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El Duque y yo

El Duque y yo

    Si te disculpas otra vez    ̶ dijo Simón, echando la cabeza hacia atrás y tapándose la cara con las manos  ̶ , tendré que matarte. 

    Daphne le lanzó una irritada mirada desde la silla donde estaba sentada en la cubierta del pequeño barco que su madre había alquilado para llevar a toda la familia, y al duque, claro, a Greenwich.
     Discúlpame – Dijo   ̶, si soy lo suficientemente educada como para pedirte perdón por las obvias manipulaciones de mi madre. Creía que el propósito de esta farsa era no tener que someterte a merced de estas madres desesperadas.
     Simón agito la mano en el aire mientras se acomodaba todavía más en su silla.
     ̶  Solo supondría un problema si no me lo estuviera pasando bien. 
    Daphne abrió la boca sorprendida.
      ̶  Oh   ̶  dijo, estúpidamente, a su parecer-. Me alegro. 
      ̶  Me encanta navegar, aunque solo sea hasta Greenwich, además, después de pasar tanto tiempo en alta mar, me apetece ir a visitar el Observatorio Real para ver el meridiano de Greenwich. –inclino la cabeza hacia ella   ̶. ¿Sabes algo sobre la navegación y los meridianos?
     Daphne agito la cabeza.
    ̶  Me temo que casi nada, Debo confesar que no se demasiado bien que es ese meridiano que hay en Greenwich.
    ̶  Es el punto desde donde se miden las longitudes de todo el planeta. Antes, los marineros median las distancias longitudinales desde su punto de partida, pero, en el último siglo, el astrónomo real decidió que Greenwich fuera el punto cero para todas las medidas.
     Daphne arqueo las cejas. 
     Me parece un poco prepotente por nuestra parte, ¿no crees, eso de posicionarnos como el centro del mundo?
     ̶  En realidad, cuando se sale a navegar por alta mar es bastante útil tener un punto de referencia universal. 
     Ello lo miro, dubitativa.
     ̶ ¿Y todos estuvieron de acuerdo? Me cuesta creer que los franceses no hubieran preferido Paris y estoy segura que el Papa hubiera preferido Roma…
     ̶  Bueno, no fue algo acordado –dijo Simón, riéndose ̶  . No hubo ningún tratado oficial, si es eso a lo que te refieres. Resulta que el Observatorio Real cada año publicaba unos mapas con datos perfectamente detallados; se llama el Almanaque Náutico. Y un marinero tendría que estar loco para salir a navegar sin uno a bordo. Y, como el Almanaque Náutico mide las longitudes tomando Greenwich como el punto cero…, bueno, pues todo el mundo ha adoptado este sistema. 
1. En el renglón 21 Daphne expresa: «Daphne abrió la boca sorprendida»
a) Incertidumbre
b) Desconcierto
c) Desasosiego
d) Certeza
e) Consternación 
2. ¿Qué tipo de conversación tenían Simón y Daphne?
a) Casual
b) Laboral
c) Conflictiva
d) Profesional 
e) Académica
3. ¿Qué palabra significa lo mismo o casi lo mismo que dubitativa?
a) Consternación
b) Desconcertada
c) Duda
d) Preocupación
e) Admiración
4. ¿Cómo se sentía Daphne con respecto al tema que conversaban?
a) Confiada
b) Ignorante
c) Insegura
d) Menospreciada
e) Prepotente 

 

RESPUESTAS

1.  b;   2. a;   3. c;   4. b

Conflicto Israel-Palestina

Aunque, como tendremos la ocasión de comprobar, una buena parte de los conflictos del Oriente Medio se debieron a la peculiar combinación de religión y política en el mundo islámico, la conflictividad en la zona tenía un largo pasado que permitía que las crisis estallaran sin necesidad de este factor. Además, en el Mediterráneo oriental esta potencial situación explosiva se vio multiplicada a comienzos de los setenta por el hecho de que la situación estratégica había cambiado merced a dos factores: la existencia de una mayor paridad en el peso relativo de las dos superpotencias después de establecida la presencia de la flota soviética y la actitud de algunas potencias árabes revolucionarias.

