Truman

Época: Inicios Guerra Fria
Inicio: Año 1945
Fin: Año 2000

El año 1946 se abrió bajo los mejores auspicios para los norteamericanos. Con la victoria en la segunda Guerra Mundial se abrió una nueva etapa en la Historia de los Estados Unidos.

 Esencial en este período de la vida norteamericana fue la sensación colectiva de que en este momento se podía conseguir alcanzar lo que la nación se propusiera. Un comentarista político, Luce, aseguró que se iniciaba «an American Century», un siglo americano. Así fue en el sentido de que en gran medida lo que fue sucediendo en los Estados Unidos acabó por producirse luego en otras latitudes, incluso en las más lejanas.

Los Estados Unidos concluyeron la Segunda Guerra Mundial con 405.000 muertos, muchos más que al final de la primera, pero también con un grado espectacular de prosperidad y también de unanimidad respecto a los planteamientos fundamentales. Aunque luego, muchos años después, hubo actitudes muy contrapuestas, lo cierto es que en 1945 el 75% de los norteamericanos estaba de acuerdo con el lanzamiento de la bomba atómica. En realidad nadie entre los dirigentes del país manifestó una clara voluntad de que la bomba no fuera lanzada. Pero esta unanimidad estuvo acompañada también por una indudable ingenuidad. En 1945, el 80% de los norteamericanos estaba de acuerdo con la vertebración de un nuevo sistema de relaciones internacionales basado en la ONU  y pensado para hacer posible la paz. En estos momentos, además, la popularidad de la Unión Soviética entre los norteamericanos era superior a la que obtenía Gran Bretaña. Menos de un tercio de los norteamericanos pensaba en la posibilidad de que hubiera una guerra en el próximo cuarto de siglo. Al mismo tiempo, no tantos norteamericanos fueron conscientes del decisivo papel que le correspondería jugar en adelante a los Estados Unidos. Se explica esta situación por el previo aislamiento que sólo había sido superado con la entrada en la guerra: hasta 1938 Rumania había tenido un Ejército más numeroso que los Estados Unidos. 

Además, después de concluida, había otras poderosas razones para no sentir ningún tipo de prevención ante el exterior. Con independencia de que no hubiera perspectivas en el horizonte de enfrentamiento, al final de la guerra no había países sobre la superficie del globo que tuvieran bombas atómicas ni tampoco aviones para transportarlas hasta los Estados Unidos. Pero de toda esta situación en el plazo de los tres años transcurridos hasta 1948 ya no quedaba nada. Si las perspectivas interiores  seguían siendo buenas, aunque entreveradas de una peculiar histeria anticomunista, el horizonte exterior se había entenebrecido de forma definitiva. Truman, en el momento en que le tocó dar el pésame a la viuda de Roosevelt, le preguntó qué podía hacer por ella y ésta le contestó con idéntica pregunta. El presidente fallecido había dejado como herencia a los Estados Unidos una mujer que era un político muy poco práctico y un vicepresidente que era un político muy pragmático, pero al que nadie parecía tomarle muy en serio, ni siquiera aquel que le había nombrado. Persona con capacidad ejecutiva y decisoria, accesible y popular, Harry Truman tenía un curriculum nada impresionante. Había fracasado en una empresa textil y eso le había hecho dedicarse a la política, pero parecía un profesional de la misma a muchos años luz del presidente Roosevelt, quien ni siquiera le conocía, y fue convertido en candidato porque Byrnes, su opción preferida, parecía más peligroso para que triunfara su candidatura.
Truman no estaba preparado ni remotamente para la decisiva misión que tuvo que desempeñar en materia internacional e incluso había sido marginado en tiempos anteriores de cualquier debate de la administración norteamericana en torno a política exterior. Su única declaración en esta materia, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, había consistido en decir que los Estados Unidos tenían que estar en contra de cualquiera que triunfara, fuera Alemania o Rusia. 

