Roma

Ciudad latina junto al río Tíber, el mito dice que fundada por Rómulo y Remo, llegados desde Alba Longa. Arqueológicamente se ha detectado una ocupación muy temprana.

Así, se han hallado restos de la llamada cultura de los Apeninos (siglos XV-XIV a.C.), así como una ocupación permanente a partir del siglo XI a.C. de grupos con una cultura cercana a la manifestada por otros centros del Lacio. La presencia de estas gentes dejó restos de conjuntos de cabañas y necrópolis cerca de los montes Palatino y Velia. A mediados del siglo VIII a.C. parece consumarse un proceso de unificación de diversas poblaciones ubicadas en el área, lo que está en el origen de Roma.

Desde la originaria colina del Palatino, Roma se amplía en la época de los reyes y Servio Tulio rodeó con una muralla las siete colinas que constituían la ciudad, quedando en el centro el foro romano. La invasión de los galos del año 391 a.C. provocó el incendio de la ciudad, por lo que se procedió a su reconstrucción, conservando su irregular trazado y su perímetro amurallado. En este momento ocupa 426 hectáreas, pero presenta por primera vez problemas de vivienda, por lo que se distribuyó entre los indigentes la colina del Aventino.

En el año 174 a.C. se considera que Roma «es una ciudad fea, con edificios públicos y privados de mezquino aspecto», según los cortesanos de Filipo de Macedonia. Las casas estaban construidas al azar, mientras que las irregularidades del terreno habían motivado que las calles fueran serpenteantes y empinadas, con vías estrechas y tortuosas. Ningún ciudadano o extranjero podía moverse a caballo o en carro por la ciudad, excepto para el transporte de materiales o mercancías.

En tiempos de Cesar vivían en Roma unos 800.000 habitantes, produciéndose una afluencia masiva de extranjeros, especialmente esclavos, a la Ciudad.Los barrios centrales presentan síntomas de especulación, ya que los terrenos en la almendra central son escasos y muy caros. Las viviendas -llamadas insulae- se elevan hasta los seis u ocho pisos, produciéndose continuos derrumbamientos e incendios debido a la mala calidad de la construcción y de los materiales.

La llegada de Augusto al poder supuso un embellecimiento de Roma y una nueva administración, al distribuir el territorio en 14 regiones con sus respectivos puestos de guardia, responsables de apagar los incendios. Pero los edificios serán construidos aún en materiales pobres, lo que favoreció el increíble incendio que se vivió en el año 64, en tiempos de Nerón. Para evitar nuevos incendios, Nerón dispuso una serie de ordenanzas que aludían a la construcción de casas alineadas, formando calles anchas, limitando la altura de las casas, que no podrían ser construidas en madera y debían utilizar piedra ignífuga. Depósitos antiincendios fueron colocados estratégicamente. Plinio comenta la existencia de unos 90 kilómetros de calles anchas y alineadas, que no dejaron de ser criticadas por algunos, caso de Tácito, quien comenta: «las calles estrechas y los edificios altos no dejaban penetrar los rayos del sol, mientras que ahora, y a causa de los grandes espacios y la falta de sombra, se arde de calor».

A mediados del siglo II la población de Roma se acercaba al millón y medio de habitantes, concentrándose la mayoría en los barrios centrales. La Subura, el Argilentum y el Velabrum eran los barrios más populosos y los más poblados. Allí vivían zapateros, libreros, vendedores ambulantes, magos, maleantes, aventureros, charlatanes, etc. Las casas estaban levantadas de manera anárquica y sus calles eran estrechas, distribuyéndose las tiendas y los talleres artesanales por oficios. La mayoría de las casas estaban arrendadas y subarrendadas a su vez, elevando los precios de manera desorbitada.

La vida pública y oficial se desarrollaba en los foros, el Capitolio, el Campo de Marte y el Palatino. Los barrios aristocráticos estaban constituidos por domus, residencias de gran amplitud con uno o dos pisos estructurados alrededor del atrio y del peristilo, patio de influencia griega. De las montañas próximas llegaban trece acueductos que inundaban la ciudad de agua, aflorando en las numerosas fuentes públicas que manaban continuamente.

Hacia el año 410 comenzaron las invasiones barbarás. En el año 476 se produjo la caída definitiva del Imperio Romano de Occidente. Los germanos se hicieron con su dominio, mientras que el Imperio Bizantino de Oriente permaneció mil años más, hasta que en 1453 fue Constantinopla fue conquistada por los turcos musulmanes.

En el siglo VIII la situación experimentó un nuevo giro. El Papa Esteban II mostró su apoyo al monarca francés Pipino el Breve que defendía ser un escogido de Dios. A cambio de este respaldo, le fue otorgada una parcela de tierra en las inmediaciones de Roma. Esta alianza, conocida como Sacro Imperio Romano, implicaba a partir de ahora la unión del poder de la Iglesia y el Estado. En el año 800 Carlomagno recibía el título de emperador del Sacro Imperio.

Durante la Edad Media y concretamente, entre el siglo IX y XII, los enfrentamientos fueron constantes entre papas y emperadores. Los Papas incrementaron su dominio, a pesar de la oposición de muchas estirpes aristocráticas que se vieron amenazadas. El poder y la riqueza de la Iglesia rápidamente se manifestaron en sus construcciones. En este tiempo se levantaron nuevas iglesias consagradas a la Virgen como Santa María de Cosmedín en el Trastevere.

En el siglo XV las luchas entre distintas facciones de la población provocó una nueva caída de la ciudad y el exilio del Papa a Aviñón, en Francia. No obstante, no tardó en reestablecer su jerarquía y en el siglo XV se instaló de nuevo en la Ciudad Eterna.
Roma se convirtió en la capital de las Artes. La ciudad alcanzó su máximo esplendor gracias a la acción de grandes mecenas como los Médicis, los Farnese y los Borghese. El pontificado logró que pasara a la historia como uno de los principales centros del Renacimiento y del Barroco.

En tiempos de Carlos V, en el año 1527, tuvo lugar un nuevo episodio que marcó la historia de la ciudad, el Saqueo de Roma. A partir de este momento, el poder del Papa se vio de nuevo cuestionado. La Revolución Francesa, la marcha de Napoleón y la Guerra Franco-Prusiana serían algunos acontecimientos más que amenazarían la influencia del pontificado.

Tras la unificación de Italia en 1870, Roma quedó establecida como capital, hecho que no fue aceptado por la máxima autoridad eclesiástica. El Vaticano sufrió graves incendios, por lo que el Papa tuvo que abandonar la ciudad. En 1929 el Sumo Pontífice fue reconocido como soberano de la Ciudad del Vaticano.
En esta época se produjo un rápido crecimiento urbano. Durante el gobierno de Mussolini se llevaron a cabo impresionantes construcciones de corte fascista.
Capital del Cristianismo a lo largo de los años, en la actualidad continúa siendo referencia de la autoridad religiosa católica.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/civilizaciones/lugares/187.htm

Inglaterra Victoriana

El largo reinado de Victoria de Inglaterra, entre 1837 y 1901, marca la época de apogeo de una determinada concepción política, económica y social en cuyo centro, a modo de foco irradiador, se sitúa la burguesía, grupo social que resultó vencedor de la confrontación con la aristocracia y la Iglesia sucedida en las turbulentas décadas pasadas.

Las décadas finales del siglo XIX ven triunfar a un hombre optimista y confiado en sí mismo, dominador del Mundo y la Naturaleza merced a unos conocimientos técnicos y científicos que se suceden con una rapidez nunca antes vista en otro periodo de la Historia de la Humanidad. Por primera vez es capaz de viajar por el aire y bajo el agua, se combate con eficacia a la enfermedad, se viaja a zonas inhóspitas; el hombre es capaz de comunicarse a distancia, de tener un hogar cómodo y tiempo de ocio. Inventos como el cinematógrafo, el fonógrafo, el automóvil, la luz eléctrica o el teléfono, entre muchos otros, hacen pensar al individuo de principios de siglo que se encuentra en la cima del Mundo y de la Historia.

La Exposiciones Universales devuelven al hombre europeo, a modo de espejo, una imagen de sí mismo engrandecida y orgullosa. En ellas se exhiben los últimos adelantos tecnológicos, el conocimiento y control sobre pueblos alejados, primitivos y extraños, la victoria sobre el tiempo y el espacio. Europeos, estadounidenses y japoneses, las regiones más industrializadas, se lanzan a la conquista de nuevos pueblos y territorios donde proveerse de materias primas y colocar sus productos, a la par que empiezan a lanzar sus dados sobre estratégicos tableros de juego en los que empieza a dirimirse la supremacía universal.

Sin embargo, son también tiempos de incertidumbre e inestabilidad social.Si bien es cierto que la calidad de vida en general alcanza un nivel inusitado, las mejoras no alcanzan a todos ni lo hacen de la misma manera. Los nuevos modelos económicos surgidos de la Segunda Revolución Industrial crearán diferencias, a veces irreconciliables, entre los dos grupos sociales resultantes: la burguesía capitalista y financiera y el proletariado, básicamente industrial. Este último, armado ideológicamente por diversas corrientes de pensamiento y transformación social, iniciará una época de reivindicación y contestación que se prolongará hasta muchas décadas posteriores y que marcará el conjunto de las relaciones sociales, políticas y económicas a lo largo del siglo XX.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2641.htm

La democracia alemana

Época: I Guerra Mundial
Inicio: Año 1914
Fin: Año 1918

Fue en Alemania donde la debilidad de la nueva democracia de la posguerra fue más evidente. La República de Weimar padeció de una doble ilegitimidad de origen. Para la extrema izquierda, representó «la derrota de la revolución», por la represión de los intentos insurreccionales de los meses de diciembre de 1918 a abril de 1919 y por el aplastamiento de los nuevos intentos revolucionarios de marzo de 1920 («alzamiento espartaquista» en los distritos mineros del Ruhr) y de octubre de 1923

(disturbios comunistas en Sajonia). Para la extrema derecha, el régimen de Weimar significó la traición nacional, los «traidores de noviembre» -según la propaganda hitleriana-, la aceptación del humillante tratado de Versalles. La derecha nacionalista alemana no aceptó la República. El 13 de marzo de 1920, hubo ya un conato de golpe monárquico en Berlín, encabezado por Wolfgang Kapp y el general von Lüttwitz, que fracasó al declarar los sindicatos la huelga general. Erzberger, el líder del partido católico, fue asesinado el 29 de agosto de 1921; Rathenau, el dirigente demócrata y ministro de Asuntos Exteriores, el 24 de junio de 1922.

El voto de la derecha nacional, representada por el Partido del Pueblo Nacional Alemán (DNVP), heredero de la Liga Pangermánica de la preguerra y dirigido por Alfred Hugenberg, no fue en absoluto desdeñable. En las elecciones de enero de 1919, el DNVP logró 44 escaños y el 10,3 por 100 de los votos; en las de diciembre de 1924, 103 escaños y el 20,5 por 100 de los votos. La ultraderecha, representada por el partido nazi, el Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), creado en febrero de 1920 y enseguida dirigido por Adolf Hitler, hizo también pronto su aparición. El NSDAP pasó de 64 afiliados en el momento de su fundación a 55.787 en 1923. En las elecciones de junio de 1920, logró 4 diputados; en las de 4 de mayo de 1924, 32 y el 6,6 por 100 de los votos.

La República de Weimar fue, además, un régimen políticamente débil. El sistema proporcional elegido hizo que ningún partido tuviese nunca la mayoría absoluta. El mejor resultado de los socialistas, del SDP, el partido más votado entre enero de 1919 y septiembre de 1930, les dio 165 escaños de un total de 421. Todos los gobiernos republicanos fueron gobiernos de coalición. Ello fue una de las causas de la inestabilidad gubernamental: entre 1919 y 1930, hubo un total de 11 gobiernos. Además, por el colapso del Partido Democrático de Rathenau, el partido de las clases medias profesionales (75 escaños en 1919, 39 en 1920, 28 en 1924, 25 en 1928), las coaliciones tuvieron que hacerse entre el SPD, el Zentrum católico -que estuvo en todos los gobiernos desde 1919 a 1932- y el partido liberal-conservador o popular (DVP) de Gustav Stresemann. Ello perjudicó sobre todo al SPD, eje de la República: nunca pudo desarrollar plenamente su propia política y hubo de gobernar haciendo continuas concesiones al centro-derecha. Ni el ejército ni la justicia, por ejemplo, pudieron ser reformados. Al contrario, la doble amenaza de la extrema izquierda y de la ultra-derecha, hizo que el régimen de Weimar tuviera que apoyarse en un ejército mayoritariamente conservador y ajeno a los valores democráticos del nuevo orden político.

La crisis económica de la posguerra erosionó profundamente la legitimidad de la República. La deuda por la financiación de la guerra se estimó en 150.000 millones de marcos. Por el Tratado de Versalles, Alemania perdió el 14,6 por 100 de su tierra cultivable, el 74,5 por 100 de su producción de mineral de hierro, el 26 por 100 de la de carbón y porcentajes igualmente elevados de su producción de zinc y potasio. Vio, además, incautadas gran parte de sus flotas mercante y pesquera. En esas condiciones, unidas a la inseguridad política creada por el hundimiento de la monarquía, la proclamación de la República y la amenaza revolucionaria de 1918-19, la industria alemana quedó paralizada. Las importaciones excedieron con mucho a las importaciones. El déficit de la balanza de pagos se disparó. El marco se devaluó aceleradamente: 100 marcos pasaron de valer 5 libras en 1914, a valer 0,2 libras a principios de 1921.