La persistencia de una conflictividad venida de antiguo se aprecia en el caso de Chipre. Dada su composición étnica y cultural la muy compleja Constitución de este país contenía una serie de apartados que no eran revisables y otros que lo podían ser tan sólo con una mayoría muy cualificada. La presidencia del arzobispo Makarios permitía un delicado equilibrio constitucional pero en el verano de 1974, cuando éste propuso a los dirigentes del Gobierno dictatorial militar griego que los oficiales de esta nacionalidad que encuadraban a las fuerzas militares chipriotas dejaran de hacerlo, tuvo lugar un golpe de Estado. Makarios debió refugiarse en una base británica y Turquía respondió con un inmediato desembarco en la isla ante la perplejidad de los grecochipriotas y del Gobierno helénico que había provocado la operación y que tuvo que acabar por abandonar el poder. Cuando, al final de 1974, Makarios recuperó el poder fue ya imposible restablecer la peculiar situación constitucional existente. Grecia y Turquía, dos miembros de la OTAN, habían estado a punto de enfrentarse en un conflicto armado y la primera abandonó durante unos años la organización militar de la OTAN a la que no se reintegraría sino en 1980. Por su parte, Turquía acabó reconociendo una República turca del Norte de Chipre en 1983; aunque fue el único país que lo hizo, en la práctica la unidad política de la isla no volvería a reconstruirse. También en el Mediterráneo Libia pareció contribuir a debilitar la tradicional hegemonía del mundo occidental. Convertida en una potencia poderosa por sus recursos petrolíferos y durante algún tiempo cercana a la URSS, durante estos años parece también haber auspiciado la actividad de movimientos terroristas. En abril de 1986 los norteamericanos bombardearon Libia en una operación que estuvo a punto de acabar con la vida de su dirigente El Gadafi.

De todos modos, el centro de gravedad de la tensión internacional en Oriente Medio era otro. Aunque el conflicto entre Israel y los países árabes estuvo lejos de solucionarse, la evolución en Medio Oriente propiamente dicha resultó, en un primer momento, más favorable para el mundo occidental, aunque sólo fuera por la marginación que la URSS sufrió en Egipto. En realidad, esta región del mundo desde 1956 había sido lugar preeminente de la confrontación entre las grandes potencias que prodigaron su apoyo militar y diplomático a sus aliados regionales. Pero no siempre las superpotencias obtenían los resultados previstos y, sobre todo, la evolución de las circunstancias fue siempre impredecible y a menudo paradójica. La guerra, por ejemplo, supuso la elevación de los precios del petróleo y el alineamiento de todos los países árabes contra Israel (Egipto y Siria consideraron a partir de 1974 a la OLP como única y legítima representante de la población palestina). Pero ya sabemos que la presión a través de los productos energéticos duró poco; en realidad, el gran cambio producido en la panorámica internacional de la región fue el desplazamiento de Egipto desde una actitud de cerrada oposición al Estado de Israel y a los norteamericanos hasta convertirse en colaborador de los segundos y firmar la paz con los primeros.

A este resultado se llegó como consecuencia de dos realidades coincidentes. Kissinger, el secretario de Estado norteamericano, fue un hábil negociador de conflictos en caliente mediante una diplomacia de pequeños pasos que evitaba que un momento de grave tensión local se convirtiera en guerra universal. De este modo consiguió detener la guerra en un momento en que la situación de las fuerzas egipcias era muy complicada. Pero un papel más importante le correspondió al presidente egipcio Sadat, capaz de darse cuenta, como una parte de la clase dirigente de su país, de que no le interesaba a su país mantener una situación sin solución ni futuro previsibles. Tras el ultimo periodo bélico Sadat había probado que era capaz de iniciar la guerra contra el adversario secular utilizando a los soviéticos e indirectamente el arma del precio del petróleo. En años sucesivos, en cambio, utilizó a Washington para obtener un acuerdo satisfactorio para su país con los israelíes. También se debe tener en cuenta que si la diplomacia de Carterpudo pecar de incoherente y confusa en otros aspectos, al mismo tiempo supo también ser paciente en la búsqueda de la paz convirtiéndose en esto en paradójico heredero de Kissinger, su antítesis en lo que respecta a los principios determinantes de la acción exterior. Carter, por ejemplo, inició la aproximación a una solución por el procedimiento de pedir que Israel tuviera fronteras defendibles pero se retirara de una parte de los territorios ocupados y reconociera que la OLP representaba por lo menos a una parte considerable de los palestinos.

La decisión más crucial, que demostró la valentía de Sadat, fue su viaje a Jerusalén en noviembre de 1977. Ante el propio Arafat la había anunciado en el Parlamento egipcio y le costó no sólo la dimisión de sus responsables de política exterior propia sino también unos inicios de los contactos que resultaron muy decepcionantes. Ante el Parlamento israelí afirmó Sadat que los antiguos antagonistas estaban de acuerdo en dos cosas: la necesidad de garantías recíprocas y la evidencia de que la guerra anterior debía ser la última. De hecho, las minucias de la negociación le interesaban muy poco y estaba dispuesto a librarse de la hipoteca palestina que pesaba sobre la política exterior árabe y mediatizaba cualquier posibilidad de desarrollo económico estable. Occidentalista, impaciente y anticomunista, su interés primordial radicaba en recuperar el Sinaí pero chocó con una fuerte oposición interna a la hora de seguir este rumbo.