Patriota, concienzudo y poco brillante, Truman tuvo que enfrentarse con prudencia o con imaginación, según los casos, a algunas de las más graves decisiones de política exterior de su país en un momento decisivo.
En su última comunicación con Churchill, Roosevelt le había recomendado «minimizar» el problema con los soviéticos pero, en realidad, él mismo había empezado a ser consciente de todas las dificultades para llegar a un acuerdo duradero con Stalin. Roosevelt no era un ingenuo simplón en estas materias, tal como en ocasiones se le ha retratado. Pero lo que, sin duda, resulta cierto es que Truman en diez días cambió mucho y con brusquedad la relación norteamericana con la URSS. Asesorado por Harriman, el embajador norteamericano en Moscú, en la primera conversación que tuvo con Molotov le mostró tal dureza que el diplomático soviético aseguró que nunca había sido tratado así. Político provinciano, Truman estaba convencido de que, a base de tratar a Stalin con monosílabos, podría obtener de ellos mucho más que con condescendencia.
En realidad Stalin era bastante más prudente y proclive a la cautela respecto a la política exterior que a la interior. Según Kennan, el primer elaborador de la doctrina de la «contención», la idea de una Unión Soviética dispuesta de forma inmediata al ataque con Estados Unidos fue siempre, más que nada, el producto de la imaginación. Pero la dura reacción norteamericana, una vez llegó al poder Truman, tuvo como consecuencia multiplicar las sospechas de Stalin y su inseguridad. Para él la bomba atómica tenía un efecto principalmente psicológico y, por eso, sólo podía afectar a quien tuviera «nervios débiles». No le influyó, por tanto, de manera especial la noticia de que el adversario tenía la bomba, lo que, además, ya conocía gracias a sus espías pero, en cambio, se quejó de la brusca suspensión de los envíos de ayuda que la URSS había venido recibiendo durante toda la guerra. De este modo puede decirse que en el estallido de la guerra fría tuvo un papel decisivo la percepción que se tuvo del adversario. Como veremos más adelante, además, ésta acabó afectando de forma muy destacada a la evolución de la vida interna de los Estados Unidos. 

En la definición de una política respecto a la guerra fría jugó un papel decisivo sobre Truman la fuerte influencia de un «establishment» cuyas actitudes habrían de perdurar en el seno de la política norteamericana. Stimson, el general Marshall -«el americano más grande en vida», según Truman-, Forrestal o Dean Acheson, un arrogante diplomático, fueron sus figuras más destacadas y alguno de ellos, como el último, duró hasta los años setenta en su influencia sobre la política exterior norteamericana. Formaban parte de una élite cultivada que era consciente de lo mucho que había luchado Estados Unidos para obtener la victoria y que deploraban el «apaciguamiento» en el que se habían embarcado las potencias democráticas europeas hasta 1939. Para ellos existía la absoluta necesidad de que los Estados Unidos fueran creíbles; además, estaban convencidos de que disponían de todos los medios materiales, técnicos y humanos para conseguir lo que quisieran. La conciencia de la necesidad de no ceder ante los soviéticos se transmitió al presidente quien, en sus memorias, asegura sobre la actuación sovietica en Corea que «el comunismo ha actuado exactamente como Hitler y Mussolini habían actuado quince y veinte años antes». Esa actitud de los dirigentes norteamericanos se mantuvo durante décadas. Quienes ejercieron el poder cuando estalló la guerra fría no tenían nada de conservadores. Truman podía ser elemental -«su lengua iba más deprisa que su cabeza», afirmaba Acheson- pero era un demócrata progresista. A su madre le comentó que tenía un amigo que en veinte años no había tratado a un republicano. «No se ha perdido gran cosa», repuso ésta. 