La fijación el 27 de abril de 1921 de la cantidad a pagar por reparaciones de guerra en la cifra de 6.500 millones de libras (132.000 millones de marcos-oro) hundió, como muy bien vio Keynes, las expectativas de recuperación de la economía alemana. Para agravar las cosas, en enero de 1923 los gobiernos francés y belga, alegando retrasos en el pago de las cantidades de carbón impuestas y ante el temor de un aplazamiento en la entrega de las reparaciones en metálico, decidieron la ocupación militar del Ruhr y la confiscación de las minas y ferrocarriles de la región.

La población alemana, con el apoyo del gobierno, respondió con una política de resistencia pasiva. La producción cayó espectacularmente; la escasez aumentó y los precios se desorbitaron, estimulados por el aumento de la circulación de billetes provocado por el gobierno para de alguna forma sostener la demanda interna. Alemania experimentó el primer proceso de hiperinflación conocido en la historia. El valor de su divisa bajó a 35.000 marcos por libra en 1922 y a 16 billones de marcos por libra a finales de 1923. El dinero carecía de valor. El índice de precios al por mayor había pasado del valor 1 en 1913 a 1,2 billones en 1923. La gente llevaba los billetes en cestos y hasta en carretillas.

La situación, con todo, tuvo solución rápida y brillante. El gobierno alemán, que nombró a Hjalman Schacht (1877-1970), un prestigioso banquero y miembro del Partido Democrático delegado de la moneda y luego presidente del Reichsbank, procedió a crear un nuevo marco, el rentemmark, equivalente a un trillón de marcos viejos, y a tomar drásticas medidas de ahorro y contención del gasto. Al tiempo, solicitó a los aliados una investigación sobre la economía alemana y el estudio de nuevas fórmulas para el pago de las reparaciones. El resultado fue el Plan Dawes (que tomó el nombre del presidente de la comisión nombrada al respecto, el norteamericano Charles G. Dawes) que en abril de 1923 recomendó fijar los pagos anuales en dos millones y medio de marcos-oro y la concesión a Alemania de créditos internacionales por valor de 800 millones de marcos-oro. Hasta Francia se dio por satisfecha y retiró sus soldados del Ruhr en 1925.

Pero el daño político y social que la hiperinflación y la ocupación causaron a la nueva democracia alemana fue irreparable, a pesar de la prosperidad -ala postre, ficticia- que Alemania tendría de 1925 a 1929. La hiperinflación destrozó las economías de las clases medias (pequeños empresarios, ahorradores, inversores en rentas fijas, pequeño comercio, etcétera): eso explicaría en parte el retroceso del Partido Democrático y el auge de la derecha. El líder nazi, Hitler, creyó llegado el momento para promover un golpe contra la República. El 8 de noviembre de 1923, intentó, con la colaboración de otros grupos ultranacionalistas y el concurso personal de Ludendorff, tomar Munich, bastión de la derecha alemana y del regionalismo bávaro, y forzar así la proclamación de un gobierno nacional. El «putsch de la cervecería», como se le conoció por el lugar donde empezaron los hechos, fue un disparate. La policía abrió fuego contra la manifestación nazi y mató a 17 personas. El Ejército apoyó al gobierno. El mismo gobierno regional bávaro -cuyas tensiones con el gobierno central Hitler quiso capitalizar en favor de la intentona- se volvió contra los golpistas. Hitler fue detenido y procesado. Pero todo el episodio fue significativo y premonitorio.

La estabilidad de la democracia en la Europa de la posguerra -en Alemania y en otros países- habría necesitado que los valores y la cultura democráticos estuvieran profundamente enraizados en la conciencia popular. Precisamente, la I Guerra mundial había provocado una profunda crisis de la conciencia europea. Ya se verá también que, en esa crisis, el nacionalismo, el «ethos» de la violencia revolucionaria, las tentaciones fascista y comunista, las filosofías irracionalistas, adquirieron vigencia social extraordinaria.

Burckhardt, el gran historiador suizo, había dicho allá hacia 1870, que el siglo XX vería «al poder absoluto levantar otra vez su horrible cabeza». La I Guerra Mundial creó el clima moral para que aquella sorprendente premonición fuese cierta.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3075.htm

La India antigua

La India antigua

Época: India
Inicio: Año 3000 A. C.
Fin: Año 250 D.C.

En el III Milenio a. C. encontramos diversas culturas neolíticas en el valle del Indo siendo las más destacables las de Kulli, Nundara, Amri, Nal y Quetta. Ya en época histórica se desarrollará la cultura de Harappa que domina toda el valle del Indo. Esta cultura presenta las primeras ciudades dirigidas por reyes (rajás) o grandes reyes (maharajás).

Las urbes estaban ordenadas en cuadrículas, siendo las edificaciones de ladrillo, controladas desde una fortificación elevada. Se ha constatado su conocimiento de la metalurgia, a excepción del hierro, así como lo evolucionado de su agricultura y de su comercio fluvial, tomando el Indo como eje comercial. Conocemos su escritura pero no ha podido ser descifrada. En cuanto a su arte, existen sellos con representaciones religiosas y animalísticas que recuerdan a las culturas sumerias.

La civilización de Harappa sucumbió ante el empuje de las migraciones de los arios, tribus de lengua indoeuropea procedentes del noroeste que se asentaron en la llanura del Ganges. Esta emigración se produjo de manera escalonada hacia la mitad del II Milenio. Estos arios (denominados así por la palabra arya que en sánscrito quiere decir noble) luchaban con arcos y flechas e iban equipados con coraza y casco, utilizando el carro de guerra tirado por caballos. Con esta potencia militar se imponen fácilmente a la población indígena, iniciándose el Período Védico que abarca hasta los inicios del I Milenio. Entre los arios se produce un reparto de tierras que desencadena la existencia de haciendas individuales y la fragmentación del territorio en reinos dispersos que se enfrentan entre sí. La aristocracia domina el poder y los reyes se suceden por herencia. En estas fechas aparecen los veda, una de las más antiguas muestras de la literatura sagrada que se conservan. Están escritos en sanscrito y en ellos se establece la religión india, donde existe una fuerza universal de carácter impersonal llamada Rita que comparte veneración con la divinidad de los juramentos, Varuna, y la divinidad de los contratos, Mitra. Las fuerzas naturales también son objeto de culto así como la guerra, Indra. La interpretación de los vedas corresponde a los sacerdotes en exclusiva, denominados brahamanes. En algunos textos se hace referencia al yoga como elemento de liberación mediante la unión con la suprema realidad.

Será en estos momentos cuando se establezca la existencia de un régimen de castas en la sociedad hindú dirigida por los brahamanes o sacerdotes; la nobleza militar tiene en su poder la fuerza de las armas; los campesinos libres y la clase agrícola y artesana sometida serían la base de la sociedad mientras que los parias no pertenecen a clase alguna, son los descastados. Esta estructura social viene reflejada en el código de Manu. Las castas surgieron del cuerpo de Brahma, el dios creador.

La política estaba dirigida por el reino de Maghada, dueño y señor del delta del Ganges desde el siglo VII a. C. En estos momentos hicieron acto de presencia en la India dos movimientos religiosos reformistas: el budismo y el jainismo.
El budismo fue fundado en Nepal por un miembro de la familia guerrera de los Sakya llamado Siddharta Gautama y más conocido por Buda, el Iluminado. Este sistema filosófico-religioso elabora una doctrina para la salvación del hombre con la extinción del dolor al que conduce el Nirvana. La teoría de la reencarnación viene definida por el autoperfeccionamiento del individuo que se reencarnará en un ser superior o inferior, dependiendo de su comportamiento. El sistema de castas será la referencia utilizada para la reencarnación, recurriendo en ocasiones a animales para descender de casta.

El jainismo será fundado por Vardhamana, también llamado Jina (el Victorioso) y Mahavira (Alma Grande). Según esta doctrina, el sufrimiento terrenal es producto de la unión del espíritu y la materia. Cuando se separen ambos elementos se alcanzará la liberación, utilizando como instrumentos liberadores la ascesis o el ayuno hasta la muerte. El centro del jainismo será la negación de la violencia y el principio del ahimsa, no hacer daño a criatura alguna. Los jainitas formarán sectas.

En el año 512 Ciro se introduce hasta las orillas del Ganges, arrasando la capital del territorio. Con Dario I los territorios de Gandhara y Sind se incluyen en el Imperio Persa para formar una satrapía, desarrollando un importante comercio con Grecia. Durante casi dos siglos, la India queda bajo el dominio persa hasta que entre 327 y 325 Alejandro Magno controla la mayor parte del territorio, venciendo al rey Poros para regresar a Grecia inmediatamente.

El vacío de poder que se manifiesta tras la marcha de Alejandro será aprovechado por Chandragupta quien inicia la dinastía Maurya. Derrotó al último rey de la dinastía Nanda de Magadha, rechazó un ataque del antiguo general de Alejandro, Sleuco I Nicator, al que entregó doscientos elefantes por abandonar la India, e instaló la capital en Pätaliputra.

Ashoka será el creador del gran Imperio Indio, dominando la mayor parte de la Península India y buena parte de la meseta de Irán. Su conversión al budismo se produjo tras la brutal batalla de Kalinga, que provocó más de 100.000 muertos e igual número de deportados. Su pacifismo y tolerancia religiosa le convierten en uno de los personajes más importantes de su tiempo.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/558.htm

Japón en el último medio siglo

Cuando en 1974 fueron localizados dos soldados japoneses aislados desde la Segunda Guerra Mundial en las selvas de Guam y en las Filipinas, ése fue el mejor testimonio de lo mucho que había cambiado Japón en el último medio siglo. La distancia cronológica de treinta años pareció infinitamente mayor.

En los sesenta el primer ministro Sato había logrado, merced a tres mandatos sucesivos al frente del Partido Liberal Demócrata y del Gobierno, no sólo presidir una larga etapa de gran desarrollo económico sino también lograr para su país un papel creciente en la política mundial. En 1972, sin embargo, poco dispuesto su partido a renovarle la confianza para un cuarto mandato, ni siquiera consiguió transmitir el poder al sucesor que había elegido. Fue Tanaka el heredero en un momento en que el panorama económico e internacional se entenebrecía para el Japón. Pero este país conseguiría sortear la crisis de un modo muy positivo.

En realidad, en los años setenta las crisis que ha sufrido Japón desde el punto de vista económico han sido varias. Ya en 1970-1 se produjo una reevaluación del yen a la que Japón se había resistido hasta entonces; en 1972 las protestas de la industria norteamericana contra el agresivo comercio japonés llevaron a que Nixon impusiera a Japón una apertura propia y unas limitaciones bruscas a su relación comercial con Estados Unidos. En 1973, en fin, Japón fue uno de los países más afectados por la subida del petróleo pues dependía de él en un 90%. En 1974 la inflación llegó al 24% y por vez primera desde el final de la Segunda Guerra Mundial el crecimiento fue negativo (-1, 2%) como consecuencia del impacto de la crisis. Pero la economía se recuperó pronto, en 1975, y de este modo se hizo todavía mayor la distancia económica entre Japón y el resto de los países más desarrollados.

Mientras tanto, se agravaron las muestras de problemas políticos en el Partido Liberal Demócrata a pesar de que de ningún modo fueron mortales. Tanaka, en un principio bien recibido, padeció las consecuencias de la crisis pero, además, los procedimientos clientelísticos de su partido resultaban ya cada vez menos aceptables de cara a la opinión pública. Su sucesor Miki (1974-1976) debió enfrentarse a un escándalo sobre la compra de aviones norteamericanos -asunto Lockheed- como consecuencia de revelaciones producidas en el Senado norteamericano. Por primera vez hubo una escisión del partido, como consecuencia de la aparición del Nuevo Club Liberal, y el sector ortodoxo del Partido Liberal Demócrata obtuvo el resultado electoral más bajo de su historia (menos del 42% del voto).
Sin embargo, el panorama político estaba destinado a cambiar, como consecuencia de la superación de la crisis económica. El primer choque petrolero supuso una grave crisis pero también el reforzamiento de la unidad y el consenso nacionales en materia de política económica. De este modo Japón consiguió quintuplicar el ahorro energético de Estados Unidos y disminuir, gracias a la energía nuclear y a la solar, su dependencia del petróleo. El crecimiento de la economía se realizó principalmente gracias a las exportaciones, en especial de automóviles.

De todos modos, en los años siguientes siguieron los problemas aunque también se les supo dar una respuesta comparativamente más brillante que las del resto de las sociedades desarrolladas. Desde 1976-8 los productos exportados japoneses sufrieron los inconvenientes de una moneda fuerte. Durante la segunda crisis de elevación de los precios del petróleo Japón, con un 4% de crecimiento anual, consiguió doblar el de la OCDE. Pero el problema se volvió a presentar de nuevo en 1985 con la reevaluación del yen.

Mientras tanto, cambiaron las acusaciones tradicionales por parte de las economías desarrolladas en contra de la política económica japonesa. Ya antes, en los medios europeos se había dicho de los japoneses que trabajaban demasiado y parecían aceptar vivir en una especie de jaulas para conejos; esta especie de sacrificio vital creaba unas condiciones de competición muy difíciles para los competidores. Ahora, a las ya tradicionales quejas por el proteccionismo y por la utilización de la tecnología del competidor se sumaron otras como las de colusión entre la Administración y la Justicia en perjuicio de los competidores extranjeros. Pero Japón reaccionó aceptando la limitación voluntaria de las exportaciones y nombrando para el interior del país una especie de defensor del empresario extranjero. Otro problema que se planteó fue el del déficit presupuestario debido a la ausencia de una imposición indirecta capaz de solucionarla.