Tras trece días de encuentro en Camp David entre Beguin, el primer ministro israelí, y Sadat en septiembre de 1978 se llegó a un acuerdo que fue suscrito en marzo de 1979 en Washington. Gracias a él Israel, tras treinta años de guerra, firmó la paz con el más poderoso de sus vecinos árabes y Egipto logró la restitución de los territorios que había perdido en 1967 tras un plazo de tiempo que dilató el proceso hasta 1982. Para entonces Sadat había sido ya asesinado en octubre de 1981, víctima de los integristas que desde mediados de los años setenta venían constituyendo un peligro creciente para el Estado egipcio. Desde antes, sin embargo, el aislamiento de éste del conjunto de los países árabes se había hecho casi total alineándose contra él no sólo los países más próximos a la Unión Soviética sino también los conservadores como Arabia Saudita y Jordania. Egipto fue excluido de la Liga Árabe cuya capitalidad se trasladó en adelante a Túnez y sólo dos países árabes -Sudán y Omán- mantuvieron sus relaciones diplomáticas con él.

La paz entre Egipto e Israel no sólo no liquidó el conflicto iniciado en 1948sino que en cierto sentido lo agravó. De la cuestión palestina no se había tratado más que en un intercambio de cartas que pronto se demostró incapaz de resolver nada. Fue el testimonio de la desgana de Sadat por seguir haciendo depender los intereses propios de las reivindicaciones palestinas. Pero los israelíes no hicieron nada por avanzar en solucionar el problema. En 1977 por vez primera ganó las elecciones el Partido religioso Likud, en gran parte por la corrupción laborista ligada a su larga permanencia en el poder pero también por la creciente inmigración de judíos procedentes del mundo árabe y más confrontados con él. El líder del Likud, Menahem Beguin, que había participado en atentados terroristas contra los británicos, pronto dejó claro su propósito de, en la práctica, incorporar Gaza y Cisjordania al Estado de Israel. Por otro lado, fue aumentando la distancia entre los dirigentes políticos israelíes y el contexto internacional. A fines de 1974, Arafat intervino por vez primera en la ONU en defensa de la instauración del Estado palestino; ya no se hablaba, por tanto, tan sólo de la cuestión de los refugiados. Los Estados Unidos se decían ya partidarios de una patria palestina que incluyera Cisjordania y Jordania. La Comunidad Europea llegó a más pidiendo que al proceso de paz se incorporara la OLP; en 1980 Austria e Italia la reconocieron desde el punto de vista diplomático. Mientras tanto, perduraba el terrorismo propiciado por esta organización y Menahem Beguin, tras firmar la paz con Egipto, como para compensar sesiones anteriores, trasladó la capital de Israel a Jerusalén (1980), se anexionó el Golán (1981) y fomentó la colonización judía en los territorios ocupados, en parte por razones estratégicas pero también con un propósito de ampliación de la tierra reclamada de forma permanente. En esta tarea jugó un protagonismo muy importante su ministro de Agricultura Ariel Sharon.

Pero lo más grave desde el punto de vista del derramamiento de sangre durante este período fue, sin duda, el estallido de una auténtica guerra civil en el Líbano. Éste había sido en el pasado un modelo de convivencia intercultural gracias a un sistema complicado de equilibrios político-constitucionales. La presidencia, por ejemplo, quedaba reservada a un cristiano maronita mientras que el primer ministro debía ser un musulmán sunita. De esta manera, se podía mantener una apariencia de Estado democrático occidentalizado cuando la población musulmana, sin duda, hubiera preferido la vinculación con Siria que, por otra parte, estaba justificada desde el punto de vista histórico pues ya se había producido durante la colonización francesa. Pero dos cambios decisivos hicieron inviable este Estado, considerado antes como un oasis de paz en una región del mundo frecuentemente convulsa. En primer lugar, el peso demográfico creciente de la población musulmana parecía quitar justificación al predominio o, al menos, al poder compartido con los cristianos. Pero, sobre todo, en 1968-1969 y más aún en 1970, cuando los palestinos fueron expulsados de Jordania, su implantación en el Líbano supuso la creación de un Estado dentro del Estado con los campos de refugiados convertidos a menudo en fortalezas desde las que actuaban las guerrillas de castigo a los israelíes. Éstos llegaron a decir que los palestinos disponían de 80 tanques en el Sur del Líbano y otros tantos lanzadores de misiles.