Los primeros meses de 1946 supusieron un cambio en la política norteamericana sobre la URSS pero no determinaron aún un giro definitivo. El gasto militar pasó de casi ochenta y dos mil de millones de dólares a algo más de trece mil millones en 1945-7, una reducción impresionante que denota la confianza en la paz. Ya en abril de 1946 habían sido desmovilizados siete de los doce millones de hombres con los que Estados Unidos había concluido la Guerra Mundial y pronto las Fuerzas Armadas sólo contaron con un millón y medio de soldados. Es cierto que los Estados Unidos tenían en sus manos -de momento en régimen de monopolio- el arma nuclear, pero las bombas atómicas exigían setenta hombres para montarlas y los aviones erraban en ocasiones hasta kilómetros al lanzarlas. Además, ni siquiera existía un número muy elevado. 

La política contraria a la guerra fría contó en Wallace con un defensor entusiasta, aunque con el paso del tiempo acabara cambiando de postura. Hombre religioso y conocido científico en materias agrícolas, representó la actitud contraria a la ruptura con Rusia como consecuencia de una visión en parte ingenua pero también aislacionista. Pretendió, por ejemplo, que los norteamericanos no tenían nada que hacer en el Este de Europa como tampoco los rusos en Latinoamérica: eso le hizo aceptar, por ejemplo, el golpe de Estado comunista en Checoslovaquia. Truman, en realidad, no le hizo caso pero le mantuvo en su puesto ministerial como responsable de Agricultura, lo que pudo dar la sensación de que estaba en parte de acuerdo con él. Fue un acontecimiento exterior el que acabó decantando la cuestión: la guerra civil en Grecia provocó el definitivo decantamiento hacia una neta política de resistencia en todos los frentes respecto a los soviéticos. Dean Acheson formuló una tesis que luego, de un modo u otro, fue remodelándose con el transcurso del tiempo. Consistía en partir de la base de que una cesión en apariencia mínima podría tener como consecuencia una avalancha de desastres sucesivos. En su primera versión la fórmula consistió en temer que una manzana podrida pudiera poner en peligro a todas las demás. De ahí la llamada «doctrina Truman», es decir, el apoyo a los países que intentaran resistir a la penetración comunista. Pero esta doctrina tuvo como contrapartida también la ayuda material a esos países. Tal como lo explicó el general Marshall, que dio nombre al plan destinado a cumplir ese propósito, «nuestra política no está dirigida contra ningún país ni doctrina sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos». Cuando se pidió a los países europeos que presupuestaran sus necesidades, adelantaron una demanda de casi dieciocho mil millones de dólares. Quedaron reducidos, por parte de los norteamericanos, a algo más de trece mil, entregados entre 1948 y 1952. Tuvieron una importancia decisiva, como veremos, de cara a la reconstrucción de Europa. Marshall, inteligente y dotado de un espíritu práctico envidiable, había propuesto no combatir el problema en que se encontraba Europa sino resolverlo y, sin duda, lo logró

 

Antecedentes Guerra de Vietnam

Época: Guerra de Vietnam

Inicio: Año 1964
Fin: Año 1975

Lo primero que resulta necesario advertir es que, frente a lo que pensaron y dijeron los estudiantes protestatarios en Europa y América, no puede atribuirse en absoluto al imperialismo económico la presencia norteamericana en Vietnam.

 En 1969 tan sólo el 1% de la exportación norteamericana iba a este país. Indochina podía haber sido importante para Francia por materias primas como el caucho y el estaño en los años cuarenta, pero todo eso había perdido su sentido en los años sesenta. La actitud norteamericana respecto a la zona era, por el contrario, de indiferencia: sólo un puñado de profesores norteamericanos sabían hablar el vietnamita a inicios de los sesenta. Lo que caracterizó a la posición norteamericana, sobre todo, más que «la indigencia moral» -de la que habló Carter- fue «una buena causa» inicial, como aseguró Reagan, pero, eso sí, pésimamente servida. 