Pero el resultado de la economía japonesa siguió siendo muy brillante hasta el comienzo de los años noventa. El PIB del Japón era en 1990 igual al de Alemania, Francia y Gran Bretaña juntas y la renta per cápita resultaba la mayor de los países industriales (como veremos, no era así en el caso del nivel de vida). Los excedentes comerciales se mantenían. La reacción de la economía japonesa había consistido durante los últimos años en volcarse sobre las industrias de materia gris y favorecer la división asiática del trabajo liberándose de las industrias pesadas e incluso de las ligeras hacia las nuevas economías emergentes. En 1985 el cuarto cliente de Japón era Corea del Sur y su tercer aprovisionador Indonesia. Aquí estaban gran parte de las inversiones japonesas, el 60% de las realizadas en 1951-1986. Japón, gracias a ellas, se había convertido en un país rentista, la primera potencia financiera mundial.

Los grandes éxitos económicos de Japón se seguían basando en el ahorro, el doble del existente en Estados Unidos o en Francia, las ventajas de la forma de llevar la empresa, caracterizada por un espíritu de solidaridad peculiar, y el carácter módico de los gastos de seguridad social. La esperanza media de vida era en la década de los noventa la más alta del mundo. El problema japonés seguía residiendo en el nivel de vida real: para comprar los mismos alimentos un japonés debía trabajar dos veces más que un norteamericano y tres veces más que un australiano; los japoneses se tomaban cuatro veces menos vacaciones que los franceses. Ya en 1990 Japón prometió incrementar sus inversiones sociales y favorecer el consumo interno a expensas del ahorro.

Una actitud como ésta le resultaba imprescindible no sólo desde el punto de vista de la economía propia sino también de cara a sus competidores. En 1979 había aparecido un libro, cuyo autor fue Vogel, describiendo a Japón «como el número uno»; ahora, en cambio, a pesar de las limitaciones voluntarias del comercio japonés, este país en muchos del resto del mundo, pero sobre todo en los Estados Unidos, era visto no con admiración sino como una grave amenaza. En el propio Japón estaba planteada al comienzos de los años noventa una confrontación entre la conciencia sentida de que era necesario comportarse de otro modo de cara a los competidores y la realidad de una eclosión de posturas neotradicionalistas y nacionalistas. Quizá por esto último daba la sensación de que en política exterior seguía existiendo una especie de incapacidad por parte de Japón para asumir compromisos obvios a los que le obligaba su situación geográfica y su potencia económica: Francia, por ejemplo, acogió muchos más sudvietnamitas que Japón.

Se habían producido, mientras tanto, cambios sociales importantes que no siempre ofrecían unas características positivas. Los más importantes se centraron en la aparición de una nueva generación mucho más volcada al consumo pero también en el envejecimiento de la población de modo que en el año 2.000 el 15% de los japoneses tendría más de 65 años. Otro de los grandes problemas del Japón fue, a partir de este momento, la penuria de la mano de obra. Ésta, además, ya no estuvo sujeta a sistemas de trabajo con empleo durante toda la vida sino a otros mucho más flexibles.

En el terreno de la política, si en la época anterior los escándalos cometidos por la derecha tuvieron como consecuencia que la izquierda ganara en algunos sitios, ahora se produjo una cierta recuperación de los liberal-demócratas aunque persistió el interrogante fundamental acerca de la viabilidad de un régimen democrático que en la práctica se había caracterizado por la carencia de alternativa desde 1945. La oposición había creído poder superar al partido en el poder en 1976 pero éste ya había alcanzado el 48% del voto en 1980, unos siete puntos porcentuales más que en la elección anterior. Además, en las elecciones regionales los liberal-demócratas conquistaron provincias en las que en el pasado había vencido la oposición y, sobre todo, consiguieron desvincular al Komeito del frente opositor. Partido del electorado flotante, la debilidad del Komeito fue identificarse con la secta religiosa que le había servido de apoyo inicial. Su aceptación de la política exterior de los liberal-demócratas y el haber conseguido de éstos fondos para los programas sociales le hicieron desligarse de la oposición. En ella el Partido Socialista daba una creciente sensación de esclerosis mientras que el Partido Comunista, aunque en 1972 alcanzara su cota máxima de algo más del 10%, seguía siendo marginal. Fue, además, un partido que evolucionó cada vez de forma más marcada hacia una fórmula semejante al eurocomunismo. El propio cambio de la sociedad japonesa tendía de forma indirecta a favorecer una evolución en sentido favorable a los liberaldemócratas. En un momento en que el 90% de los japoneses se decían miembros de las clases medias una proporción creciente de los electores se decían desligados de cualquier vinculación partidista. Con todo, la esclerosis del sistema político habría de producir sorpresas en el momento posterior a la caída del comunismo.

La primacía de la alianza con los Estados Unidos se pudo considerar como realidad definitivamente admitida de la política exterior japonesa en torno a mediados de los setenta pero en años posteriores tuvo un cierto carácter conflictivo y no sólo como consecuencia de la Guerra del Vietnam o de los conflictos comerciales. En 1973, por ejemplo, Japón adoptó una política propalestina tras la elevación de los precios del petróleo, pero ya en 1974 esta mayor libertad de movimientos de sus relaciones internacionales quedó compensada cuando tuvo lugar la primera visita de un presidente norteamericano al archipiélago (fue Gerald Ford). Desde esa fecha prácticamente desapareció el debate en la política exterior incluso en los partidos especialmente interesados en ella como el Komeito. El Ejército Japonés era ya en estas fechas el séptimo del mundo, signo de que empezaban a aceptarse las responsabilidades militares.

En los otros terrenos habituales de la política exterior japonesa el papel desempeñado por este país ha resultado siempre creciente en los últimos tiempos. En 1978, tras la muerte de Mao, se firmó un Tratado con China. En diez años los intercambios comerciales entre los dos países se multiplicaron por diez y el turismo por doce. Japón era ya por entonces el primer país en la relación comercial con China y China el segundo de Japón pero muy lejos aún de Estados Unidos. Los países de ASEAN recibían un tercio de las inversiones del Japón que cada vez manifestaba una más clara ambición de convertirse en pieza insustituible para la organización del mundo del Pacífico en sus más diversos aspectos. La paradoja del Japón seguía siendo, sin embargo, que su peso económico en el mundo estaba todavía muy por debajo de su presencia diplomática: sólo en 1974 un ministro de Exteriores japonés viajó a África.

Ya en esta fecha se podía considerar consolidada una realidad nueva en el panorama de Extremo Oriente y, en general, del propio mundo. A finales de los años setenta, además, se hizo habitual la mención a los «nuevos países industrializados» o «semidustrializados». Respondían todos ellos no sólo a una misma localización geográfica sino también a características particulares muy diferentes pero que, al mismo tiempo, tenían en común una serie de rasgos económicos comunes. En ellos los productos manufacturados representaban siempre el 25% del producto interior bruto y el 50% de las exportaciones. Estos países, en vez de financiar su industrialización a partir de la exportación de materias primas, como había sido lo habitual hasta el momento, lo hicieron a través de una industria dedicada de forma preferente a la exportación. En general, la protección social de los trabajadores fue siempre escasa, los salarios bajos, existieron en ellos zonas comerciales especiales y el Estado intervino mucho más que en una economía liberal propiamente dicha.

Los «cuatro dragones», como también fueron denominados popularmente estos países, suponían a comienzos de los noventa algo más de setenta millones de habitantes (63 entre Corea del Sur y Taiwán, que sólo tenía 20). La población urbana era entonces de un mínimo de dos tercios del total. El PIB por habitante iba de 6. 200 dólares anuales, en el caso de Corea del Sur, hasta los más de 12.000 de Singapur. Durante la década de los ochenta habían crecido siempre a un ritmo de más de un 7% anual pero en el caso de Corea del Sur el 10%; a comienzos de los noventa la tasa de crecimiento se mantenía sensiblemente parecida.

Todos estos países si por algo se caracterizaban en el terreno de la vida política era, sin duda, por un autoritarismo con pocas concesiones a la democracia, a pesar de su alineamiento en política exterior al lado de los Estados Unidos y, en general, del mundo occidental. Taiwan en 1949 recibió dos millones de personas del continente entre las que hubo que contar a 300.000 soldados. La ley marcial no fue abolida sino en 1987 y en el Parlamento perduraron los representantes elegidos en 1948 en la China continental hasta el momento de ir desapareciendo por muerte natural. Sólo en 1953 empezó el fuerte crecimiento económico. La muerte de Chiang Kaishek en 1975 no introdujo ninguna evolución democrática porque fue sustituido por su hijo, que mantuvo el autoritarismo: sólo al final de la Guerra fría se introdujo un régimen democrático propiamente dicho. En Hong Kong no existió ninguna legislación social hasta 1968 y sólo en los setenta hubo una sensible mejora de las condiciones de trabajo para los trabajadores. Su desarrollo industrial le llevó directamente a la tercera generación de la revolución industrial, a comienzos de los años noventa, con la industria electrónica. En su caso existió siempre un problema importante de política exterior y descolonización. En 1984 las autoridades británicas y las chinas llegaron a un acuerdo para que la colonia volviera en 1997 a la soberanía de China, sin introducir cambio alguno en los distintos regímenes económicos, políticos y sociales existentes. En 1992 Hong Kong invirtió ya 10.000 millones de dólares en la China Popular. Por su parte, compuesta por 59 islas, Singapur tiene una población que en un 62% es china y se ha convertido en una plaza financiera de primera importancia. Corea del Sur, paradójicamente con lo que había de ser su destino, fue en el pasado la zona menos desarrollada desde el punto de vista industrial de Corea. El crecimiento económico no tuvo lugar sino en la década de los sesenta con un deliberado sacrificio del consumo y con la voluntad manifiesta del Estado de proteger la exportación. Ya en los años ochenta se había convertido en uno de los diez países con mayor capacidad exportadora del mundo y estaba muy relacionada con la economía norteamericana y japonesa. Pero el autoritarismo duró hasta la fase final de la guerra fría.

Fuente:http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/3271.htm

Formación de la conciencia independentista

Inicio: Año 1750 – Fin: Año 1775

Todos estos factores hicieron que a mediados del siglo XVIII la economía colonial llegara a convertirse en una de las más ricas y productivas del mundo.

Por lo demás, era notable el grado de autogobierno de que disfrutaban estas colonias y la fiscalidad que gravaba a sus habitantes era menor que la soportada por los propios ingleses. Pero tal bienestar general no sólo no evitó el conflicto con la metrópoli sino que provocó, indirectamente, el enfrentamiento con Londres. Por una parte, la sociedad colonial -una sociedad fronteriza- había evolucionado más rápidamente que la británica y era más igualitaria; aunque se sentían razonablemente contentos de pertenecer al Imperio británico y bebían en las fuentes ideológicas inglesas, en los años centrales del Siglo de las Luces, y más aún al reflexionar sobre su contribución a la victoria obtenida en la recién concluida Guerra de los Siete Años (1756-1763) -conocida por los norteamericanos como Guerras Indias-, aparecerá en los colonos un progresivo sentimiento de «americaneidad» no exento de criticas y descalificaciones hacia los ingleses.

Además, aunque la tendencia secular de la economía de las trece colonias de Norteamérica fue notablemente positiva y alcista, la coyuntura en los años inmediatamente posteriores a la guerra era de depresión; los privilegiados hombres de negocios ven mermar sus beneficios y el pueblo llano pierde su trabajo o sus pequeñas propiedades. Desde su perspectiva, el paraíso americano peligraba y muchos inmigrantes se creían abocados a una vida semejante a la que dejaron en la triste Europa. Esta es la razón por la cual aquéllos -la minoría privilegiada- contar con el apoyo de las masas en su enfrentamiento con la metrópoli.Por otro lado, la necesidad de hacer frente a los elevados gastos ocasionados por la contienda -que, para Londres, había favorecido principalmente a los colonos-, y las propias doctrinas político-económicas imperantes, llevaron a los gobiernos británicos desde 1763 a adoptar una serie de medidas fiscales que quebraron, definitivamente, el afecto de los habitantes de las colonias hacia la metrópoli; y muy especialmente el de quienes no eran oriundos de Inglaterra (que eran ya mayoría) o el de los británicos que habían sido llevados a la fuerza o habían llegado a América huyendo de la persecución política o religiosa. Se pasó, en quince años, de la disensión a la rebelión armada.Con todo, aunque sin olvidar la recesión económica de los años sesenta, entre las concausas de la Revolución burguesa americana hay más de temores de los gobernados ante un porvenir que creen que pondrá en peligro su actual prosperidad, que quejas contra una ya padecida experiencia de injusticias y privaciones.

Es mucho más la protesta de los privilegiados que el lamento de los oprimidos. Así, la mayoría de los líderes de la revuelta antibritánica pertenecía a clases bien acomodadas y no pretendieron en modo alguno subvertir un orden social en el que ya ocupaban, en las colonias, la cúspide: cuatro de cada cinco miembros de las asambleas locales en que se tomaron las decisiones que llevaron a la independencia pertenecían a la burguesía adinerada y a los terratenientes, aunque solamente el 10 por 100 de los colonos podría incluirse en dicha clase privilegiada.Y, desde luego, fueron las decisiones de los ministros de Jorge III, y en particular de George Grenville, encargado de reorganizar el mundo colonial en la posguerra, las que provocaron el rechazo de los, hasta entonces, pacíficos colonos; al pretender recuperar desde Londres el control político y económico de ultramar, los americanos creyeron que peligraban sus libertades y su prosperidad. Para los gobernantes ingleses era imprescindible tratar de equilibrar el presupuesto: la deuda nacional superaba los 136 millones de libras y de las 70.000 que costaba la administración y la defensa de las colonias en 1748, Londres había pasado a gastar más de 350.000 en 1763. Parte de esa enorme cifra -que debía mantenerse parcialmente por el peligro indio (el jefe Pontiac había atacado en 1763 muchos pueblos y asentamientos en la zona del Niágara y los Grandes Lagos) y ante un hipotético deseo francés de reconquista- debería salir, en opinión de muchos parlamentarios, ministros, comerciantes y contribuyentes ingleses, de las arcas de quienes más se habían beneficiado: los colonos. Éstos, además, debían comprar a los fabricantes ingleses los productos manufacturados con materias primas coloniales, según dictaban los cánones mercantilistas.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2428.htm

Rechazo a las leyes británicas

Inicio: Año 1764 – Fin: Año 1770

El gabinete Grenville comenzó por elevar los derechos aduaneros de ciertos productos como el azúcar, vino, té, café y textiles (Sugar Act Ley de Azucar de abril de 1764)

… La reacción que suscitaron en América estas leyes –absolutamente habituales en la mayoría de los países europeos desde hacía siglos pero inaceptables para un pueblo educado en la tradición británica- fue un claro aviso de lo que podía llegar a suceder si Londres no rectificaba: hubo tumultos, agresiones a soldados y, mucho más significativo, se celebraron juntas de representantes de varios territorios para aunar  esfuerzos en la primera muestra de colaboración intercolonial, cosa inconcebible años antes ya que las trece colonias británicas en Norteamérica había mantenido entre si una absoluta separación desde la fundación de cada una de ellas. Hasta esa década y durante siglo y medio, los habitantes de Maryland, New York, Pennsylvania, Virginia, Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island, Connecticut, New Jersey, Delaware, North Carolina, South Carolina y Georgia no se habían sentido unidos en nada. En octubre de 1765 se unieron en Nueva York delegados de nueve de esas trece colonias para protestar por la Stamp Act, aunque aun en tono conciliatorio y sin dejar translucir un deseo de independencia o de desafío a la Corona.