En abril de 1975, tras un desfile de las fuerzas palestinas por las calles de Beirut dotadas incluso de armas pesadas, tuvo lugar el asesinato de un líder musulmán por parte de las «Falanges» cristianas y desde este momento ya resultó inviable un Estado que acabó por disolverse en una serie de comunidades autónomas que combatían entre sí. A partir de 1976 las potencias vecinas intervinieron mediante actos de fuerza para defender sus intereses o para intentar una paz precaria. Lo hizo Siria a partir de 1976 para ejercer un papel de árbitro pero también para testimoniar su pretensión hegemónica en el seno del mundo musulmán. La ambigüedad de esta actuación se aprecia también en que si, por un lado, una misión de esta intervención era procurar moderar el entusiasmo revolucionario de los palestinos, también los sirios contribuyeron a facilitar la expansión de la influencia integrista iraní.
Por su parte, Israel, que había llevado a cabo operaciones de castigo en el Sur del Líbano en junio de 1982, realizó una operación militar -«Paz en Galilea»- que afirmó querer desalojar al adversario palestino. Pero aunque ésos eran los objetivos declarados, pronto se ampliaron pretendiendo establecer un poder fuerte en Líbano. Hasta 80.000 israelíes intervinieron con unos 1.300 tanques; sufrieron más de un centenar de muertos y consiguieron un éxito espectacular pero a cambio de no pocos inconvenientes. Después de prometer que la operación no tendría más que un carácter limitado, llegaron hasta Beirut y se enfrentaron con la aviación siria, a la que redujeron a la impotencia. Pronto la operación provocó la profunda desunión en la propia opinión pública israelí.
Israel logró el abandono del Líbano por la OLP pero no la reconstrucción de este Estado: a los pocos meses fue asesinado Bechir Gemayel, el dirigente de las milicias cristianas, que debía cumplir esta misión. En septiembre de 1982 los «falangistas» libaneses asaltaron dos campos de refugiados palestinos cercanos a Beirut en Shabra y Shatila produciendo una auténtica carnecería. Un informe independiente de origen israelí culpó a su propio Ejército -Sharon incluido- de, al menos, no haber tomado más medidas oportunas para evitar que un suceso así, previsible, tuviera lugar. 400.000 israelíes -más del 10% de la población de este país- se habían manifestado en protesta por lo sucedido.
Finalmente, las tropas israelíes se retiraron aun conservando una franja de protección en el Sur del Líbano; en el ínterin sus relaciones con el aliado norteamericano habían empeorado mucho. Tampoco la intervención de una fuerza internacional resolvió la cuestión. Formada por contingentes de cuatro países occidentales acabó siendo víctima de atentados por parte de grupos terroristas -como el de octubre de 1983 que costó casi trescientos muertos entre norteamericanos y franceses- mientras que la presencia siria, que los apoyaba o al menos tenía alguna conexión con ellos, seguía siendo predominante en el interior. En definitiva, la irresolución del conflicto palestino había tenido como consecuencia el traslado de la crisis a un país vecino que había sido ejemplo de convivencia. Líbano no se recuperaría de esa situación sino mucho tiempo después cuando empezó a encauzarse la situación en el conjunto de Oriente Medio.

Fuentes: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3265.htm

La democracia alemana

Época: I Guerra Mundial
Inicio: Año 1914
Fin: Año 1918

Fue en Alemania donde la debilidad de la nueva democracia de la posguerra fue más evidente. La República de Weimar padeció de una doble ilegitimidad de origen. Para la extrema izquierda, representó «la derrota de la revolución», por la represión de los intentos insurreccionales de los meses de diciembre de 1918 a abril de 1919 y por el aplastamiento de los nuevos intentos revolucionarios de marzo de 1920 («alzamiento espartaquista» en los distritos mineros del Ruhr) y de octubre de 1923

(disturbios comunistas en Sajonia). Para la extrema derecha, el régimen de Weimar significó la traición nacional, los «traidores de noviembre» -según la propaganda hitleriana-, la aceptación del humillante tratado de Versalles. La derecha nacionalista alemana no aceptó la República. El 13 de marzo de 1920, hubo ya un conato de golpe monárquico en Berlín, encabezado por Wolfgang Kapp y el general von Lüttwitz, que fracasó al declarar los sindicatos la huelga general. Erzberger, el líder del partido católico, fue asesinado el 29 de agosto de 1921; Rathenau, el dirigente demócrata y ministro de Asuntos Exteriores, el 24 de junio de 1922.