En efecto, como escribe Kissinger, «todo empezó con las mejores intenciones y rara vez las consecuencias de las acciones de una nación han resultado tan distintas de su propósito original». Lo que guió a la intervención norteamericana en Vietnam fue un enfoque universalista e ideológico: vieron la necesidad de detener una agresión totalitaria como no se había hecho en Munich en los años treinta, pero erraron por completo en el paralelismo. En el caso del conflicto del Vietnam se trataba de un problema de nacionalismo relacionado con su pasado colonial y en él no estaban involucrados intereses estratégicos decisivos. Además, los Estados Unidos siempre se comprometieron lo bastante como para que les afectara, incluso muy gravemente, pero nunca lo suficiente como para obtener la victoria.

Ya en los cincuenta, la Indochina francesa había sido considerada importante por sus materias primas pero, sobre todo, por el efecto que tendría su caída. Estados Unidos resultó un dubitativo participante en las conversaciones de Ginebra y no quiso firmar los acuerdos de 1954, probablemente como consecuencia de su política respecto a China en estos momentos. El resultado de los acuerdos de 1954 fue que se internacionalizó la paz, pero sin ninguna garantía efectiva. En consecuencia, los vietnamitas del Norte pudieron tener la sensación de que se les dejaba la posibilidad de acabar conquistando el Sur. Por otro lado, fue el nacionalismo y no ninguna consigna de Moscú el que produjo la sublevación allí.
Cuando Kennedy llegó al poder el número de norteamericanos en Vietnam era de apenas 685. Vietnam del Sur tenía 14 de los 25 millones de habitantes del país y la mayor parte de los recursos alimenticios, pero nunca tuvo conciencia de ser una nación. La conclusión a la que llegó el presidente norteamericano fue, sin embargo, que si los Estados Unidos tenían que luchar por el Sudeste asiático limitando el avance comunista lo debían hacer por Vietnam del Sur. En consecuencia, pronto el país se convirtió en el quinto país del mundo en recibir ayuda norteamericana. Eso, no obstante, no mejoró su dirección política: NGo Dinh Diem, su presidente, era uno más del millón de personas que había abandonado el Norte en el momento de la victoria de los comunistas, mucho más un enemigo de éstos que un nacionalista. Déspota y católico, en un país en que esta religión recordaba al pasado colonial, mantuvo a 50.000 personas en la cárcel. Al principio Diem dio la sensación de ser un gestor eficaz pero, rodeado de una especie de corte imperial, acabó por exasperar a sus aliados. Kennedy dijo de él: «Diem es Diem y es lo mejor que tenemos», pero en el momento en que el número de norteamericanos en Vietnam llegaba a 18.000 y se había producido una revuelta budista tuvo lugar el derrocamiento de Diem (noviembre de 1963). El propio embajador norteamericano apoyó el golpe, iniciando un proceso por el que los Estados Unidos se involucraron en exceso en la política de aquel a quien querían proteger. 

A partir de este momento, cuanto más aumentaba la presencia norteamericana en Vietnam más insistían desde Washington en la reforma política, llegando a intromisiones inaceptables y, al mismo tiempo, más se americanizaba la guerra. De otro lado, cuanto mayor era la inseguridad de los sudvietnamitas en el poder, al mismo tiempo más autoritario se volvía el Gobierno de Saigón. En 1964 hubo nada menos que siete Gobiernos, lo que es lógico si tenemos en cuenta que la expulsión de Diem había producido un profundo vacío político. Kahn, el sucesor de Diem, fue un personaje simplemente cómico. Nunca hubo, por parte norteamericana, una evaluación del adversario ni del hecho de que las guerras largas, igual que la de Corea, acaban quebrando el consenso interno de las democracias. Cuando surgieron dificultades a medio plazo, los mismos que habían defendido la necesidad de intervención cambiaron radicalmente y hablaron de la necesidad de una retirada. El adversario acabó por ver los signos de buena voluntad como testimonios de debilidad.

 

Japon y Estados Unidos entran en Guerra

Japón y EEUU entran en la guerra

Época: II Guerra Mundial
Inicio: Año 1939
Fin: Año 1945

La derrota de las potencias democráticas en Europa tuvo consecuencias no sólo en el Viejo Continente sino también en el otro extremo del mundo, aunque en este caso fueron mucho más tardías.