Pese a las protestas de los colonos y a las advertencias de hombres como Benjamín Franklin  (muy respetado en los círculos intelectuales y políticos ingleses y que vivió en Londres desde 1764 hasta 1775 e hizo las veces de portavoz de los colonos), el Gobierno y la clase política británica no cedieron y si bien es verdad que se derogó en febrero de 1766 la Stamp Act (contra la que también se habían alzado algunas voces inglesas en las Cámaras de los Comunes y de los Lores, como las de Edmund Burke o las del propio William Pitt), un mes después el Parlamento afirmaba, por la Declaratory Act, su plena soberanía sobre todas las colonias y su potestad para imponer tributos a sus habitantes. Al año siguiente serían gravados nuevos productos de importación (vidrio, plomo, papel, pinturas y té) por las leyes tributarias del ministro Townshend (Townshend Revenue Acts de junio y julio de 1767) y el clima general contra ellas provocó nuevas asambleas de protesta, artículos de prensa contra la política de Londres (entre los que destacaron las «Cartas de un granjero» que escribiera el rico propietario, y admirador de los ingleses, John Dickinson) e, incluso, el boicot de muchos colonos a los productos metropolitanos. La asamblea local de Massachusetts envió una circular a las otras colonias el 11 de febrero de 1768 para concitar esfuerzos contra estas medidas; y cuando parecía que dicho acto, claramente sedicioso, iba a pasar desapercibido, el gobernador real, azuzado por el secretario de asuntos americanos, lord Hillsborough, ordenó clausurar la Asamblea al negarse 92 de los 107 representantes a desdecirse de su alegato antibritánico.

Desde ese instante aquellos 92 «héroes de la libertad» serían aclamados en las otras colonias (en Virginia comienza a destacar la figura del coronel de milicias George Washington, por entonces diputado por el condado de Fairfax) y varias de sus asambleas fueron, asimismo, cerradas. La agitación antibritánica creció a la vez que se atisban ciertos deseos de mancomunar las acciones «americanas». A estas alturas, aunque aún no estaban rotos del todo los lazos que unían a la metrópoli con sus territorios ultramarinos, eran bastantes los colonos que habían visto erosionarse gravemente esos vínculos de afecto e interés, imprescindibles para el funcionamiento del pacto colonial. Y la siguiente chispa surgió, como en tantas ocasiones en la historia, de un fútil incidente entre paisanos «patriotas y soldados del rey», convenientemente magnificado por los partidarios de la ruptura.

Las disputas con los «casacas rojas» -soldados profesionales al servicio de Jorge III- menudeaban. Conviene recordar aquí que entre las clases populares y poco instruidas había menos odio o rechazo intelectual hacia lo que podían simbolizar esos mercenarios de su majestad como defensores del Imperio británico u opresores de la libertad que sentimientos de rivalidad en el mercado de trabajo: eran, ocasionalmente y en particular en coyunturas de crisis, competidores aventajados a la hora de encontrar ciertos empleos. Por ejemplo, se les contrataba fuera de las horas de servicio en el cuartel- como estibadores del puerto por su fortaleza física prefiriéndolos a algunos paisanos. Así se llega a la «Masacre de Boston» de 5 de marzo de 1770; ese día los soldados repelieron con balas una agresión de piedras y bolas de nieve y murieron cinco americanos (uno de ellos, por cierto, negro). Los articulistas y líderes más activos de la campana antibritánica lo exageraron; se había vertido la sangre de los primeros mártires y había que explotar propagandísticamente los hechos. Pese a ello, meses más tarde volvió la calma a América.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2429.htm

Primer Congreso Continental

Inicio: Año 1774 – Fin: Año 1775

El 27 de mayo de 1774 varios representantes de la Asamblea de Virginia, reunidos en Williamsburg, proponen la reunión de un Congreso de todas las colonias.

Este «Primer Congreso continental» estuvo reunido en Filadelfia entre el 5 de septiembre y el 22 de octubre de ese año y contó con la presencia de 55 delegados de todos los territorios, excepto de Georgia que, no obstante, apoyó las decisiones de los reunidos. Esa asamblea tenia entre sus miembros a templados hacendados deseosos de que Londres rectificase y no diese argumentos a los radicales pero también acudieron vehementes oradores que querían la ruptura con Inglaterra. Destacaron los siguientes: entre los conservadores, respetuosos a la Corona: John Jay y James Duane (de Nueva York) y Joseph Galloway (de Pennsylvania); de los moderados, movidos tanto por sentimientos de afecto como de critica hacia la actitud seguida por Inglaterra: George Wahington y Peyton Randolph (ambos de Virginia), John Dickinson (de Pennsylvania) y los hermanos Rutlege (de Carolina del Sur); y destacando en el bando de los radicales, dispuestos a llegar a la ruptura: John y Samuel  Adams (de Massachusetts),  Thomas Jefferson (de Virginia), Christopher Gadsden (de Carolina del Sur) y Richard Henry Lee y Patrick Henry (de Virginia). Y fueron estos últimos quienes lograron imponer las tesis más tajantes al conseguir que el Congreso apoyase las Resoluciones de Suffolk (condado de Massachusetts), que incitaban a los habitantes de esta colonia de Nueva Inglaterra a enfrentarse a las Leyes intolerables incluso recurriendo a las armas y actuando como un Estado libre hasta tanto Londres levantase las sanciones, y pedían al Congreso continental una declaración de apoyo y represalias económicas contra Gran Bretaña.

Al final se decidió que las colonias se negarían a importar, exportar o consumir ningún producto procedente o destinado a Gran Bretaña. Redactaron una Declaración de Derechos y Agravios destinada al pueblo británico y a los colonos, pero también enviaron una carta de peticiones al rey, inequívoca muestra de que los sentimientos eran aún confusos y las tesis independentistas todavía no se habían asentado definitivamente. Y se autoconvocaron para el mayo siguiente, a menos que sus quejas hubiesen sido atendidas convenientemente. Para velar, hasta la siguiente primavera, por el cumplimiento de las decisiones de embargo y boicot hacia los productos ingleses y para mantener en alerta a los colonos, los representantes en ese primer Congreso continental crearon The Association (La Asociación), una serie de juntas locales y piquetes que habían de fiscalizar el comportamiento de los pueblos. Esta medida, tan eficaz como discutible moralmente, acentuó la división entre los propios colonos y no fueron pocos los que empezaron ya a mostrarse menos partidarios de los patriotas que de la Corona (que tuvo, incluso durante la cercana Guerra de Independencia de los Estados Unidos, el apoyo de muchos habitantes de las colonias).En realidad, aunque empezaba a ser obvio para muchos contemporáneos, ingleses o colonos, que los vínculos entre la madre patria y sus territorios ultramarinos se habían debilitado tanto que casi habían desaparecido, bastantes de los asistentes a este Congreso continental creían todavía posible continuar unidos a Inglaterra y sostenían que sus protestas iban contra un Gobierno y un Parlamento equivocados y que les inferían intolerables ofensas al dictarles leyes e imponerles injustos tributos.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2431.htm

Bases doctrinales de los rebeldes

Inicio: Año 1750 – Fin: Año 1775

Todo lo cual entraba en colisión frontal con los derechos naturales del hombre, por lo que el gobierno, al actuar así, devenía en tiránico e ilegítimo, según la doctrina ampliamente extendida entre los anglosajones cultos y popularizada en América gracias a figuras como James Otis, abogado de Massachusetts, y que enraizaba con las tesis roussonianas del contrato social (publicado en 1762), con claros antecedentes en la filosofía de John Lock (precursor del liberalismo moderno, muerto en 1704), y en sintonía con los postulados de Montesquieu. La humanidad posee determinados derechos fundamentales (a la vida, a la libertad, a la búsqueda de la felicidad, a la propiedad) y el gobierno, cuyo poder nace de un libre acuerdo reciproco con el pueblo, está obligado a protegerlos. Cuando el gobierno incumple este compromiso, «el pueblo tiene el derecho e incluso el deber de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad», según dejaron escrito los 56 padres fundadores, firmantes de la  Declaracion de Independencia del 4 de julio de 1776.

Los norteamericanos fueron, en este sentido, aventajados discípulos de los políticos radicales ingleses, pero llegaron más lejos en su afán por buscar una sociedad más libre y justa, en la que los derechos naturales inherentes a la condición humana estuviesen plenamente a salvo de cualquier poder. Y debe notarse que en esta lucha por la independencia sería realmente el Parlamento, que no el rey de Londres, el poder que actuaba como tirano a ojos de los colonos. Por ejemplo, frente a la exigencia del pago de ciertos impuestos que ellos no habían votado, replicaban: «impuesto sin representación es tiranía», feliz frase de James Otis pronunciada durante la campaña contra la Stamp Act y que se convirtió en el lema de muchísimos habitantes de las trece colonias desde aquella primavera de 1765.Uno de los argumentos esenciales de los tratadistas y de los políticos norteamericanos Benjamin Franklin, James Wilson, Thomas Jefferson, John Adams- expuestos en periódicos (Novanglus) o en libros (Consideraciones sobre la autoridad del Parlamento) era que habían de ser las asambleas legislativas de cada una de las colonias y no el Parlamento de Londres, al que no acudía ningún representante elegido por los colonos, quienes tuvieran la potestad de dirigir, legislar e imponer tributos.

Las Cámaras británicas no tenían autoridad alguna sobre las colonias. Éstas debían, eso sí, respeto y aun obediencia al soberano, aceptando la política exterior seguida por él; en esta curiosa teoría antiparlamento se llegaba a aceptar que los colonos acudiesen a la guerra en nombre de su majestad británica, pero se rechazaba la pretensión de los miembros de las Cámaras de los Comunes y de los Lores de imponer sus decisiones a los súbditos norte-americanos del Imperio británico. Ellos tenían sus propias asambleas, y en cada una de ellas, por separado, radicaba la soberanía.De hecho, aunque en la Declaración de Independencia se acumulan las acusaciones contra Jorge III («la historia del presente rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidas injurias y usurpaciones, destinadas todas a establecer una tiranía absoluta sobre estos Estados») y no contra el Parlamento, debe verse como una hábil y política maniobra de los patriotas más radicales que querían erosionar el fuerte sentimiento de lealtad hacia la Corona británica, mayoritariamente experimentado por los norteamericanos hasta las vísperas de la Independencia.

Aunque hay que decir que en el verano de 1776, cuando se firma ese trascendental documento, han cambiado notablemente las circunstancias y se ha acelerado el ritmo de la historia en el norte de América en tan sólo unos meses: muchos colonos ya han leído con avidez un panfleto publicado en enero por un inglés recién llegado a América, Thomas Paine, titulado Common Sense (Sentido común), que ha extendido vertiginosamente por las trece colonias unos postulados violentamente antibritánicos y antimonárquicos. Con un lenguaje directo y vehemente, Paine ganó para la causa de la Independencia a muchos indecisos; la monarquía es una forma ridícula de gobierno, la aristocracia es una carga inútil, la separación de Inglaterra beneficiará al comercio norteamericano al abrirle los mercados de todo el mundo, América debe desentenderse de las guerras en Europa… Y frente a unos súbditos esclavizados por la «real bestia de su majestad británica», los habitantes de la República de los Estados Libres e Independientes de América, cuyo «padre patria» no era Inglaterra sino Europa, anunciaban el nacimiento de un nuevo mundo. (Esta apelación a todos los amantes de las libertades civiles y religiosas que habían encontrado asilo en América viniendo desde cualquier parte de Europa, y no solamente de Inglaterra, decantó a muchos colonos de ascendencia alemana, francesa y holandesa hacia las filas de los insurgentes.)

http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2432.htm

Lexington, Concord y Bunker Hil

Inicio: Año 1775 – Fin: Año 1776

A pesar de que, formalmente, la guerra contra la metrópoli se declaró en julio de 1776, desde quince meses antes, desde abril de 1775, las hostilidades estaban abiertas.

Los primeros disparos y los primeros mártires de la contienda antibritánica -que también fue la primera guerra civil en Norteamérica, puesto que fueron muchos los colonos que permanecieron leales a Jorge III y le sirvieron en sus filas contra los rebeldes- se produjeron en un pequeño escenario situado, como no podía ser de otra forma, en las cercanías del puerto de Boston. Lexington, a mitad de los 30 kilómetros que separaban la capital de Massachusetts y el pueblo de Concord, será la primera batalla (o escaramuza, para ser más rigurosos) de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. En Concord, «los campesinos en pie de guerra dispararon el tiro que se oyó en todo el mundo», según el poema de Emerson que magnifica para el pueblo americano los primeros lances de su historia como país libre. Y en Bunker Hill, a las afueras de Boston, casacas rojas y patriotas dirimirán el tercer asalto y el más sangriento- de una guerra que concluirá en 1783, en Versalles, con el reconocimiento de la Independencia de los Estados Unidos de América por Gran Bretaña.