El voto de la derecha nacional, representada por el Partido del Pueblo Nacional Alemán (DNVP), heredero de la Liga Pangermánica de la preguerra y dirigido por Alfred Hugenberg, no fue en absoluto desdeñable. En las elecciones de enero de 1919, el DNVP logró 44 escaños y el 10,3 por 100 de los votos; en las de diciembre de 1924, 103 escaños y el 20,5 por 100 de los votos. La ultraderecha, representada por el partido nazi, el Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), creado en febrero de 1920 y enseguida dirigido por Adolf Hitler, hizo también pronto su aparición. El NSDAP pasó de 64 afiliados en el momento de su fundación a 55.787 en 1923. En las elecciones de junio de 1920, logró 4 diputados; en las de 4 de mayo de 1924, 32 y el 6,6 por 100 de los votos.

La República de Weimar fue, además, un régimen políticamente débil. El sistema proporcional elegido hizo que ningún partido tuviese nunca la mayoría absoluta. El mejor resultado de los socialistas, del SDP, el partido más votado entre enero de 1919 y septiembre de 1930, les dio 165 escaños de un total de 421. Todos los gobiernos republicanos fueron gobiernos de coalición. Ello fue una de las causas de la inestabilidad gubernamental: entre 1919 y 1930, hubo un total de 11 gobiernos. Además, por el colapso del Partido Democrático de Rathenau, el partido de las clases medias profesionales (75 escaños en 1919, 39 en 1920, 28 en 1924, 25 en 1928), las coaliciones tuvieron que hacerse entre el SPD, el Zentrum católico -que estuvo en todos los gobiernos desde 1919 a 1932- y el partido liberal-conservador o popular (DVP) de Gustav Stresemann. Ello perjudicó sobre todo al SPD, eje de la República: nunca pudo desarrollar plenamente su propia política y hubo de gobernar haciendo continuas concesiones al centro-derecha. Ni el ejército ni la justicia, por ejemplo, pudieron ser reformados. Al contrario, la doble amenaza de la extrema izquierda y de la ultra-derecha, hizo que el régimen de Weimar tuviera que apoyarse en un ejército mayoritariamente conservador y ajeno a los valores democráticos del nuevo orden político.

La crisis económica de la posguerra erosionó profundamente la legitimidad de la República. La deuda por la financiación de la guerra se estimó en 150.000 millones de marcos. Por el Tratado de Versalles, Alemania perdió el 14,6 por 100 de su tierra cultivable, el 74,5 por 100 de su producción de mineral de hierro, el 26 por 100 de la de carbón y porcentajes igualmente elevados de su producción de zinc y potasio. Vio, además, incautadas gran parte de sus flotas mercante y pesquera. En esas condiciones, unidas a la inseguridad política creada por el hundimiento de la monarquía, la proclamación de la República y la amenaza revolucionaria de 1918-19, la industria alemana quedó paralizada. Las importaciones excedieron con mucho a las importaciones. El déficit de la balanza de pagos se disparó. El marco se devaluó aceleradamente: 100 marcos pasaron de valer 5 libras en 1914, a valer 0,2 libras a principios de 1921.

La fijación el 27 de abril de 1921 de la cantidad a pagar por reparaciones de guerra en la cifra de 6.500 millones de libras (132.000 millones de marcos-oro) hundió, como muy bien vio Keynes, las expectativas de recuperación de la economía alemana. Para agravar las cosas, en enero de 1923 los gobiernos francés y belga, alegando retrasos en el pago de las cantidades de carbón impuestas y ante el temor de un aplazamiento en la entrega de las reparaciones en metálico, decidieron la ocupación militar del Ruhr y la confiscación de las minas y ferrocarriles de la región.

La población alemana, con el apoyo del gobierno, respondió con una política de resistencia pasiva. La producción cayó espectacularmente; la escasez aumentó y los precios se desorbitaron, estimulados por el aumento de la circulación de billetes provocado por el gobierno para de alguna forma sostener la demanda interna. Alemania experimentó el primer proceso de hiperinflación conocido en la historia. El valor de su divisa bajó a 35.000 marcos por libra en 1922 y a 16 billones de marcos por libra a finales de 1923. El dinero carecía de valor. El índice de precios al por mayor había pasado del valor 1 en 1913 a 1,2 billones en 1923. La gente llevaba los billetes en cestos y hasta en carretillas.