El más claro antecedente en la situación política internacional que dio lugar al estallido de la guerra mundial cabe encontrarlo en la guerra de agresión que Japón llevaba a cabo en China desde el comienzo de los años treinta y, en especial, a partir de 1937. Tal situación se debía a una peculiar situación de la potencia agresora que, de acuerdo con su ideología y la mentalidad de la época, sólo podía encauzarse con una política exterior imperialista. Los dirigentes políticos de Japón poco tenían que ver con el fascismo pero sí con un orden tradicional que concedía un valor esencial al factor militar y, además, no tenían inconveniente en instrumentarlo al margen de cualquier tipo de reparo moral, como ya habían demostrado durante la guerra contra el Imperio ruso a principios de siglo. 

Por otro lado, las dificultades económicas objetivas de Japón eran evidentes: superpoblado, debía importar el 90% de su petróleo y el 85% de su hierro, sin que ni siquiera pudiera autoabastecerse de alimentos. Muy por debajo de las posibilidades industriales de sus rivales y, en especial, de los Estados Unidos, en caso de conflicto estaba obligado a obtener una victoria rápida. Como en el caso de Italia, la guerra de los dirigentes japoneses respondió a una estrategia propia que no fue concertada en absoluto con Alemania. A diferencia de ésta, no pretendía una indefinida expansión, sino que quería limitar su área de influencia tan sólo al Extremo Oriente. 

Fueron las derrotas de los aliados las que llevaron a Japón a elegir una nueva vía de expansión diferente de China. La Indochina francesa, la Indonesia holandesa y las posesiones británicas del Extremo Oriente satisfacían de un modo mucho más completo sus necesidades de materias primas pero, aun así, la decisión bélica tardó en tomarse. Para Japón, las potencias occidentales eran, en efecto, el enemigo por excelencia y no sólo por motivos estratégicos sino también por un cierto antioccidentalismo muy enraizado en sus núcleos dirigentes. De ahí que Japón ingresara en el pacto tripartito en septiembre de 1940, de modo que creó con ello una comunidad de intereses con Alemania e Italia. El siguiente paso fue suscribir un acuerdo de no-agresión con Moscú, en abril de 1941. Los dirigentes japoneses carecían de la obsesión antisoviética de Hitler y, en la práctica, llegaron incluso a hacer un inapreciable favor a Stalin, puesto que es muy probable que no hubiera podido soportar una guerra en dos frentes. A diferencia de alguno de sus colaboradores más destacados, Hitler fue incapaz de percibir esta realidad y se limitó a esperar de Japón que mantuviera ocupados a los norteamericanos ante la eventualidad de un conflicto con ellos. Pero, porque era consciente de que antes o después tendría que enfrentarse con los norteamericanos, prometió declararles la guerra en el caso de que Japón, que complementaba su ausencia de suficiente fuerza naval, también lo hiciera. 

Abrumados los británicos por la situación en Europa, no se podía esperar de ellos que sirvieran de barrera a la expansión japonesa e incluso durante algún tiempo decidieron cerrar la carretera de Birmania gracias a la cual se aprovisionaba la resistencia china. La presión japonesa consiguió que los franceses aceptaran la ocupación del Sur de Indochina en julio de 1941, mientras que los holandeses en Indonesia se mostraban mucho más remisos a las presiones japonesas. Fueron los Estados Unidos quienes cerraron de manera decidida el paso a Japón. 

La victoria de Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1940 le permitió ir tomando medidas que contribuían cada vez más a alinear a su país en favor de los británicos. En el verano de 1941, procedió a ocupar Islandia, para proteger la navegación en el Atlántico, y empezó a enviar ayuda a la Unión Soviética, a pesar de que era una medida muy impopular en su país. En octubre, se dio luz verde a las instrucciones para la construcción de la que sería denominada «bomba atómica«. Pero, entre la opinión pública, la resistencia a la participación armada en el conflicto seguía siendo muy grande y, cuando se votó en el Congreso el servicio militar obligatorio, fue aprobado solamente por un voto de diferencia a su favor. 