Las dos primeras acciones tuvieron lugar el 19 de abril (antes de la reunión en Filadelfia, el 10 de mayo, del segundo Congreso continental), y la sangría de Bunker Hill sucedió el 17 de junio de ese año 1775, dos días después de que los asistentes al Congreso nombrasen a George Washington comandante en jefe del Ejército continental (cargo que asumió a primeros de julio, por lo que no asistió, naturalmente, a ninguna de las primeras acciones de la guerra). Y doce meses antes de la Declaracion de Independencia. El general Gage, en cumplimiento de las Coercive Acts, envió una columna de 700 soldados hacia la aldea de Concord porque sabía fehacientemente que allí ocultaban armas y pertrechos militares los hombres de Samuel Adams y tenían apoyos los recién fundados «minutemen», voluntarios patriotas dispuestos a acudir en un minuto a donde se les necesitase para enfrentarse a los ingleses. En su camino se tropezaron con medio centenar de norteamericanos que trataban de hacerles frente en el pequeño pueblo de Lexington; allí murieron, el día 19 de abril, los primeros ocho combatientes patriotas en tanto que sus compañeros se retiraban precipitadamente.

El destacamento inglés continuó hacia su destino y, en Concord, destruyó lo poco que quedaba de los almacenes rebeldes, que habían sido oportunamente vaciados por unos bien informados patriotas. Pero será a la hora de regresar a Boston, durante la llamada «retirada de Concord», cuando se produzca el calvario de los casacas rojas enviados por Gage a lo que se suponía una mera acción de policía. Desde todos los lugares, parapetados tras los árboles o las cercas y contando con sus buenos rifles de ánima rayada (lentos de carga en las batallas campales, pero muy precisos a larga distancia), los granjeros y milicianos disparaban contra los buenos blancos que presentaban los vistosos uniformes de la infantería de su majestad británica. Cien ingleses muertos y 150 heridos sobre un total de 700 hombres fue el duro balance de esta operación sobre Concord. Animó, además, a los habitantes de Massachusetts, que se prepararon para recuperar la ciudad de Boston, además de proyectar operaciones sobre el interior del territorio en busca de armas pesadas, hasta entonces controladas por el ejército real en fuertes como el de Ticonderoga, ocupado por sorpresa por los rebeldes de Massachusetts el 10 de mayo, el mismo día en que se abrieron en Filadelfia, capital de Pennsylvania, las sesiones del segundo Congreso continental (Filadelfia, 10 de mayo de 1775)

.Una de las primeras preocupaciones de los asistentes era, desde luego, estudiar el conflicto abierto entre las tropas reales y las milicias de la colonia de Massachusetts. Aunque hombres de la talla de Franklin, Jefferson o John Adams postulaban ya, sin tapujos, la independencia y en consecuencia querían apoyar militarmente a los rebeldes de Nueva Inglaterra, todavía se intentó por los moderados tender un puente hacia el entendimiento con Londres. Ahora bien, mientras tanto esto sucediera, el Congreso decidió crear un Ejército continental (14 de junio) a partir de las milicias que sitiaban en esos momentos Boston. Inteligentemente propuso John Adams al rico virginiano George Washington -nada radical en sus ideas, tenido por un hombre honesto y caballeroso y representante de una de las grandes colonias del Sur- para el mando supremo de esas tropas que trataban de ser el esqueleto de las fuerzas armadas de todas las colonias unidas. La experiencia militar del futuro símbolo de los Estados Unidos no pasaba de ser discreta: había combatido en algunas acciones contra los franceses en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), pero su nombramiento alejaba las sospechas que pudieran sentir algunos indecisos y templados colonos de las clases acomodadas acerca de la radicalización del movimiento, a la vez que se evitaban las posibles suspicacias haciendo ver a las demás colonias que Massachusetts no monopolizaba el proceso antibritánico, poniendo incluso sus milicias bajo el mando de un virginiano.

Casi en los mismos momentos, pero a 450 kilómetros, los que habían de servir unos días más tarde bajo las órdenes de Washington, estaban empeñados en una feroz batalla en los alrededores de Boston, en una colina llamada Bunker Hill. Defendiendo esta estratégica posición al norte del puerto había 1.500 patriotas; frente a ellos el comandante en jefe británico Gage envió al general William Howe con 2.400 de sus soldados profesionales a que desalojaran a los norteamericanos de esas fortificadas alturas. Y lo hicieron al modo tradicional en que combatían los ejércitos regulares en el siglo XVIII: en apretadas líneas, al redoble del tambor y marcando el paso, uniformados impecablemente, tratando de alcanzar, en la cima de la colina, a los rebeldes que disparaban desde las troneras. Hasta tres ataques hubo de ordenar el apesadumbrado Howe. Pero al fin sus disciplinadas tropas consiguieron poner en fuga a los enemigos, a quienes empezaron a escasear las municiones. No hubo un claro vencedor porque si bien el terreno fue ocupado por los ingleses, sus pérdidas fueron dramáticas -1.054 muertos o heridos de los 2.400 participantes- y los norteamericanos, además, hicieron circular su versión de los hechos, que no era otra sino que se habían retirado simplemente por la falta de munición, que no por el empuje de los casacas rojas.

Los mandos británicos constataron, por otro lado, que sería un error despreciar la capacidad militar de los rebeldes, quienes «habían mostrado una conducta y un espíritu contra nosotros (son palabras del general Gage) que nunca pusieron de manifiesto contra los franceses». Otra consecuencia de esta batalla de Bunker Hill de 17 de junio de 1775 fue el relevo en la cúspide de los Reales Ejércitos de su majestad: Howe sustituyó a Gage.El Congreso continental se va a debatir en los meses siguientes en una extraña situación; por un lado pone en marcha un gran esfuerzo de captación y organización de hombres y materiales para hacer la guerra a los ingleses -incluyendo la puesta en circulación de papel moneda, la creación de una Armada (octubre de 1775) y un Cuerpo de Infantería de Marina (noviembre de 1775) que se sumaban al Ejército continental fundado en el mes de junio anterior-, e iniciaba campañas bélicas contra territorios alejados de las trece colonias como Quebec o las Bahamas, pero, por otro lado, no se decidía a declarar la independencia. (Washington y sus oficiales brindaban aún, ceremoniosamente, en honor de Jorge III en enero de 1776 y varias asambleas coloniales las de Nueva York, Pennsylvania, Carolina del Norte, Maryland y Nueva Jersey- votaban contra la independencia en noviembre y diciembre de 1775.)Tan paradójica situación cambió desde los primeros meses del año 1776. En primer lugar, ni el rey, ni el Gobierno, ni el Parlamento británicos estaban dispuestos, por prestigio, a ceder; animados, por otro lado, por la seguridad internacionalmente compartida- de que sus tropas y navíos derrotarían fácil y prontamente a unos insurgentes desavenidos, mal preparados y con problemas económicos si se bloqueaban sus costas por la Royal Navy, se dispusieron a aceptar el reto.

El 22 de diciembre de 1775 se promulgó la Prohibitory Act (Ley de Prohibición) que decretaba el embargo de los bienes norteamericanos, el secuestro de sus barcos y la suspensión total de cualquier trato comercial con las colonias. Y en segundo lugar, los panfletos políticos más radicales -especialmente el difundidísimo Common Sense de Thomas Paine- y las manipuladas versiones que se daban en los periódicos acerca de los atropellos de los casacas rojas sobre los pobres y desarmados granjeros en Concord y Lexington, o de los brillantes éxitos de los patriotas en Bunker Hill, aparte de victorias auténticas como la que significó la retirada de los ingleses de Boston en marzo de 1766, iban decantando hacia la ruptura definitiva a un considerable número de colonos. Aunque no debe olvidarse que tampoco escasearon entre los habitantes de las trece colonias los que permanecieron fieles a la Corona británica durante toda la contienda. Lugares hubo, como Nueva York, que dieron más hombres a los ejércitos de Jorge III que al de Washington. Cerca de 30.000 colonos se alistaron para luchar contra los rebeldes. Y en muchísimas familias se dividieron, como en toda guerra civil, los sentimientos. Hoy está claro para los historiadores que la división de los americanos ante la independencia fue grande; como también lo está el que hubo realistas entre las clases bajas tanto como en las acomodadas. Y no menos de 80.000 norteamericanos hubieron de exiliarse en Canadá, en Inglaterra o en otros lugares tras la victoria de los independentistas. (Tampoco hubo unanimidad entre los ingleses; los hubo que estuvieron en contra de la guerra.)

Desde que se conoció la Prohibitory Act, en enero de 1776, las tensiones entre los partidarios de la negociación y los declarados por la independencia fueron en aumento para, finalmente, vencer las posiciones más radicales. El Congreso acabó por ordenar a las colonias que abriesen sus puertos a todos los países del mundo excepto Inglaterra (6 de abril), que formasen gobiernos independientes en cada colonia actuando como Estados libres (10 de mayo), envió un representante a París para solicitar ayuda de Francia (3 de marzo) y, desde el 7 de junio hasta el 2 de julio, se discutió acaloradamente sobre la oportunidad y legitimidad de proclamar la independencia. Y, en fin, decidieron comisionar a Thomas Jefferson, Benjamín Franklin, John Adams y otros dos representantes para que preparasen el borrador de una declaración de los motivos que les llevaban a romper sus lazos con la Gran Bretaña.

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La Declaración de Independencia

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1776

La Declaración de independencia de los Estados Unidos de América del Norte, redactada por Jefferson y con claras influencias de Locke y de Rousseau y en la línea de la filosofía del derecho natural, fue firmada entre el 2 y el 4 de julio de 1776 por 56 miembros del Congreso  Continental reunido en Filadelfia desde el año anterior.

En ella, aparte de las acusaciones vertidas contra el rey Jorge III y su Gobierno, que significan la mayor parte del documento, se consigna uno de los principios más revolucionarios jamás escrito anteriormente: «todos los hombres han sido creados iguales». Y estos hombres «recibieron de su Creador ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; así, para asegurar esos derechos, se han instituido los gobiernos entre los hombres, derivándose sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; de tal manera que si cualquier forma de gobierno se hace destructiva para esos, fines es un derecho del pueblo alterarlo o abolirlo, e instituir un nuevo gobierno, basando su formación en tales principios, y organizando sus poderes de la mejor forma que a su juicio pueda lograr su seguridad y felicidad».

La Declaración concluía así: «Nosotros, representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en Congreso general, apelando al Juez Supremo del mundo por la rectitud de nuestras intenciones, en el nombre y por la autoridad del buen pueblo de estas colonias, declaramos y publicamos solemnemente que estas colonias unidas son y han de ser Estados libres e independientes; que han sido rotos todos los lazos con la Corona británica y que cualquier conexión política entre ellas y el Estado de Gran Bretaña es, y debe ser considerado, totalmente disuelto; y que, como Estados libres e independientes; tienen todo el poder para declarar la guerra, concluir la paz, concertar alianzas, establecer lazos comerciales, y llevar a cabo cualquier otro acto que los Estados independientes pueden realizar. Y para apoyar esta declaración, con la firme confianza en la protección de la Divina Providencia, nosotros empeñamos nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor».

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Factores de la derrota británica

Inicio: Año 1775 – Fin: Año 1777

En los primeros momentos, tanto en Gran Bretaña como en el resto de los países europeos, la inmensa mayoría de los que tenían noticias de la rebelión de los colonos de América del Norte creía que la victoria de las armas del rey Jorge III sobre sus desleales vasallos iba a ser cuestión de poco tiempo.

Pocos dudaban de que la superioridad de los marinos de la Royal Navy y los soldados profesionales destacados en las trece colonias y en Canadá bastaría para dar un fácil escarmiento a unos inexpertos, mal armados y desorganizados milicianos. Y una precipitada visión del problema puede, incluso hoy, llevar al error de pensar que, en efecto, la victoria de los norteamericanos en la Guerra de Independencia (que ellos llaman muchas veces Guerra de la Revolución) fue sorprendente porque la desproporción era notable entre las fuerzas de ambos contendientes en 1776.

Es cierto que la profesionalidad de los soldados y los marinos de su majestad británica permitía a sus oficiales exigirles esfuerzos con frecuencia inhumanos, en tanto que Washington tenía serias dificultades para que sus hombres aceptasen una mínima disciplina militar; no hay duda de que una Marina Real como la inglesa dominaba los mares de todo el mundo y podía, en consecuencia, transportar a sus soldados y dificultar grandemente el tráfico comercial de los rebeldes, frente a unos cuantos barcos con los que los independentistas apenas podían hacer otra cosa que aisladas acciones; es evidente que la mayoría de los oficiales de los casacas rojas tenían experiencia militar, lo que no sucedía con casi ningún mando rebelde; todos sabemos que la población de las islas británicas era varias veces superior a la de las colonias sublevadas (y en las que, además, no había unanimidad a la hora de levantarse contra el rey); y, por fin, el potencial económico y la riqueza industrial de Inglaterra la hacía destacar mucho por encima de su enemiga norteamericana.

Pero hay otros factores fundamentales que deben plantearse para entender mejor la lógica de la victoria de los insurgentes en 1776.En primer lugar, las 3.000 millas náuticas que separaban el teatro de operaciones de la metrópoli, lo que suponía que el viaje hecho en condiciones más favorables nunca duraba menos de un mes, y eso sucedía en pocas ocasiones, siendo lo más corriente que el gabinete del primer ministro, lord North (con su secretario de Colonias, lord George Germain, como principal responsable de la política militar en América) necesitase dos meses para enviar hombres, pertrechos e instrucciones a sus generales.