La situación, con todo, tuvo solución rápida y brillante. El gobierno alemán, que nombró a Hjalman Schacht (1877-1970), un prestigioso banquero y miembro del Partido Democrático delegado de la moneda y luego presidente del Reichsbank, procedió a crear un nuevo marco, el rentemmark, equivalente a un trillón de marcos viejos, y a tomar drásticas medidas de ahorro y contención del gasto. Al tiempo, solicitó a los aliados una investigación sobre la economía alemana y el estudio de nuevas fórmulas para el pago de las reparaciones. El resultado fue el Plan Dawes (que tomó el nombre del presidente de la comisión nombrada al respecto, el norteamericano Charles G. Dawes) que en abril de 1923 recomendó fijar los pagos anuales en dos millones y medio de marcos-oro y la concesión a Alemania de créditos internacionales por valor de 800 millones de marcos-oro. Hasta Francia se dio por satisfecha y retiró sus soldados del Ruhr en 1925.

Pero el daño político y social que la hiperinflación y la ocupación causaron a la nueva democracia alemana fue irreparable, a pesar de la prosperidad -ala postre, ficticia- que Alemania tendría de 1925 a 1929. La hiperinflación destrozó las economías de las clases medias (pequeños empresarios, ahorradores, inversores en rentas fijas, pequeño comercio, etcétera): eso explicaría en parte el retroceso del Partido Democrático y el auge de la derecha. El líder nazi, Hitler, creyó llegado el momento para promover un golpe contra la República. El 8 de noviembre de 1923, intentó, con la colaboración de otros grupos ultranacionalistas y el concurso personal de Ludendorff, tomar Munich, bastión de la derecha alemana y del regionalismo bávaro, y forzar así la proclamación de un gobierno nacional. El «putsch de la cervecería», como se le conoció por el lugar donde empezaron los hechos, fue un disparate. La policía abrió fuego contra la manifestación nazi y mató a 17 personas. El Ejército apoyó al gobierno. El mismo gobierno regional bávaro -cuyas tensiones con el gobierno central Hitler quiso capitalizar en favor de la intentona- se volvió contra los golpistas. Hitler fue detenido y procesado. Pero todo el episodio fue significativo y premonitorio.

La estabilidad de la democracia en la Europa de la posguerra -en Alemania y en otros países- habría necesitado que los valores y la cultura democráticos estuvieran profundamente enraizados en la conciencia popular. Precisamente, la I Guerra mundial había provocado una profunda crisis de la conciencia europea. Ya se verá también que, en esa crisis, el nacionalismo, el «ethos» de la violencia revolucionaria, las tentaciones fascista y comunista, las filosofías irracionalistas, adquirieron vigencia social extraordinaria.

Burckhardt, el gran historiador suizo, había dicho allá hacia 1870, que el siglo XX vería «al poder absoluto levantar otra vez su horrible cabeza». La I Guerra Mundial creó el clima moral para que aquella sorprendente premonición fuese cierta.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3075.htm

Inicios de la Guerra Fria

Inicios de la Guerra Fria

Los Estados Unidos de Truman

Época: Inicios Guerra Fria
Inicio: Año 1945
Fin: Año 2000

El año 1946 se abrió bajo los mejores auspicios para los norteamericanos. Con la victoria en la segunda Guerra Mundial se abrió una nueva etapa en la Historia de los Estados Unidos.

 Esencial en este período de la vida norteamericana fue la sensación colectiva de que en este momento se podía conseguir alcanzar lo que la nación se propusiera. Un comentarista político, Luce, aseguró que se iniciaba «an American Century», un siglo americano. Así fue en el sentido de que en gran medida lo que fue sucediendo en los Estados Unidos acabó por producirse luego en otras latitudes, incluso en las más lejanas.

Los Estados Unidos concluyeron la Segunda Guerra Mundial con 405.000 muertos, muchos más que al final de la primera, pero también con un grado espectacular de prosperidad y también de unanimidad respecto a los planteamientos fundamentales. Aunque luego, muchos años después, hubo actitudes muy contrapuestas, lo cierto es que en 1945 el 75% de los norteamericanos estaba de acuerdo con el lanzamiento de la bomba atómica. En realidad nadie entre los dirigentes del país manifestó una clara voluntad de que la bomba no fuera lanzada. Pero esta unanimidad estuvo acompañada también por una indudable ingenuidad. En 1945, el 80% de los norteamericanos estaba de acuerdo con la vertebración de un nuevo sistema de relaciones internacionales basado en la ONU  y pensado para hacer posible la paz. En estos momentos, además, la popularidad de la Unión Soviética entre los norteamericanos era superior a la que obtenía Gran Bretaña. Menos de un tercio de los norteamericanos pensaba en la posibilidad de que hubiera una guerra en el próximo cuarto de siglo. Al mismo tiempo, no tantos norteamericanos fueron conscientes del decisivo papel que le correspondería jugar en adelante a los Estados Unidos. Se explica esta situación por el previo aislamiento que sólo había sido superado con la entrada en la guerra: hasta 1938 Rumania había tenido un Ejército más numeroso que los Estados Unidos. 