En estas condiciones, el presidente Roosevelt decidió no participar en la guerra a menos que el país fuera atacado, agotando todas las posibilidades de mantenerse al margen de la intervención directa, aunque consciente de que ésta sería muy difícil de evitar. Esta descripción de su postura parece mucho más apropiada que la de considerarle una especie de maquiavélico personaje que provocara y esperara el ataque japonés. Por el contrario, mantuvo conversaciones con Japón hasta el último momento e incluso puede decirse que su última propuesta a este país fue generosa: estaba dispuesto a seguir aprovisionándolo de petróleo a condición de que abandonara su último paso expansivo en Indochina. 

Pero, en el fondo, el acuerdo era imposible, porque los norteamericanos querían a los japoneses fuera del pacto tripartito y éstos deseaban las manos libres en China y se sentían como un pez fuera del agua, ahogándose por falta de combustible. Hay que tener en cuenta, además, que los norteamericanos conocían perfectamente la escritura cifrada japonesa, por lo que podían percibir la duplicidad de aquellos con los que negociaban, cuya pretensión consistía en comprar petróleo norteamericano para aprovisionarse contra los propios Estados Unidos. Al final, en agosto, lo único que hicieron éstos fue decretar un embargo de las exportaciones de este producto a Japón.
La duplicidad sentida al otro lado del Pacífico se correspondía, en realidad, con una evidente pluralidad de posturas por parte japonesa. Había quien negociaba con el deseo de que las conversaciones fracasaran y quien deseaba evitar la guerra. Sólo en los momentos finales, la llegada del ministro de Guerra Tojo a presidente del ejecutivo japonés supuso un punto de no retorno. Lo paradójico fue que un admirador de los Estados Unidos, que estaba convencido del gravísimo peligro que la guerra representaba para Japón, el almirante Yamamoto, fue el responsable de un cambio de estrategia que proporcionó la victoria inicial a los japoneses. Éstos no podían esperar una victoria a medio plazo sobre un país de potencia industrial muy superior. Su estrategia para caso de conflicto bélico, hasta el momento consistía en proseguir el avance hacia el Sur y esperar la ofensiva norteamericana a partir del Pacífico central. Yamamoto, en cambio, optó por tomar la iniciativa atacando a la Flota norteamericana en Pearl Harbour, la base situada en las Hawai. De esa manera, podría Japón tener una ventaja inicial sobre un país que tenía en construcción tres veces más barcos que él. Además, por este procedimiento sacaba el mejor partido de su clara superioridad momentánea en portaaviones y, en general, de una flota más moderna. 

El ataque a Pearl Harbour -7 de diciembre de 1941- fue planeado cuidadosamente, utilizando una inhabitual ruta del Norte, en domingo, con silencio en las comunicaciones y al amparo de los frentes de lluvias, lo que explica que sorprendiera por completo a los norteamericanos quienes, como los británicos, nunca pudieron imaginar a Japón capaz de llevar a cabo un ataque como éste. Con apenas un centenar de muertos, los japoneses destruyeron la Flota norteamericana, causándole 35 bajas por cada una propia. Sin embargo, el resultado bélico real de esta operación fue menor que el que se ha acostumbrado a decir. Los japoneses habían tenido que adaptar sus torpedos a las aguas poco profundas del puerto y este hecho tuvo consecuencias positivas para los norteamericanos, porque pronto pudieron reflotar buena parte de sus barcos. Además, los Estados Unidos conservaron sus portaaviones, que no estaban en puerto, los depósitos de combustible e incluso buena parte de las tripulaciones, que permanecían en tierra. De este modo, lo que parecía una espectacular victoria del agresor sentaba, por su insuficiencia, los precedentes de su derrota final. 