En segundo lugar, el elevadísimo coste de esta guerra para las arcas del tesoro británico, aún no repuestas de los gastos originados quince años atrás en el otro conflicto americano (la Guerra de los Siete Años, 1756-1763) y que, como estamos viendo, había condicionado la política fiscal aplicada por Londres en América en los diez años anteriores a la rebelión de los habitantes de las trece colonias, y era, a la larga, responsable de la ruptura del pacto colonial y de la aparición de una sensibilidad antibritánica, factores clave en el nacimiento de un sentimiento de americanismo. «No sólo no nos beneficia nuestra vinculación con la madre patria, sino que nos perjudica. Se nos requiere nada más que para contribuir, con nuestra sangre o nuestros impuestos, a la grandeza de unos lejanos ingleses que ni siquiera nos permiten tener representantes en las Cámaras que deciden quiénes, cuánto y para qué hay que pagar tributos. Cambiemos nuestra fidelidad a Gran Bretaña por la devoción a América». En tercer lugar, el tipo de guerra al que se ven enfrentados los generales y los soldados del rey Jorge III es totalmente distinto al que se hacía hasta entonces entre los ejércitos dieciochescos europeos. La misma extensión del teatro principal de operaciones -toda la América atlántica- era una dificultad añadida; los ingleses no contaban con hombres suficientes para ocupar tantos objetivos cruciales y mantener abiertas las líneas de comunicación.

El comandante en jefe del Ejército continental, Washington, resumió así la situación: «…la posesión de las ciudades, mientras nosotros tenemos un ejército en el campo, no les sirve de mucho. Es a nuestro ejército, no a ciudades indefensas a quienes tienen que dominar…» Por eso se ha dicho que los estrategas ingleses no llegaron a captar el problema y se limitaron, a lo largo de la contienda, a controlar los principales puertos de la costa atlántica norteamericana, desaprovechando en varias ocasiones la oportunidad de aniquilar al exiguo, pero vivo, ejército continental de los rebeldes. En muchos aspectos, la Guerra de Independencia de los Estados Unidos significa el comienzo de una manera de entender los conflictos bélicos de un modo radicalmente diferente a como se venía haciendo desde cientos de años atrás; y anuncia, con un tercio de siglo de antelación, lo que sucederá en España entre 1808 y 1814.Porque son varias las semejanzas que se dan entre ambas guerras de independencia. Ejército reglar poderoso que se ve incapaz de destruir la capacidad militar de una guerrilla y que no domina sino las tierras que ocupan sus guarniciones. Patriotas organizados por un líder carismático en partidas móviles, conocedoras del paisaje y de los lugareños, que cuentan con la ayuda de los pueblos, sea ésta voluntaria u obtenida por la coacción, la amenaza o la violencia. Presencia de un cuerpo expedicionario aliado compuesto por extranjeros que habían sido hasta la víspera enemigos de los ahora independentistas y sus opresores.

Combinación de tres conflictos: guerra civil entre los partidarios de la legalidad y quienes inician un proceso de ruptura con el pasado; guerra internacional entre dos grandes potencias rivales en la política y la economía, y guerra «revolucionaria» marcada por el ardor de una de las facciones, cuyos combatientes están imbuidos de muy fuertes (casi desconocidos hasta entonces) principios político-ideológicos. Y debilidad «constitucional» en el bando de los patriotas, que han de crear una estructura política nueva, un Estado nuevo, al mismo tiempo que ganan su guerra de liberación. Entre 1808 y 1814 los españoles «patriotas» luchaban desde las filas de la guerrilla o del nuevo ejército que acababan de crear los diputados de las Cortes de Cádiz, y con la ayuda del ejército de Wellington, contra los afrancesados y el ejército francés, de quien habíamos sido aliados en la lucha contra Gran Bretaña hasta poco antes. Desde 1776 hasta 1783, otros patriotas, los norteamericanos, se habían enfrentado a los tories (los colonos fieles al rey Jorge III) y los ejércitos británicos (que también contaban, como los de Napoleón en España, con mercenarios de otros países), desde las milicias o encuadrados en las filas del nuevo ejército creado por los representantes del segundo Congreso continental, y contaban con el apoyo de los ejércitos borbónicos, enemigos hasta hacía muy poco tanto de los colonos como de los ingleses.

Así, pues, lo que la mayoría de los contemporáneos pensó que se había de reducir a una operación de policía en la que un alarde de fuerza de los ingleses y un escarmiento a los bostonianos daría al traste con los absurdos deseos de los colonos más vehementes, duró siete años y significó, a la larga, la peor derrota de la historia del Imperio británico. Un apego tan fuerte hacia una ideología política como el que motivaba a los combatientes norteamericanos no se había dado entre los soldados con quienes se habían tenido que enfrentar las disciplinadas, experimentadas y eficaces, pero inmotivadas, tropas inglesas. Como en el resto de los ejércitos europeos, quienes nutrían las filas de los regimientos de Jorge III lo hacían por dinero o por vocación; nunca por defender un principio, una causa política. Por el contrario, la mayoría de los soldados americanos acudían voluntariamente al ejército continental y creían en aquello por lo que se exponían a sufrir penalidades o a perder la vida. (Aunque los hubo, también, que acudieron en busca de la masita de enganche; alguno fue, incluso, reclutado a la fuerza. Pero son casos infrecuentes.) Los propios aliados franceses se sorprendían al comprobar la fuerte motivación que acompañaba a los soldados regulares norteamericanos al combate. Precisamente este ardor, y los éxitos de los primeros momentos (como la batalla de Bunker Hill o la retirada de los ingleses de Boston), hizo exagerar a los colonos sublevados su propia autovaloración; llevaron demasiado lejos esa fe en sus propias posibilidades y creyeron que, con pocos esfuerzos, podrían derrotar a los casacas rojas. No fue la menor de las tareas de Washington la de tratar de disciplinar a sus hombres, haciéndoles comprender que la perseverancia, la disciplina y el sacrificio continuado -aparte del dinero- son imprescindibles para ganar la guerra. Porque en realidad los rebeldes no acababan de aceptar la idea de ejército regular. Preferían hacer la guerra por su cuenta, en las milicias (equivalentes a las guerrillas en la Guerra de la Independencia de los españoles contra los franceses en 1808-1814), a las que acudían cuando querían, escogiendo a sus jefes (generalmente conocidos líderes locales), y que dejaban, asimismo, cuando les apetecía, para volver a sus casas y trabajos.

Todo esto, y la falta de un auténtico poder central que venía motivada por la compleja situación política del Congreso continental (que proponía, sugería, aconsejaba; pero no dictaba órdenes porque cada una de las antiguas colonias actuaban como Estados independientes), hacía muy difícil a George Washington conducir las operaciones militares. Por de pronto, el número de sus soldados era exiguo: nunca hubo más de 25.000 continentales a disposición del comandante supremo, y la mayor parte de las ocasiones eran menos de 10.000. Para obviar este problema, muchos patriotas pedían al general Washington que hiciese una guerra de guerrillas, coordinando las milicias que gustaban tanto a los norteamericanos como les disgustaba el ejército regular. Pero él siempre se negó. Y sus razones, que al cabo de los años demostraron a los escépticos quién estaba acertado, eran políticas. Washington consideró al ejército continental como un símbolo de la causa americana, y no tan sólo un conjunto de combatientes. Mientras sobreviviese ese ejército, seguiría viva la causa. Y tendrían credibilidad ante el mundo, del que dependían los préstamos, que no entendería del mismo modo las razones norteamericanas si fuesen simplemente defendidas por partidas irregulares, fácilmente confundibles por las monarquías europeas con simples manifestaciones de bandolerismo, fenómeno éste endémico en muchas latitudes durante los siglos modernos. Y despreciado por todas las autoridades.

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Operaciones militares

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1783

La guerra comenzó, de hecho, un año antes de ser rubricada por los miembros del segundo Congreso continental la Declaración de Independencia (Filadelfia, 4 de julio de 1776); como vimos, las batallas de Lexington, Concord y Bunker Hill tuvieron lugar durante la primavera de 1775.

Y terminó, en lo que respecta al enfrentamiento militar entre norteamericanos y británicos, el 30 de noviembre de 1782, con un acuerdo por el que Londres reconocía la separación de quienes habían sido sus súbditos en las trece colonias. Aún habrían de pasar diez meses hasta llegar a la firma del Tratado de Versalles (3 de septiembre de 1783) por el cual Francia, España y Gran Bretaña ponían fin a las hostilidades provocadas por la intervención de los Borbones en el conflicto colonial y era reconocida la nueva nación norteamericana, pero los preliminares de esta paz habían sido estipulados el mes de enero anterior. Puede decirse, por lo tanto, que la Guerra de Independencia de los Estados Unidos transcurrió entre abril de 1775 y enero de 1783, por lo que duró poco menos de ocho años. Y se desarrolló en las cuatro fases siguientes: 1.ª, campañas en la frontera canadiense y en Nueva Inglaterra (1775-1776); 2.ª, victorias británicas en las colonias del centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania). Verano 1776-otoño 1777; 3.ª, la batalla de Saratoga y la internacionalización de la guerra. Octubre 1777-primavera 1780, y 4.ª, campañas finales en las colonias del Sur (Carolinas y Virginia).

La victoria definitiva: Yorktown, octubre de 1781.1.ª fase: Campañas en la frontera canadiense y en Nueva Inglaterra, 1775-1776 Los intentos de los generales norteamericanos Montgomery y Arnold por expulsar a los ingleses del Canadá fracasan en Quebec (noviembre-diciembre 1775); los colonos de ese territorio mantendrán una actitud hostil hacia los rebeldes durante toda la guerra. No obstante, esta amenaza fuerza a los británicos a mantener allí una parte considerable de sus soldados, que no serán empleados en las campañas que se desarrollan en las colonias del centro y del sur de Norteamérica. Y hace del todo punto evidente que las relaciones entre Londres y sus colonos están definitivamente rotas, lo que lleva al Gobierno de Jorge III a promulgar la Prohibitory Act (diciembre 1775) por la que se prohíbe cualquier trato con las trece colonias y sus habitantes son considerados rebeldes.

En marzo de 1776 Washington logra un éxito notable al entrar en Boston, abandonado por los ingleses del general Howe.2.ª fase: Victorias británicas en las colonias del centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania). Verano de 1776 otoño 1777: El ejército inglés se retira de Massachusetts (difícilmente defendible) y desembarca en Staten Island, donde derrota a los norteamericanos en los alrededores de Nueva York (batalla de Long Island, 27 agosto 1776) y persigue a los escasos supervivientes del ejército continental por Pennsylvania y Nueva Jersey. A finales de ese año parece que todo está resuelto a favor del mando militar británico, pero su comandante en jefe, Howe, no sabe aprovecharse de su inmejorable situación y permite que Washington y unos pocos miles de norteamericanos se retiren a sus cuarteles de invierno en Morristown (Pennsylvania). Entretanto se ofrece un perdón general a todos los rebeldes que juren fidelidad al rey Jorge III; muchos colonos aceptan este ofrecimiento -incluso hay un firmante de la Declaración de Independencia entre ellos- y Howe, que dispone de más de 50.000 hombres, más los marinos de la Royal Navy que manda un hermano suyo, cree que la rebelión apenas cuenta con apoyos.

Desde luego que la causa norteamericana tenía aún partidarios, pero en esos meses de prueba enflaquecen bastantes voluntades independentistas y, como muestra, el general Washington apenas cuenta con 4.000 continentales, pobremente vestidos, mal armados y peor pagados. Y es en esos momentos cuando la perseverancia, la capacidad de sufrimiento y la seguridad y la fe en que pasarán los malos tiempos, convierten a George Washington en un hombre decisivo. A pesar de que tiene que soportar, incluso, las críticas y maledicencias de otros militares y de miembros del Congreso continental, se empeña por evitar la desaparición del Ejército de la Revolución. Más que por sus condiciones militares en el campo de batalla, son estas actitudes -su tesón y confianza en la causa de la independencia durante los malos momentos- las que le han convertido, con justicia, en uno de los símbolos imperecederos de Norteamérica. En esa difícil etapa sólo resistieron Washington con sus escasos soldados y las milicias. Éstas no se paraban en mientes a la hora de castigar a los «tories» que habían traicionado, según su interpretación, la sagrada causa norteamericana, y evitaron por el miedo y la coacción que muchos leales al rey Jorge III se manifestasen claramente en favor de la continuidad de los lazos con Gran Bretaña.

La combinación de los regulares de Washington y las partidas de milicianos funcionó, en este sentido, eficazmente, aunque el general no fuese partidario de las acciones violentas de esos guerrilleros. Los ingleses, con pequeñas guarniciones diseminadas por el territorio, se creyeron obligados a concentrar sus efectivos en menos plazas de seguridad porque el ejército continental había tenido dos pequeños éxitos al capturar los fuertes de Trenton (26 diciembre 1776) y Princeton (3 enero 1777). Dejaban, entonces, grandes áreas del territorio sin soldados del rey Jorge, lo que permitía a las milicias hacerse con su control, llevar a cabo sus represalias contra los probritánicos e impedir que los indecisos acabasen por apoyar a los ingleses. Por su parte, durante la primavera, el verano y los comienzos del otoño del crucial año 1777, que parecía destinado a ser el del final de la causa de los independentistas, el general Howe, además de ocupar la «capital rebelde» (captura inglesa de Filadelfia el 27 de septiembre) se propuso dividir en dos el territorio para aislar la zona de Nueva Inglaterra de las colonias del Centro-Sur. Por ese plan de operaciones, un ejército mandado por el general John Burgoyne descendería desde Canadá a lo largo del valle del río Hudson y se uniría a los soldados de Howe en las cercanías de Nueva York, cortando de este modo la comunicación entre los rebeldes de ambas zonas.3.a fase: Saratoga y la internacionalización de la guerra. Octubre 1777-primavera 1780. Pero Burgoyne, al que acosaban las milicias y se veía en dificultades para trasladar su expedición por un territorio difícil, sufrió varias derrotas y terminó por capitular con sus 7.000 soldados en la acción más decisiva de toda la guerra -no sólo porque animó a los rebeldes, sino por las repercusiones diplomáticas que tuvo- cuando se vio rodeado por las tropas norteamericanas de los generales Gates y Arnold en las cercanías de Saratoga (al norte de Albany, en el Estado de Nueva York) el 17 de octubre de 1777.