Además, después de concluida, había otras poderosas razones para no sentir ningún tipo de prevención ante el exterior. Con independencia de que no hubiera perspectivas en el horizonte de enfrentamiento, al final de la guerra no había países sobre la superficie del globo que tuvieran bombas atómicas ni tampoco aviones para transportarlas hasta los Estados Unidos. Pero de toda esta situación en el plazo de los tres años transcurridos hasta 1948 ya no quedaba nada. Si las perspectivas interiores  seguían siendo buenas, aunque entreveradas de una peculiar histeria anticomunista, el horizonte exterior se había entenebrecido de forma definitiva. Truman, en el momento en que le tocó dar el pésame a la viuda de Roosevelt, le preguntó qué podía hacer por ella y ésta le contestó con idéntica pregunta. El presidente fallecido había dejado como herencia a los Estados Unidos una mujer que era un político muy poco práctico y un vicepresidente que era un político muy pragmático, pero al que nadie parecía tomarle muy en serio, ni siquiera aquel que le había nombrado. Persona con capacidad ejecutiva y decisoria, accesible y popular, Harry Truman tenía un curriculum nada impresionante. Había fracasado en una empresa textil y eso le había hecho dedicarse a la política, pero parecía un profesional de la misma a muchos años luz del presidente Roosevelt, quien ni siquiera le conocía, y fue convertido en candidato porque Byrnes, su opción preferida, parecía más peligroso para que triunfara su candidatura.
Truman no estaba preparado ni remotamente para la decisiva misión que tuvo que desempeñar en materia internacional e incluso había sido marginado en tiempos anteriores de cualquier debate de la administración norteamericana en torno a política exterior. Su única declaración en esta materia, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, había consistido en decir que los Estados Unidos tenían que estar en contra de cualquiera que triunfara, fuera Alemania o Rusia. 

Patriota, concienzudo y poco brillante, Truman tuvo que enfrentarse con prudencia o con imaginación, según los casos, a algunas de las más graves decisiones de política exterior de su país en un momento decisivo.
En su última comunicación con Churchill, Roosevelt le había recomendado «minimizar» el problema con los soviéticos pero, en realidad, él mismo había empezado a ser consciente de todas las dificultades para llegar a un acuerdo duradero con Stalin. Roosevelt no era un ingenuo simplón en estas materias, tal como en ocasiones se le ha retratado. Pero lo que, sin duda, resulta cierto es que Truman en diez días cambió mucho y con brusquedad la relación norteamericana con la URSS. Asesorado por Harriman, el embajador norteamericano en Moscú, en la primera conversación que tuvo con Molotov le mostró tal dureza que el diplomático soviético aseguró que nunca había sido tratado así. Político provinciano, Truman estaba convencido de que, a base de tratar a Stalin con monosílabos, podría obtener de ellos mucho más que con condescendencia.
En realidad Stalin era bastante más prudente y proclive a la cautela respecto a la política exterior que a la interior. Según Kennan, el primer elaborador de la doctrina de la «contención», la idea de una Unión Soviética dispuesta de forma inmediata al ataque con Estados Unidos fue siempre, más que nada, el producto de la imaginación. Pero la dura reacción norteamericana, una vez llegó al poder Truman, tuvo como consecuencia multiplicar las sospechas de Stalin y su inseguridad. Para él la bomba atómica tenía un efecto principalmente psicológico y, por eso, sólo podía afectar a quien tuviera «nervios débiles». No le influyó, por tanto, de manera especial la noticia de que el adversario tenía la bomba, lo que, además, ya conocía gracias a sus espías pero, en cambio, se quejó de la brusca suspensión de los envíos de ayuda que la URSS había venido recibiendo durante toda la guerra. De este modo puede decirse que en el estallido de la guerra fría tuvo un papel decisivo la percepción que se tuvo del adversario. Como veremos más adelante, además, ésta acabó afectando de forma muy destacada a la evolución de la vida interna de los Estados Unidos. 