Resulta curioso que los principales líderes del conflicto recibieran con satisfacción la entrada de Japón en una guerra que, de este modo, se convertía de forma definitiva en mundial. Hitler dijo a sus colaboradores que ahora contaba con un aliado que no había sido vencido en 3.000 años; Churchill, que tanto luchó por conseguir la colaboración norteamericana, pensó haber ganado ya la guerra y el propio Roosevelt sintió el alivio que le proporcionaba la definitiva clarificación de la posición norteamericana ante el conflicto. Pero, a corto plazo, ante la incredulidad anglosajona, se produjo un torrente de victorias japonesas que parecieron tan imparables como las alemanas.
Se basaban, además, en un género de estrategia que parecía semejante a la empleada por el III Reich. Su fundamentó radicó en ataques por sorpresa, utilizando la superioridad técnica -por ejemplo, en aviación- y siguiendo un rumbo que desorientaba al adversario. Cuatro días después de que fuera destruida la Flota norteamericana, alguna de las joyas de la flota británica -el crucero Prince of Wales- siguió idéntica suerte. 

Los japoneses desembarcaron simultáneamente en Malaya y Filipinas y, a fines de año, habían ocupado Hong Kong. Sin embargo, sus mayores éxitos parecieron producirse en los meses siguientes. En febrero de 1942, derrotaron a los holandeses, tras una batalla naval con importantes efectivos, accedieron a Indonesia y, sobre todo, ocuparon Singapur, base británica reputada inexpugnable y fundamental para todo el Extremo Oriente. Lograron esta ocupación con fuerzas muy inferiores a las de sus defensores, en la que para Churchill constituyó la derrota más humillante y deprimente. 

Entre abril y mayo, liquidaron la resistencia norteamericana en Filipinas, cuyos últimos defensores se habían encerrado en Batán y en la isla de Corregidor, en nefastas condiciones para una resistencia prolongada. En mayo, los japoneses completaban la ocupación de Birmania, mientras que la audacia imparable de sus ataques parecía amenazar a la vez a la India, Ceilán y Australia. Nunca pudieron imaginar los británicos, situados confortablemente a la defensiva en este escenario, la capacidad ofensiva japonesa. Ellos y los norteamericanos habían decidido concentrar esfuerzos contra Alemania en caso de conflicto, pero ahora debieron modificar parcialmente su estrategia ante esta oleada de derrotas.

Fuentes:  http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3129.htm

 

Guerra Civil

Cada guerra, si se trata de una guerra civil o una guerra entre dos países diferentes, tiene muchas causas que se inician y las mismas guerras tienen algunos efectos de larga duración. En el caso de la Guerra Civil Americana, la esclavitud se puede atribuir como una de las principales causas.

Cuando Abraham Lincoln fue elegido el Presidente, los estados del sur en los EE.UU. estima que pueden tener problemas debido a sus hábitos de esclavitud y debido a la posición de Lincoln contra la esclavitud. Por lo tanto, estos estados del sur comenzaron a separarse de los Estados Unidos y, por tanto, las semillas de la guerra civil fueron sembradas. Mientras que los estados del norte que se apoya más en las industrias de Lincoln, los estados del sur que estaban más en la agricultura, sintió la necesidad de caer en la esclavitud para la supervivencia de su ocupación.

Después de la guerra terminó en 1865, uno de los efectos principales de la misma fue la abolición de la esclavitud. Hubo muchos cambios económicos y políticos después de la guerra y no hubo secesiones más después de la final del año. Los estados del sur, de hecho, ante una depresión severa debido a la devastación de la guerra, en la medida en que los gobiernos de los estados del norte tenían que chip para ayudar a los estados del sur recuperarse.

Aunque la esclavitud terminó después de la Guerra Civil algo, llamado a la aparcería comenzó cuando los propietarios de granjas blancas podrían conseguir mano de obra barata y seguir haciendo ganancias. Este era tan bueno como la esclavitud, pero nadie alguna vez lo llamó así por lo que este procedimiento salió con la suya. Los afroamericanos aún se estaban oprimidos y el efecto de uno de los principales de la guerra fue la pérdida de 60.000 vidas en los EE.UU., que fue el más grande de la historia.