Esta resonante victoria rebelde hizo creer a los franceses que ya era hora de apoyar a las claras y sin tapujos a los norteamericanos, a quienes se veía con inmensa simpatía desde los momentos iniciales de su lucha, y sobre todo tras la llegada a París del representante del Congreso continental, Benjamín Franklin, uno de los hombres más admirados y queridos por la sociedad francesa del siglo XVIII, pero a quienes se regateaban los auxilios directos, oficiales, que pedían para continuar la guerra contra Londres. Hasta que llegan a Europa las noticias de Saratoga, el conde de Vergennes, responsable de la política exterior de Luis XVI, no se atrevió a comprometer los recursos económicos y militares de Francia al servicio de la causa independentista y los socorros que llegaron a los norteamericanos en los primeros momentos lo fueron por iniciativas individuales de hombres como el marqués de Lafayette. Pero la buena nueva que supuso la noticia de la derrota inglesa determinó a Versalles a actuar decididamente.Varias fueron las razones que animaron a Francia a participar en esta guerra: el deseo de revancha por la derrota sufrida trece años antes (en la Guerra de los Siete Años), la conquista de amplísimos mercados en la América que ahora quería romper los lazos con Gran Bretaña, la propia necesidad de luchar por hacerse con la hegemonía en Europa y en el mundo frente a su gran rival y, desde Saratoga, las perspectivas de éxito. Incluso Vergennes hizo suyos los sibilinos argumentos norteamericanos: era posible que Londres, asustado por la derrota de sus generales en ultramar, se decidiese a otorgar un amplísimo perdón y ofreciese un nuevo pacto a sus colonos, recomponiendo desde nuevas bases el Imperio británico. Así las cosas, el 6 de febrero de 1778 Franklin firmó, en nombre del Congreso continental, un tratado de comercio y alianza con la Monarquía francesa; ésta apoyaba la independencia de los Estados Unidos. En lógica respuesta, el gobierno de lord North declaró la guerra a Versalles (14 de junio de 1778) por lo que se internacionalizó el conflicto, máxime desde que los buenos oficios de Vergennes lograron que Carlos III de Borbón, rey de España, firmase el Tratado de Aranjuez de 12 de abril de 1779, por el que se ratificaba el Tercer Pacto de Familia signado dieciocho años antes entre las dos Coronas borbónicas. Aunque el embajador español en Francia, el conde de Aranda, que conoció personalmente a Franklin, era un decidido partidario de romper las relaciones con Londres y entrar en la guerra, en Madrid se debatió profundamente qué decisión había de tomarse.

Frente al unánime espíritu de revancha contra los británicos por la derrota de 1763 (una de cuyas pruebas era que la Florida estaba ahora en manos inglesas), se levantaban las voces de quienes auguraban malos vientos para el comercio entre la Península y América hispana en caso de declararse el conflicto, y las de aquellos que manifestaban honda preocupación por lo que tendría de ejemplo, de mal ejemplo, en otras latitudes americanas -las Indias españolas- la actitud de los rebeldes antibritánicos. No fueron pocos los que acertaron a predecir que ayudar a unos colonos a conseguir su libertad e independencia de una Monarquía europea, aunque fuera la británica, era un error fatal que se volvería pronto contra España. Alguno llegó a percatarse de que serían los norteamericanos, si accedían a la independencia, nuestros mayores rivales en el futuro porque continuarían ellos la presión que venían ejerciendo secularmente los británicos en el Caribe (Cuba, Puerto Rico, Honduras) y a todo lo largo de la extensísima nueva frontera hispano-norteamericana que resultaría de su victoria. Recordemos que esta línea divisoria comenzaba en el Atlántico, en la península de Florida, continuaba por la Pensacola (la Florida continental, ribereña del golfo de México) y se extendía a lo largo del inmenso valle de Mississippi -conocido entonces por la Luisiana- para terminar en el Canadá. Eran más de 6.000 kilómetros que la Monarquía española habría de vigilar para controlar las apetencias expansivas de los norteamericanos, que ya las habían exteriorizado suficientemente reclamando Florida y el derecho de navegación por el gran río. Durante los tres primeros años de la guerra, España, cuyo secretario de Estado -Grimaldi- era poco proclive a la intervención, contemporizó: colaboró subrepticiamente con los rebeldes enviándoles dinero y armas, pero cuando en 1777 llegó el enviado del Congreso continental y compañero de misión de Franklin, Arthur Lee, no le recibió el rey en Madrid sino el recién destituido Grimaldi, que le dio largas en una entrevista en Burgos asegurándole que las ayudas, aunque discretas, no se interrumpirían a pesar de las protestas de Londres.

Al final, con Floridablanca en la Secretaría de Estado y tras unos intentos diplomáticos fallidos mediante los cuales España (que ansiaba sobre todo recuperar Gibraltar y Menorca) se ofrecía como mediadora del conflicto entre Francia, los sublevados y los ingleses, su majestad católica Carlos III entró en guerra contra Jorge III (16 de junio de 1779), un año después de haberlo hecho Luis XVI. El panorama cambió radicalmente al internacionalizarse el conflicto. Ante la perspectiva de que Francia interviniese, lord North intentó llegar a un acuerdo con el Congreso continental, al que se le convertiría en una asamblea legítima del pueblo de las colonias. El Parlamento estaba dispuesto, incluso, a permitir a los americanos elegir sus propios gobernadores y a que fuesen los colonos quienes se impusieran los tributos. Y no se acantonarían soldados en tiempos de paz. Tales ofertas, llevadas a América en abril de 1778 por una embajada que presidía el conde de Carlisle, no eran ya suficientes.

En tres años de guerra las circunstancias se habían modificado tanto que lo que pedían los colonos desde 1764 hasta 1775 para restablecer los lazos con el Imperio británico ni siquiera fue discutido por el Congreso continental. No obstante, la astucia diplomática de Benjamín Franklin le llevó a utilizar en beneficio de la causa norteamericana ese intento de paz. Sugirió a los franceses que habían de reconocer inmediatamente al nuevo Estado independiente y participar en la guerra si no querían que los rebeldes se vieran obligados a restablecer sus vínculos con Gran Bretaña, y echar así por tierra los deseos de Versalles de humillar a los vencedores en Canadá. Vergennes se convenció de la necesidad de intervenir decididamente. Ni siquiera exigió a cambio compensaciones territoriales en el Continente americano a quienes serían, finalizada la guerra, autoridades en el nuevo Estado. Franklin se comprometió a no firmar una paz por separado con Londres sin avisar previamente a sus aliados. Pero en esto, como veremos después, los norteamericanos no cumplieron su palabra, lo que disgustó profundamente al venerable patriota. La principal modificación acaecida con la entrada en la contienda de Francia y de España viene dada por la necesidad del Gabinete de Guerra de Londres de concentrar una parte considerable de sus fuerzas navales y terrestres en torno a las islas británicas y en Gibraltar y Menorca para hacer frente a un previsible intento de desembarco de la marina y los ejércitos borbónicos. De este modo se desguarnecían las costas americanas y se menguaban los efectivos de los generales ingleses en las trece colonias. A la larga, la victoria final de los independentistas llegó porque Gran Bretaña no pudo concentrar todo el esfuerzo bélico en los territorios rebeldes. Y porque acabó enfrentada a medio mundo.

Primero, Francia, luego España y a continuación otros países europeos como Holanda, que comerciaba con los americanos y a la que declaró la guerra Gran Bretaña en diciembre de 1780, o los reunidos por Catalina II en la Liga de Neutralidad Armada (Rusia, Suecia y Dinamarca, primero, pero ampliada después por la adhesión de otros países como el anglófilo Portugal) que al oponerse a la pretensión inglesa de inspeccionar cualquier barco para comprobar si llevaba contrabando de armas a los americanos estaban, en realidad, tomando partido por ellos. Pero fue la participación de Francia y España la que resultó fundamental. No solamente la de Francia. Su apoyo fue, sin duda, más abierto y oficial que el de Madrid. Porque España mantuvo una política pretendidamente ambigua e hipócrita: no reconocía a los norteamericanos oficialmente porque no quería aplaudir una rebelión y su participación en el conflicto venía obligada exclusivamente por su alianza con Francia, pero entregó millones de reales en préstamos y gastó otros muchos en las operaciones militares.

A largo plazo esta tibieza en la forma resultó ineficaz porque no se rentabilizó la ayuda prestada, mientras que Versalles firmó tratados públicamente con los embajadores de los rebeldes, por lo que su actitud ha sido reconocida con agradecimiento por el pueblo de los Estados Unidos desde hace dos siglos; lo que no sucede con España, a la que los norteamericanos no conceden el mínimo sentimiento de gratitud, pese a que nuestra colaboración fue, también, decisiva. Y, en cualquier caso, si bien es verdad que la Monarquía de Carlos III participó en la guerra menos para ayudar a unos colonos sublevados contra su rey que para atacar a la vieja rival Inglaterra, tampoco el absoluto monarca Luis XVI actuaba altruistamente. Los intereses de Francia y de España eran los que estaban en juego y decidieron a ambos déspotas ilustrados a intervenir en su defensa. Aunque los franceses hayan sabido ofrecer una imagen notablemente más idealizada de su participación en esta «lucha de los norteamericanos por la libertad».

En el plano militar, la entrada en guerra de Francia (junio de 1778) tardó en mostrarse concluyente. Y hubo americanos que llegaron a preguntarse qué hacían sus nuevos aliados. Porque ese año hubo pocas acciones bélicas y si una de ellas, la batalla de Monmouth Court House, en Nueva Jersey (28 junio 1878), tuvo un resultado indeciso, otra fue desastrosa para la causa de los rebeldes: el importante puerto de Savannah, en Georgia, cayó en poder inglés (29 diciembre 1778), iniciándose el último cambio de escenario en esa guerra que, recordemos, había comenzado en Nueva Inglaterra para trasladarse después a las colonias del centro y concluir, en su etapa final, en estas colonias meridionales de Georgia, Carolina del Norte y del Sur y Virginia. No fue casual este desplazamiento de las operaciones hacia estas zonas sureñas: sus habitantes eran considerados por los ingleses más leales al rey Jorge III y más conservadores, por lo que el nuevo generalísimo británico sir Henry Clinton -sucesor del destituido Howe, víctima política de la derrota de Saratoga- recibió la orden del secretario de Colonias y director del Gabinete de Guerra en Londres, lord Germain, de evacuar Filadelfia, concentrar sus tropas en Nueva York y preparar un plan de operaciones en el sur de las trece colonias con la intención de trasladar numerosos efectivos regulares a Georgia y las Carolinas y conseguir con ello el levantamiento en armas de los numerosos «tories» que estaban tan sólo esperando la llegada de los casacas rojas para mostrar su absoluta adhesión a la Corona. Durante el año 1779, el de la entrada de España en guerra, las principales acciones se dieron en lugares alejados de las trece colonias.

El gobernador de la Luisiana española, Bernardo de Galvez, inició sus ataques en la zona de la desembocadura del Mississippi, que en los dos años siguientes continuó con éxito por la Panzacola y la Florida continental; su padre, Matías de Gálvez,, también lograba triunfos sobre los ingleses y les expulsaba de sus asentamientos en Honduras; las reales marinas borbónicas amagaban sobre las propias costas del sur y del este de Inglaterra; y comenzaba el largo asedio de Gibraltar. Aunque ninguna de las operaciones de este año 1779 fueron en sí mismas definitivas, la diversidad de frentes a que había de acudir la Royal Navy y los ejércitos británicos empezaron a agotar sus recursos y mostrar su incapacidad para vencer en la guerra.4.ª fase: Campañas finales en las colonias del Sur. La victoria definitiva: Yorktown, octubre de 1781. Tanto los ingleses como los franceses basaron su estrategia en conceder vital importancia a la ocupación de ciudades portuarias.

Una prueba de ello es el empeño que puso Francia para reconquistar Savannah con una gran flota comandada por el almirante D´Estaing, que hubo de retirarse (octubre de 1779) sin conseguir rendir la plaza. Por su parte, el general Clinton y su lugarteniente Cornwallis embarcaron con 8.000 soldados en Nueva York y pusieron proa al Sur (febrero 1780). Y ellos sí tuvieron éxito al ocupar la importante ciudad costera de Charleston (12 mayo 1780). La conquista de este puerto, que defendían 6.000 norteamericanos, representó un duro golpe -e1 mayor de la guerra- para los independentistas porque permitía a Cornwallis disponer de una base para penetrar en Carolina del Sur y parecía dar, de nuevo, la iniciativa a los realistas, máxime si se suma a ello la victoria defensiva lograda en Savannah y la existencia de notables casos de defecciones en el bando rebelde, como la traición del general Benedict Arnold, héroe de las primeras batallas y que se pasó a los ingleses y a punto estuvo de entregarles la plaza de West Point. El Congreso continental, para enmendar la situación, envió precipitadamente hacia Carolina a uno de los vencedores en Saratoga, Horatio Gates, con un ejército. Pero fue ampliamente derrotado en Camden (16 agosto 1780) por Cornwallis. Han de ser, otra vez, los milicianos quienes pongan en dificultades a los casacas rojas, practicando una dura e inmisericorde guerra de guerrillas y emboscadas -por ejemplo, la acción de King´s Mountain (7 octubre 1780) en Carolina el Norte, en que los «minutemen» fusilaron a los oficiales ingleses que querían rendirse- y que era contestada con represalias de las partidas de realistas.