En la definición de una política respecto a la guerra fría jugó un papel decisivo sobre Truman la fuerte influencia de un «establishment» cuyas actitudes habrían de perdurar en el seno de la política norteamericana. Stimson, el general Marshall -«el americano más grande en vida», según Truman-, Forrestal o Dean Acheson, un arrogante diplomático, fueron sus figuras más destacadas y alguno de ellos, como el último, duró hasta los años setenta en su influencia sobre la política exterior norteamericana. Formaban parte de una élite cultivada que era consciente de lo mucho que había luchado Estados Unidos para obtener la victoria y que deploraban el «apaciguamiento» en el que se habían embarcado las potencias democráticas europeas hasta 1939. Para ellos existía la absoluta necesidad de que los Estados Unidos fueran creíbles; además, estaban convencidos de que disponían de todos los medios materiales, técnicos y humanos para conseguir lo que quisieran. La conciencia de la necesidad de no ceder ante los soviéticos se transmitió al presidente quien, en sus memorias, asegura sobre la actuación sovietica en Corea que «el comunismo ha actuado exactamente como Hitler y Mussolini habían actuado quince y veinte años antes». Esa actitud de los dirigentes norteamericanos se mantuvo durante décadas. Quienes ejercieron el poder cuando estalló la guerra fría no tenían nada de conservadores. Truman podía ser elemental -«su lengua iba más deprisa que su cabeza», afirmaba Acheson- pero era un demócrata progresista. A su madre le comentó que tenía un amigo que en veinte años no había tratado a un republicano. «No se ha perdido gran cosa», repuso ésta. 

Los primeros meses de 1946 supusieron un cambio en la política norteamericana sobre la URSS pero no determinaron aún un giro definitivo. El gasto militar pasó de casi ochenta y dos mil de millones de dólares a algo más de trece mil millones en 1945-7, una reducción impresionante que denota la confianza en la paz. Ya en abril de 1946 habían sido desmovilizados siete de los doce millones de hombres con los que Estados Unidos había concluido la Guerra Mundial y pronto las Fuerzas Armadas sólo contaron con un millón y medio de soldados. Es cierto que los Estados Unidos tenían en sus manos -de momento en régimen de monopolio- el arma nuclear, pero las bombas atómicas exigían setenta hombres para montarlas y los aviones erraban en ocasiones hasta kilómetros al lanzarlas. Además, ni siquiera existía un número muy elevado. 

La política contraria a la guerra fría contó en Wallace con un defensor entusiasta, aunque con el paso del tiempo acabara cambiando de postura. Hombre religioso y conocido científico en materias agrícolas, representó la actitud contraria a la ruptura con Rusia como consecuencia de una visión en parte ingenua pero también aislacionista. Pretendió, por ejemplo, que los norteamericanos no tenían nada que hacer en el Este de Europa como tampoco los rusos en Latinoamérica: eso le hizo aceptar, por ejemplo, el golpe de Estado comunista en Checoslovaquia. Truman, en realidad, no le hizo caso pero le mantuvo en su puesto ministerial como responsable de Agricultura, lo que pudo dar la sensación de que estaba en parte de acuerdo con él. Fue un acontecimiento exterior el que acabó decantando la cuestión: la guerra civil en Grecia provocó el definitivo decantamiento hacia una neta política de resistencia en todos los frentes respecto a los soviéticos. Dean Acheson formuló una tesis que luego, de un modo u otro, fue remodelándose con el transcurso del tiempo. Consistía en partir de la base de que una cesión en apariencia mínima podría tener como consecuencia una avalancha de desastres sucesivos. En su primera versión la fórmula consistió en temer que una manzana podrida pudiera poner en peligro a todas las demás. De ahí la llamada «doctrina Truman», es decir, el apoyo a los países que intentaran resistir a la penetración comunista. Pero esta doctrina tuvo como contrapartida también la ayuda material a esos países. Tal como lo explicó el general Marshall, que dio nombre al plan destinado a cumplir ese propósito, «nuestra política no está dirigida contra ningún país ni doctrina sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos». Cuando se pidió a los países europeos que presupuestaran sus necesidades, adelantaron una demanda de casi dieciocho mil millones de dólares. Quedaron reducidos, por parte de los norteamericanos, a algo más de trece mil, entregados entre 1948 y 1952. Tuvieron una importancia decisiva, como veremos, de cara a la reconstrucción de Europa. Marshall, inteligente y dotado de un espíritu práctico envidiable, había propuesto no combatir el problema en que se encontraba Europa sino resolverlo y, sin duda, lo logró