Este tipo de guerra desconcertaba a los soldados regulares británicos. Así, Cornwallis se dedicó a perseguir inútilmente a los americanos por las Carolinas, yendo de un lado a otro sin encontrar a un enemigo que se le escabullía. Además, los suministros comenzaban a escasear al hacerse notar la presión que las marinas española e inglesa -y los corsarios americanos- ejercían a todo lo largo y ancho del Atlántico y el resto del mundo, porque se combatía ya desde la India hasta Gibraltar o Menorca, haciendo muy difícil a los barcos británicos atender a todos los frentes y llevar a tiempo los pertrechos requeridos por sus generales.Otro general americano fue enviado al Sur por el Congreso: Nathaniel Greene. Reorganizó sus tropas y unió sus esfuerzos con los milicianos de Virginia que mandaba Daniel Morgan para iniciar una campaña de desgaste del descorazonado Cornwallis. Tras los encuentros de Cowpens (17 enero 1781) y Guilford Courthouse (15 marzo 1781) el inglés se encaminó hacia el Norte, hacia Virginia, con la intención de organizar su base de operaciones cerca de la costa. Escogió el lugar de Yorktown porque estaba estratégicamente situado en una península de la bahía de Chesapeake y podía permitir a la Royal Navy aprovisionar a sus fuerzas. Ahora, los 6.000 franceses del general Rochambeau, llegados en el verano de 1780 pero que permanecían inactivos hasta entonces en Newport, muy al Norte, comienzan a moverse hacia el teatro de operaciones del Sur. También se incorpora la flota del almirante De Grasse. Y comienza la que, al cabo, será definitiva ofensiva.

Combinando las fuerzas de tierra franco-americanas de Washington y Rochambeau con las navales de De Grasse, y tras la batalla marítima de los Cabos de Chesapeake (9 septiembre 1781) en la que los franceses vencieron a la flota de Hood haciéndose dueños de las aguas de la bahía, el ejército aliado puso sitio a Yorktown. Reforzados con nuevos soldados franceses venidos con el general marqués de Saint-Simon, sumaban 15.000 hombres. Cornwallis disponía de 7.000 para defender la plaza atrincherada. Por fin, el 19 de octubre (cuatro años y dos días después de Saratoga) el general inglés capituló y rindió sus banderas. Faltaba un año para que se firmasen los acuerdos anglo-norteamericanos que ponían fin a la guerra, los ingleses controlaban Nueva York, Charleston y Savannah, había partidas de realistas -ayudadas por tribus indias- que proseguían con sus acciones de guerrilla en el interior del territorio, y se luchaba entre ingleses y españoles en Panzacola y las Floridas, pero la determinación británica para continuar la contienda había desaparecido. Hubo, incluso, alguna gran victoria inglesa como la defensa de Gibraltar frente a los españoles o la que significó la gravísima derrota del almirante De Grasse en la Dominica (12 abril 1782). Con su triunfo en esta isla caribeña sobre la flota francesa, el almirante Rodney impidió que se pudiera iniciar el proyectado ataque franco-español sobre Jamaica. Pero Londres, agotado y pesimista ante el futuro de las armas, consciente de que tenia frente a sí a casi todas las potencias, buscó la paz. Y coincidió en este empeño con los norteamericanos. Éstos, intuyendo que Francia y España querían continuar la guerra en pro de sus intereses, defendieron los suyos y, traicionando la palabra dada por Franklin, empezaron las conversaciones con los ingleses, con quienes llegaron al acuerdo que ponía fin a las hostilidades. El 30 de noviembre de 1782 Londres reconocía la independencia de los Estados Unidos. Siguieron las negociaciones entre todos los implicados en el conflicto durante varios meses hasta que se firmó el definitivo Tratado de Paz de Versalles (3 de septiembre de 1783) por Gran Bretaña, España, Francia y Holanda. Francia e Inglaterra se intercambiaban territorios capturados durante la guerra en la India, el Caribe, Senegal y el Atlántico Norte, en tanto que España recuperaba Menorca y las Floridas y restringía el acceso de Inglaterra a la costa de Honduras, pero no logró su principal objetivo, Gibraltar.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2436.htm

La Constitucion de Estado Unidos

Inicio: Año 1783 – Fin: Año 1787

Es evidente que son muchas las contradicciones en que caen los propios firmantes de la Declaración de Independencia

o los signatarios de las Constituciones de cada uno de los Estados: persistencia de la esclavitud, exclusión del voto a la mujer, etc., pero los primeros pasos de la democracia se dieron, sin duda, en las antiguas trece colonias inglesas en Norteamérica. Y la democracia debe hacerse día a día, no es un sistema terminado. Por ello, una de las grandes decisiones tomadas por los americanos tras la guerra, en ese camino permanente de autoperfeccionamiento que es la democracia, vendrá de una profunda rectificación del sistema político que poco antes ellos mismos se habían dado. Y todo para lograr «la prosperidad general y la defensa común» de los trece territorios y sus ciudadanos. Desde la que puede ser considerada primera Constitución americana -los Artículos de la Confederación de marzo de 1781- cada uno de los Estados (ex-colonias) era soberano e independiente, tenía su propia Constitución y sus Asambleas eran la representación de la soberanía «de cada Estado». Estos Parlamentos resultaban de elecciones en las que se amplió de un modo notable el derecho electoral de grandes capas sociales, incluyendo a los campesinos y los obreros, bastantes de los cuales alcanzaron en esos años de la Revolución el derecho al voto.

El Congreso continental era un remedo de gobierno central, y en la práctica carecía de todo poder. Se sucedieron desde 1783 gravísimos problemas de todo tipo -como la enorme dependencia económica que los recién independientes Estados Unidos tenían con la ex-metrópoli- a causa de la descoordinación entre cada uno de los Estados y provocaban, incluso, conflictos por el control de los apetecidos territorios del Oeste, o por guerras arancelarias. Y en un clima de tensión social por la recesión económica posbélica que se plasmó en motines en varios Estados y alarmó a muchos políticos. Esta crítica situación hizo que comenzasen a levantarse voces en pro de la formulación de una nueva Constitución. Y así se llegó a la convocatoria de una Convención Constitucional que habría de reunirse en Filadelfia en mayo de 1787 para revisar los Artículos de la Confederación de 1781.Los 55 delegados acabaron por redactar y promulgar (el 17 de septiembre de 1787) la que, a partir de 1789, iba a ser la Constitución de los Estados Unidos de América. Y en Filadelfia quedaron una parte muy notable de la inicial soberanía de cada uno de los Estados en aras de un gobierno central más fuerte que coordinase, de verdad, a la nueva República. Pero todo ello fue, nuevamente, resultado de un proceso por el cual «la mayoría decidía alterar o instituir un nuevo gobierno en la forma que ofrecía las mejores garantías de promover la seguridad y la felicidad…» Y aún hubo de cumplirse otro requisito que manifiesta de qué manera había calado la ideología democrática entre los americanos: era preciso que la Constitución fuese ratificada por nueve de los trece Estados para entrar en vigor. Dos de ellos, Carolina del Norte y Rhode Island, rechazaron en un primer momento adherirse a la nueva nación, aunque en los tres años siguientes aceptaron democráticamente ingresar en la República de los Estados Unidos (Carolina del Norte lo hizo a finales de 1789 y Rhode Island en mayo de 1790).Por supuesto la Constitución consagraba la separación de poderes.

El poder ejecutivo era encomendado a un presidente, elegido por períodos de cuatro años por un colegio electoral en el que cada Estado tenía un número de miembros proporcional a sus habitantes. El presidente tenía un gran poder, era jefe supremo de los ejércitos, marina y milicias de los Estados Unidos, podía vetar alguna de las leyes del Congreso y nombraba funcionarios federales. El poder judicial residirá en un Tribunal Supremo, con miembros nombrados por el presidente y ratificados por el Senado, vitalicios e inamovibles. Del poder legislativo se responsabilizará un Congreso bicameral. El Senado se componía de dos senadores por cada Estado, fuese cual fuese su número de habitantes, en tanto que en la Cámara de Representantes había un número de miembros proporcional al de la población de cada uno de los Estados. El Congreso tenía, también, mucho poder que iba desde el de imponer tributos hasta declarar la guerra, acuñar monedas, regalar el comercio, alistar tropas, aprobar el presupuesto que propone el presidente, y un largo etcétera. Por fin, el pueblo de los Estados Unidos había llevado a la realidad lo que algunos teóricos ingleses, franceses o colonos norteamericanos habían escrito -¿o soñado?- en los últimos cien años.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2438.htm

Revolucion – Guerra de Independencia

Inicio: Año 1776 – Fin: Año 1783

Ha existido una corriente historiográfica que ha tratado de reducir el alcance de los sucesos acaecidos en los años setenta y ochenta en América del Norte a un mero conflicto político;

siguiendo las pautas que iniciaron pensadores contemporáneos a los hechos –como Edmund Burke- todavía hay autores que afirman que no hay en aquellos acontecimientos nada que permita interpretarlos como una revolución. Prácticamente no hubo cambios en la correlación de fuerzas sociales; no fueron modificadas apenas las bases económicas ni los fundamentos jurídicos; la violencia -aunque alguna vez se dio entre los realistas y los rebeldes- no llegó ni de lejos a la que acompañará, desde entonces, a cualquiera de los períodos «de terror» de los fenómenos revolucionarios que se inician en 1789 en Francia y aún sacuden nuestro mundo contemporáneo; no hubo desorden a gran escala, alteraciones de la vida cotidiana imposibles de controlar por unas autoridades avasalladas y desbordadas por los acontecimientos; la mayoría de los dirigentes locales -muchos de talante conservador y saneadas haciendas- que lo eran antes de la ruptura seguirán disfrutando de su preferente papel político y económico durante y después de la crisis; en nada se vieron afectadas las creencias o las prácticas religiosas.

Todo parece llevar a la idea de que, en efecto, solamente se dio en América una protesta política de unos privilegiados que consiguieron la ruptura de los vínculos con la metrópoli pero que no transformó nada de la realidad social, jurídica o económica. Estaríamos -concluyen esos historiadores- ante una «revolución sin ideología». Pero sería una imagen deformada y desdibujada. Fue una auténtica revolución y sus principios ideológicos igualitaristas y contrarios a cualquier privilegio hereditario acabaron impregnándolo todo, incluso en las actitudes cotidianas, a pesar de que ninguno de los padres fundadores de los Estados Unidos cuestionó que la variedad de clases era inevitable y que el mérito individual llevaba a unos a la riqueza y a otros a la penuria. Y, desde luego, muchos de esos preceptos no sólo calaron en las conciencias de los norteamericanos sino que despertaron la ilusión en muchos hombres, a ambos lados del Atlántico, desde el propio momento de los sucesos. Los primeros, los franceses de esa misma generación.

El argumento de la escasa originalidad doctrinal de la Revolución americana no deja de ser una concesión al orgulloso europeocentrismo; es verdad que la base ideológica de los tratadistas norteamericanos está en Locke, Montesquieu y Rousseau. Pero ellos fueron los primeros en llevar a la práctica unos modelos teóricos que, por mucho que hubiesen sido leídos y aceptados intelectualmente en Europa, tardaron muchísimos años en descender al terreno de la realidad jurídica en la mayoría de los países del Viejo Mundo. Los «más grandes legisladores de la antigüedad -dejó escrito John Adams-desearían ardientemente vivir en un momento en el que tres millones de personas se encontraban con el poder total y una buena oportunidad de formar y establecer el Gobierno más prudente y feliz que puede organizar la inteligencia humana». Como afirma Risjord, «la independencia, después de todo, presentó a los norteamericanos una oportunidad única de experimentar con el Gobierno». Ellos fueron, en definitiva, quienes plasmaron en una Constitución los principios básicos concebidos un siglo antes por Locke y desarrollados décadas más tarde por los ilustrados franceses.

Esos derechos fundamentales a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad con los que nace el hombre han de ser protegidos por el Gobierno, que no tiene otra razón de ser que la de procurar que no se vulneren esos derechos inalienables. Desde el momento en que, como dice la Declaración de Independencia, «el pueblo tiene el derecho e incluso el deber de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad», se está posibilitando la participación del gobernado en el gobierno.

Es en la forma de llevar este principio a la práctica donde los norteamericanos son capaces de alejarse de las utopías que, desde los autores clásicos griegos hasta los tratadistas del Renacimiento o el Barroco europeo, habían planteado como una mera hipótesis intelectual. Recuérdese al respecto que, por ejemplo, en la España del siglo XVI, se justificaba la doctrina del «tiranicidio», o derecho de la sociedad a matar al príncipe cuando ha devenido en déspota al no cumplir su pacto con el pueblo a quien debe servir. Pero a nadie se le pasó por la cabeza hacer una casuística de cuándo el rey se convierte en tirano, o cómo y por quién debía eliminársele.

La gran aportación de los norteamericanos está en la formulación y puesta en práctica de la democracia representativa: los pueblos delegaron la soberanía en las asambleas constituyentes de cada Estado con el encargo de que elaborasen una Constitución y organizasen el Gobierno. Hasta las siguientes elecciones el pueblo no tiene sino que vigilar el cumplimiento de los principios y normas; minuciosa y escrupulosamente enumeradas en las leyes fundamentales; sus representantes son quienes deben tomar las decisiones y controlar al Gobierno en función del encargo de sus representados y electores.

Fuente: http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2437.htm